Los usos del territorio
En este apartado se incluyen artículos relacionados con los diversos usos del territorio: actividades al aire libre, rutas, senderismo, caza, pesca, acampada, aprovechamiento...
LA ZORRA DE DON CRISTOBAL
Hacia el año 1960, cuando preparaba en Madrid
la oposición de notarios, compartía pensión y mesa con Cristóbal, un médico de
Sevilla que ampliaba estudios en el hospital de San Carlos. Un día, a finales
de otoño, le conté cómo el domingo había matado una zorra en mi pueblo, a donde
me escapaba de vez en cuando.
-
No sabes como te envidio, –dice-; yo cazo poco, casi siempre en una finca
de la campiña, y todavía no he matado ninguna, ni siquiera las he visto.
-
Pues la próxima vez que vaya al pueblo, vente conmigo; organizaré algo
para que te estrenes.
Estamos en
Villarrodrigo; el sitio elegido para
cumplir mi promesa es la Atalaya, un pico de 1.300 metros cuyas estribaciones
llegan hasta el río, a cien metros del pueblo. Tiene dos zonas bien
diferenciadas, umbría y solana. En la parte alta de la umbría el monte es
frondoso, de chaparras, enebros y pinos;
más abajo se reparten el terreno alguna huerta, pegujales de tierra calma y
olivos. En la solana el suelo es pedregoso y la vegetación, escasa: marañas
resecas, comidas de las cabras, pegadas al suelo. En las primeras horas de la
mañana, cuando la gente emprende el trabajo y los ganados toman su careo, las zorras se refugian en los altos, buscando
sitio más tranquilo.
Subimos en los
coches hasta el Puerto de Onsares; a la izquierda, el Morrón, a la derecha, la
Atalaya, al frente, la Piedra del Cabrón –hoy los mapas dicen Cambrón-, más
lejos, el Yelmo; montes, ríos y valles conservan los nombres de hace siglos. En
el Libro de la Montería, de Alfonso XI, leemos: “Val de Fonsares, que yace
cerca de Torres, aldea de Segura, es buen monte de oso en ivierno; et es la
vocería por cima del ombrío catante a
Siles, et a la peña del Cabrón. Et es la armada de parte del río”.
Hablo con la “vocería”, no
es muy nutrida, la forman “Pelijas”, Macario, “el Fraile” y “Requesones”:
-
Salís desde aquí mismo por la umbría y al llegar a la Hoya de los
Quemaos, por el collado de las Piedras de la Ermita, volcáis a la solana y
giráis hacia aquí por los Carasoles;
siempre la mano baja adelantada y haciendo ruido. Nosotros nos pondremos desde
el Ranchal de Paleta, a lo largo del filo.
-
La “armada”
tampoco es numerosa; me acompañan, además de Cristóbal, Jacinto y Pedrete.
Coloco a Cristóbal en el mejor sitio, un collado con buena visibilidad, paso
querencioso de un lado al otro del monte. Yo me encaramo a un peñasco; antes de
coronarlo me asomo con sigilo; a veinte metros -sólo veo su cabeza- una zorra
toma el sol tranquilamente: la pobre no supo de donde le llegó el tiro.
Al cabo de un buen
rato, procedentes de donde está Cristóbal, oigo –mala señal- cinco tiros.
Ha terminado el
ojeo, corro al puesto de Cristóbal, los malos presagios no se han cumplido. El
hombre está feliz, alza orgulloso la zorra muerta, le blanquea el jopo, es un
macho viejo. Nos juntamos todos, el último en llegar es “Pelijas”; viene
jadeante, ha traído la mano larga y el terreno es duro; pisando escarcha y
reguillo en la umbría, y en la solana los ásperos marañales y las
resecas pedrizas; de propina, sube un fuerte repecho. Se quita la boina, se
rasca la cabeza, va recobrando el aliento. Habla con voz entrecortada:
-
Don Cristóbal, menos mal que ha matado usted la zorra. Porque si se le
llega a ir, con lo que he penado por esas cuestas, … si se le llega a ir … -lo
venía pensando- ¡le pego una paliza a mi mujer cuando llegue al pueblo!.
-
Hoy no sabríamos explicar la extraña relación entre
la puntería de Don Cristóbal y las aviesas intenciones del “Pelijas”; pero en
aquellos duros tiempos, difíciles de entender para quien no los haya vivido, no
era raro que el marido desahogara los malos humores en las costillas de la
mujer, del perro, de los chiquillos, o del borrico.
Bajamos al Puerto,
en pocos minutos arde una hermosa lumbre, cándalos y charabasca abundan.
Agradecemos el calor: en dos horas inmóviles, de cara al viento, se pasa frío.
Decidimos desollar
las zorras, en Albadalejo compran las
pieles, pagan 1.500 pesetas por cada una. Tenemos tres, la mía, la de Cristóbal
y otra que ha cobrado Jacinto. Para la operación se ofrece Macario:
-
Yo se desollarlas, hay que hacerlo bien, porque si no el “Bullas” no las
quiere. Si no os importa, esta más chica, que es nuevecilla, me la llevo, es
lástima que se desperdicie.
-
-
¿Te la vas a comer?, pregunta “Requesones”. Macario argumenta:
-
-
No digo yo que la carne de zorra
sea tan fina como la del gato, pero es mejor que la del perro: como la del tejón, poco más o menos; el
secreto está en dejarla una noche al sereno, para que se le vaya el husmo. La
Felisa tiene buena mano, la adoba con aceite, ajos, vinagre y romero. Se puede
freír en la sartén o asar en la parrilla. Si queréis, mañana por la tarde os
pasáis por mi casa y la catáis; yo pongo la chicha, vosotros, el vino.
