– XX–
El
plan se desarrolló como había propuesto El Diablo, las flechas/antorchas
volaron por encima de las tiendas prendiendo el ribazo. Como hacía un calor sofocante, los soldados, buscando la
sombra, estaban en el interior de las tiendas y los que vigilaban los
prisioneros dentro del cortijo, no se enteraron del fuego que les amenazaba
hasta oler el humo y oír el chisporroteo de las llamas.
El
Diablo esperó para disparar a que saliera el primer soldado del cortijo, ya
estaba formada una fila de hombres golpeando las llamas con sacos mojados.
Habían dejado sus fusiles en el suelo, cuando los cogieron, seis soldados habían
sido derribados, aparte de los dos que vigilaban los prisioneros. Aprovechando
la segunda descarga para que los cubriera, El Diablo, seguido del pastor,
corrieron hacia el cortijo, allí estaban los cinco prisioneros. Cuando se
disponían a salir éstos con Lucas, entraron Roque y Santiaguico, portaban dos
pesadas talegas, el primero le preguntó a D. Bartolomé Ibáñez:
–
¿Es éste el dinero que les sacaron
esos canallas?.
–
No falta una sola bolsa de las
treinta que le entregamos – contestó después de contarlas, añadiendo –, pueden
quedarse con ellas, ya las dábamos por perdidas.
–
No – dijo El Diablo con rotundidad
y no siguió hablando para que su amigo Bartolomé no reconociera la voz.
Uno
de los prisioneros, Nicolás, cargó en sus espaldas la pesada talega que contenía
las treinta bolsas con monedas de plata. Lucas esperaba que su jefe le diera la
orden para partir con los rescatados, estaba en un rincón, hablaba con Roque en
voz baja; nada más terminar, el silencio que se mantenía después del tiroteo se
rompió al oírse un disparo. El Diablo salió corriendo del cortijo y el que
había recibido las instrucciones, Roque, dirigiéndose a D. Bartolomé le
comunicó:
–
Mi jefe, El Diablo, me ha ordenado
que Vd. y los cuatro que han estado encerrados en este cortijo se vallan con
este pastor – señaló a Lucas –, a un cortijo de Sierra Morena, allí estarán
seguros. Dentro de unos días, el muchacho que les acompaña irá a Beas, si el
pueblo permanece tranquilo y no hay peligro de que vuelvan los franceses,
podrán marcharse a sus casas. Los caballos que montarán son requisados,
conviene que los maten cuando lleguen al camino real de vuelta a su pueblo.
–
Así lo haremos, le dice a su jefe
que le estaremos eternamente agradecidos – contestó D. Bartolomé.
El
Diablo cuando se aproximaba al rastrojo quemado donde estaban sus hombres, vio
que Victorio sujetaba a su hermano para que no cayese al suelo, a sus píes
estaba el cuerpo de un sargento degollado, preguntó:
–
¿Qué ha pasado aquí?.
–
El sargento permanecía en el suelo
boca abajo – contestó Fausto –, se hacía el muerto, Fabricio le quiso dar la
vuelta en el reconocimiento, el francés se revolvió y con su pistola que tenía
escondida debajo del cuerpo le disparó en el pecho. Con el propio sable de ese
canalla le corté el cuello.
–
Marchad a por los caballos –
ordenó.
Recogió
el cuerpo de su lugarteniente de los brazos de su hermano que todavía mantenía
en píe y poniéndolo con cuidado sobre la tierra, le levantó la cabeza para que
pudiera respirar. El herido quiso hablarle, pero un vómito de sangre le salió
por la boca, se ahogaba; no tardó en ponérsele la mirada vidriosa, el que lo
sujetaba le cerró los ojos cuando estos quedaron inmóviles mirando al infinito.
Se alejó unos pasos, no quería que el hermano y el cuñado del muerto, Roque,
vieran que se le habían humedecido los ojos. Al oír los cascos de los caballos
reunió a sus hombres y les dijo:
–
En cuanto el comandante de
Infantes se entere del engaño, saldrán tras nosotros, se cambian los planes de
huida, nos iremos por el camino de Beas a Segura, es el más corto. Les será
fácil seguir nuestro rastro a los que nos persigan, pero al mismo tiempo que
huimos, les indicaremos a los franceses el camino de los montes donde se
refugia la partida de Uribe. Así les haremos creer que han sido éstos los
asaltantes del campamento.
–
No está mal pensado Diablo esa
estratagema – opinó su amigo Nino.
–
Iré yo delante en mi caballo
Velintón, me seguirán Roque y Victorio, entre los dos, el caballo que cargue el
cuerpo de Fabricio, los demás a continuación. Tenemos que apretar las
cabalgaduras, hasta que se haga de noche estaremos en peligro, cuando pase
éste, nos quitaremos los disfraces.
Antes
de llegar a Beas se desviaron para no pasar por el pueblo, subieron por las
laderas que vertían sus aguas por la derecha al río que pasa por la villa. El
Diablo sujetaba su caballo para que no se adelantase demasiado a los que le
seguían, de vez en cuando volvía la cabeza para no perderlos de vista. Subiendo
el puerto de Cañada Catena, vio a tres hombres que salían al camino, escondió las
pistolas debajo de la blusa negra y estiró la manta de la montura para que no
se viesen los dos fusiles que llevaba. Estaba a unos diez pasos de los hombres
y uno de ellos, apuntándole con una pistola, le ordenó:
–
¡Baja del caballo!.
–
¿Se puede saber quien es Vd.? –
preguntó.
–
Me llamo Andrés de Diego, soy el
lugarteniente de D. Juan Uribe y Vd., ¿cómo se llama? – le devolvió la
pregunta.
–
Los hombres de la partida que
mando me llaman El Diablo.
–
¡Le he dicho que baje del caballo!
– volvió a repetirle, añadiendo –, en cuanto ponga los píes en tierra, se quita
el pañuelo rojo que le tapa la cara, si no lo haré yo.
Simuló
el jinete que las espuelas se atrancaban en uno de los estribos, dando tiempo a
que un disparo levantase el polvo del camino una cuarta por delante de las
puntas de las botas del que le apuntaba con la pistola, al tiempo que un hombre
escondido detrás de un pino gritaba:
–
¡Dejad las armas en el suelo!. ¡El
de la pistola!, sí no lo hace, la próxima bala le entrará entre los ojos, es
donde apunto – era la voz de Roque.
–
Ya lo habéis oído – advirtió El
Diablo –, el que os amenaza tiene fama de donde pone el ojo pone la bala.
Los
hombres obedecieron, llegaron los de la partida y no les quitaron las armas,
les podían hacer falta si tras ellos venían los franceses, pero El Diablo no le
dijo nada sobre los que suponía que les estarían buscando y siguió el camino.
Paró en el sitio conocido por el Contadero, también descansadero y abrevadero
del ganado, estaba anocheciendo. Mientras su caballo bebía agua en un tornajo se quitó el disfraz.
Cuando
llegó el resto de la partida, al ver a su jefe sin la vestimenta del Diablo,
ellos también hicieron lo mismo. Ya como capitán les comunicó:
–
Me adelantaré para llegar a Siles
antes que Roque y Victorio, y preparar en secreto el entierro de Fabricio. Nino
y Faustino – les ordenó –, os iréis por el camino más corto a los Baños del
Tus, os lleváis los caballos requisados y dentro de una semana venir al
campamento. Allí os vais el resto, donde seguiréis serrando maderas como si
nada hubiera pasado. Como la noche está clara, sin apretar los caballos, vienen
cansados, podréis hacer el camino.
–
Capitán dentro de una semana
estaremos Faustino y yo en el campamento, me vendrán bien los caballos de los
franceses para aumentar los de mi yeguada – le respondió su amigo Nino.
De
madrugada llegó a Siles, fue a la casa del tío Bullas, el padre de Fabricio, le
explicó como había muerto su hijo. Con las lágrimas saltadas y conteniéndose
para que no rodaran por sus mejillas, cuando vio que el informador había
concluido, pronunció estas palabras:
–
Estoy orgulloso de que mi hijo
haya dado la vida por su patria. Si no le importa D. Pedro, puedo ocupar su
puesto en la partida; todavía, a pesar de mi edad, montó a caballo y sé manejar
un fusil como el primero.
–
Tío Francesco, de la muerte de su
hijo yo sólo soy responsable como jefe de los hombres que mando. Con su yerno
Roque me comprometí, a que si se producía una muerte dejaría de ser el capitán.
Los próximos días los pasaré con mi familia, tendré tiempo de tomar la decisión
más conveniente en relación con continuar las acciones guerrilleras.
–
Entonces, ¿no seguirán matando
franceses y dejaran que saqueen los pueblos de la sierra como han hecho con los
de Andalucía?.
–
La experiencia demuestra, que aunque
matemos franceses, estos se vengan arruinando los pueblos que dan refugio a los
guerrilleros, como ha pasado en Beas. No le diga a su hijo y a su yerno que
posiblemente dejaré de ser su capitán. Si le pregunta alguien por Fabricio, le
dirá que nuevamente se ha incorporado al ejército, dentro de unos meses se dará
la noticia de que ha muerto en combate.
Impresionado
por la entereza y patriotismo del tío Bullas, se fue con él donde vivía el
párroco. Tardó en abrirles la puerta y cuando lo hizo, venía revestido con
estola y roquete, como era costumbre para administrar los santos óleos. Los
visitantes le explicaron el motivo de porqué se debía hacer el entierro de
Fabricio sin que nadie se enterara, el cura les respondió que lo guardaría como
secreto de confesión. Acompañó al tío Bullas al cementerio, Pedro bajó al
cortijo de Peñardera en busca de Roque y Victorio.
Los
encontró amortajando el cuerpo del difunto, les costó vestirlo con el uniforme
de sargento del ejército español, la rigidez y la postura en que lo habían
traído en el caballo lo dificultaba. Con las primeras luces en un rincón del
cementerio, el hermano y cuñado del muerto cavaron una zanja, todos palearon la
tierra después de depositar el cuerpo, el párroco dijo los responsos. Cuando
salían, Roque volvió sobre sus pasos, arrancó una cruz de madera de una de las
tumbas y la clavó en la tierra removida.
De
vuelta a Peñardera, Pedro propuso:
–
Echémonos un rato mientras los
caballos comen, como nosotros, están agotados; después que descansemos, salimos
para la villa de Santiago, Roque. Ya sabes, para tu familia y la mía, venimos
de gestionar la venta de madera en los pueblos murcianos.
–
D. Pedro, no ha probado bocado
desde que salió del cortijo/majada de los pastores; nosotros sí, el ranchero
Santiaguico siempre lleva merienda.
–
Al despertarme lo haré, no me
entraría nada sólido por el gaznate, tengo la boca más seca que un rastrojo, si
le daré un tiento a la bota para recuperar la saliva.
A
pesar del cansancio tardó en conciliar el sueño, también por los ronquidos de
Roque. Al levantarse encontró a Victorio en la puerta del cortijo, lloraba la
muerte de su hermano, estaban muy unidos. Le repitió lo que le dijo a su padre
de esperar unos meses para anunciar la muerte de Fabricio, después le ordenó:
–
Despierta a tu cuñado y aparejáis
los caballos, en cuanto salgamos, subes a Siles y busca hacheros para continuar
la corta de los 300 pinos que nos faltan; con ellos, pasado mañana, te vas al
campamento.
–
¿Cuántos hombres me llevó? –
preguntó.
–
No creo que encuentres más de
media docena, los hombres útiles están en la guerra.
–
Encima de la mesa le he dejado
jamón, unas tortas de harina que he asado en la lumbre mientras dormía y la
bota de vino.
Le
acompañó Roque en el almuerzo y al terminar ambos salieron camino de sus casas.
En la primera jornada llegaron a la aldea de Pontones, donde pasaron la noche y
al medio día siguiente, dieron vista al barrio de las Cuevas de la villa de
Santiago, una de las casas era la de Roque. Al despedirse el antiguo criado, le
preguntó:
–
Capitán, ¿qué hago con el dinero
que le requisamos a los franceses?. Lo tengo guardado en mis alforjas y pensaba
repartirlo entre los hombres de la partida.
–
No me llames capitán, recuerda lo
que te dije si se producía una muerte. En los días que pase con mi familia,
tendré tiempo para pensar la decisión más conveniente sobre si continuamos las
acciones guerrilleras. Respecto al dinero que me dices, dentro de una semana
cuando nos reunamos con el resto de la partida se decidirá si se hace el
reparto.
Dejó
su caballo en la cuadra del mesón y entrando en su casa sólo encontró a su
mujer, al abrazarlo, le desabrochó la camisa para besar el escapulario de la
Virgen del Carmen, exclamando:
–
¡Virgen Santísima gracias por
protegerlo!.
–
Luciana, como te vean las niñas,
pensarán que vengo de la guerra – le advirtió.
–
Las niñas están con su abuela y su
Antoñita en el río Zumeta, no tardarán en llegar, lo hacen todos los días, yo
me quedo con los pequeños.
–
¿Hay otra novedad? – le preguntó.
–
Ayer un propio de Siles nos trajo
una carta de Pedro Juan , anunciaba que mañana estará aquí, Gregorio ha cerrado
la escribanía por 15 días, para ir a la Sierra de Alcaráz a entrevistarse con
el Comendador de la Orden de Santiago, está allí refugiado con otros miembros
de la Junta de La Mancha.
–
Me alegro que nuestro hijo venga,
así podrá acompañarme a los Campos donde está el ganado, el precio de la carne
está por las nubes a causa de la guerra.
–
Pedro, ¡cómo eres!, nada más
llegar, ya piensas en otro viaje.
No
le contestó y besando a los pequeños subió a lavarse y cambiarse de ropa.
Cuando bajó ya habían llegado las niñas, que abrazadas a su padre no le dejaban
que saludara a Teresa y Antoñita.
Con
la llegada de Pedro Juan la familia se completaba y a la madre se le notaba
menos la cara de preocupación por la alegría de tener a su hijo en casa. Pero
cuando le contó lo que se decía en los pueblos de la sierra sobre la partida de
enmascarados, en un aparte le preguntó al marido:
–
¿Pedro no serás tú uno de los
enmascarados?, dicen que el capitán se tapa la cara con un pañuelo como lo
hacía El Maestre, tu padre.
–
Ya conoces a los vecinos de los
pueblos, les gusta más una leyenda que a los osos la miel – le contestó.