-
“Pelijas” y “Requesones” dicen
que bueno, pero el “Fraile” se encara con el anfitrión:
-
Eres un guarro, no se cómo te puedes zampar toas las alimañas que pillas.
-
Macario se siente ofendido y
contesta:
-
¡Leche, que delicao te has vuelto! ¿Ya no recuerdas los burros muertos
que te comías en el frente de Pozoblanco y en el del Ebro?.
El “Fraile”
responde de mala manera, relaciona los gustos de Macario con su profesión –es
el enterrador-, de modo que intervengo para que la disputa no tome agrios
derroteros:
-
Lo de comer unos animales u otros es cosa de costumbres. Los moros comen
langostas, los chinos gusanos, los indios, hormigas. Yo recuerdo haber probado
de niño el lagarto y me estuvo bueno.
-
Macario me mira agradecido:
-
Se ve que eres hombre de carrera, sabes mucho, pero no se te olvida lo
que aprendiste en el pueblo. El lagarto es el mejor de tos los animales
montunos; la culebra también tiene buena carne, pero me gusta menos; además, si
la partes en cachos grandes, se mueve en la sartén cuando la fríes, como si
estuviese viva, y eso me da repeluco. Paco, pásate mañana por mi casa y verás
qué bien sabe la carne de la zorrilla; y que venga también Don Cristóbal.
-
-
Agradezco la invitación –le digo-, pero Don Cristóbal y yo saldremos temprano
para Madrid. Otra vez será.
-
Cristóbal nos
invita a un aperitivo en el bar de “Faty”. El “Fraile” y Macario ríen
animadamente, han hecho las paces. Me
fijo en la boca de Macario, solo tiene tres dientes, dos arriba y uno abajo: no
se cómo se las apañará cuando ataque, con armas tan escasas, el solomillo de
tejón o el brazuelo de perro.
Han pasado veinte
años, ha muerto “Pelijas”, vengo desde Extremadura a su entierro. Según la
costumbre, los hombres vamos hasta el cementerio y en la casa queda la viuda
acompañada por las mujeres, que ocupan las sillas arrimadas a las paredes del
portal y de la cocina. Entra mi madre, la Roberta llora desconsoladamente, mi
madre también llora:
-
¡Doña Paquita, que pena más grande tengo! ¡Tanto como mi Manuel la quería
a usted, a don Pablo, y a sus hijos! Y morirse; morirse ahora, que ya no me
pegaba. ¡Qué pena!.
Francisco
Cuenca Anaya
(Publicada en el
número 431 de “Trofeo”)
LA CAZA EN EL
FUERO DE MI PUEBLO
Si vas
por la carretera N-322, que parte de Bailén hacia Albacete, pasado
Villacarrillo y antes de Villanueva del Arzobispo, a la izquierda, verás un
pueblo encaramado a un cerro; es Iznatoraf, al que se le conoce con el nombre
familiar de Torafe. Sube, que no te desanime lo empinado de la cuesta, la
carretera es buena, las curvas amplias y suaves; si lo haces, me lo
agradecerás: mi pueblo es hermoso de verdad. Aunque sean notables la iglesia,
de la escuela de Vandelvira, sus arcos, torreones y murallas, si te ocurre lo
que a mí, apreciarás más la autenticidad del conjunto, las estrechas calles,
las casas blancas y limpias, y no olvides mirar las ventanas, algunas
protegidas con viejas rejas; cualquier vecino te enseñará, orgulloso, lo que
hay que ver: son amables mis paisanos; pero si quieres más información,
pregunta por Salvador, trabaja en el Ayuntamiento y sabe de nuestro pueblo más
que nadie.
No
podrás ver, porque está depositado en el Archivo Histórico Provincial de Jaén,
una de nuestras más preciadas joyas, el Fuero concedido a mediados del siglo
XIII por el Rey San Fernando; Iznatoraf era entonces plaza importante, tanto
que mereció ese privilegio. Otras ciudades, antes y después del Rey Santo,
obtuvieron el mismo trato; a treinta y cinco kilómetros de Torafe, en la
fachada de la Plaza Vieja ,
de Úbeda, una placa recuerda las fechas -17 de noviembre de 1526 y 3 de junio
de 1570- en que Carlos V y Felipe II,
ante Nuestra Señora de los Remedios, juraron sus fueros.
Los
fueros existieron en todos los reinos que integraban lo que hoy conocemos como
España y dejaron de existir en casi todos los territorios cuando el poder
público se organizó de otra manera; no se crea, como tantas veces se oye, que
fueron institución privativa de las tierras del Norte; invocar los fueros como
signo de identidad y hacer de la supresión un agravio, es una burda
manipulación de la Historia.
Tiene
nuestro Fuero 885 leyes, varias dedicadas a los perros y la caza. En cuanto a
los perros, la muerte del ajeno se castiga con multa de cinco maravedís cuando
se trata de alanos, sabuesos o galgos; diez mencales -el mencal vale un cuarto
de maravedí- si de podenco; quince para el perro de ganado y cinco si es un
“cáravo”, nombre del perro pequeño que podía pasar por el albollón; si la
muerte del can ocurre por defenderse de él, no hay que pagar nada.
De
estas normas subrayo la existencia en aquellos tiempos de cuatro razas que hoy
subsisten: alanos, sabuesos, galgos y podencos. Claro que el origen de alguna
de ellas es más remoto; hace unos meses, cuando paseaba con mi podenco
“Aquiles” por la plaza de La
Gavidia , uno de los “gorrillas” se me acercó y me dijo:
-
Su perro es igual que los que pintaban
los egipcios en las tumbas de los faraones.
-
He visto y leído esto muchas veces, pero sorprende
escucharlo de un mendigo.
En cuanto a la caza, la ley 763 regula una materia
controvertida sobre propiedad de la pieza; pertenece a quien la levanta, no a
quien la mata o captura, sea “puerco, o enzebra, o ciervo, o liebre, o conejo,
o perdiz”. Lo mismo, según nos dice Ortega y Gasset en el prólogo al libro del
Conde de Yebes, “Veinte años de caza Mayor”, regía en los pueblos primitivos. La costumbre
pervive hasta nuestros días, y la
Ley de Caza de 1970 prohibe abatir la pieza levantada por
otro mientras dure la persecución.
Es curiosa la ley 769 que
trata de la caza que llega al pueblo y es muerta en él; debe repartirse entre
todos los vecinos, si bien la mujer preñada tiene derecho a ración doble.
Parecido a este caso pero no idéntico, es el de la pieza llevada al pueblo por
perros; debe guardarse hasta el tercer día, y si no aparece el dueño,
repartirla. Que los perros traigan así la caza puede extrañar al lector de hoy,
sobre todo si es hombre de ciudad, pero los que hemos vivido en pueblos sabemos
que hace unas décadas, de vez en cuando, la perra de Juan o de Pedro aportaban
algún conejo a la despensa. No hace mucho, unos quince años, Ulises, un pointer
de mi hermano Angel, asomó una mañana a la casa con una hermosa liebre.
Otras leyes se ocupan de
las trampas, losas, cepos y lazos; la pieza pertenece al que los puso, no al
que la encuentra, y se castiga a quien la
toma del engaño ajeno y al que desmonta la trampa voluntaria o involuntariamente,
si en este segundo caso no la arma de nuevo.
La lectura de estas leyes
-no puedo referirme a todas- demuestra que eran habituales muchos
procedimientos de caza que, más tarde, se prohibieron, aunque siguieran
practicándose por furtivos.
Llama la atención la persistencia de las normas
medievales hasta nuestros días. Cuando, siendo niño, disputaba con alguno de
mis hermanos el derecho a la cabeza de la liebre o conejo guisados -para comer
los sesos- mi padre, que resolvía inapelablemente nuestras controversias,
decía: “la cabeza pertenece al matador”; pues bien, la ley 768 del Fuero
atribuye al que primero hiera la pieza “la cabeza, con cuanto la oreja pudiera
alcanzar, si puerco fuere”.
Por si algún lector -si lo
hubiere- tiene curiosidad por saber qué animal es la enzebra, antes mencionada,
diré que he leído su identificación con oso y onagro, pero ninguna de las dos
versiones me parece acertada: la palabra oso tiene una raíz latina diferente
“ursus” y el onagro no vivió en la península. En varios textos medievales se describe
la enzebra o zebro como una especie de caballo, recio, de menos talla que el
ordinario, de color gris con rayas en
las ancas y de carne selecta; parece que aún vivía en tierras de Almería y
Murcia a finales del siglo XV. He leído que los portugueses, al explorar el
litoral africano, vieron un animal parecido al zebro, por lo que lo llamaron
cebra.
Francisco Cuenca Anaya
(Premio Andalucía de Patrimonio
Histórico)
De mi pueblo, a finales de octubre o primeros de noviembre, Vicente “el Carnicero”, Manuel “el Herrero”, Jacinto, Pepe “el Herrador” y algún otro, sin más compañía que la de un burro ni más pertrechos que el serón o las aguaderas, jaulas, una manta de cujón y las alforjas con pan y algo de matanza, emprendían antes de amanecer un viaje de tres o cuatro días. Buscaban la preciada mercancía en los cortijos más remotos, pegados a lo alto de la Sierra, pues se sabía que los pájaros más valientes eran los nacidos en las calizas peladas que coronan el Calar del Mundo.
El año 1966, acompañado de Jacinto, que había hecho el camino más de una vez, emprendí la ruta; no en burro, pero casi: en el “dos caballos” que fue mi primer coche. Dejamos atrás Yeste y subimos hacia El Arguellite hasta donde el coche pudo. Con las jaulas al hombro nos dirigimos a la cortijada más próxima. Alguien debió advertir nuestra presencia, pues cuando llegamos, en la plazuela a la que daban las puertas de las casas nos esperaban unas cuantas mujeres y chiquillos.
– Buenos días, hermana. ¿Cómo andamos este año de pollos?
Pero las pegueras, que dieron nombre a montes y collados, se habían apagado para siempre. Lo mismo que caleras, carboneras y miereras, en las que los serranos sacaban de las cepas de enebro la miera, remedio contra la sarna y la roña.
Nos fuimos hacia otros cortijos, incómodos por nuestra pobre respuesta a las palabras y risas de aquellas buenas mujeres, trazando planes para hacerlo mejor si se repetían las circunstancias; pero no hubo ocasión de ponerlos en práctica, que la Divina Providencia siempre fue cicatera en lo de ofrecer segundas oportunidades.
Todo el santo día subiendo y bajando cerros sin encontrar nada que valiera la pena. En algunos cortijos, las puertas cerradas, las chimeneas sin su penacho de humo, denotaban que no vivía nadie. Había comenzado la emigración a los suburbios de Madrid, Valencia, Barcelona y Palma de Mallorca, que en pocos años dejaría sin gente la Sierra. Hoy, de algunas casas no quedan ni los cimientos; de otras, cuatro paredes ruinosas que, a veces, aún sostienen el esqueleto de la cumbrera. En los huertos, que daban patatas, habichuelas, tomates, pimientos, cebollas para el año, maíz y calabazas para engordar el gorrino de la matanza, las albercas están vacías, los bancales comidos de carrizo. Los caminos, borrados. Una manera de vivir se ha perdido.