Subió
a los Campos como tenía previsto, al día siguiente de llegar su hijo. Éste le
informó, que el motivo de que fuese el escribano a entrevistarse con el
Comendador de la Orden de Santiago, era conseguir de él una credencial a su
nombre para que lo sustituyera. Gregorio pensaba, que tan pronto los franceses
llegaran a Siles, lo harían preso para pedir un rescate como había pasado en
Beas con su amigo D. Bartolomé Ibáñez; de estas cosas, el padre, daba la
callada como respuesta.
Pedro
Juan notaba en las conversaciones con su padre, que a veces no ponía atención a
lo que le decía, cosa rara en él, como si estuviera pensando en otra cosa, no
se atrevía a preguntarle de lo que se decía sobre la partida de enmascarados.
Estaban los dos montados en los caballos para volver a su casa y le hizo la
misma pregunta que su madre y casi con las mismas palabras.
El
padre bajó del caballo, abrió la bolsa de cuero repujado y sacó el disfraz,
recogió leña seca y pasto, puso la ropa encima, diciéndole a su hijo:
–
Pedro Juan baja del caballo y prende la
lumbre, no se me confundirá más con mi padre, El Maestre está muerto. Lo mismo
que desde hoy estará el capitán de la partida de enmascarados, al que llaman El
Diablo.
–
Padre no era mi intención que me
revelase el secreto, le he hecho la pregunta por comentar contigo lo que se
dice en los pueblos.
–
Haz lo que te he dicho y no se
hable más de este asunto – contestó con sequedad.
Al
bajar de los Campos pasaron por la casa de Roque, quería enseñarle a su hijo la
madera almacenada en el corral, el socio le comentó sin que lo oyera Pedro Juan:
–
Un arriero de Hornos me ha dicho
esta tarde que han llegado a dicha villa noticias de que otra vez han entrado
los franceses en Beas.
–
Entonces Roque mañana salimos para
el campamento, sospecho que al no encontrarnos los que nos perseguían,
nuevamente se han vengado en los vecinos de dicho pueblo.
Cuando
le dijo a su mujer que al día siguiente volvía al aserradero, Luciana con cara
de indignación le respondió:
–
La cuestión Pedro es no parar tres
días seguidos en casa y no me digas que necesitamos dinero como siempre haces,
para ti las maderas son más importantes que tu familia.
–
No es ese el motivo Luciana, Roque
me ha dicho que otra vez los franceses han entrado en Beas; si se han retirado
del pueblo, puede que me acerque, tengo allí muchos amigos y entre ellos, el
fraile que nos casó, el padre Efrén.
–
Si lo convencieras para que se
venga aquí donde estaría seguro, me darías una gran alegría. ¡Pobres Carmelitas
si esos salvajes han entrado en el convento! – exclamó.
En
el campamento, estaban todos los hombres de la partida, excepto Nino y Faustino
que llegarían al día siguiente, por la mañana había venido Lucas, el pastor,
que no le había informado a los demás de las noticias que traía y entró con el
capitán en una tienda, le contó los pasos que había dado desde el cortijo de Sierra
Morena de esta forma:
“D.
Bartolomé a los cuatro días de estar encerrados en el cortijo, me propuso que
fuera a Beas para enterarme de lo que pasaba en su pueblo. Yo le obedecí como
Vd. me ordenó, fui a la villa, todavía humeaban las casas y otros edificios que
quemaron los franceses el 24 de agosto, el día antes de mi llegada se
retiraron. En las calles se mantenían las brasas de las hogueras en las que
quemaron los muebles y todo lo que podía arder. También quemaron cuatro
iglesias y entre ellas la Parroquial, sólo se salvó la de las Carmelitas,
decían que había sido un milagro. En el pueblo sólo encontré a ancianos,
mujeres y chiquillos, me contaron que no quedó una casa por registrar y al
tiempo que lo hacían, lo destrozaban todo”.
Impresionado
por lo que le contaba el pastor, le interrumpió para preguntarle:
–
¿Fue la expedición de Infantes la
que hizo esos desmanes?.
–
Antes de llegar a Beas, me acerqué
al campamento de la Teja, con precaución para que no me vieran, allí no quedaba
más rastro que el rastrojo quemado. Los que entraron en el pueblo, según me
contaron, fue una expedición de Jaén, la formaban más de 1.000 soldados de
caballería.
–
Continúa el relato Lucas –
intervino el que le escuchaba, se le notaba en la cara la impaciencia por
conocer con detalle lo sucedido.
“Si
de los dos saqueos anteriores se había librado la Iglesia Parroquial, no pasó
lo mismo, como le he dicho, en el de hace unos días. Entraron a saco en el
lugar santo, le quitaron la ropa de seda a las Vírgenes, toda tela que tuviera
un bordado de oro o plata se la llevaron y entre ella, los ornamentos sagrados,
terminando por hacer añicos todas las imágenes. Lo mismo repitieron en los
conventos de monjas que llaman de las Franciscas y las Carmelitas, aunque éste
no ardió, los vecinos me repetían que fue un milagro”.
Se
dio un respiro el relator para echarse un trago de vino de la bota, diciendo
que se había quedado sin saliva y prosiguió:
“Las
mujeres, cuando les preguntaba algún detalle sobre lo sucedido, se echaban a
llorar; una de ellas, me dijo que habían quedado vacías las casas, no les
quedaba nada para llevarse a la boca. ¿Qué les voy a dar de comer a mis hijos?,
me preguntó. Como no podía contestarle, me dio ella la respuesta diciéndome:
aquí estoy barriendo la calle para recoger el poco grano que dejaron los
caballos. De los saqueos anteriores, sólo nos quedaba el que teníamos escondido
de simiente, dieron con él y lo esparcieron por las calles para que se lo
comieran las caballerías. D. Pedro – terminó el pastor –, han arruinado al
pueblo”.
–
Lucas, temo que nosotros somos los
causantes de esa ruina, los franceses entraron en Beas para vengarse de lo que
les hicimos en el asalto al campamento de la Teja.
–
Capitán lleva Vd. razón, eso mismo
me repetían los vecinos con los que hablé. Aunque no fueran las tropas de
Infantes las autoras del desastre, éstas, según me dijeron, salieron tras
nuestra partida y llegaron hasta Cañada Catena, de allí no pasaron. Se
enteraron que la partida de D. Juan Uribe a la que consideraban autora del asalto,
se había cambiado de sierra, marchándose a la de Las Villas.
–
Por cierto Lucas, ¿qué hicieron
los de Beas que rescatamos?.
–
Al contarle lo que pasó en su
pueblo, todos a una, decidieron volver a éste. Los acompañé hasta el camino
real, allí bajaron de los caballos y cumpliendo su orden, le di un tiro en la
cabeza y estiraron las patas. Lo hice en un sitio que tardarán en encontrar los
restos, aunque el vuelo de cuervos y buitres les indicará a los franceses donde
se encuentran los huesos.
–
Le dices a los demás de la partida
que esta madruga salgo para Beas, no les cuentes lo que ha pasado en esa villa,
sólo que los franceses nos siguen buscando y quiero enterarme dónde lo hacen.
En cuanto vuelva, ya habrán llegado Nino y Faustino, celebraremos la reunión que
os prometí. Que Santiaguico me traiga algo pera cenar; inmediatamente que lo
haga me acostaré. Dar un buen pienso a mi caballo, mañana le espera una larga
caminata.
Amanecía
cuando Pedro daba vista a la aldea del Ojuelo, un pensamiento no se le iba de
la cabeza, ¿le habría pasado algo al padre Efrén?. El fraile carmelita había
sido su profesor en el Colegio de Niños de Beas donde estuvo interno, también
fue el confesor de su padre y el que ofició su boda; era como de la familia,
así se lo había dicho él muchas veces. Sabía que los veranos los pasaba en el
convento/cenobio del Calvario, según decía, no resistía los calores de la hoya
de Beas. Esto le tranquilizaba, pues si como suponía, no se encontraba en la
villa cuando entraron los franceses, no le habría pasado nada.
Era
medio día, llegaba al sitio conocido por Vista-alegre, desde donde se divisaba
abajo el pueblo de Beas. Bajó por la calle del Toledillo hasta la Villa Vieja, sólo quedaban los muros
ennegrecidos de la ermita de la Virgen que se veneraba como Patrona, era el
primer resto que veía del paso de los franceses por el pueblo.
Siguió
bajando por una empinada cuesta a píe, era peligroso hacerlo a caballo, hasta
que se topó con las ruinas de la Iglesia Parroquial, quedaban solo los muros de
sillería, la esbelta torre adosada a ella seguía en píe. A unos pasos se
encontraba el convento de las Carmelitas donde entró y puso en el torno una
bolsa de monedas de plata, girándolo al tiempo que decía:
–
¡La paz de Dios sea con ustedes
Hermanas!
–
¡Dios se lo pague!. ¿Quién es el
ángel que nos auxilia? – preguntó una voz distinta a la que contestó el saludo.
–
Me llamo Pedro Martínez, vengo en
busca del padre Efrén, ¿está en el convento?.
–
D. Pedro soy la Priora – se oyó la
misma voz que hizo la pregunta –, el padre Efrén nos ha hablado mucho de Vd. y
de su esposa Dª. Luciana. No se encuentra aquí, está en casa de D. Sebastián
Berrio, le dio un síncope cuando vino del Calvario y vio los desastres causados
por los franceses. Hasta perdió el sentido y nosotras creíamos que se nos iba.
–
Me lo imagino madre – le
interrumpió –, como sabe, padece del corazón y si no se le paró al contemplar
el desastre, espero que todavía le queden muchos años de vida.
–
¡Dios le oiga! – exclamó,
continuando –, estamos esperando que se recupere y en cuanto pueda dejar la
cama donde yace, vendrá por nosotras. Quiere llevarnos a un convento donde
estemos seguras, en nuestras oraciones pedimos que no vuelvan los franceses.
Esos enemigos de Dios serían capaces de derribar a cañonazos nuestra Iglesia y
el convento que milagrosamente se libraron del fuego.
–
Madre Priora, ¿cómo es posible que
su iglesia y el convento se libaran de las llamas?
–
Se lo cuento D. Pedro:
“Vino al locutorio D.
Sebastián Berrio para decirme que los franceses prendieron fuego a las cuatro
iglesias del pueblo, a la nuestra ya habían entrado destrozando las imágenes y
llevándose los vasos sagrados y los ornamentos. Nosotras, muertas de miedo,
vimos estos desmanes desde la celosía que separa la iglesia de la clausura; a
ésta no entraron, debían saber con la pobreza que vivimos y que no teníamos
nada de valor. Bueno, sí teníamos unos documentos de valor inapreciable, los
escritos de San Juan de la Cruz, se los di a D. Sebastián para que los
escondiese. Puede que también pensaran al no entrar en el convento, que éste
ardería al propagarse el incendio de la Iglesia Parroquial, pared por medio de
esta Santa Casa”.
Se
tomo un respiro la Priora y después de oírse un suspiro detrás del torno de la
monja que la acompañaba, continuó:
“Desde la azotea vimos como el
voraz incendio se propagaba a este Santo Convento y que el fuego quemaba los
restos del saqueo esparcidos por la placeta entre la torre y nuestra iglesia,
estábamos seguras que ésta también ardería, las llamas ya entraban por rejas y
ventanas. La Comunidad llena de fe de amor y veneración a nuestra Venerable
Madre María de San José, que fue la que a costa de inmensos trabajos,
sacrificios y desvelos, pudo edificar la hermosa Iglesia del Convento, acudió a
su intersección y poder ante el Señor; y subiendo en unas parihuelas su santo
cuerpo, que casi entero se conserva, lo pusimos en las cámaras enfrente de las
llamas”.
Interrumpió
el relato la Priora para seguirlo con esta exclamación:
“¡Oh prodigio admirable!. Al
instante las llamas se apagaron y murieron, ante los venerables restos de tan
Santa Madre, como lo es Nuestra Venerable Madre María de San José. De este
milagro fue testigo toda la villa y dan testimonio de ello las paredes de la
Iglesia y el Convento ennegrecidas. Bien podía llamarse a esta Iglesia, Iglesia Milagrosa”. – Concluyó la Priora.
–
¡Madre, me deja Vd. impresionado!
– exclamó Pedro, añadiendo –, verdaderamente fue un prodigio como se apagó el
fuego. Me voy a casa de D. Sebastián Berrio a visitar al padre Efrén.
–
Quiera Dios que ya esté repuesto,
ayer la demandadera nos trajo buenas
noticias de su salud y un recado del padre, está preparando una recua de burros
para irnos con él. Si vuelven esos enemigos de Dios, son capaces de destruir a
cañonazos lo que se salvó del fuego gracias a Nuestra Venerable Madre – volvió
a repetirle.
Salió
del convento para ir a la casa de D. Sebastián, llamó a la puerta y le abrió
éste, exclamando:
–
¡Bienvenido sea D. Pedro!,
esperaba su visita, el Padre Efrén, tan pronto mejoró, me dijo que en cuanto se
enterara de lo que ha pasado en este pueblo vendría. Sabía que se fue de Siles
a Santiago con su familia; hizo Vd. bien, allí no creo que lleguen esos
salvajes. ¿Ha visto el desastre causado?.
–
Todavía no he tenido tiempo, sólo
las ruinas de la ermita de la Villa y de la Iglesia Parroquial. Vengo del
Convento de las Carmelitas, la Priora, me ha contado el prodigio que ella llama
milagro. ¿Cómo se encuentra el Padre?.
–
Hoy es el primer día que se
levanta, no le hable Vd. del milagro, puede repercutir en su salud. Está en la
cocina transcribiendo los escritos de San Juan de la Cruz que me dieron las
mojas para que los escondiese.
Una
hora estuvo hablado con su antiguo profesor y confesor de su padre, no
abordaron los desastres producidos en Beas, pero sí le dijo el carmelita su
proyecto con estas palabras:
–
Pedro, D. Sebastián protector de
las monjas, tiene preparado una recua de burros para irnos de este pueblo, tan
pronto me recupere y pueda hacer el camino a píe, como lo hacía San Juan de la
Cruz, nos marcharemos. Las monjas irán en los burros como vino Santa Teresa a
Beas.
–
¿Qué camino seguirán?, los únicos
que están libres de franceses son los de Levante.
–
Seguiremos la mima ruta por donde
vinieron los dos santos, atravesáremos Sierra Morena y cruzando La Mancha
llegaremos a Castilla, allí buscaremos un Convento que quiera acogernos.
Cómo
vio decidido al fraile, no le advirtió de los inconvenientes que podían
encontrar en el viaje, ni tampoco le animó a que lo hicieran. Cuando le daba
noticias de su familia, se presentó en la cocina D. Sebastián diciendo que la
mesa estaba preparada para el almuerzo. El Padre apenas probó bocado y nada más
terminar de comer fue acostarse.
– XXI –
Al
volver Pedro de Beas y llegar al campamento se encontró con su amigo Nino,
había llegado aquella mañana con el Azafranero. Estaba cambiándose de ropa
cuando se asomó Roque a la tienda, preguntando:
–
¿Se puede pasar?. – Le seguían
todos los de la partida
–
Adelante, tomar asiento en los
catres – una vez que lo hicieron, le ordenó a Lucas –, cuenta lo que pasó en
Beas el 24 y el 25 de agosto, con los mismos detalles que me dijiste a mí.
El
pastor repitió palabra por palabra el relato, los hombres no le interrumpieron
pero mientras hablaba se oían insultos como: “canallas, hijoputas, cabrones”,
etc. Al terminar, Fausto, el más impulsivo de la partida, comentó:
–
Capitán, debíamos haber capado a los soldados que quedaron
heridos en La Teja, ya que Vd. no me dejó darles el tiro de gracia en la
cabeza. Al quedar con vida, seguirán siendo padres de hijoputas como
ellos.
–
Fausto, si hubiéramos tenido
tiempo los habríamos curado. Las victorias se engrandecen si el trato que se le
da a heridos y prisioneros es el mejor posible.
–
Ellos no hacen prisioneros –
intervino Roque –, si no rescatamos a D. Bartolomé y a los otros, los habrían
fusilado, tan pronto hubieran puesto en Infantes las onzas de oro, el trigo y
los animales que les exigían.
Se
hizo una pausa, por la cara del capitán, los hombres intuían que quería
comunicarle algo relacionado con lo que había contado el pastor, como así fue,
y dirigiéndose a ellos les comunicó:
–
Os ha contado Lucas los desastres
que hicieron en Beas los franceses, que él califica como ruina del pueblo, y
que yo ayer pude comprobar en mi visita a dicha villa. Quiero que esta noche
reflexionéis sobre lo que ha contado el pastor, mañana seguiremos esta reunión,
vengo cansado, y como lo que os tengo que decir me preocupa, prefiero hacerlo
mañana, con el sueño se me aclararán las ideas.
Pedro
se despertó al oír el sonido de una campana con la que se avisaba a los hombres
para comer, estaba despuntando el sol. Se vistió y cuando fue donde estaba la
partida, los encontró sentados alrededor de una sartén de migas. Nadie
pronunció una palabra mientras comían, al terminar les dijo:
–
Vamos a la tienda continuaremos la
reunión de anoche, os veo preocupados.
–
Como quieres que estemos – le
contestó Nino –, hasta la madrugada estuvimos hablando. Como yo te conozco de
hace muchos años, presumo que querías que el pastor nos contara los desastres
de Beas, para que supiéramos la venganza de los franceses, después del asalto
al campamento de La Teja.
No
le contestó, esperó que los hombres se sentaran en los catres para decirles:
–
Como ha dicho Nino, después de los
tres asaltos, los franceses entraron en Beas porque creían que sus vecinos nos
protegían. Su sed de venganza fue en aumento, conforme subía el número de
víctimas que les hicimos. Lo mismo que pasó en dicho pueblo, puede ocurrir en
los de la Sierra. Si se les hace frente, no se libraran de saqueos y hasta
pueden fusilar a vecinos si no delatan a los guerrilleros.
–
Puede que lleves razón – le
contestó Nino –, pero si no luchamos contra los invasores, ¿quién lo hará
cuando entren en nuestra tierra?.
–
Desde luego – intervino Roque –,
no lo hará el ejército español, sólo defiende las ciudades como es el caso de
Murcia. Me he enterado en el último viaje, que allí se encuentra el general
Blake con tropas regulares y para organizar las partidas de guerrilleros.
–
Falta hace que se organicen las partidas
– respondió el capitán –, lo que no se puede consentir es el ejemplo de Uribe;
hasta ahora, los de su partida, se comportan más como bandoleros que como
guerrilleros. Pero dejemos esto – dirigiéndose al que acababa de hablar, le
preguntó –. ¿Té acuerdas de lo que te dije por dos veces si teníamos una
muerte?.
–
Lo recuerdo perfectamente, me
dijo: “Si se produce una muerte entre los hombres de la partida dejaré de ser
su capitán”.
Para
todos los hombres, menos para Roque, éstas palabras fueron una sorpresa. Se
produjo un silencio entre los reunidos, sólo se oía el cantar de las chicharras. Como era de esperar rompió
el silencio Fausto al decir:
–
Capitán, o mejor D. Pedro, en
cuanto se acabe la corta de maderas, por lo que ha comentado sobre las partidas
de estas sierras, yo me incorporo al ejército español. Si como ha dicho Roque,
el general Blasco, o como se llame, se encuentra en Murcia, allí me iré.
–
Yo te acompañaré – intervino
Victorio –, antes de venirme, mi padre me dijo: “Nuestra sangre siciliana clama
venganza por la muerte de tu hermano”.– Dirigiéndose a D. Pedro le comunicó –,
amo, para San Miguel dejo el cortijo de Peñardera, buscaré un hombre de
confianza para que cubra mi puesto.
–
¿Qué haréis los demás? – preguntó,
el que hasta hacía unos minutos había sido su capitán.
El
primero que contestó fue Faustino, diciendo que como su socio del molino se
marchaba a Murcia, él seguiría con la molienda para así darle a la familia de
Fausto la mitad de las ganancias. Después lo hizo el mayor de los Víboras,
comunicándole, que él y sus hermanos seguirían en el aserradero. A continuación
Lucas, que se le saltaron las lágrimas, al decir: “Yo seguiré de pastor”. Por
último lo hizo Nino, diciéndole a su amigo:
–
Pedro, como dije antes, nos
conocemos de hace muchos años, sabes que lamento que dejes de ser nuestro
capitán; tanto o más, que cuando tu padre dejó de ser El Maestre. Entonces,
luchábamos para defender a los serranos de los atropellos de la Marina, ahora
lo hacíamos contra los enemigos de España.
–
Nino – le respondió –, ya que has
mentado a mi padre te diré, que hace unos días, mi hijo Pedro Juan quemó la
ropa con la que me disfrazaba del Diablo, esta figura que encarnaba ha muerto;
como sabes, sigo el ejemplo de mi padre, que cuando se produjo la primera muerte
de un soldado de las tropas de la Marina con las que nos enfrentamos, dejó de
ser El Maestre.
–
D. Pedro – propuso Roque –,
reparto el dinero que le requisamos a los franceses.
–
Yo no participaré, haz diez partes
iguales, la que le correspondía a Fabricio se la entregas a su padre, tu
suegro.
Terminado
el reparto, como Roque viera la tristeza que embargaba a los hombres, mandó a
Santiaguico por un pellejo de vino; mientras bebían, Pedro se ausentó de la
tienda, como en otras ocasiones buscaba la soledad. Paseando por el monte se
fue serenando, le había sido muy duro decirles a sus hombres que dejaba de ser
su capitán, a pesar, que la decisión la tenía tomada desde que estuvo con su
hijo en los Campos.
A
la mañana siguiente salieron, Nino a los Baños del Tus, Faustino al molino de
las Gorgollitas y Roque con los carros transportando madera al corral de su
casa que le servía de almacén. Pedro, le dijo a Lucas que ocuparía el puesto de
Fabricio serrando maderas, al muchacho se le cambió la cara, no quería seguir
siendo pastor.
Desde
el campamento se fue a su casa para contarle a su mujer la visita que había
hecho a Beas, sabía que estaba preocupada por el Padre Efrén. Como durmió en la
aldea de Pontones, pudo llegar antes del medio día a la villa de Santiago, dejó
su caballo en la cuadra del mesón y al entrar en su casa le salió al encuentro
Luciana, antes de abrazarlo, le preguntó:
–
¿No se ha querido venir el Padre
Efrén?.
–
Se marcha con las Carmelitas de
Beas. ¡Gracias a Dios que ha podido salvar su vida! – exclamó –, aunque de la
impresión recibida al venir del Calvario y contemplar los desastres que habían
hacho los franceses, cayó enfermo, lo dejé más recuperado.
–
Pedro, entremos en el comedor y
antes de que vengan del baño Pedro Juan, las niñas, su abuela y Antoñita, me
cuentas lo que has visto y oído. Estoy desecha por las noticias que han llegado
a este pueblo, a la familia no le he dicho que fuiste a Beas.
–
Bien hecho, se preocuparían y me
sería difícil explicarle que los franceses no llegarán a este pueblo, ahora no
estoy seguro.
Le
resumió a su mujer los acontecimientos de los que se había enterado, sin
olvidar lo que la Priora de las Carmelitas consideraba como un milagro. No
había terminado y se oyó el tropel de las niñas que entraban en casa. Luciana,
en voz baja, le dijo que cuando se acostasen siguiera el relato.
Como
siempre que llegaba su padre, las niñas después de abrazarlo no se cansaban de
preguntarle por las noticias que llegaban al pueblo donde vivían. Dolores aprovechó
la hora de comer para seguir preguntándole sobre lo que se decía que pasó en
Beas. La madre cortó en seco las preguntas de la niña y como no quería que la
familia se enterara de lo que le había contado, le dijo al marido:
–
El tío Luis quiere hablar contigo
– era un pretexto para que saliera de la casa al terminar de comer.
–
Ahora mismo voy a su casa, quería
decirle que su hijo Lucas trabaja a mis órdenes en el aserradero, sabía que no
quería ser pastor, se alegrará.
En
la cena las niñas no siguieron haciéndole preguntas, pero al acostarse éstas,
Teresa, si le preguntó por las noticias que llegaban de Beas. Se las contestó
con evasivas, hasta que su mujer dijo que el marido al no poder echarse la
siesta, estaba muy cansado y que tenía que salir al día siguiente para los
montes. Pedro Juan sabía que esto era una estratagema de su madre para que no
le sacaran lo que él suponía conocía de primera mano su padre, sospechaba que
estuvo en la villa que saquearon y quemaron los franceses.
En
el dormitorio terminó de contarle a Luciana el relato interrumpido por la
mañana. Ya solos marido y mujer, sin prisas, ella tuvo tiempo de preguntarle
por lo que más le interesaba; el milagro, según las palabras de la Priora de
las Carmelitas, que se produjo al poner el cuerpo incorrupto de la Venerable
Madre ante las llamas. Como su marido seguía llamándole prodigio, le preguntó:
–
Pedro, ¿tú no crees en los
milagros?.
–
Mira Luciana, ya me conoces y
sabes que rechazo los milagros, la mayoría de las veces son engaños de los
curas para cazar incautos y sacarle el dinero en limosnas y otras gabelas.
Aunque sí he de decirte, que lo que me contó la Priora me lo creo, porque sé
que fue verdad. Pero dejemos esto, pensaba pasar tres días en casa, pero como
dijiste que me iba mañana, así lo haré.
Se
dio cuenta que su mujer, por la impresión del hecho milagroso, no estaba
receptiva para que la amase y dándole un beso en las mejillas se separó de ella
para dormir. Al despertarse antes que amaneciera miró a Luciana, dormía como un
angelito y pensó, que posiblemente la fe que él había perdido en su juventud,
era necesaria para las personas sencillas como su mujer. Con sus amigos
Gregorio y Fulgencio, había discutido muchas veces sobre temas religiosos, él
siempre argumentaba lo mismo, la duda
mantiene la fe viva, lo que no
seguían sus amigos, que contrariamente, pensaban, que los que dudaban nunca
serían creyentes.
De
vuelta al campamento, pasó quince días seguidos en los montes trabajando de sol
a sol, como caía rendido en el catre no le daba tiempo a pensar sobre la etapa
de capitán de guerrilleros que dejaba atrás. Por un propio enviado por Roque se
enteró, que estaba de vuelta en Santiago y volvió a su casa.
Su
familia lo primero que le dijo era, que Roque había traído carta de Fulgencio,
vendría pasado San Miguel. Antoñita decidió volver con su padre a Lorca, y le insistía a Teresa para que se fuera con
ella. Ésta al principio no quería, se encontraba con la compañía que nunca
había tenido desde que perdió a su marido; y sobre todo, en su antigua casa,
donde pasó los mejores años de su vida, como ella decía. Las razones que le
dieron de que los dolores reumáticos que padecía, se agravarían con los fríos,
terminaron por convencerla.
Por
la mañana del día siguiente, Pedro, recibió la visita de Roque, de lo primero
que le informó fue, que en los pueblos murcianos cercanos a la Sierra de Segura
no se podía seguir vendiendo maderas. En los próximos viajes se tenían que
llevar a los de la vega por debajo de Calasparra, allí si había dinero. Lo que
motivó que su socio le dijese:
–
Roque, en el próximo viaje puede
que te acompañe, para entonces se habrá terminado la corta y saca de maderas y
es necesario dar salida a la que se sierra.
–
Me he enterado que un general franchute, creo que se llama Sebastián,
entró con su tropa en Murcia y permitió el saqueo. Cuando supo que venían a por
él las tropas españolas, se retiró de la ciudad llevándose todo lo que pudo,
incluso el dinero de los establecimientos públicos.
–
Ese general se llama Sebastiani y
no como tú dices, fue el que tomó Jaén y Granada, desde esta ciudad pasaría a
Murcia y si no se quedó allí, es porque esperaría refuerzos que no le debieron
llegar. ¿Y del sitio que puso a Valencia el general Suchet, qué se sabe?.
–
El general que dice, no pudo tomar
dicha capital y ante el desgaste de sus tropas por los ataques de los sitiados
y de los de afuera, se tuvo que retirar al norte, está en Cataluña. Según me
contaron, tomó Lérida y después puso sitio a Tortosa, todavía no ha podido
entrar en esa plaza.
Subió
a los Campos para ver el ganado, por lo que le informó su socio, se vendía
mejor la carne que la madera, la carestía de la guerra subió los precios del
ganado por las nubes. Le dijo al mayoral que juntos irían a tierras de Baza
para buscar invernadero a las ovejas y vacas, si no encontraban arriendo de
pastos, tendría que vender el ganado; eso – aclaró –, antes que lo requisasen
los franceses.
Dos
días antes de San Miguel se fue a los montes para liquidar a los ajorradores. Una vez que lo hizo y
comprobado que el aserrado de maderas se hacía bien y con rendimiento notable,
se fue con Fausto a Peñardera, allí esperaba Victorio a su compañero para salir
hacia Murcia e incorporarse al ejército español. Conoció a los nuevos
cortijeros, un matrimonio huido de Beas al que el amo tenía que dar el consentimiento,
le preguntó al hombre:
–
¿Cómo se llama?.