Al caer la tarde, llegamos al coche. Jacinto quería que volviésemos a nuestro pueblo, pero yo no me resignaba a dar el día por perdido y sugerí entrar en Yeste y buscar al barbero, que también se dedicaba a la venta de pollos. Mi compañero me advirtió que el hombre no era de fiar, que si podía te daba gato por liebre, y que los pollos, siempre ofrecidos como de lo más alto del Calar, podían ser de cualquier sitio.
Compré cuatro. Uno, examinado a la luz del día, resultó ser hembra, lo que en el mundo de la caza –no quiero generalizar– supone un grave contratiempo pues, como es sabido, los reclamos tienen que ser machos. A los restantes los bauticé –poco original– con los nombres de los reyes godos, cuya nómina completa había aprendido en la escuela de mi padre. Pese al bautismo, ninguno salió bueno.
De Sigerico y de Walia, ni me acuerdo. Ataulfo era un hermoso pollo, daba gusto oírlo en la casa y verlo engrifarse cuando se le acercaba otro al jaulero. Pero en el campo no llegué a escucharle ni un sólo reclamo. Lo probé una tarde apacible y no despegó el pico. Para la segunda oportunidad elegí un puesto de fama, el de “Las Salegas”. El sitio era hermoso, la parte alta de “La Mangada”, la finca de mi abuelo donde aprendí a cazar. Las perdices dormían en las quebradas que había detrás del arbolejo y al avanzar la mañana subían poco a poco para refugiarse en los pinos. Aquella hermosa mañana de enero, templada y sin viento, el campo cantó alegremente y un par se metió en la plazuela, sin que Ataulfo se diese por enterado. Hice lo que mandan las viejas reglas de la caza de la perdiz con reclamo, dejar pasar a la pareja, que se internó sin prisas en el monte.
Pocos minutos después, por los mismos pasos, otras dos perdices. Mi pájaro, ni pío. Y ahora sí hice lo que no se debe hacer: tiré el macho, más que nada para ver la reacción de Ataulfo. No la hubo, no se inmutó al tiro ni ante el desesperado canto de la viuda, que se quedó merodeando por los alrededores. Todavía pasó cerca otra pareja siendo la conducta de mi hermoso pollo la misma que he referido.
No esperé más. Salí del puesto, llegué al arbolejo y acordándome de los buenos consejos de mi amigo Jacinto, y también del barbero, abrí la portezuela. Por aquel tiempo, Martínez y Corniquí adornaban mi jaulero y no era cosa de estropearlo con semejante mochuelo.
Cuidar los pájaros todo el año, que no les faltase el trigo, el alpiste, el panizo, los cañamones y, de vez en cuando, enriquecer la pitanza con alguna golosina como garbanzos en remojo o nueces, sin olvidar el verde tan escaso en invierno: berros que cogíamos en los remansos de los arroyos y ababoles que crecían en los sembrados y en los civantos de las huertas. Sacarlos al sol en otoño, darles tierra vigilando para que no se acercase algún perro, removerles el comedero cada vez que se pasaba junto a ellos y gozar viendo cómo la pluma tomaba lustre y se avivaba el rojo de las cejas y del pico.
Muchas cosas para hacerlas en un piso; de modo que cuando llegó la hora de mi destierro a una gran ciudad, lo tuve claro: regalé pájaros, jaulas, jauleros, cajones para la muda, ganchos, cobijillas... ¡Veinticuatro años sin dar un puesto! Y he sobrevivido
LOS POLLOS DE YESTE
Mal conocen la caza de la perdiz
con reclamo quienes piensan que todo consiste en asesinar a una pieza
indefensa. Mil ritos ancestrales, arraigados en la vida de los pueblos, la
enriquecen. Y uno, es conseguir los pollos que el día de mañana serán pájaros.
En la comarca de la Sierra de Segura tenían fama los perdigones de Yeste, y a los cortijos de su término iban a buscarlos cazadores de todas partes. Los chiquillos cogían los polluelos recién nacidos o los huevos, que engoraban en la casa una gallina llueca. Cuidados con esmero, alimentados con saltamontes, abundantes en los prados y hortales, algunos morían al pelechar en la última muda, pero otros llegaban al otoño, que era el tiempo de venderlos.
En la comarca de la Sierra de Segura tenían fama los perdigones de Yeste, y a los cortijos de su término iban a buscarlos cazadores de todas partes. Los chiquillos cogían los polluelos recién nacidos o los huevos, que engoraban en la casa una gallina llueca. Cuidados con esmero, alimentados con saltamontes, abundantes en los prados y hortales, algunos morían al pelechar en la última muda, pero otros llegaban al otoño, que era el tiempo de venderlos.
De mi pueblo, a finales de octubre o primeros de noviembre, Vicente “el Carnicero”, Manuel “el Herrero”, Jacinto, Pepe “el Herrador” y algún otro, sin más compañía que la de un burro ni más pertrechos que el serón o las aguaderas, jaulas, una manta de cujón y las alforjas con pan y algo de matanza, emprendían antes de amanecer un viaje de tres o cuatro días. Buscaban la preciada mercancía en los cortijos más remotos, pegados a lo alto de la Sierra, pues se sabía que los pájaros más valientes eran los nacidos en las calizas peladas que coronan el Calar del Mundo.
El año 1966, acompañado de Jacinto, que había hecho el camino más de una vez, emprendí la ruta; no en burro, pero casi: en el “dos caballos” que fue mi primer coche. Dejamos atrás Yeste y subimos hacia El Arguellite hasta donde el coche pudo. Con las jaulas al hombro nos dirigimos a la cortijada más próxima. Alguien debió advertir nuestra presencia, pues cuando llegamos, en la plazuela a la que daban las puertas de las casas nos esperaban unas cuantas mujeres y chiquillos.
– Buenos días, hermana. ¿Cómo andamos este año de pollos?
La interpelada, con ese descaro
que a veces exhiben las señoras cuando están en grupo, nos suelta:
– De pollos, bien. De lo que
estamos mal es de pollas.
Lo de los pollos, no era verdad; los que nos enseñaron, ariscos y espeluznados, no eran de recibo. La carencia de lo otro, tenía fundamento: los hombres –hacheros, ajorradores– viajaban al final del verano a las sierras de Cuenca, de los Pirineos, de Soria; la suya no daba trabajo para todos. Se habían perdido viejos oficios. Pocos años antes, los pineros conducían la madera por los cauces del Guadiana hacia Murcia, del Guadalimar y Guadalquivir hacia Córdoba y Sevilla. Las pegueras, en las que se extraían la pez y el alquitrán de las toconas de los pinos, proporcionaban empleo a muchos. Acarrear la leña, armar el horno con su troncá y cervigales, tazar las astillas, encañar, foguear, eran operaciones complejas y laboriosas.
Lo de los pollos, no era verdad; los que nos enseñaron, ariscos y espeluznados, no eran de recibo. La carencia de lo otro, tenía fundamento: los hombres –hacheros, ajorradores– viajaban al final del verano a las sierras de Cuenca, de los Pirineos, de Soria; la suya no daba trabajo para todos. Se habían perdido viejos oficios. Pocos años antes, los pineros conducían la madera por los cauces del Guadiana hacia Murcia, del Guadalimar y Guadalquivir hacia Córdoba y Sevilla. Las pegueras, en las que se extraían la pez y el alquitrán de las toconas de los pinos, proporcionaban empleo a muchos. Acarrear la leña, armar el horno con su troncá y cervigales, tazar las astillas, encañar, foguear, eran operaciones complejas y laboriosas.
Pero las pegueras, que dieron nombre a montes y collados, se habían apagado para siempre. Lo mismo que caleras, carboneras y miereras, en las que los serranos sacaban de las cepas de enebro la miera, remedio contra la sarna y la roña.
Nos fuimos hacia otros cortijos, incómodos por nuestra pobre respuesta a las palabras y risas de aquellas buenas mujeres, trazando planes para hacerlo mejor si se repetían las circunstancias; pero no hubo ocasión de ponerlos en práctica, que la Divina Providencia siempre fue cicatera en lo de ofrecer segundas oportunidades.
Todo el santo día subiendo y bajando cerros sin encontrar nada que valiera la pena. En algunos cortijos, las puertas cerradas, las chimeneas sin su penacho de humo, denotaban que no vivía nadie. Había comenzado la emigración a los suburbios de Madrid, Valencia, Barcelona y Palma de Mallorca, que en pocos años dejaría sin gente la Sierra. Hoy, de algunas casas no quedan ni los cimientos; de otras, cuatro paredes ruinosas que, a veces, aún sostienen el esqueleto de la cumbrera. En los huertos, que daban patatas, habichuelas, tomates, pimientos, cebollas para el año, maíz y calabazas para engordar el gorrino de la matanza, las albercas están vacías, los bancales comidos de carrizo. Los caminos, borrados. Una manera de vivir se ha perdido.
Al caer la tarde, llegamos al coche. Jacinto quería que volviésemos a nuestro pueblo, pero yo no me resignaba a dar el día por perdido y sugerí entrar en Yeste y buscar al barbero, que también se dedicaba a la venta de pollos. Mi compañero me advirtió que el hombre no era de fiar, que si podía te daba gato por liebre, y que los pollos, siempre ofrecidos como de lo más alto del Calar, podían ser de cualquier sitio.
Compré cuatro. Uno, examinado a la luz del día, resultó ser hembra, lo que en el mundo de la caza –no quiero generalizar– supone un grave contratiempo pues, como es sabido, los reclamos tienen que ser machos. A los restantes los bauticé –poco original– con los nombres de los reyes godos, cuya nómina completa había aprendido en la escuela de mi padre. Pese al bautismo, ninguno salió bueno.
De Sigerico y de Walia, ni me acuerdo. Ataulfo era un hermoso pollo, daba gusto oírlo en la casa y verlo engrifarse cuando se le acercaba otro al jaulero. Pero en el campo no llegué a escucharle ni un sólo reclamo. Lo probé una tarde apacible y no despegó el pico. Para la segunda oportunidad elegí un puesto de fama, el de “Las Salegas”. El sitio era hermoso, la parte alta de “La Mangada”, la finca de mi abuelo donde aprendí a cazar. Las perdices dormían en las quebradas que había detrás del arbolejo y al avanzar la mañana subían poco a poco para refugiarse en los pinos. Aquella hermosa mañana de enero, templada y sin viento, el campo cantó alegremente y un par se metió en la plazuela, sin que Ataulfo se diese por enterado. Hice lo que mandan las viejas reglas de la caza de la perdiz con reclamo, dejar pasar a la pareja, que se internó sin prisas en el monte.