–
Mi nombre es Juan Cuadros y mi
mujer se llama Petronila, para servirle a Vd. por muchos años. Tenemos tres
chiquillos entre 10 y 14 años de edad, ahora están en el monte haciendo leña,
la acarrearán en dos burros que hemos traído.
–
Como Victorio le habrá dicho lo
que le correspondía a él de hatería,
a ustedes les daré la mitad más por los tres chiquillos que tienen. Sean
bienvenidos a este cortijo, ya conocerán a mi familia cuando vengan a Siles. En
este pueblo vive mi hijo Pedro Juan, vendrá a conocerlos, con él se entenderán
en mi ausencia.
–
D. Pedro, como me ajusta como
cortijero, le agradezco que me aumente la hatería,
eso me ayudará a sacar mis hijos adelante. Me ha dicho Victorio, que con las
primeras lluvias empiece la sementera; si le parece, al par de mulos suyos que
yo arrearé, se pueden unir mis dos borricos, mi hijo mayor labra como el
primero.
–
Juan, si su hijo le ayuda en la
sementera, los días que trabaje le pagaré un jornal, medio por el muchacho y
medio por los burros –. En la conversación estaban presentes Fausto y Victorio
a los que le preguntó – ¿cuándo salís?.
–
Pasado mañana – contestó el
primero –, antes de irnos a Murcia pasaremos por mi casa de las Gorgollitas,
para despedirme de los míos y decirle a mi socio Faustino, que como me entere
que no le entrega a mi mujer lo que me corresponde del molino que tenemos a
medias, vuelvo y le capo.
–
Victorio – le dijo su antiguo amo
–, puedes llevarte mi caballo, te lo regalo, aunque no es joven, tiene buena
monta como sabes, en el ejército te puede hacer falta, es mejor ser de
caballería que de infantería.
–
Pensaba comprarme uno con el
dinero del reparto, le agradezco que me lo regale, así guardo el dinero por si
me hace falta para los gastos que no me cubra el sueldo de militar.
–
Esta tarde quedamos en Siles – le
dijo a ambos –, me buscáis en la escribanía, quiero tomar unas jarras de vino
con vosotros de despedida.
Nada
más llegar al pueblo entró en la escribanía, saludó a su hijo dándole un beso y
pasó al despacho de su amigo Gregorio, que al verlo exclamó:
–
¡Pedro, que sorpresa!, te hacía en
los montes como me dijo tu hijo, allí llevas perdido no sé cuanto tiempo.
Mañana te iba a mandar un propio para comunicarte que he recibido una carta de
nuestro común amigo Bartolomé, me pide que le busque una casa en este pueblo
para venirse con su familia aquí; teme, que otra vez puedan entrar los
franceses en Beas y se repita, que lo hagan prisionero o que lo fusilen.
–
Precisamente de lo del traslado a
otros pueblos más seguros venía a hablarte. El ejemplo de lo que le ha pasado a
nuestro amigo, debe servirte para que te vengas con nosotros a la villa de
Santiago. Y no me digas lo de la otra vez, que esperarás a los franceses, ahora
no debes tener duda de lo que harán. ¿Qué quieres que te pasé?, lo mismo que a
Bartolomé.
–
Pero a éste lo rescató una partida
de enmascarados y según me cuenta en su carta, al capitán que los manda le
llaman El Diablo. Por cierto, este personaje lleva un disfraz parecido al que
usaba tu padre como El Maestre, y también se tapa la cara con un pañuelo rojo.
–
La partida que dices se ha ido de
esta sierra – obvió el referirse al disfraz –, pasaron por los montes donde se
hace la corta y el capitán, o El Diablo como le llaman, le dijo a los hacheros,
después que éstos le dieran provisiones, que se iban a Murcia, no querían
provocar otro desastre como el de Beas. Por Roque sé, que el general Blake se
encuentra en dicha ciudad y ha mandado un recado a los guerrilleros para
organizar las partidas; algunas de ellas, se comportan como bandoleros y no
como patriotas.
–
Puede que lleves razón en la que
me dices del traslado a tu casa, pero bastante trabajo tiene Luciana con el
aumento de la familia al tener su suegra, la hija de Fulgencio y su nieta.
–
Mi mujer es la que me ha insistido
en que os trasladéis allí, sabes que no es sólo por su hijo, a ti te quiere
como a un padre. Teresa, Antoñita y su hija se van a Lorca, viene Fulgencio a
por ellas dentro unos días.
–
Si Luciana te ha insistido en que
vayamos a vuestra casa lo haremos, sin duda ve el peligro que corremos, las
madres intuyen lo que no vemos los hombres con anticipación.
–
Me alegro que hayas tomado esa
decisión; ahora cuéntame, ¿como te fue con el Comendador de la Orden de
Santiago, tu amigo, refugiado en la Sierra de Alcaráz?.
–
Conseguí una credencial firmada
por él para que tu hijo Pedro Juan me sustituya de escribano. Con esto, y la
práctica en el tiempo que le falta para cumplir 18 años, se podrá conseguir de
la Regencia el título al llegar a dicha edad.
–
No sabes lo que te lo agradezco,
como te dije, iré a Cádiz para conseguir el título para mi hijo. ¿De los
guerrilleros de la Sierra de Alcaráz qué me puedes contar?.
–
Están mejor organizados que los de
estas sierras, hacen incursiones por La Mancha y están preparados para atacar
los destacamentos que se envíen para la toma de Valencia procedentes de
Andalucía. Tienen hasta baterías para cortarle el paso a los franceses en el
camino real; hasta ahora, las avanzadillas que lo han intentado las han deshecho.
–
Me alegro, eso retrasará que
llegue la francesada a este pueblo y
a los próximos, el peligro de que los ocupen será, si desplazan fuerzas de
Andalucía a Valencia, éstas necesitarán provisiones y someterían las villas de
la sierra al saqueo.
–
Pedro, continuemos la conversación
en el almuerzo – poniendo fin al diálogo el escribano.
–
Acepto la invitación – contestó –,
pero con una condición, que no hablemos delante de mi hijo de la guerra.
En
el almuerzo el escribano ponderó las cualidades de Pedro Juan como persona y
como su sustituto, hasta que el hijo le dijo al padre que su protector
exageraba y le preguntó como iba el negocio de maderas. Explicaba dicho
negocio, cuando entró la ama en el comedor, ya habían terminado de comer, para
decirle que dos hombres le esperaban en la puerta. Se despidió del amigo y del
hijo, diciéndole al último que bajara a Peñardera para conocer los nuevos
cortijeros.
En
el mesón con Victorio y Fausto, éste como acostumbraba en su época de Maestro
de río, abusó de la bebida, no así el primero que era sobrio en el beber. A
media tarde, Pedro se despidió, excusándose porque quería volver al campamento
antes que se hiciera de noche. Pasó sólo un día en los montes y volvió a su
casa a esperar la llegada de Fulgencio. Nada más llegar, le dijo a su mujer,
que Gregorio y Pedro Juan se vendrían tan pronto se acercaran los franceses a
Siles. Luciana se llevó una gran alegría y le contestó que esa noticia le
compensaba de la tristeza de que se fueran Teresa y Antoñita.
Tres
días después de su llegada vino Fulgencio, Roque ya tenía preparado el carro
con la cabina del coche de caballos para trasladar a las mujeres y a la pequeña
Pepita hasta Huescar, desde aquí, continuarían el viaje en diligencia hasta
Lorca. Como Pedro comentase con su socio la necesidad de buscar invernadero
para el ganado que compartían a medias y si no lo encontraban, era mejor
venderlo, Fulgencio le contestó:
–
Como sabía la necesidad que me
dices, al no poder invernar nuestro ganado en Sierra Morena, desde Lorca me vine
a Huescar pasando por Baza. Allí me informaron que un señor con grandes
propiedades de Benamaurel, arrendaba pastos de invierno, hablé con él y
cerramos el trato, nos sale más caro el arrendamiento que años pasados, pero
con la subida de la carne nos compensará.
–
¿Y de la venta qué me dices?.
–
Estoy conforme, en las ferias de
Baza podemos conseguir buen precio.
–
Me vendrá bien el dinero, tengo
que viajar a Cádiz para conseguirle el título de escribano a mi hijo, sé que me
costará mucha plata. Entonces, si te parece, mañana subimos a los Campos y le
informas a nuestro mayoral del lugar donde pastará el ganado el próximo
invierno.
–
Había pensado que me acompañe el
mayoral hasta Huescar y desde allí encaminarlo a Benamaurel.
Los
dos socios tuvieron tiempo de hablar sobre la guerra en la visita que hicieron
a su ganado, no querían hacerlo delante de las mujeres. Fulgencio informó a su
socio, que se preparaba el desembarco de tropas procedentes de Cádiz para
reforzar el ejército de Levante. Pero lo que más le interesó al amigo, era las
noticias que le dio sobre las Cortes reunidas en un teatro de la Isla del León.
Viendo su interés comentó:
–
Pedro, como sé tus ideas liberales
que no comparto, te he traído una publicación, El Semanario Patriótico. Me la
dio un marino amigo mío, liberal como tú, que desembarcó en Cartagena
procedente de Cádiz. Lo he leído y de los discursos de los que llaman “padres
de la patria”, no me han gustado las críticas que hacen de nuestra madre la
Iglesia, son anticlericales.
–
Comprenderás que ha llegado la hora
de acabar con los privilegios y entre ellos, los de los curas, que son dueños
de la mitad de las tierras de España y además, nos sacan el diezmo y las
primicias. Pero dejemos esto, no quiero discutir contigo, te agradezco
encarecidamente la publicación que me has traído.
El
día que salían para Lorca, tanto las mujeres que se iban como las que se
quedaban, no dejaban de llorar, aquello más que una despedida parecía un duelo.
Viendo Pedro la tristeza que embargaba a su mujer, decidió permanecer en la
casa una semana más antes de volver a los montes.
Leyó
repetidamente las crónicas de las reuniones de las Cortes que publicaba el
Semanario, resumía el primer discurso que se pronunció, habló D. Diego Muñoz
Torrero. El periódico resaltaba, aparte de la oratoria del Diputado, la
claridad con que exponía las ideas liberales, lo que le entusiasmaban. Había
esperado muchos años que desapareciera todo atisbo de absolutismo y por fin,
ese primer discurso abría un horizonte esperanzador.
Memorizó
los nombres de los Diputados, aparte del primer orador, los de Argüelles,
Quintana, Mejías, Toreno, Gallego, etc.; el último un clérigo, pensó que sería
ateo, por la crónica que resumía su discurso. La lectura le hacía desear ser
testigo de aquel acontecimiento histórico, muchas veces le vino a la cabeza
adelantar el viaje a Cádiz, pero comprendía que no podía abandonar a su familia
mientras durase la guerra.
De
vuelta al campamento, en los días siguientes de la lectura del Semanario,
seguía obsesionado por lo que se decía en las crónicas de las Cortes. Como sólo
se hacía el trabajo de aserrar madera, buscó distracción en la caza, pero no
estaba atento a la salida de las piezas y con frecuencia fallaba el tiro, nunca
le había pasado. Decidió ir a Siles con Santaguico para cargar el par de mulos
de Peñardera con libros de su biblioteca y llevárselos a Santiago, así tenía
lectura durante el invierno; recordaba de su infancia, que la nieve en esa
villa permanecía meses.
Pedro
Juan vio a su padre por la ventana que daba a la plaza, salió para abrazarlo y
al terminar de cargar los libros, los dos pasaron a la escribanía, Santiaguico
se marchó con los mulos. Lo primero que le comunicó el escribano al entrar en
su despacho fue, que D. Bartolomé Ibáñez estaba en el pueblo, le había contado
su odisea y dado detalles de la última entrada de los franceses en Beas.
Mientras
le contaba Gregorio los episodios ocurridos en dicha villa, se le veía
preocupado, no dejaba la menor duda de que su común amigo le había metido el
miedo en el cuerpo, lo que confirmó al decirle:
–
Pedro, si cuando llegues a
Santiago está allí Roque, le dices que venga con dos carros a buscarme.
Comunicas a tu mujer que me llevaré la ama, así le podrá ayudar en la cocina y
en la limpieza de la casa.
–
Me parece tu decisión acertada y
comprendo que actúes así, siguiendo el ejemplo de Bartolomé, por tu capital,
serías el primero que apresarían los franceses para pedir un rescate.
La
noticia de la venida de su hijo y Gregorio se la comunicó a su mujer nada más
poner los píes en su casa, fue una alegría tan grande para Luciana, que en los
días previos a la llegada, había recuperado su carácter habitual y en su cara,
no se le notaba el más mínimo atisbo de la tristeza, la que mantenía desde que
se fueron su suegra y Antoñita a Lorca. A las niñas les pasó lo mismo, para
ellas su hermano era la persona más querida después de sus padres.
La
primera gestión que hizo Gregorio en su nueva residencia, fue hablar con el
alcalde, se ofreció como escribano del Ayuntamiento, pero puso una condición,
que le cedieran dos habitaciones, las necesitaba como despachos de su
escribanía. Como el alcalde y el escribiente que hacía de secretario aceptaron,
se comprometió a cobrar los documentos oficiales a la mitad de lo que marcaban
los aranceles.
Con
las primeras nevadas se presentaron en casa de Pedro, Santiaguico y Lucas, les
había dicho a los hombres del aserradero, que interrumpieran los trabajos tan
pronto hiciera mal tiempo, se reanudarían de cara a la primavera. Al
preguntarle al primero por sus hermanos, le contestó:
–
Juan y Perico se fueron a los
Baños del Tus, allí D. Saturnino les dará trabajo. Yo me he venido a mi pueblo
y hasta que no se continúe el aserrado, me dedicaré a mi oficio, artesero.
–
¿Y tu Lucas, qué vas a hacer? – le
preguntó.
–
Me iré donde están mis hermanos
con el ganado, mi padre me ha dicho cómo llegar al pueblo donde están, llamado
Benamaurel.
–
Mientras estés con el ganado
cobrarás como pastor, lo mismo que antes.
- XXII –
Como
en el pasado año, en las comidas de Navidad, del cumpleaños de Pedro Juan y de
Año Nuevo, se reunieron las dos familias venidas de Siles, incluidos el escribano
y su ama, buena cocinera, como Eulalia, que le seguía dando el pecho al pequeño
Lucas. Las dos se encargaron de preparar los platos de caza, sin faltar los de
la matanza y el borrego segureño asado al horno. El escribano celebraba comidas
tan suculentas y siempre repetía la misma frase: “ni en las bodas de Camacho se
comió mejor”.
A
mediados de febrero Roque preparaba los carros para transportar las maderas que
le quedaban en el corral a los pueblos de la vega de Murcia. Luciana le propuso
al marido:
–
Pedro, ¿por qué no acompañas a
Roque?, así sales de este pueblo, sé que te es insoportable estar mano sobre
mano tanto tiempo.
–
Mujer, como sabes, no quiero
alejarme de la familia mientras dure la guerra.
–
Lo que te agradecemos todos –
contestó –, pero Gracias a Dios, tu ausencia será más soportable para las niñas
y para mí, estando Gregorio y Pedro Juan
en casa.
–
Te haré caso, pero no acompañaré a
Roque en la venta de maderas, me iré a Lorca, así acompaño a Fulgencio a las
ferias de Baza para vender el ganado.
Al
enterarse Roque por su mujer, que el socio salía de viaje para visitar el
ganado, fue a su casa para decirle:
–
D. Pedro, esta mañana he subido al
puerto del Pinar, no pude llegar al alto, mi caballo se hundía en la nieve,
esto le pasaría a Vd. si pretende ir a Lorca por el camino que lleva a La
Puebla. Yo esperaré a salir con los carros para que no se atranquen con la
nieve.
–
Pensaba salir mañana, por lo que
me dices, me iré a Caravaca pasando por Nerpio, me acompaña Santiaguico. De
vuelta me traeré a Lucas, el pastor, para que con los hermanos Víboras, se
continúe el aserrado de maderas.
–
Con el próximo viaje,
prácticamente se acaban las maderas almacenadas en el corral, si no se sierran
más, tendré que prolongar el paro de mis carros, ya llevan dos meses parados,
en los que he tenido que pagar a los carreteros, con lo que eso supone de
gasto.
–
No te preocupes Roque, para
primeros de marzo se estarán aserrando maderas. Lo malo es, si los franceses
invaden el reino de Murcia, como ocupan la mayoría del de Granada.
Como
había planeado Pedro, desde Caravaca cogió la diligencia que le llevaría a
Lorca, Santiaguico siguió con las bestias, dos caballos y un mulo, camino de
Benamaurel. Fulgencio se llevó una grata sorpresa al presentarse su amigo y
socio en su casa, también la familia de éste, incluida Teresa que al enterarse
había pasado por su pueblo, le preguntó:
–
Pedro, ¿se espera que los
franceses entren en Caravaca?.
–
Ningún pueblo importante está
seguro en esta guerra, no pasa lo mismo en la villa de Santiago, no debiste
venir aquí.
–
Si no hubiera sido porque los
fríos son lo peor para mis dolores reumáticos, allí seguiría.
En
los dos días que permaneció en casa del amigo, se enteró por el hijo de éste,
abogado y miembro de la Junta de Murcia, del desarrollo de la guerra en Levante
y Andalucía. Le informó que Suchet, el 2 de enero tomó Tortosa y había puesto
sitio a Tarragona; desde allí era posible, tomada esta ciudad, que volviera
otra vez sobre Valencia. A la Junta de Murcia le había llegado información
fidedigna, de que Napoleón daba preferencia a la toma de la ciudad, puerto
importante del Mediterráneo.
El
general Soult – continuó informando el abogado –, empleaba todos sus hombres en
el sitio de Cádiz y además, tenía que luchar contra las guerrillas. Los
franceses bombardeaban dicha ciudad desde tierra con la artillería, desde el
mar le era imposible, porque la flota anglo-española se lo impedía. Las
noticias que venían de allí, las traían los marinos que desembarcaban en
Cartagena, también traían publicaciones.
Por
una de ellas, titulada El Conciso, supo Pedro que las Cortes se habían
trasladado desde la Isla del León a Cádiz, las sesiones se celebraban en la
iglesia de San Felipe Neri. Las crónicas hablaban de la elocuencia de Argüelles
y del Diputado por Soria, García Herreros, del que se resumía uno de sus
discursos y como le pasó con el primero que pronunció Torrero, su lectura le
emocionó.
Los
dos amigos salieron camino de Benamaurel, cuando llegaron, el mayoral informó a
sus amos que en la última feria de Baza se vendió el ganado a altos precios,
esperaron hasta la próxima feria para llevarlo. A los dos días de feria, el
ganado iba subiendo de precio, el último lo vendieron, y tan bueno fue el
negocio, que del dinero sacado, le dieron el diezmo al mayoral para que lo
repartiera como premio a los pastores. Estos se tenían que buscar otros amos,
con la guerra perdieron su oficio.
Pedro
le pidió a su amigo que se enterase de algún barco que saliera del puerto de
Águilas con destino a Cádiz, le contestó:
–
Como sabes soy proveedor en dicho
puerto, el mes pasado llevé un cargamento de patatas que embarcaron
precisamente para Cádiz, a esta ciudad, por el sitio de los franceses, todo
llega por barco.
–
A últimos de diciembre cumple 18
años mi hijo Pedro Juan, a primeros de este mes, viajaré a Cádiz para
conseguirle el título de escribano.
–
Para esas fechas te espero en mi
casa, antes de Navidades estoy seguro que podrás embarcarte.
–
Al día siguiente de la venta del
ganado emprendió Pedro el camino a su casa, acompañado de Lucas y Santiaguino. Luciana
pudo comprobar que su marido había perdido el mal humor con el que se fue,
también que había recuperado la pasión con que la amaba, como demostró la noche
de su llegada. Pero lo que más le sorprendió, fue la locuacidad de la que dio
muestra en la cena, cosa extraña en él. Al acostarse las niñas, rompió su
promesa de no hablar delante de su hijo de la guerra y claro está, de las
noticias que traía de Cádiz. Como no decía nada sobre las Cortes, su amigo
Gregorio que le conocía bien, le preguntó:
–
Pedro, ¿qué se dice de las
reuniones de esos Diputados a los que llaman: Padres de la Patria?.
–
Por lo que he leído de las crónicas
de las sesiones de Cortes, el absolutismo se va acabar en España tan pronto se
proclame la Constitución que están redactando.
–
Y en esa Constitución, ¿qué papel
le corresponde a nuestro rey Fernando VII?.
–
Podrá volver como rey de España,
tan pronto se eche a la francesada de
nuestra patria. Pero no se gobernará como lo hicieron sus antecesores, ahora
los españoles no serán súbditos sino hombres libres con representantes en el Congreso Nacional, así se denominarán
las Cortes, de las que dimanará el Gobierno de la Nación.
–
Eso de la Nación es nuevo – opinó
el escribano, que continuó –, menos mal que se mantiene la monarquía y los
liberales no nos traen una República, como en las colonias independizadas de
Inglaterra en América.
–
Como sabes, en mi juventud yo era
partidario de la República, pero la experiencia de lo que pasó en Francia puede
repetirse en España. Un general ambicioso, después de ganarle la guerra a
Napoleón, puede seguir sus pasos y si no se proclama Emperador como él, si
puede instaurar una monarquía que desplace a la de los Borbones. El ejemplo que
dieron éstos poniéndose de rodillas ante el Corso, no se nos olvida a los
liberales, como a vosotros, partidarios del absolutismo.
–
Te veo muy seguro en definir el
futuro de nuestra Nación como tú la llamas. Dejemos que la Divina Providencia
nos traiga lo mejor para España, yo sólo me conformo con que acabe de una vez
esta maldita guerra.
–
De lo que estoy seguro Gregorio,
es que esta maldita guerra como tu le llamas, ha unido a todos los pueblos de
España en una única Nación. Gracias a las Juntas formadas en los antiguos
reinos, los representantes del pueblo proclamarán la Constitución –. Con esto
dio el diálogo por terminado.
En
los dos días que permaneció en su casa antes de marcharse al campamento de los
montes, un pensamiento no se le iba de la cabeza, le seguía intrigando lo que
opinaría su hijo Pedro Juan al conocer sus ideas liberales, contrapuestas a las
que le había inculcado su amigo.
Se
inició nuevamente el aserrado de maderas, quedaba menos de una cuarta parte de
las que se cortaron. Pedro, seguía alternando las estancias entre el
campamento, su casa y el cortijo, en el que iban las siembras como nunca. Juan,
el nuevo cortijero y sus hijos eran muy trabajadores, habían escardado los cereales y garbanzos, se
esperaba una buena cosecha.
A
Siles llegaron noticias de que los franceses había abandonado Úbeda el 25 de
abril, también las villas entre esta ciudad y las Sierras de Segura y Cazorla.
Al enterarse Roque, salió con la caravana de carros cargados de maderas para
venderlas en los pueblos de Andalucía. Volvió a los diez días informando al
socio:
–
D. Pedro, la venta me ha ido como
nunca, por los destrozos de los franceses me quitaban las maderas de las manos.
Con dos viajes más acabamos las maderas que nos quedan.
–
No corras tanto Roque, presumo que
los franceses volverán, como se ha acabado el aserrado de maderas, mandaré a
Lucas a Úbeda, hasta que no vuelva no debes salir con los carros.
–
Lo que Vd. ordene socio, me había
hecho a la idea de terminar el negocio.
El
día que volvió Lucas, nada más presentarse en casa de su amo se fueron los dos
a la escribanía, quería Pedro que su amigo conociese la información que traía.
En el despacho del escribano el pastor contó lo siguiente:
“El
día antes de llegar a Úbeda entró una expedición venida de Jaén, las tropas
eran en su mayoría francesas. ¡Tantos eran!, que cuando los militares españoles
y los guerrilleros que se habían unido al ejército, supieron su paso por Baeza,
huyeron dejando la ciudad indefensa. Después del saqueo cuyos efectos pude ver
con mis propios ojos, impusieron de contribución a los vecinos un millón de
reales y 8.000 arrobas de vino”.
“Con
las prisas de la huida – continuó –, los militares dejaron los prisioneros que
tenían encerrados en el edificio donde residía su jefe, entre ellos, se
encontraba el que los vecinos llaman El
Traidor de Jaén, que se prestó a recaudar el dinero de la contribución,
comprometiéndose a poner él de su bolsillo el que faltara, si la familia de los
prisioneros le garantizaba con sus bienes la devolución con rédito”.
“Permanecí
escondido a las afueras de Úbeda, sólo iba por las noches, hasta que me dijeron
que una columna de soldados salía por el camino real en dirección a Valencia.
La fui siguiendo y al pasar por los pueblos de Villacarrillo y Villanueva
fueron rehaciendo las guarniciones que tenían antes de retirarse los franceses
de Úbeda. Estos pueblos, al no ofrecerle resistencia, no los saquearon, ya lo
harán poco a poco mientras permanezcan allí. Antes de anoche me enteré en
Villanueva que al día siguiente salía el resto de la columna en dirección a
Beas, los seguí y como sabía que D. Pedro esperaba que le informase, en la
venta de Gutar cogí la vereda del ganado y me vine al pueblo”.
–
Por tu información Lucas –
intervino Pedro, viendo que éste había concluido –, ya no me queda la menor
duda de que los franceses llegarán a nuestra tierra.
–
¿Y qué hacemos? – le preguntó
Gregorio.
–
Mañana mismo inicio un recorrido
por los pueblos de la Sierra de Segura, me acompañará Lucas, les avisaré de la
próxima entrada de la francesada, al
tiempo que recomiendo a las Autoridades que no les ofrezcan resistencia. Lo que
por tres veces pasó en Beas puede repetirse, aunque es difícil que se libren
del saqueo, pero que al menos no se produzcan incendios de casas.
–
Yo te acompañaré, como Escribano
de las Órdenes y Regente sustituto de la villa de Siles, tengo más influencia
que tú ante las Autoridades.
–
Por cierto Gregorio, dadas las
circunstancias, debo recuperar mi puesto de Regente.
–
Me parece lo adecuado, dadas las
circunstancias, como tu dices. En mi escribanía guardo el título del
nombramiento, tu como titular y yo como suplente, mañana te lo traigo para que
lo presentes ante las autoridades de los pueblos.
En
la primera jornada llegaron a la villa de Hornos al anochecer, Pedro propuso
hablar con el alcalde para preparar la reunión del día siguiente, marchándose
con Lucas a la taberna de la Plaza, el escribano no les acompañó, dio como
disculpa que le dolían todos los huesos de montar a caballo. Encontraron al
alcalde en la taberna reunido con cuatro vecinos y entre ellos, el médico,
capitán de la partida de guerrilleros que se vino de Úbeda antes que entraran
los franceses.
Les
explicó el objeto de su visita, el médico estaba conforme en que no se
ofreciera resistencia y se comprometió a salir de la villa con su partida tan
pronto se enterara que los franceses venían en camino. El alcalde le dijo a los
presentes que se reunirían en el Ayuntamiento al día siguiente con las Autoridades
y el párroco, para proponer lo que en aquella reunión se había decidido. Todos
estaban conformes con la opinión compartida del visitante y del médico.
En
la reunión del Ayuntamiento, únicamente hubo una voz discordante, la del
párroco. Fue Gregorio el que se encargó de rebatir los argumentos del cura,
insistiéndole repetidamente que podía pasar lo mismo que en Beas, lo primero
que quemarían sería la Iglesia. A medio día salían de Hornos los tres jinetes
camino de la aldea de La Puerta, iban satisfechos por el buen resultado
obtenido aquella mañana.
Repitieron
la reunión con las personas notables de La Puerta, éstas eran conscientes que
la entrada de los franceses a la Sierra de Segura la harían por su pueblo. No
le costó al escribano convencerles de que no pusiesen oposición al ejército
invasor, así los daños previsibles serían menores. En la siguiente jornada
visitaron Benatae camino de la villa de Siles, ni que decir tiene que las
Autoridades de ambos pueblos estuvieron de acuerdo con lo que les propuso su
escribano por muchos años.
Desde
Siles a Bienservida se atravesaba la Sierra de Alcaraz, en el puerto de Onsares
les salió al camino una partida de guerrilleros, el capitán les ordenó que
bajaran de los caballos. Iban a proceder a registrarlos y el lugarteniente se
apartó con el que había dado la orden, hablaron en voz baja; antes que
comenzaran el registro, el capitán ordeno:
–
Dejad el paso libre a estos
hombres, el de más edad es el escribano de Siles, D. Gregorio Martínez, me lo
ha dicho Francisco que lo conoce. ¿Qué se le ha perdido por estas tierras?.
–
Vamos a Bienservida donde tengo
que hacer unas gestiones – contestó el escribano, sin decir el motivo del
viaje, no se fiaba de los guerrilleros.
Hizo
bien, la reunión en el Ayuntamiento de dicho pueblo fue un fracaso, les dijo el
alcalde que todos los vecinos apoyaban a los guerrilleros y se unirían a ellos
si llegaban los franceses. No pasó lo mismo en Villarrodrigo y Génave en que
les fue fácil convencer a las Autoridades, desde esta última población
volvieron a Siles, pasando por Torres, donde tampoco se opusieron a sus
recomendaciones.