Pocos minutos después, por los mismos pasos, otras dos perdices. Mi pájaro, ni pío. Y ahora sí hice lo que no se debe hacer: tiré el macho, más que nada para ver la reacción de Ataulfo. No la hubo, no se inmutó al tiro ni ante el desesperado canto de la viuda, que se quedó merodeando por los alrededores. Todavía pasó cerca otra pareja siendo la conducta de mi hermoso pollo la misma que he referido.
No esperé más. Salí del puesto, llegué al arbolejo y acordándome de los buenos consejos de mi amigo Jacinto, y también del barbero, abrí la portezuela. Por aquel tiempo, Martínez y Corniquí adornaban mi jaulero y no era cosa de estropearlo con semejante mochuelo.
Cuidar los pájaros todo el año, que no les faltase el trigo, el alpiste, el panizo, los cañamones y, de vez en cuando, enriquecer la pitanza con alguna golosina como garbanzos en remojo o nueces, sin olvidar el verde tan escaso en invierno: berros que cogíamos en los remansos de los arroyos y ababoles que crecían en los sembrados y en los civantos de las huertas. Sacarlos al sol en otoño, darles tierra vigilando para que no se acercase algún perro, removerles el comedero cada vez que se pasaba junto a ellos y gozar viendo cómo la pluma tomaba lustre y se avivaba el rojo de las cejas y del pico.
Muchas cosas para hacerlas en un piso; de modo que cuando llegó la hora de mi destierro a una gran ciudad, lo tuve claro: regalé pájaros, jaulas, jauleros, cajones para la muda, ganchos, cobijillas... ¡Veinticuatro años sin dar un puesto! Y he sobrevivido
Francisco Cuenca Anaya
(Publicada en el número 116 de “Trofeo”)
UN
TRATADO DE MONTERÍA DEL SIGLO XV
Hace años publiqué
en la revista “Trofeo” una serie de artículos comentando libros antiguos de
caza: griegos, latinos, franceses, castellanos. Hoy me ocuparé de uno menos
conocido, pero con el peculiar atractivo de que se refiere a la Sierra de
Segura, mi tierra. Es el “Tratado de montería del siglo XV”, anónimo, cuyo
manuscrito se conserva en el Museo Británico, publicado en facsímil por el
Duque de Almazán el año 1936. Sobre su
paternidad, el Duque, partiendo del proemio, en el que el autor lo ofrece a un
“muy noble Señor hermano”, maneja varias posibilidades, que no pasan de ser
meras conjeturas, sin apoyo documental preciso. Son estas:
a) “Es pues perfectamente verosímil,
que el presente Tratado fuera escrito por un Caballero Santiaguista de
guarnición en uno de los conventos-castillos adelantados de dicha Sierra y
dedicado el trabajo al Gran Maestre de la Orden, don Juan Pacheco, su hermano
en la cruz.”
b) Fernando de Yranzo “también
Caballero Santiaguista y Comendador de Montizón”, que lo dedicaría a su hermano
Miguel Lucas de Yranzo.
c) Jorge Manrique, el poeta,
igualmente de la Orden de Santiago y Comendador de Montizón, que lo ofrecería a
su hermano Pedro, segundo Conde de Paredes. Apoyaría esta hipótesis la calidad
de la prosa.
Haciéndome partícipe del mundo de
las especulaciones me pregunto si cuando el autor del libro habla de “hermano”
se refiere al hijo de los mismos padres; reconoce Almazán que entre los
Caballeros de las Órdenes Militares era frecuente el tratamiento de hermano, lo
que trae a mi memoria los tiempos en que en nuestra Sierra se anteponía a
cualquier persona. Recuerdo al hermano Francisco y a la hermana Teodora en “La
Mangada”, la finca de mi abuelo donde aprendí a cazar; cuando, ya viejos,
dejaron su cultivo y se fueron a vivir a “La Fuente de la Carrasca”, todos los
veranos mis padres y los hijos que podíamos andar les visitábamos; subíamos
hasta el “Collado del Roble”, bajábamos por la solana de “La Muela”, cuestas
empinadas, pero el cansancio de la caminata quedaba compensado con la talega de
higos secos y nueces que recibíamos los chiquillos. No se si en alguna comarca
se conserva este entrañable tratamiento: en Villarrodrigo se ha perdido.
Cualquiera que sea el valor que
demos a las reflexiones de Almazán sobre la autoría del manuscrito, el prólogo
contiene abundantes datos de interés histórico, y también son interesantes los
documentos que transcribe en el apéndice: los fueros concedidos por la Orden de
Santiago a Segura de la Sierra, el testamento de don Pedro Manrique, Conde de
Paredes y Comendador de Segura de la Sierra, un fragmento del “Libro de visitas
de la Orden de Santiago”, que trata de la que se hizo a Segura el 10 de enero
de 1478, otro fragmento del mismo libro que se refiere a la visita, el 22 de
diciembre de 1478, a la fortaleza de Montizón y parte de la “Relación de los
fechos del muy magnifico e mas virtuoso Señor Don Miguel Lucas, mui digno
Condestable de Castilla”, que trata de las bodas de éste con doña Teresa Solier,
nieta del Adelantado de Andalucía.
Sin salir del prólogo encuentro un
error notable; cuando el autor se refiere a la Sierra de Segura dice: “Exciendese
este macizo montañoso enclavado en el antiguo Reino de Jaen y penetrando en el
de Murcia en direccion de E. a O.; unese con la Sierra Nevada en Villarrodrigo,
aventajando a la cordillera granadina, si no en la altura de sus nevados
picachos en su frondosidad exuberante”. El ilustre historiador confunde Sierra
Morena con Sierra Nevada, las que confluyen en Villarrodrigo son la Sierra de
Segura y Sierra Morena.
El libro se divide en un proemio y
doce capítulos, y aunque su contenido básico es cinegético ofrece otras
materias de interés. En el proemio, el autor ensalza al “Libro de la Montería”
y al “muy noble rey don Alonso de Castilla y de Leon ... que no solamente fue notable
conquistador, mas junto con esto pienso que fue el mayor y mejor montero del
mundo y mas contino seguidor de los montes y perseguidor de los bravos venados
que en ellos habitan”. Pese al elogio del libro, justifica el suyo: “Pero si en
algo por lo mi compuesto podria aprovechar, creo que sera en esto, por ser mas
los que montean y montearan como cavalleros que no como reyes, los quales
muchas vezes matan los venados mas con poder que con saber”... “ansy que las
cosas que en el ya nombrado Libro de la Monteria estan, como fuese fecho por
mandado del Rey, de muchas dellas se podrian pocos aprovechar si no levasen al
monte aquel poder de gentes e canes que los reyes o muy poderosos señores lievan”.
Y los reyes “de tres maneras que son de monte correr” … “del corrican, en el qual mueren los venados
a vençimiento de canes, por no aver armadas, ni del monte de noche pocas veces
han noticia. Saben mas comunmente de la tercera manera, porque es monte real,
la qual no puede ser syn quatro cosas: conçierto y bozeria y busca y armada.”
Ensalza la caza en términos
semejante a los de otros libros de la época: “Si por algo en algo se deve
tener, sera por ser muy apropiada en todo e por todo a la guerra, tanto que yo
la avria por abece della, de ninguna cosa caresçiendo de aquellas que
guerreando se padesçen, que son estas que todos saben sofrir: hanbre e sed, e
sueño, e cancançio , calores e frios, usar de engaños, padesçer miedos, ponerse
a peligros, asi mismo haser gastos”.
Es la montería, de todas las cazas
“la mas real e suntuosa” por muchas razones; entre ellas “la primera porque
gozan todos los sentidos que tenemos”. Son deliciosos los párrafos en los que
expone este goce: “El ver, mirando las montañas y la diversidad de los arboles
y yervas” ... “el oyr no menos se
deleita, oyendo el sonido del ayre en las arboledas y en las peñas y concavidades
dellas” … “el oler aun alcança deletaçion, especialmente en verano, oliendo las
yervas e las flores dellas e de los arbores, que trae el frescor del ayre, que
en las montañas corre comunmente suave e sano” … “Goza el gusto, comiendo con
gran sabor e voluntad, lo cual causa el exerçiçio que lo malo, quanto mas lo bueno,
en el monte no sabe igual” … “el tañer o palpar sin deleite no queda, cogiendo
las yervas e flores, e ramas o las susodichas frutas, tocando el agua, con las
manos calurosas, de los rios e fuentes frias”.
Como contrapunto a estas virtudes de
la montería advierte “que ningun exerçiçio de los desta suerte hasciendose con
destenplamiento, puede mas dañar que la Montería, la cual digo que daña a la
anima, y en parte a la honrra, y a la salud del cuerpo y a todos los negocios,
y aun a la hacienda”. Expone detenidamente esos posibles daños en jugosos
párrafos que, por no dar una extensión desmesurada a este comentario, ni
siquiera voy a resumir; sólo una breve indicación sobre el sufrimiento del
“anima”, que puede provenir de quebrantar los domingos y otras fiestas solemnes
dejando de oír los oficios divinos, de no atender los casos de justicia “por
priesa de yr a monte” o porque si el montero vuelve a casa de vacío “de aquel
enojo e malencolia lo que por ventura se despacharia presto e bien se despacha
tarde e mal”.
En el libro cabe distinguir dos
partes, aunque íntimamente relacionadas: la cinegética y la que se refiere al
medio natural. En la primera trata minuciosamente del montero -”los onbres asi
medianos en estatura como en carnes son los mas dispuestos...”- y de su equipo,
tanto si es de a pie como si es a caballo. En el “esquero” - morral- debe
llevar, entre otros avíos, “lunbre, e aguja, e sirgo” y “cosas que son
saludables contra la ponçoña” que “mucho pueden aprovechar por mordedura de
bivora”; y que no falte “tanto y mas que para el caçador, para curar los canes
todo el aparejo de herramientas que tiene el cirujano”. En cuanto a las armas
debe llevar puñal y lanza, no espada “que es cosa muy inpropia, enpachosa”.
A los perros dedica tres
capítulos, en los que se ocupa de razas, cruces, cuidados y adiestramiento. Participa
nuestro anónimo autor de la preocupación por los canes que encontramos en
libros de aquellos tiempos, como el de Alfonso XI, donde junto a los monteros
Joan Tenorio, Pero Fernandez o Martín Gil comparten protagonismo “Natural”,
“Barbado”, “Laguna”, “Fragoso”, “Guerrero”. Comprendo bien que se les preste
esa atención, he convivido muchos años con ellos y conservo vivo el recuerdo de
“La”, “Kant”, “Duque”, “Eva”, “Pizarro”, “Marco”, “Pepa”, “Tula”, “Aquiles”,
mis perros muertos.
El capítulo séptimo trata de las
querencias de los “venados” -venado es sinónimo de pieza de caza mayor, no de
ciervo- según la época del año. Aquí encuentro datos que enlazan con los de
nuestro tiempo. Se dice que “En estas syerras de Segura, todos los venados
della por la mayor parte en fin de otubre, que son acabadas las mieses e todos
los otros frutos de que ellos se mantienen, temiendo las grandes frialdades, se
pasan a la xara e a los rios de Guadalquivir e de Guadarmena, que son tierras
calientes, e en el mes de março buelven, huyendo de la calor e de la ladilla e
ardor de la xara”. No creo que pudiera tener lugar esa emigración masiva hacia
las tierras calientes, tal vez sólo ocurriría en zonas muy próximas a esos ríos,
pero la ganadería doméstica sí se ha desplazado tradicionalmente de las tierras
frías a las cálidas en otoño, y de las cálidas a las frías al comienzo de la
primavera; aún hoy, por la cañada que pasa cerca de Villarrodrigo, es posible presenciar
ese trasiego. El hecho de que pueblos de la Sierra tengan parte de sus términos
municipales, separados del núcleo central, a orillas del Guadalmena - así
Orcera en “La Marañosa” o Torres de Albanchez en “El Madroño”- se explica por la
necesidad de aprovechar mejor los pastos que espontáneamente produce el suelo.
Los capítulos octavo bis, noveno,
décimo y décimo bis, tratan de la caza propiamente dicha. Lo primero es el
“conçierto”, es decir, encontrar el venado; cuando se encuentra debe
anunciarse, el mejor modo es “por ahumadas, en cualquier tiempo que sea,
faziendo su diferençia las dichas ahumadas: si fuere oso, tres a la par; y si
fuere puerco, dos; si fueren puercas, una”.
Tras el concierto conviene saber “la
forma que deve aver en el armar, y levantar, y correr, seguir y matar”. Lo
primero colocar la “bozeria” a cargo al menos de tres hombres, porque los que
la integran van siempre de mala gana, dado que su tarea se tiene por menguada,
han de caminar “sin vereda o por lugares asperos e espesos” y no tienen ninguna
esperanza de matar ellos el venado;”se deve enbiar de gente comun … y devense
escusar de enbiar vallesteros a la dicha boceria, que es cierto que por
cobdiçia de tirar no quieren hablar y aun hazen callar a los qu´estan cerca
dellos”.
Luego se trata de dónde y cómo deben
situarse las armadas de a pie y a caballo, de todo lo que entraña la caza hasta
que concluye, y de la fiesta que supone el regreso con la pieza muerta, “cada
uno con su lança en la mano, y el señor no menos; y den vista al lugar, y desde
donde se puedan oyr las bozinas, paren el venado y toquenlas; y en dexando
ellas, den grita; y esta orden fagan a trechos fasta que lleguen al palaçio del
señor. A cada toque deven parar, porque andando no pueden tocar bien”.
De esta parte del libro me llaman la
atención, como me ha ocurrido en otros de su tiempo, la escasa o nula atención
que merece el ciervo; la pieza de mayor mérito es el oso, animal “muy fermoso
de correr” … “el mayor venado que en la monteria se puede matar, a lo menos en
España, porque en otras partidas ay leones y otros animales grandes y feroçes”
… “es venado de rey”. También puede haber lances notables con puercos, pero con
ciervos, ninguno.
En lo que podríamos llamar
descripción del medio natural el libro contiene páginas de extraordinario
interés y belleza. Cuando habla de la comida de osos y jabalíes en otoño se
mencionan frutas silvestres: “piñones y avellanas, maguillas, que son mançanas
montesinas, vrevas, peruetanos, endrinas, mayuelas, madroños, vespejones, que
son casi de natura de nispolas, salvo que son mas pequeñas”; pero también comen
“frutas que en la misma tierra tienen oy en las poblaciones”, se crían en las
huertas “que dejaron los moros”.
En cuanto a la toponimia, rara vez
se mencionan montes concretos; muy distinto es el libro de Alfonso XI, en el
que se describen uno por uno todos los de sus reinos; entre ellos “los montes
de tierra de Alcaraz”, “en termino de Riopa”, “en derredor de Xiles” y “en la
Sierra de Segura”. Nuestro autor menciona dos, por ser “muy fermosos e
provechosos”: “el uno se llama La Texera, qu´es a una legua de la villa de
Syles, y este es mas recogido; y el otro se llama Hoyo Guarde”. Al referirse a
este último describe maravillosamente el nacimiento del río Mundo “cosa de muy
gran admiraçion, por quanto el sale quan grande es, por una boca de una cueva,
la qual sale en comedio de una peña tajada, la mas alta que yo vi en mi
vida...”. Afortunadamente, todavía podemos admirar este prodigio.
Enumera y define las distintas
clases de terreno, por su forma o ubicación, que integran la sierra: “padron”,
“talar”, “cabeça”, “cabeço”, “çabezuelo”, “çerro”, “çerrejon”, “cuchillo”,
“cordillera”, “poyo”, “vanco”, “picayo”, “aguilon”, “recobdo”, “onbro”, “rehoyada”,
“sobaco”, “lomo”, “muela”, “puerto”, “collado”, “altor”, “galayo”, “valle”,
“vallejo”, “gollizo”, “ranbla”, “ranblizo”, “foz”, “canalizo”, “llano”,
“cañada”, “nava”, “navazo”, “tremedal”, “aguarçal”, “lapachar”, “çaçachar”,
“torcal”, “carcomal”.
Finalmente, diré que comparto las
palabras del Duque de Almazán: “la lectura del manuscrito produjo en mí
verdadera admiración y entusiasmo” … “rindo un tributo de admiración a su
anónimo Autor, escritor insigne y montero expertísimo”.
Francisco Cuenca Anaya
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