Quedaba
como dicen en la sierra, “El rabo por
desollar”, las dos últimas visitas. Pedro sabía, que como les pasó en
Bienservida, podía sucederle en Orcera y en Segura, sobre todo en esta villa,
donde estaban refugiados varias partidas de guerrilleros. No le dijo nada a su
amigo, venía satisfecho de las gestiones realizadas en las cinco jornadas de
viaje.
La
reunión en Orcera se celebró en el caserón de la Marina, el Ministro y Juez
Principal de la Provincia Marítima de Segura con residencia en dicho pueblo, se
fue a Cádiz antes que los franceses invadieran Andalucía. Sólo quedaban como
representantes de la Administración de los montes de la Marina, el auditor, D.
Ambrosio de Olivares, y tres funcionarios; aparte de la guardería, que sin
sueldo, malvivía de las multas que ponía a los vecinos, cuando estos las
pagaban, lo que ocurría pocas veces.
Las
Autoridades de Orcera, después que el escribano explicase el motivo de la
reunión, supeditaron la decisión a lo que se acordase en Segura, el pueblo era
un arrabal de esta villa. No compartía esta postura D. Ambrosio de Olivares,
que apoyó las razones de Gregorio y viendo que no hacían mella en los
representantes del pueblo, concluyó su intervención con estas palabras:
–
Como responsable de la
Administración de la Marina, en cuanto se sepa que los franceses se acercan a
Orcera, me llevaré los archivos de esta casa antes de que los quemen. Mi
familia y yo buscaremos un sitio en esta sierra donde escondernos y conmigo
vendrán los papeles. A mí puede que me encuentren, pero los archivos os aseguro
que nadie dará con ellos.
–
Bien hecho D. Ambrosio– le
contestó el escribano, eran muy amigos desde hacía años.
Terminada
la reunión, el auditor invitó a que se alojaran en su casa a su amigo y a
Pedro, que había tratado a D. Ambrosio en la época que trabajó para la Marina,
bajando pinadas por los ríos con destino a los Arsenales de La Carraca y
Cartagena. Mandó el escribano al pastor que fuese a la villa de Segura para
anunciar la reunión del día siguiente y que les dijera que estarían allí a las
10 de la mañana.
Las
Autoridades de Segura ya sabían antes de que llegara Lucas, las gestiones
realizadas en todos los pueblos de la sierra por las personas que anunciaron su
venida. Estaban reunidos en el Ayuntamiento cuando estos llegaron, el alcalde
les presentó a tres capitanes guerrilleros asistentes a la reunión. Uno de
ellos, se identificó como Juan Uribe, le acompañaba su lugarteniente que dijo
llamarse Andrés de Diego.
La
razón de que estuvieran presentes los tres capitanes, según el alcalde, es que
les ayudarían a defender la villa de los franceses. Segura conservaba las
murallas medievales y el castillo, bastiones defensivos que hasta entonces
había hecho la plaza inexpugnable.
El
Regidor que presidía la reunión, dio la palabra a Gregorio, que expuso con todo
detalle el resultado de las reuniones anteriores y lo que había decidido cada
pueblo. Sin olvidar que Bienservida apoyaría a los guerrilleros de la Sierra de
Alcaráz y que Orcera, supeditaba la postura a tomar, a lo que se decidiera en
la reunión que celebraban.
No
había terminado, cuando fue interrumpido por D. Juan Uribe que pronunció estas
palabras dirigiéndose a los reunidos:
–
¡Qué queréis!, salvar vuestro
pellejo y que nos fusilen a los guerrilleros que hemos venido a defender esta
villa. Eso es una cobardía.
–
Aquí el único cobarde es Vd. –
dijo con voz templada y serena Pedro –. Por dos veces dejó abandonada la villa
de Beas en cuanto se enteró que llegaban los franceses. Y no sólo eso, se
atribuyó las acciones guerrilleras de la partida de enmascarados mandada por El
Diablo.
Se
hizo un silencio sepulcral en la sala, hasta entonces, el que pronunció las
duras palabras contra el guerrillero no había abierto la boca. El lugarteniente
de Uribe, Andrés de Diego, avanzó hacia él, no le dio tiempo a sacar la
pistola, dos potentes brazos, los del pastor, le atenazaron inmovilizándolo. En
la mano derecha del que iba a ser objeto del pistoletazo, blandía una
reluciente faca. Dirigiéndose a Uribe le desafió, diciéndole:
–
¡Si tienes arrestos ven hacía mí!.
Y no cubras tu cobardía mandando a tu lugarteniente.
–
¡Tengamos la reunión en paz! –
exclamó el escribano.
–
Gregorio – le contestó –, yo
abandono la reunión, nuestra misión por mi parte la doy por cumplida, no he
venido aquí para que me ataquen ante la pasividad de la Autoridades, ellas
sabrán lo que hacen. No volveré a esta villa aunque arda por los cuatros
costados. – Dirigiéndose a su amigo terminó –, te espero en la puerta de la
muralla.
–
En cuanto me despida de los
reunidos estoy contigo.
Los
tres jinetes salieron de Segura camino de la aldea de Pontones donde pasarían
la noche en el mesón. En el alto del Campillo pararon para almorzar de la
merienda que llevaba Lucas, los dos amigos no se habían cruzado palabra desde
que salieron del Ayuntamiento. Pedro, había observado en dos ocasiones, que el
escribano se había mordido los labios como si no se atreviera a hacerle una
pregunta, por lo que terminado el almuerzo, le comunicó:
–
Gregorio, sé qué algo te intriga
relacionado con las palabras que pronuncié en la reunión.
–
Ya que te has dado cuenta, te lo
diré. ¿Cómo sabes qué Uribe se atribuía las acciones guerrilleras del Diablo?.
–
Porque El Diablo era yo, y digo
era, por que este personaje ha muerto, mi hijo Pedro Juan quemó las ropas con
las que me disfrazaba en los Campos de Hernán Pelea. Tanto él como mi mujer
sospechaban que seguía los pasos de mi padre, al ponerme una ropa parecida a la
del Maestre. Si tú conociste el secreto de mi padre a su muerte, hoy has
conocido el mío. Y no me preguntes por los hombres que integraban la partida,
no te lo diré, aunque te será fácil suponer quienes eran.
–
Pedro, yo no sospechaba lo que me
has dicho, aunque te conozco bien, pero no como Luciana y tu hijo.
Al
iniciarse la recolección del grano Pedro marchó a Peñardera. Un segador de
Siles, cuando llegó al amanecer, le informó que el día anterior había pasado
una columna de soldados en dirección a la Sierra de Alcaraz. Subió al pueblo,
se enteró que la columna de tropa había atravesado la sierra desde La Puebla,
eran parte del ejército derrotado por los franceses en la Venta del Baúl. Se le
habían dado provisiones en los pueblos por los que pasaron.
Bajó
al cortijo y aquella noche, cuando salían para acostarse en la era los hermanos
Víboras, los mellizos y el pastor, le dijo a éste:
–
Lucas mañana sales para
Villanueva, los franceses se enterarán del destacamento que ha atravesado la
sierra y de que ha recogido provisiones en los pueblos. Vigila la guarnición a
las afueras del pueblo y tan pronto se pongan en movimiento una columna de
franceses, vienes y me lo dices.
Mandó
a los mellizos para que le dijeran a su padre que mandara los carros para
transportar el grano atrojado a la villa de Santiago. La tarde que medían el
último pez de trigo con la media fanega para ensacarlo, llegó el pastor, que
informó de lo siguiente:
–
Estaba a las afueras de
Villanueva, cuando pude ver la salida de una columna de soldados, la formaban
más de 500 hombres. La fui siguiendo y esperaba que se dirigieran a Beas,
pasaron la Ventilla y siguieron el camino real en dirección a Albacete. Como
podían venir a esta sierra, deje de seguirlos y me vine por el camino más
corto, el que pasa por Cañada Catena.
–
Hiciste bien Lucas, vete a La
Puerta y si se confirma lo que has supuesto, no vuelvas a Peñardera, aquí no
estaremos, salimos esta tarde para Santiago.
Cargados
dos carros que se dejaron para trasportar el último grano, se pusieron en
camino, el amo le propuso al cortijero que se fueran con ellos él y su familia.
Le contestó que ya habían salido huyendo de Beas y de allí no se moverían.
Era
noche cerrada cuando Pedro llegaba a su casa, se adelantó a los mellizos que
venían con los carros y en una jornada hizo el camino. Le abrió la puerta de la
casa Pedro Juan que junto con Gregorio eran los únicos levantados. Estuvieron
hablando hasta la madrugada, las noticias que traía eran alarmantes, los tres
se comprometieron en no divulgarlas por el pueblo. Le dejó el hijo su cama al
padre para que se acostase, no quería subir al dormitorio para no despertar a
su mujer.
Luciana
se sorprendió a la mañana siguiente, al ver a su hijo durmiendo encima de una
manta en el patio. Pedro Juan, al despertarse, le explicó a la madre porque
dormía allí, ésta se preocupó que nadie hiciera ruido para no despertar al
marido. Cuando éste bajó del dormitorio de su hijo, ya tenía preparado el
desayuno, le dijo a su mujer, que dos carros de Roque traían el último grano y
que como no quería pasar otra noche al raso en los montes, por eso llegó tan
tarde.
Nuevamente
fue el pastor, el que trajo la noticia de que los franceses habían entrado en
la aldea de La Puerta. En los días siguientes, se fue conociendo en la villa de
Santiago los saqueos de los pueblos de la sierra. Primero el de La Puerta,
después Orcera donde quemaron la Iglesia Parroquial. Todos los vecinos
esperaban con ansiedad conocer lo que pasaría en la villa de Segura, sabían que
allí los guerrilleros pondrían resistencia a la expedición francesa.
Una
vez tomada la villa amurallada, de la que pocos guerrilleros pudieron escapar
con vida, los franceses mandaron emisarios a todos los pueblos de la sierra. El
que llegó al Ayuntamiento de Santiago fue el escribano de Segura, su compañero
Gregorio envió a Pedro Juan para que avisara a su padre y cuando llegó, el
visitante contó lo siguiente:
“Segura
ha pagado muy caro la brava resistencia que se le hizo a los franceses.
Incendiaron el Castillo, las casas consistoriales incluidos los archivos, la
Iglesia Parroquial y las mejores casas, las situadas junto a la Puerta Nueva.
He venido aquí por la amistad que me une con mi compañero Gregorio, para que me
ayude a conseguir 4.000 reales, es la contribución que le corresponde a esta
villa por el prorrateo realizado y que contribuyan todos los pueblos de la
sierra para pagar el rescate”.
–
Antonio – le interrumpió el
compañero –, ¿han hecho prisioneros?.
–
Si Gregorio, las Autoridades y
personas notables de la villa, las tienen encerradas en el edificio de los
Jesuitas que no quemaron.
Al
principio, Pedro se negó a contribuir al pago del rescate, no se le había
olvidado la pasividad mostrada en el Ayuntamiento por las mismas personas que
estaban prisioneras, cuando el lugarteniente de Uribe le atacó. Pero entre
Roque y su amigo le convencieron para que contribuyera, aquel entregó 1.000
reales y el escribano 500, otros tantos acabó poniendo él. Los 2.000 reales que
faltaban se recaudaron entre los ganaderos ricos.
En
los demás pueblos de la sierra y entre ellos Siles, se siguieron las
recomendaciones que expusieron el escribano y Pedro en las reuniones con las
Autoridades. No se libraron del saqueo y del pago de las contribuciones que le
impusieron, pero al menos no se produjo la quema de iglesias, casas y a nadie
apresaron.
Con
la retirada de los franceses de la sierra, se extendió por los pueblos, que
Roque había sido uno de los que más había contribuido al rescate de los
prisioneros de Segura. Enterado el propietario de la carretería de las
necesidades de madera para reparar los destrozos de edificios públicos,
iglesias y casas, salió con sus carros cargados con las maderas que le quedaban
en el corral, que recibieron los vecinos como lluvia de mayo y en pocos días
las vendió. A los que no tenían dinero para pagar su precio se las dio fiadas
por la mitad de lo que valían y esto mismo les cobró a los que le pagaron.
Al
caer las primeras aguas de otoño por San Miguel, Pedro se fue a Peñardera con
los mellizos y el pastor para empezar la sementera. Al terminar ésta se fue con
Roque a Sierra Morena estuvieron cazando dos semanas. La noche que llegó a su
casa, cuando las niñas se acostaron, Luciana comentó:
–
Tengo la despensa repleta, se me
ha llenado en dos días, con lo que han traído los cazadores y el cortijero.
¿Qué te parece Pedro, si reparto parte de lo que guardo entre la gente
necesitada?.
–
Me parece bien, deja lo que te
parezca para Navidades, este año no estaré con vosotros.
Se
hizo un silencio entre los presentes, Luciana empezó a llorar y entre sollozos
le dijo al marido:
–
Me habías prometido que no nos
dejarías hasta que se terminase la guerra.
–
Sabes Luciana, que he dicho muchas
veces que cuando Pedro Juan cumpliera 18 años, iría a Cádiz para conseguirle el
título de escribano.
–
Pero el cumpleaños de nuestro hijo
es pasado las Navidades – le contestó más calmada al saber el motivo del viaje.
–
No puedo esperar que nos quedemos
aislados por las nieves como pasa todos los años. Quedé con Fulgencio en ir a
Lorca a primeros de diciembre, él se comprometió a buscarme pasaje en uno de
los barcos que cargan mercancías de las que es proveedor en el puerto de
Águilas.
– XXIII –
El
día 5 de diciembre salían de la villa de Santiago tres caballos, en uno montaba
Pedro, en otro Santiaguico y el tercero cargaba el equipaje. Llegados a
Caravaca, el primer jinete cogió la diligencia que lo llevaría a Lorca, el segundo, el pequeño de los Víboras, volvió al
pueblo con los caballos. En conversación con el compañero de viaje que ocupaba
el asiento de al lado, el viajero se enteró que en el Reino de Murcia no habían
entrado los franceses, lo que le preocupaba. Por esto, nada más llegar a la
casa de Fulgencio, después de saludar a su familia, le comentó:
–
Por lo que me ha dicho un
compañero de viaje, los franceses no han llegado aquí.
–
Pero se esperan, mi hijo me ha
informado que se retiraron otra vez a Granada las fuerzas venidas de allí, que
derrotaron a las españolas en la Venta del Baúl. No quieren los franceses abrir
otro frente hasta que no tomen Valencia.
–
Supe de la batalla que dices
estando en mi cortijo, atravesó la Sierra de Segura una columna del ejército
derrotado. Dejemos los asuntos de la
guerra. ¿Te has enterado cuándo puedo embarcarme para Cádiz?.
–
Dentro de tres días se espera en
el puerto de Águilas un carguero procedente de Cartagena con destino a Cádiz,
en él podrás embarcarte. Del almacén de mi huerta se transportan mercancías
para cargarlas en ese barco, ya he hecho las gestiones para que te admitan como
pasajero.
–
No sabes lo que te lo agradezco,
te quería pedir un favor, ¿dónde puedo comprarme ropa de vestir?.
–
Esta tarde iremos a una sastrería
de un amigo mío, él te la proporcionará.
Se
compró dos ternos y calzado, al tercer día de su estancia en Lorca salió con el
amigo en la diligencia que los llevó a Águilas. Aquella tarde llegó el carguero
al puerto y esa misma noche, Fulgencio, valiéndose de sus amistades, consiguió
que el capitán aceptara su invitación para cenar. Éste se llamaba D. Anselmo
Soldevilla, le explicó al pasajero, que si tenían buena mar, podían llegar a
Cádiz el 20 de diciembre. También le informó que harían escala en Almería,
Málaga y Algeciras, donde tenían que cargar mercancías para llevarlas a dicha
ciudad.
En
la travesía intimó con el capitán, llegó el barco a Cádiz un día después de los
que había previsto D. Anselmo, el 21 de diciembre de 1811. Al despedirse de su
amigo, el capitán le entregó un billete con un nombre y unas señas, diciéndole:
–
El billete va dirigido a una viuda
amiga mía, Dª. Virtudes. Cuando murió el marido, compañero mío, para completar
la poca pensión que le quedó, empezó a admitir huéspedes en su casa, sólo
personas recomendadas, le entregas el billete.
–
Te lo agradezco Anselmo, como me
has dicho que permanecerás en el puerto hasta finales de año, vendré a
visitarte, si no estás en el barco ya te encontraré.
La
viuda nada más leer el billete la comunicó al recién llegado:
–
Siento D. Pedro que sólo tenga una
habitación que da a un callejón, pero después de Navidades, queda vacía una con
balcón a la calle Ancha, la ocupará Vd..
–
No se preocupe Dª. Virtudes, me
parecerá mentira dormir sin el balanceo del barco.
Al
salir de la habitación aseado, vistiendo un terno color avellana y zapatos con
hebilla de plata, Dª. Virtudes exclamó, antes de preguntarle:
–
¡Qué elegancia D. Pedro!. ¿Tiene
Vd. cita con una mujer?.
–
Voy a la casa de un amigo mío, D.
José Delgado, Ingeniero de la Marina.
–
D. José, hace tres años que murió,
¿no lo sabía Vd.?
–
No me había enterado, me da una
triste noticia que no esperaba.
–
Conozco a Dª. Carmen desde hace años,
al quedarme viuda, ella y su marido me ayudaron a salir adelante, le da Vd. mis
recuerdos y la disculpa de que no la visite, la casa de huéspedes siempre me
trae atareada.
Conocía
la casa de su difunto amigo, en ella residió los días que pasó en Cádiz en mayo
de 1804. Vino a esta ciudad con su amigo, después de desembarcar las maderas de
una gran pinada en el Arenal de Sevilla. Le abrió la puerta su hija Reyes, no
le reconoció, pero al decir su nombre, exclamó:
–
¡Cómo Vd. por aquí D. Pedro!.
Perdone que no le haya reconocido, paro al decirme su nombre caí quien era, mi
padre lo recordaba con frecuencia, sobre todo al agravarse su enfermedad, no
hacia más que repetirlo.
–
Yo le recordaré toda mi vida, me
enseñó y me propuso como Delineador de la Marina, no sabes lo que lamento tan
gran pérdida.
Pasaron
a la estancia donde estaba Dª. Carmen, que al verlo se le saltaron las
lágrimas, no paró de llorar mientras le contaba la larga enfermedad del marido.
Le explicó que quedó muy afectado con la muerte heroica de su intimo amigo D.
Cosme Damián Churruca en la batalla de Trafalgar. Como después de este desastre
para la Armada española – continuó diciéndole –, la Marina, ante la
imposibilidad de abastecer los arsenales de La Carraca por mar, los navíos
ingleses lo impedían, destinaron a Pepe, así le llamaban la familia y amigos, a
los arsenales del Ferrol. No quiso abandonar Cádiz y dejó la Marina.
–
¿ Le quedó pensión? – preguntó el
visitante interrumpiéndola.
–
Le dieron un buen retiro, pero con
su muerte la pensión de viudedad se quedó en la mitad. Con la carestía de vida
en esta ciudad por el sitio de los franceses, la pensión que me ha quedado
malamente nos da para vivir dignamente, sino fuera, por el capital que me dejó
Pepe y sobre todo, por mi yerno que vive con nosotros.
Continuó
la viuda dándole pormenores de la larga y penosa enfermedad del marido, hasta
que entraron en la estancia su hija y su yerno, que se llamaba D. Mariano
Abreu, era teniente de fragata y le fue presentado al visitante. Cuando dijo
que se retiraba, el teniente le acompañó hasta la calle Ancha, allí entraron en
el Circulo de Oficiales de la Armada, se sentaron en una mesa y mientras bebían
unas copas de Jerez, Pedro le preguntó al oficial:
–
¿Participó Vd. en la batalla de
Trafalgar?.
–
El brigadier Churruca del que era
su ayudante, me mandó tres días antes a Sevilla, con el encargo de recoger
cuatro cañones en la Maestranza para ampliar la artillería del barco que
mandaba, el San Juan de Nepomuceno. D. Cosme era mi padrino de bautizo y de
boda, mi segundo padre, ya que me quedé huérfano a temprana edad. No me cabe
duda que preveía la derrota, por eso me mandó a Sevilla.
Estuvieron
hablando hasta el anochecer, como el marino sabía la amistad que le unía a su
suegro por las referencias de D. José Delgado, pronto intimaron, lo que le
permitió preguntarle por el motivo de su venida a Cádiz. Cuando se lo dijo, el
teniente se prestó ayudarle en las gestiones que tenía que hacer ante la
Regencia, y en cuanto a su interés por asistir a las sesiones de las Cortes, le
advirtió:
–
Pedro vete una hora antes que empiecen
a la iglesia de San Felipe, si no, te quedarás sin sitio.
–
Gracias por advertirme – le
contestó.
Salieron
del Circulo y al despedirse, Pedro entró en una taberna de la calle Ancha, que
estaba iluminada con numerosos faroles. Se sentó en una mesa y en la de al
lado, cuatro hombres hablaban de la sesión de Cortes celebrada por la mañana.
Se dirigió a ellos preguntándole:
–
¿Me dejarían ustedes invitarles a
una copa de vino?.
–
Pero siéntese con nosotros señor –
le contestó uno de ellos –, he visto que seguía Vd. con atención lo que
hablábamos.
–
¡Cómo que me interesaba mucho! –
exclamó –, estudié en la Escuela de Agricultura de Aranjuez, y me gustaría
enterarme del contenido del dictamen de la Comisión de Agricultura que dicen
ustedes que se está discutiendo.
–
Vaya mañana temprano a las Cortes,
abre la sesión el Diputado por Soria, García Herreros, cuando habla, las
tribunas se abarrotan.
Por
lo que le había advertido su amigo el marino, que corroboraron los hombres de
la taberna, a la mañana siguiente llegó de los primeros la puerta de la
iglesia, estaba cerrada. Tardaron una hora en abrirla y la gente que esperaba
entró en tropel, pudo sentarse en primera fila, poco después entraron los
Diputados que ocuparon el pavimento, en el presbiterio estaba la presidencia.
Abrió
la sesión García Herreros, las palabras que había leído de sus discursos en las
publicaciones, daban idea de la claridad con que exponía sus conocimientos,
pero no de la elocuencia con la que eran pronunciadas. Se discutía el Artículo
4º del dictamen de la Comisión de Agricultura acerca de los montes y plantíos
del reino.
Los
pastores sorianos que llevaban las merinas a los Campos, le habían contado que
su tierra se parecía a la Sierra de Segura, pinares en las laderas y buenos
pastaderos en los llanos. Por eso no le extraño que el Diputado por Soria
conociera a la perfección lo que ya se conocía como el Ramo de montes.
Al
día siguiente, 23 de diciembre, se suspendieron las sesiones por las fiestas de
Navidad y Fin de Año, no se reanudarían hasta el día 3 de enero del próximo
año, el de 1812. Pedro fue buscando en las imprentas las publicaciones que se
conservaban desde el 25 de agosto pasado, en que la Comisión presidida por
Muñoz Torrero empezó la redacción de la Constitución.
Se
encontraba enfrascado leyendo las publicaciones la tarde del 24 de diciembre,
cuando llamaron a la puerta de su habitación, era Dª. Virtudes, le comunicó:
–
D. Pedro en el comedor le espera
el marino yerno de Dª. Carmen.
–
Dígale que en cuanto me asee y
cambie de ropa estoy con él.
La
visita del teniente de fragata estaba motivada porque venía a darle el recado
de su suegra para que fuese esa noche a cenar a su casa. Al despedirse de la
patrona e informarle que no le esperará para la cena de Navidad, Dª. Virtudes
le contestó:
–
Comprendo que cene en casa de Dª.
Carmen, pero mañana no me falle en el almuerzo, los pavos que he comprado me
costaron un ojo de la cara, como todo lo que se vende en esta ciudad sitiada,
sobre todo, las cosas de comer.
–
Descuide que no faltaré –
contestó.
Pasaron
al Circulo de Oficiales los dos amigos para hacer hora hasta la cena. Los
marinos que allí se reunían, por estar lejos de su familia, ahogaban la
tristeza que les embargaba bebiendo vino de Jerez. Uno de ellos, animaba a sus
compañeros a pasarse esa noche por el barrio de Santa María, los gitanos
celebraban la Nochebuena con cante flamenco, baile y música de guitarra. Pedro
desde el primer día que habló con el teniente de fragata quería hacerle una pregunta,
se atrevió aquella noche y se la hizo.
–
Mariano, conozco la muerte heroica
del brigadier Churruca, tu segundo padre como me dijiste, ¿cómo fue?.
–
Sólo puedo decirte lo que a mí me
contaron testigos presénciales. Cuando un cañonazo le alcanzó la pierna derecha
y casi se la desprende de cuajo, exclamó: “¡Esto no es nada. Siga el fuego!”.
Se desangró, y al abordar los ingleses el barco que mandaba, según me contaron,
se disputaban la espada del brigadier.
Impresionado
por lo que le contó el teniente no recuperó el habla hasta que llegó a la casa
de Dª. Carmen, que les esperaba en el comedor. Al preguntarle por su familia,
le habló de su mujer y sus hijos, terminaba de explicarle las razones por las
que habían tenido que cambiar de residencia y entró Reyes con dos niñas y tres
varones. Se los fue presentando al invitado por orden de edad.
La
madre les dijo a sus hijas mayores, Carmen y Reyes, que se sentaran en la mesa
y salió del comedor diciendo que iba acostar a los pequeños, volvió al poco
rato comenzando la cena. Tanto Dª. Carmen como su hija, se deshacían en
atenciones con el invitado, le gustó tanto el pescado, se sirvió de primer
plato, que repitió. Del segundo, sólo quiso que le sirvieran un muslo de pollo.
Las niñas se encargaron de amenizar la cena, tenían esa gracia especial que
sólo se da en Cádiz, le recordaron al invitado sus hijas, una sombra de
tristeza se le notó en la cara, recordando su familia en noche tan señalada. De
ello debió darse cuenta Dª. Carmen que propuso asistir a la Misa del Gallo. El
invitado acompañó a la familia hasta la puerta de la Catedral y al despedirse,
dio como disculpa que había quedado con Dª. Virtudes.
No
se fue a la casa de huéspedes, quiso dar una vuelta por el barrio de Santa
María. Aunque en Madrid había tenido contacto con cantaores y bailaoras en tabernas, el espectáculo que presenciaba
no podía comparase. En la Zambomba Gitana
participaba todo el mundo, el vino de Chiclana y de Jerez corría entre los
hombres, las mujeres y los chiquillos no bebían, pero no paraban de bailar en
grupo.
Terminado
el almuerzo de Navidad, en el que la patrona dio muestras de gran cocinera y en
la conversación de la gracia de su tierra, Pedro se retiró a su habitación,
pronto se quedó dormido por el efecto de la bebida. Le despertó unos tenues
golpes en la puerta, a los que contestó autorizando el paso, se puso la camisa
pero no le dio tiempo a abrochársela, cuando entró Dª. Virtudes que se sentó en
el sillón junto a la cama, comunicándole:
–
D. Pedro nos hemos quedado solos
en la casa, todos los huéspedes se han ido a seguir bebiendo. Sí no le importa
mi compañía, nos quedamos charlando un rato.
–
¡Cómo me va a importar! – exclamó
–, con su gracia me he reído en el almuerzo como pocas veces en mi vida, Dª.
Virtudes.
–
No me llame Virtudes, de soltera
me llamaban Cuqui y así siguen haciéndolo mis amigos, como mi marido que en
gloria esté.
La
mujer se remangó la falda hasta media pierna y el hombre se sentó en la cama
enfrente de ella, estaba en calzoncillos. Al ver que de cuando en cuando la
mirada de Cuqui se posaba en su pecho velloso, no se levantó para vestirse, a
la tercera ocasión que las miradas bajaron para abajo hacia la abultada entre
pierna, se levantó y la atrajo hacia él. Al tiempo que la besaba en la boca,
con una mano iba recorriendo para arriba los apretados muslos y con la otra, le
desabrochaba el corpiño.
Tanteaba
sus grandes pechos sin dejar de besarla, la mujer se estremecía. Se oyó
repetidamente el llamador de la puerta que acabó con los estremecimientos, se
separó del que la abrazaba, se arregló la falda y se abrochó la pechera, al
tiempo que le decía:
–
Pedro, esta noche vendré a estar
contigo cuando los huéspedes se hayan acostado.
–
Aquí te esperaré para terminar lo
que esta tarde hemos empezado.
Se
vistió el frustrado amante y salió a la calle, estuvo a punto de buscar una
mancebía para desahogarse, estaba anocheciendo. No lo hizo, decidió entrar en
la taberna del primer día, estaban los hombres a los que invitó, que al verlo,
le dijeron que se sentase con ellos. Uno le preguntó:
–
Señor, ¿es Vd. de los que escriben
en los periódicos?. Se lo pregunto, porque lo he visto con papel y lápiz en las
Cortes.
–
Copio trozos de los discursos,
sólo de los liberales, lo que dicen los diputados del partido de los serviles y del americano no me interesa.
A
las tres rondas de vino de Jerez, de las cuales una pagó él, dijo a los hombres
que se iba a cenar. La comida no la sirvió la patrona, lo hicieron dos criadas
y al terminar se fue a su habitación. Se desnudó, al abrir la cama para acostarse,
encontró una nota escrita, decía: “Pedro me ha venido la regla”. Lamentó no
haber ido a la mancebía, como no podía dormirse se levantó, encendió el velón y
se puso a leer las publicaciones.
Como
esperaba, a las tres noches de leer la nota sintió que abrían la puerta, la
habitación estaba a oscuras, dejó sitio en la cama por el lado de donde oía las
pisadas. Abrazó aquel cuerpo que se pegaba al suyo sintiendo la frescura del
camisón de seda, no aguantaba aquella mujer los preámbulos amorosos del amante
y se quitó la ropa. A la frescura de la seda siguió el ardor caliente del
cuerpo desnudo, que pronto buscó sitio debajo del amante.
A
la presión en las corvas de las piernas de la mujer, siguió la de las manos en
el trasero del hombre, no le dejaba moverse. Al terminar los jadeos que
siguieron a los estremecimientos, notó que quería escaparse de los brazos que
la sujetaban, no la dejó, hasta que pudo eyacular. No se cruzaron una sola
palabra y al salir Cuqui de la habitación; el hombre pensó, que aquella mujer,
después de sentir el placer, parecía como sí se arrepintiera.
En
la cena de Fin de Año, todos los huéspedes esperaron bebiendo que llegaran las
doce de la noche, la patrona animó la conversación y cantó unos tanguillos. Todas las letras hacían
burla de los franceses, sin faltar las picantes de doble sentido. La única que
se mantenía sobria era ella, no bebió más que dos copas de anís.
Estaba
adormilado Pedro por el efecto de la bebida, cuando sintió que abrían la
puerta, se levantó y encendió el velón, Cuqui intentó apagarlo pero no la dejó.
De píe los dos, le fue quitando poco a poco el camisón y mientas descubría su
cuerpo la acariciaba. Como la primera vez, aquella mujer en celo se refregaba
ansiosa en el cuerpo del hombre hasta que consiguió arrastrarlo a la cama.
Nuevamente se repitió lo de la primera noche, pero el amante, sin duda por el
efecto de la bebida, no consiguió eyacular, aunque ella dio muestras de sentir
el placer dos veces.
Al
día siguiente se levantó tarde y con mal cuerpo, mientras se afeitaba se hizo
el propósito de abandonar la casa. La amante debía estar esperando oír ruido en
la habitación, para entrar con una bandeja y dejar encima de la mesa un tazón
de chocolate y un plato de buñuelos, al tiempo que le decía:
–
Buenos días Pedro, siento lo que
te pasó anoche, te traigo el desayuno, los demás huéspedes ya lo han hecho.
–
No te preocupes mujer – contestó
–, la culpa es mía por abusar de la bebida.
No
entró con buen píe en el nuevo año, el de 1812, aparte del incidente en el
lance amoroso de la madrugada de día primero, en el siguiente, se presentó una
grave contrariedad para él. Fue al Palacio de la Aduana donde se había
instalado la Regencia hacía dos años, encontró todas las puertas del edificio
cerradas. Llamó a la principal, le abrió un bedel que hacía de portero, al que
preguntó:
–
Buen hombre, ¿no se despachan
asuntos en el día de hoy?.
–
Señor, hasta el día 7 no se abren
las puertas de este Palacio – contestó, preguntándole –, ¿qué asunto le trae
por aquí?.
–
Venía a solicitar el título de
escribano para un hijo mío, traigo los papeles exigidos.
–
Aparte de esos papeles, le costará
muchos reales el título que quiere. Además, no se podrá firmar hasta que no se
renueven los miembros de la Regencia.
Contrariado
por la información recibida, le dio dos reales al bedel y se fue al puerto.
Todavía seguía atracado el mercante en que había venido, le preguntó a un
marinero donde podía encontrar al capitán y le informó, que en un edificio
cercano que le señaló. Entró y preguntó por el capitán Soldevilla, le dijeron
que gestionaba las mercancías que se cargarían en su próxima travesía. Esperó
dos horas hasta que salió su amigo, que al verlo exclamó:
–
¡Pedro, creía que ya no nos
veríamos!, pasado mañana salgo con destino a Cartagena. ¿Cómo te va en casa de
Dª. Virtudes, Cuqui para los amigos? – le preguntó con sorna.
–
Es una cocinera excelente, pero el
ardor de los pucheros se le pasa al cuerpo, estoy seguro que conocías esto al
recomendarme como huésped.
–
Vamos a un mesón cercano, te
invito a almorzar, allí me cuentas como te ha ido. Me interesa tanto tus lances
amorosos como la impresión que has sacado de las Cortes.
Antes
del almuerzo y sin darle detalles, le contó que en tres ocasiones Cuqui entró
en su habitación. Mientras comían los dos amigos, conversaron extensamente
sobre temas políticos, compartían las mismas ideas liberales. El invitado le
hizo un resumen de las publicaciones que había leído. Al terminar le preguntó:
–
Anselmo, ¿harás escala en
Águilas?, quería pedirte un favor.
–
Si está en mi mano dalo por hecho,
de vuelta a Cádiz cargaré mercancías allí.
Le
explicó que por causa de la renovación de los miembros de la Regencia, tenía
que prolongar su estancia. El favor era, que le diera el recado a su amigo
Fulgencio, para que le trasmitiera a su familia el motivo por el que tenía que
retrasar el viaje de vuelta a su tierra hasta primeros de febrero, para esas
fechas, calculaba, que ya tendría en su poder el título de escribano para su
hijo.
El
3 de enero se reanudaron las sesiones de Cortes, esperó que salieran los
Diputados para almorzar y siguió a dos de ellos, Argüelles y García Herreros,
hasta la plaza de San Juan de Dios, entraron en un hostal. Pasó y preguntó si
tenían habitaciones, consiguió una, la ocuparía aquella misma tarde, le costaba
el doble que en la casa de huéspedes, donde volvió para almorzar. Al terminar
de comer le dijo a la patrona:
–
Dª. Virtudes, esta tarde me voy a
la casa de Dª. Carmen, en Nochebuena rehusé la invitación que me hizo, pero
motivos económicos me obligan aceptarla. Tengo que prolongar mi estancia en
Cádiz, por el retraso que me han anunciado en las diligencias que me trajeron
aquí.
–
¿Sólo se cambia de casa por
motivos económicos? – la preguntó con doble sentido.
–
No tengo otros, pero descuide que
vendré a visitarla, le estoy muy agradecido por las atenciones que ha tenido
conmigo – mintió piadosamente.
Llegó
al hostal acompañado de un mozo de cuerda que llevaba sus pertenencias, miró al
comedor, la puerta estaba abierta, allí seguían los dos Diputados de
conversación. Esto facilitaba lo que se había propuesto, hablar con ellos, no
tenía la menor duda que ambos habían reparado en su persona, al verlo copiar
parte de sus discursos.
Fue
paciente en el objetivo que se había propuesto, no entabló conversación con
ellos hasta que un día, Argüelles se dirigió a él, invitándole a que se sentase
en la mesa, la compartía con García Herreros. Al enterarse los Diputados que
era conocedor de la Agricultura por haber estudiado en la Escuela de Aranjuez y
sobre todo del Ramo de montes, por
sus trabajos como Delineador de la Marina, la conversación durante tres días
trató casi exclusivamente del Decreto que se preparaba en las Cortes por el que
se extinguirían las conservadurías generales de montes.
La
aportación de Pedro al referido Decreto fue valiosa para García Herreros,
redactor y ponente. El Diputado por Soria, era correoso en las discusiones y al
preguntarle al serrano que razonase sus objeciones, le contestó:
–
Que desaparezcan las
conservadurías de montes con sus jueces y subdelegados y entre ellas, la de la
Marina con su funestas Ordenanzas, lo estábamos deseando mis paisanos y yo
desde hace mucho tiempo. Pero no mejorará el estado de los montes si a cargo de
los mismos quedan los Ayuntamientos y Justicias de los pueblos.
–
Pero D. Pedro – le rebatió el
Diputado –, Vd. sabe por lo que hemos hablado, que en cuanto se proclame la
Constitución se incorporarán a la Corona los señoríos jurisdiccionales,
quedando los solariegos y territoriales como propiedad particular. Los
propietarios de los montes de aquellos señoríos son los vecinos de los pueblos,
como he venido defendiendo días pasados.
–
Yo comparto su doctrina y la
defensa que ha hecho basada en las Ordenanzas de Montes de su tierra. Conocía
por los pastores sorianos que llevan las merinas a la Sierra de Segura, el cupo
de pinos que se reparte entre los vecinos de los pueblos y el aprovechamiento
comunal de los pastos. En mi tierra, se seguían las Ordenanzas de Segura de
1580, hasta que fueron desplazadas por la de la Marina. En las antiguas, las
del siglo XVI, queda claro que los reyes de Castilla, después de la
Reconquista, concedieron a los vecinos de los pueblos: los montes, sus árboles,
sus pastos, las aguas,…. Pero aquellas Ordenanzas, reglamentaban los
aprovechamientos, lo que no sucederá ahora si de la administración de los
montes se encargan las Autoridades de los pueblos.
–
¿Qué sucedería ahora, según su
opinión? – preguntó Argüelles.
–
Que los vecinos continuarían con más
fuerza todavía la ruina de los montes provocada por la guerra y que ustedes
pretenden terminar por el Decreto que discutimos. Es necesario en el nuevo
Estado, una administración que vele por la conservación y riqueza de los
montes, antes que ésta sea dilapidada.
–
Puede que lleves razón – le
contestó el que hizo la pregunta –, si las leyes que seguirán a la Constitución
se retrasan, como es normal en España.
El
mismo día que se publicó el Decreto objeto de la discusión anterior, el 14 de
enero, se supo en Cádiz la toma de Valencia cinco días antes por el general
Suschet. Esta mala noticia la compensó una semana después, el día 20, la
recuperación de Ciudad Rodrigo por Wellington.
El
día 21 de enero tomaron posesión de su cargo los nuevos miembros de la
Regencia, gracias a las influencias de su amigo Mariano Abreu, el teniente de
fragata, el 30 de enero le entregaron a Pedro el título. Tuvo que desembolsar
en la contaduría de la Casa de la Aduana 3.000 reales. Ante tan desorbitada
cantidad protestó, un funcionario le contestó lacónicamente: “Señor, las
necesidades de la guerra son muchas”.
El
día primero de febrero se fue al puerto con el objeto de encontrar un barco
para iniciar la vuelta a su tierra. De lo primero que se enteró fue que el
mariscal Soult, el 26 de enero entró en Murcia sometiendo la ciudad al saqueo.
Tres días después atracó el mercante del que era capitán su amigo Anselmo
Soldevilla. Nada más desembarcar el amigo, al tiempo que le abrazaba, le
comunicó:
–
Pedro cumplí tu encargo, le dejé a
un amigo mío un billete para Fulgencio. Como conocía la entrada en Murcia de
los franceses, en el billete le advertía que comunicara a tu familia que por
causa de la guerra tenías que retrasar la vuelta.
–
¿Por qué has previsto mi retraso?
– le preguntó alarmado.
–
Porque no creo que puedas
embarcarte para un puerto de Levante, después de la toma de Valencia y de la
entrada de los franceses en el Reino de Murcia.
–
Esto me supone una grave
contrariedad Anselmo, prácticamente me he quedado sin dinero al tener que pagar
3.000 reales por el título de mi hijo.
–
Yo te lo prestaré, como tarde o
temprano tendré que volver a Águilas, allí me lo puede llevar tu amigo de
Lorca.
–
Te lo agradezco, pero ya buscaré
la forma de costearme los gastos para prolongar la estancia en esta ciudad.
La
falta de dinero le obsesionaba, por lo que decidió volver a la casa de
huéspedes de Dª. Virtudes. El día siguiente, al despedirse de los dos Diputados
en el almuerzo, había intimado con ellos, les comunicó que cambiaba de
alojamiento por otro más barato. Como estos sabían lo que le había costado el
título para su hijo, García Herreros le propuso:
–
Pedro, habíamos comentado
Argüelles y yo, de la necesidad de un escribiente. He leído el cuaderno que me
prestaste, donde tienes anotado parte de nuestros discursos y quedé maravillado
de tu buena letra. Como sabemos tus dificultades económicas, te propongo que
seas nuestro escribiente. El sueldo saldrá del presupuesto de las Cortes, te
dará para pagarte este hostal y te sobrará dinero.
–
Aunque nunca había pensado ganar
dinero como escribiente, acepto la proposición, pero condicionada a que tan
pronto encuentre un barco para volver con mi familia, dejo el puesto.
–
Pedro, me alegro que aceptes –
intervino Argüelles –, se nos acumula el trabajo en la redacción de los últimos
artículos de la Constitución.
El
oficio de escribiente le sacó del apuro económico, se prolongó hasta mediados
de marzo en que quedó terminado el articulado de la Constitución. El día 16 le
visitó un amigo, D. Marino Abreu, le dio una gran alegría al decirle:
–
Dentro de tres días salimos una
flotilla anglo-española con soldados para desembarcarlos en Almería, como refuerzo
del ejército de Levante, mando una fragata, ayer me ascendieron a capitán. Como
sé que quieres volver a tu tierra, podrás venirte conmigo y desembarcar con los
soldados, no creo que se atrevan los franceses a hacernos frente con la
artillería que llevamos.
–
¡Mariano no sabes lo que me alegro
de tu ascenso! – exclamó –, tanto como la noticia que me das de poder volver
con mi familia.
El
mismo día en que se proclamó la Constitución, el 19 de marzo de 1812, en el que
los sitiadores franceses celebraban el santo del rey intruso, se embarcaba
Pedro. En la bocana del puerto esperaban los navíos ingleses a los españoles.
El viajero sintió que le embargaba la tristeza cuando perdía de vista las torres
y cúpula de la Catedral de Cádiz. Dejaba atrás la ciudad que podía considerarse
el corazón de España, la que impulsaría la sangre vivificadora de la
Constitución, que llegaría hasta el último rincón de su patria. Él la llevaría
a su tierra, la Sierra de Segura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario