– XI –
A la mañana
siguiente, cogió Pedro la primera diligencia que salía a Madrid. A su lado se
sentó un hombre que le saludó quitándose la montera, aparentaba unos 40 años de
edad. Vestía chaqueta corta y calzones, ambos de paño negro, camisa blanca con
botonadura de nácar y calzaba botas con polainas de cuero. Por la vestimenta se
podía apreciar una elegancia natural de hombre de campo. Resaltaba sobre la
ancha faja de color, una gruesa cadena de plata que iba de bolsillo a bolsillo
de la chaquetilla.
Entre los puentes
de los ríos Tajo y Tajuña, Pedro se quedó adormilado y en la subida de la
cuesta de la Reina, dormido como un tronco. Se despertó en la parada de
Valdemoro, su compañero de asiento se bajó de la diligencia, por la ventanilla
vio que hablaba con un hombre de parecida vestimenta, pero sin llegar a la
elegancia del compañero de viaje, que subió al ponerse en marcha el carruaje,
miró su reloj, y dirigiéndose al que ocupaba el asiento de al lado, comentó:
–
Señor, por el sueño que ha echado
no debió pegar ojo la noche pasada, a mí me pasa lo mismo, hasta duermo montado
en mulo o caballo. Me llamó Fernando Diez y soy de Astorga, me dedico a
comerciar con toda clase de productos que acarreo con los mejores arrieros de
España, los maragatos.
–
Mi nombre es Pedro Martínez y soy
de la Sierra de Segura, voy camino de Madrid, donde haré unas gestiones en la
Casa de Correos. El motivo que le llevó a Aranjuez, ¿está relacionado con su
oficio de comerciante?.
–
Ayer me pagaron una partida de
cecina que le he servido a la Intendencia del ejército, tengo contrato como
proveedor de lo que transportan mis paisanos. Nos conocen como le he dicho con
el nombre de maragatos.
–
La cecina, ¿es carne en salazón? –
volvió a preguntarle.
–
En mi tierra curamos la carne de
vacas, ovejas, cabras y hasta la de pollino, al frío de las heladas que duran
varios meses. Esta carne apenas tiene sal.
Interesado el
serrano por la circunstancia de encontrar un proveedor del ejército como él, la
conversación entre ambos se prolongó hasta la llegada a Madrid. El comerciante
era muy hablador, como todos los que se dedican al trato de mercancías, al
decirle, que también suministraba víveres al ejercito francés, le informó Pedro
del contrato que había firmado el día anterior con la Junta Central. Esto debió
sorprender al astorgano y al despedirse, invitó a cenar al compañero de viaje;
diciéndole, que lo buscara en una posada de la Plaza de la Cebada donde paraban
los maragatos.
Alquiló el viajero
una habitación en un hostal de la calle Postas donde se había alojado otras
veces. Se vistió con una casaca nueva y bien trajeado, se dirigió a la Casa de
Correos. Al teniente jefe de la guardia, le comunicó que el Capitán General le
esperaba, diciéndole su nombre. El oficial subió al piso de arriba y pronto
bajó, acompañándole al despacho del Marqués de Cautelar, le esperaba en la
puerta, y adelantándose para darle un abrazo, exclamó:
–
¡Pedro, hacía días que te
esperaba! – cerrando la puerta del despacho, continuó –. Me enteré de la muerte
de tu padre, ahora lamento que no te escribiese dándote el pésame. También supe
por nuestro común amigo, Francisco de Paula, Coronel del Regimiento de Las
Órdenes de la muerte heroica de tu hermano, esperaba que me visitases para
acompañarte en el sentimiento.
–
D. Ramón, no tiene porque
disculparse, sé de sus muchas ocupaciones desde que ascendió a Capitán General,
a las que se habrán unido las preocupaciones a causa de la guerra.
–
Veo que aceptas mis disculpas y
las justificas, lo que me alegra. Pero paso ahora a exponerte para lo que te
necesito, después de saber tu misión de informador militar del general Reding.
Quiero que hagas lo mismo para mí, te lo explico.
Más de una hora
estuvieron hablando, previamente el general le dijo al soldado que hacía
guardia en la puerta, no dejara pasar a nadie. La conversación trató de lo que
el visitante suponía, quería que viajara al norte y sin entablar contacto con
el ejército francés, recogiera información de sus efectivos, así como, del
movimiento previsible de las divisiones. Esto, le insistió, era muy importante
para que el ejército español se enfrentase a las fuerzas de Napoleón. Se hizo
la hora del almuerzo y el militar propuso:
–
He quedado a comer con el que fue
Capitán General de Andalucía antes de Castaños, D. Tomás Morla, el que defendió
Cádiz de la Armada inglesa. Las obras de las fortificaciones de dicha ciudad
por él dirigidas, maravillaron al enemigo. ¿Porqué no nos acompañas?.
–
Por mi afición a la artillería,
sería un gran honor para mí conocer al general Morla. Los militares que han
recibido sus enseñanzas lo consideran el mejor artillero de España.
–
Entonces vamos a un hostal de la
calle Carretas, allí me espera D. Tomás.
Durante el
almuerzo que hicieron en un reservado, los dos generales trataron de las
fortificaciones que se estaban construyendo para la defensa de Madrid. Antes,
le explicó el Marqués al artillero, que su acompañante era hombre de toda su
confianza, pero no le dijo la misión de espía que le había encomendado. Le
insistió varias veces en el despacho, que la información militar que recogiera
se la pasase sólo a él.
A la conclusión
que llegaron los generales, después de estudiar los planos de las
fortificaciones, era, que la capital de España no podía defenderse como Morla
hizo en Cádiz contra la Armada inglesa y Palafox en el Sitio de Zaragoza.
Pedro, apenas intervino en la conversación durante el almuerzo, solamente
contestó las preguntas que le hicieron. Terminada la comida, D. Ramón le contó
a D. Tomás, el duelo artillero de la Batalla de Bailén en el que participó su
amigo. Morla le felicitó, añadiendo, que contaría con él si se necesitaban sus
servicios como artillero en la defensa de Madrid.
Volvió al hostal,
se cambió de ropa y pasó la tarde recorriendo las calles del centro, al
anochecer, fue a la posada de la Plaza de la Cebada. Preguntó por Fernando Díez
y le dijeron que lo encontraría en el Mesón Leonés de la calle de Toledo. Allí
estaba el astorgano acompañado de dos guapas mujeres, que por su pinta, eran
prostitutas caras. El maragato, nada más verlo, le preguntó:
–
D. Pedro, ¿le importa que nos
acompañen en la cena estas dos amigas mías?.
–
Si son invitadas tuyas y no se
habla de la guerra, a mí no me importa.
Las mujeres
mientras comían no importunaron el diálogo entre los dos hombres que siguieron
hablando de lo mismo que en el viaje de Aranjuez a Madrid. Al enterarse el
comerciante que uno de los productos que se traía de Lorca era pescado en
salazón, se interesó en comprar la partida que cupiese en un carro, pronto
llegaron a un acuerdo en el precio y se cerró el trato.
De lo que contó el
astorgano de su negocio, lo que más interesó al serrano que se estrenaba como
espía aquella noche, era el contacto de los maragatos con la Intendencia
francesa, así como los caminos que seguían por el norte de España. Después de
la sobremesa, una de las prostitutas, la de más edad, le dijo al oído unas
palabras a Fernando, éste le propuso al que ya consideraba su amigo:
–
D. Pedro, me voy a la posada
pasaré la noche con Remedios, me ha dicho que su sobrina Rita quiere acotarse
con Vd. Esta joven es una joya, yo ya la he catado, sólo tiene 20 años. No te
lo ha dicho ella por que le da vergüenza, le ofreces mucho respeto.
–
Fernando, en el hostal donde me
alojo no quieren que se lleven mujeres de la vida, me conocen desde hace años,
siempre me hospedo allí en mis viajes.
Tres días
permaneció en Madrid ocupado en recoger información militar, fracasó en su
intento de ponerse en contacto con los masones. Durante dos noches estuvo
frente a la puerta cerrada de la casa, donde le dijo su amigo Paco que se
reunían los miembros de la Logia a la que pertenecía. En una taberna cercana le
dijeron, que desde que se fueron los franceses de Madrid, de los masones no se
encontraba rastro, a la mayoría los consideraban unos afrancesados.
Las noticias que
llegaban a la Capital sobre la guerra eran contradictorias, incluso el
Semanario Patriótico, consideraba una pequeña derrota, la que sufrió Blake ante
el Mariscal Lefebvre en Zorzona, el 31 de octubre. Las informaciones de las que
más se fiaba el espía, eran las que le trasmitía Fernando, el astorgano, con el
que había intimado, hasta el punto, de confiarle su misión de informador
militar. Esto decidió a los dos amigos a viajar hacía Burgos, cuando los
maragatos confirmaron las victorias del ejército francés de Gamonal y Espinosa
de los Monteros. La última ganada por el propio Emperador el 11 de noviembre.
En la visita al Marqués
de Castelar, la mañana del 15 de noviembre, le confirmó las derrotas referidas.
El general estaba conforme con sus planes, unirse a los arrieros maragatos para
viajar hasta Burgos, con el fin de recoger información sobre los efectivos del
ejército de Napoleón. Aquella tarde volvió a Aranjuez con dos objetivos,
recoger su caballo y hacer la entrega de las provisiones, ya estarían
almacenadas en Noblejas.
Nada más bajar de
la diligencia se dirigió al cuartel del Regimiento de Órdenes. El sargento que mandaba
la escolta le informó que el día anterior había llegado la carretería comandada
por Roque. Esperó la llegada del coronel, hablando con su hijo, que le entregó
para que la leyera la carta recibida de Siles, le escribía su madre, hermana y
D. Gregorio. Cuando llegó D. Francisco de Paula le comunicó que al día
siguiente por la mañana, estaba previsto realizar la entrega de los víveres a
los representantes de la Junta, Comandante Intendente, Interventor y Escribano.
Cenaron en el cuartel los dos amigos, el espía informó al militar de las
instrucciones que había recibido de su Capitán General.
Al día siguiente,
su socio y antiguo criado, Roque, le explicó cómo le fue en el traslado de las
mercancías desde la Roda a Noblejas. Solamente tuvieron un incidente al pasar
el puente sobre el río Záncara, pero no fue necesario que interviniera la
escolta. Él y su cuñado Fabricio, pusieron en huida a una partida de
bandoleros, le bastó derribar a un par de ellos con los fusiles franceses que
se trajo de la Batalla de Bailén.
Se alegró Pedro
que Fabricio Malaparte, el cuñado de Roque, se uniera al negocio, era un hombre
cabal y listo. Por esto, después de abrazarlo, le encomendó que se quedara en
Noblejas para vigilar junto con Facundo, el cochero, el almacén de provisiones.
Como la entrega de
víveres se realizaba sin ningún problema y el Interventor quedó con Roque, para
que al día siguiente bajase a Aranjuez para pagarle a los precios contratados,
Pedro le dijo a su socio:
–
Roque, he de salir para Madrid
esta misma tarde, no puedo esperar hasta mañana para cobrar la parte que me
corresponde, se la das a mi mujer tan pronto llegues a Siles, así como esta
carta que te entrego. Tu cuñado Fabricio será el enlace entre los dos, él te
avisará si hay cambio de planes, déjale un caballo.
–
Pero para viajar D. Pedro
necesitará Vd. dinero. Como no he gastado lo previsto para la comisión, le doy
lo que me ha sobrado, tome esta bolsa a cuenta de lo que se le debe.
–
Este dinero lo deduces del que le
des a mi mujer como te he dicho. Mándale a Fulgencio esta segunda carta que te
doy, le pido un carro más de pescado en salazón, lo tengo apalabrado con unos
comerciantes del norte de España. Estos son conocidos como los maragatos,
vendrán a Noblejas cuando se les avise que habéis llegado con el segundo viaje.
Al anochecer llegó
a la posada de la Plaza de la Cebada, su amigo Fernando, el maragato, ya tenía
preparado el viaje hacía Burgos, saldrían al amanecer camino de Aranda del
Duero. Terminada la cena le dijo el astorgano:
–
Pedro, como tenemos que viajar
juntos es mejor que nos tratemos de tú.
–
Eso mismo te iba a decir yo, en
vez de Pedro puedes llamarme por mi sobre-nombre, El Diablo, está más indicado
con la misión que se me ha encomendado. Algún día te explicaré el motivo de
dicho sobre-nombre, sólo puedo adelantarte que mi segundo bautizo no se celebró
con agua, sino con fuego.
–
Como tu digas, Diablo, también he
pensado en que cambies la ropa que usas por la de maragato. Mi amiga Remedios
te ha arreglado una chaquetilla de las mías, sube a mi habitación y te la
pruebas.
–
Fernando, estás en todo, vestido
de maragato me puedo camuflar mejor, aunque esto nunca es seguro. En el viaje
solamente hablaré contigo, por mi acento pueden descubrirme tus paisanos, les
puedes decir que soy tartamudo y no hablo para que no se rían de mí.
–
Así lo haré y mantendré el secreto
que me has confiado, aunque en ello me juegue la vida como tú. Sin llegar a tu
altura, yo también soy un patriota, odio a los franceses y si pudiera, les
sacaba las entrañas como le saco los dineros. ¡Mal rayo les parta!.
En el camino hacía
Burgos, el espía, a través de los arrieros, se fue informando de los
enfrentamientos de las tropas españolas con las de Napoleón, al que no le gustó
que el Mariscal Lefebvre ganara la batalla de Zorzona, el Emperador, quería
personalmente apuntarse todas las victorias. Por esto lo sustituyó por el
Mariscal Victor, que persiguió al ejército derrotado, el que mandaba Blake, al
que después se unieron los destacamentos de Tierra de Campos y las tropas
escapadas de Dinamarca, que se trajo el Marqués de la Romana.
También por los
arrieros tuvo noticias de las últimas batallas. Los generales Bassiers y
Lasalle, ganaron la de Gamonal, el 10 de noviembre, y al día siguiente,
Napoleón en Espinosa de los Monteros, deshizo el ejército de Extremadura.
Era medio día de
la tercera jornada de viaje, cuando llegaron a Lerma, El Diablo y el astorgano.
Aquella tarde se unieron a una caravana de arrieros que acarreaban víveres para
los franceses, el grueso del ejército mandado por el Emperador, ocupaba Burgos.
La noche que llegaron a esta ciudad, el espía y su amigo, fueron de taberna en
taberna buscando información. Mientras el segundo trataba de la venta de vino
de Aranda, el primero se situaba cerca de las mesas ocupadas por oficiales, con
el objetivo de escuchar lo que hablaban. Se enteró que varias divisiones del
ejército Imperial, avanzarían por el valle del Ebro para enfrentarse con las
fuerzas españolas del Centro y Aragón, mandadas por Castaños y Palafox.
Antes que amaneciera,
los dos amigos acompañaban una caravana de arrieros, que iniciaron un recorrido
por las afueras de la ciudad donde acampaban las tropas francesas, llevaban un
interprete que se encargaba de ofrecer los productos que acarreaban. Al
intentar el espía acercarse donde estaban los cañones en un campamento,
maniobra que había repetido en los anteriores visitados, le dieron el ¡Alto!.
Dos soldados le flanqueaban mientras iban al Puesto de Guardia.
El astorgano al
ver preso a su amigo, seguido del interprete, se presentó ante el oficial jefe
de la guardia, que le preguntó al intruso en francés:
–
¿Qué hacía Vd. cerca de los
cañones?.
–
Buscaba un sitio escondido para
hacer de cuerpo – contestó en castellano, tartamudeando y poniendo cara de bobo.
Traducidas la pregunta
y la repuesta por el interprete, al oficial se le notaba en la cara que no
estaba convencido, y antes que siguiera preguntando, intervino Fernando para
decirle a través del traductor:
–
Capitán, no ve que este criado mío
es un pobre diablo, además de tartamudo no tiene dos dedos de luces. Si le
sigue preguntando, con la dificultad que tiene en el habla y lo que tarda el
interprete en traducir, estaremos aquí toda la mañana.
–
De los que parecen tontos son de
los que menos me fío – replicó el oficial.
A continuación
sacó el comerciante una Cédula Real firmada por un ministro de José I, que le
acreditaba como proveedor de la Corte, fechada antes que el rey intruso abandonase
Madrid. Esta Cédula con texto en castellano y en francés, debió convencer al
oficial, que concluyó el diálogo diciéndoles que podían seguir su camino.
Aunque les quedaba
un campamento por recorrer, decidió el espía terminar su visita informativa y
le comunicó a su amigo, sin que nadie le oyera:
–
Fernando, es urgente que trasmita
que varias divisiones francesas bajarán el valle del Ebro para enfrentarse con
las tropas de Castaños y Palafox, esta misma tarde salgo para Madrid. Me queda
por saber el movimiento hacía el oeste de las tropas que manda el Mariscal
Victor.
–
Descuida Diablo que de eso me
encargo yo. Te acompañaré hasta Lerma y desde allí, camino de mi tierra, me iré
enterando de los efectivos franceses en el valle del Duero.
–
¿De qué medio te valdrás para
pasarme la información militar?.
–
A través de mi amiga Remedios, en
las notas que le escriba sobre la mercancía destinada a Madrid, si te parece,
por el número de fanegas, arrobas y libras, puedes saber los efectivos
militares que te interesan. Por ejemplo, cada fanega de garbanzos serán 1000
soldados, cada jamón un cañón, las arrobas de cecina los carros….Con cada
producto, su cabida y peso, tendrás la información que te interesa.
–
Has tenido una buena idea, de la
forma que me dices, puedo no sólo recibir información, también trasmitirla como
proveedor del ejército. Lo mismo hace Napoleón, comprando compatriotas
nuestros, tan malos españoles como los que acompañaron al rey intruso en su
huida y que ahora vuelven con el Emperador.
–
Como sabes donde viven Remedios y
Rita, pasas por su casa. En la primera carta que le escriba a mi amiga, se le
llevarán mis paisanos, le diré que eres mi encargado mientras esté ausente de
Madrid. Al posadero le dices lo mismo, para que te deje ocupar mi habitación,
allí tienes la ropa que cambiaste por la que llevas.
Pedro en sólo dos
jornadas cabalgando, su caballo era ligero y resistente, se puso en Madrid, era
el 21 de noviembre. Dejó la caballería en la posada, se aseó y cambió de ropa,
aquella misma noche fue al domicilio del Marqués de Castelar.
Le abrió la puerta
de la casa-palacio un mayordomo, esperó que éste le anunciara la visita, sólo
un minuto, el tiempo que tardó el criado en subir y bajar las escaleras. El
Marqués lo invitó a cenar y mientras comían los dos solos, le trasmitió la
información que había recogido en Burgos. También le anunció de cómo se
enteraría de los efectivos del Mariscal Victor.
Dos días después,
Remedios, le entregó la nota que había recibido de su amigo Fernando,
inmediatamente fue a visitar al Capitán General. Lo encontró en su despacho y
por su cara, supuso que había recibido malas noticias. No necesitó preguntarle
cuáles eran, nada más cerrar la puerta y sin darle tiempo al visitante a
sentarse, el general le comunicó:
–
Diablo, hace tan sólo unas horas,
he recibido la noticia de que el día 23, fueron derrotados en Tudela, Castaños
y Palafox. El ejército invasor tiene abiertas las puertas de Aragón y Cataluña.
–
D. Ramón, si los franceses vuelven
nuevamente a sitiar Zaragoza, allí encontrarán su merecido. Su compañero,
Palafox, el Capitán General de Aragón, ya les ha demostrado el valor y
resistencia de los zaragozanos.
–
Pero ahora, las tropas que mandan
Moncey y Martier, son más numerosas que las del primer Sitio. Si no consigue
resistir Palafox, a la ocupación de Aragón seguirá Cataluña y Valencia.
–
En Cataluña están destinados dos generales
que conozco de la Batalla de Bailén, Reding y Coupigny. Si el primero es un
gran estratega, el segundo es un maestro en la táctica, como demostraron en la
referida batalla. Si el ejército francés ha salido victorioso en campo abierto,
no le pasará lo mismo al ocupar ciudades. El ejemplo del Dos de Mayo, ha calado
muy hondo en los españoles, su patriotismo es nuestra mejor fuerza.
–
Puedes que lleves razón, pero si
Zaragoza y Gerona pueden resistir un segundo Sitio, no pasa lo mismo en Madrid.
Tanto a Morla como a mí, nos corresponde defender la Capital de España, pero
por las informaciones militares que me has pasado, sabes, que no tenemos
fuerzas para enfrentarnos a 40.000 hombres.
–
Podemos parar ese poderoso
ejército en los puertos de la Sierra, así dará tiempo que lleguen fuerzas del
sur y que se reorganice el derrotado ejército del norte.
–
Es lo que tengo planeado, pero
hasta hora, solamente cuento con 8.000 hombres, que marchan hacía los puertos
de Navacerrada y Somosierra, al mando del general San Juan.
El diálogo entre
el general y el espía continuó, aquel le encargó que se pusiera a las órdenes
de D. Tomás Morla para buscar los mejores emplazamientos a las baterías.
También que ayudase en el adiestramiento de los artilleros, 500 soldados de
línea que apenas bastaban para atender las bocas de fuego.
Al día siguiente,
se extendió por todo Madrid la derrota de Tudela, la gente, en sus comentarios,
se dividían en dos bandos. Por un lado los prudentes, que preferían el pacto
con el Emperador que estaría en pocos días a las puertas de la ciudad. Y por el
otro, los que recordaban la valentía de los madrileños en el Dos de Mayo, pero
olvidaban las muertes que se produjeron.
El general
artillero, Morla, también le llamaba por su nombre de guerra, El Diablo, le
encomendó el adiestramiento, conjuntamente con los oficiales, de los soldados
al servicio de las baterías. En la mañana del 30 de noviembre, acompañó al
general en la revista a las fortificaciones, todavía se estaban construyendo.
Consistían en fosos, aspilleras en todas las murallas, barricadas hechas
desempedrando las calles y obras que servían de parapetos. Terminada la revista
le dijo al general:
–
D. Tomás, hoy llega a Noblejas la
caravana de carros procedentes de Lorca, con las provisiones que se entregarán
a los representantes de la Junta, según el contrato que tengo firmado.
–
Diablo, se me había olvidado lo
que me dijo el día que nos conocimos, que también era Vd. proveedor del
ejército. Esta misma tarde salga para Aranjuez, antes pase por mi despacho, le
entregaré una carta para Jovellanos, pidiéndole que deje los víveres
almacenados, podemos necesitarlos si el cerco a Madrid se prolonga.
En la segunda
visita a Jovellanos, el político mantuvo con Pedro un largo diálogo. Por el
mismo, el visitante pudo apreciar su valía, nunca había conversado con un
hombre tan inteligente y de ideas más claras. La admiración que ya sentía por
el Jurisconsulto, autor de la Ley Agraria, aumentó aquella tarde. D. Gaspar
estaba seguro que Napoleón tomaría Madrid, por lo que había decidido irse a su
tierra asturiana, allí organizaría la defensa contra el ejército invasor. “Ni
los romanos ni los moros pudieron invadir mi tierra, si ahora pretende hacerlo
el Emperador, puede que le pase lo mismo”. Estas fueron las últimas palabras,
con las que se despidió del espía, deseándole suerte.
En el camino hacía
Noblejas la mañana siguiente, reflexionó sobre lo que le dijo Jovellanos. Una
idea se le quedó fija en la cabeza, su tierra, la Sierra de Segura, era tan
montuosa como Asturias, según sus estudios de geografía, con pocos hombres,
pensó, se podía hacer lo mismo que el Empecinado en Castilla y con menos
peligro, amparados por las montañas y los bosques.
Roque, una vez más
le confirmó su competencia en el transporte de víveres con la carretería. Le
entregó tres cartas, una de su mujer y las otras dos de sus amigos, Paco y
Fulgencio. Por dos veces leyó la carta de Luciana, las noticias que le daba le
tranquilizaron y especialmente, que su amigo Gregorio, suplía su ausencia en el
aspecto económico, le adelantaba dinero hasta que llegaba Roque.
En las cartas de
los dos amigos, ambos estaban preocupados por el desarrollo de la guerra, y más
que noticias de lo que pasaba en Valdepeñas y Lorca, le pedían información a
él.
Al no tener que
hacerse entrega de los víveres, un escribano de la Junta levantó acta de lo que
quedaba almacenado, dándole copia a Roque para que al día siguiente le pagara
el Interventor. Fabricio se quedó en Noblejas vigilando el almacén y los dos
socios, bajaron a Aranjuez. Al llegar a la casa de Pedro, donde dormiría Roque,
en la puerta estaba esperando a éste el sargento de la escolta, se habían hecho
grandes amigos, juntos se fueron a recorrer el Real Sitio.
Bien entrada la
noche volvió Roque a la casa, entró en la única habitación con luz, el despacho
de Pedro, que se dio cuenta que su socio venía bebido, por lo que se limitó a
decirle:
–
Mañana al amanecer vuelvo a Madrid
en mi caballo, encima de esta mesa te dejo tres cartas contestando las que me
trajiste. La llave de la puerta de la calle, cuando salgas de la casa, la metes
por el hueco de la gatera. ¿Te has enterado? – terminó preguntándole.
–
Si amo – contestó con lengua
estropajosa.
Le acompañó al
dormitorio de su hijo Pedro Juan, pronto desde el suyo, oyó los ronquidos del
antiguo criado. Sabía que al día siguiente, mataría el gusanillo con una copa
de Chinchón, costumbre de los serranos para que se le pasase la resaca, y de
esta forma, la mente de su socio recordaría las instrucciones que le había
dado. Las más importante, que se hiciera el mismo reparto que en el primer
viaje.
– XII –
Al medio día del 2
de diciembre, llegaba Pedro al Puente de Toledo, nada más atravesarlo, bajo de
su caballo y se acercó a un grupo que rodeaban a un oficial y a tres soldados, que
controlaban el paso del puente. Muy alterados, la partida de hombres gritaban:
¡Queremos armas!, ¡Queremos fusiles y cartuchos!.
A un hombre que no
participaba en la algarada y se mantenía sereno observando, le preguntó:
–
Buen hombre, ¿porqué están tan alterados
esa gente y piden armas?.
–
Señor, ayer se supo la derrota de
D. Benito San Juan en Somosierra. Estos vecinos piden fusiles, así como los de
Avapíes, Embajadores, Mesón de Paredes y todos los barrios bajos de Madrid, no
quieren que les pase lo que hace hoy siete meses, en el Dos de Mayo. Entonces
lucharon contra los franceses con garrotes, navajas y toda clase de
herramientas; ahora, quieren hacerlo con armas de fuego.
Tirando de las
bridas del caballo por la calle Toledo, llegó a la posada de la Plaza de la
Cebada, no consideró prudente ir montado, ante el gentío que aumentaba por
momentos, todos gritando las mismas frases que el grupo del puente. El posadero
le informó que la multitud había asaltado la casa del Regidor, buscando armas y
cartuchos, y que la mayor concentración de gente se encontraba en la Puerta del
Sol.
Hombre previsor,
al que llamaban El Diablo como nombre de guerra, se cambió de ropa, poniéndose
la de maragato. Vestido de negro y con la montera calada hasta media frente,
representaba propiamente la figura de su sobre-nombre. No se tapó la cara con
el pañuelo rojo como en Bailén, por si acaso, se lo metió en un bolsillo para
ponérselo si veía alguien conocido.
Llegó a la Puerta
del Sol, una multitud la ocupaba, todos mirando hacía la Casa de Correos y
entre los que gritaban, la frase más repetida era: ¡Queremos armas!. Buscó un
sitio para pasar desapercibido y observar; menos mal, que no fue visto por una
de las manolas que más gritaba,
Remedios, le acompañaba Rita que tenía la cara más blanca que el papel, pero no
vociferaba como su tía. Unos pedruscos sacados del empedrado de la plaza, se
estrellaban contra los cristales de las ventanas de la planta baja, haciéndolos
añicos.
La multitud cada
vez más enfurecida seguía gritando y tirando piedras, una de ellas, rompió los
cristales del balcón, donde tenía el despacho el Capitán General. Se abrió la
puerta en que había hecho blanco la piedra y la multitud se cayó al ver salir
al general Morla. No tuvo que levantar la voz, el silencio permitió oír sus
palabras, fueron:
–
“No hay armas ni cartuchos, las
últimas se repartieron entre los Honrados,
que como milicia voluntaria sabe usarlas, y no llegaron para que todos tuvieran
un fusil, los que no lo tienen, llevan su escopeta”.
Estas palabras enfurecieron
más a la gente y entre los gritos, pedían que saliera el Marqués de Castelar,
que apareció en el balcón. Su voz forzada, alta y ronca, apenas era audible
para El Diablo por los murmullos y voces de la multitud, el general, no logró
apaciguarlos. Viendo a su amigo en situación tan comprometida, pensó en buscar
una puerta trasera de la Casa de Correos, después de encontrar tres puertas
cerradas, decidió irse a las trincheras del Retiro, allí se encontraban las
baterías y sus amigos, los oficiales artilleros.
Estos, al verlo
con aquella pinta, extrañados, no sabían que decirle, hasta que el capitán se
decidió, llamándole por su nombre de guerra:
–
Diablo, con ese ropaje le vas a
meter miedo a los franceses y más, cuando te vean que les disparas las garrapiñadas que le tenemos preparadas.
–
Capitán, por lo que veo, me ha
hecho caso en preparar la metralla que les dije. Supongo que con las garrapiñadas se refiere Vd. a los restos
de herraduras que le aconseje que buscaran.
–
Así es, estamos bien pertrechados
de pólvora y metralla. ¿Le importaría a Vd. esta noche, acompañar a una
patrulla para observar el movimiento y preparativos del ejército francés?.
–
No tengo ningún inconveniente y me
parece acertada su idea.
–
La patrulla la formarán, un
teniente y dos soldados de Fuencarral, conocen bien el terreno del norte de
Madrid, donde acampan los franceses, irán con ropa de paisano como la suya,
todos vestidos de negro.
La patrulla se
dirigió a la Puerta de los Pozos en el extremo de la calle Fuencarral, El
Diablo, subiéndose al espaldón de tierra y piedras detrás del foso, pudo ver la
luz de las linternas que se movía de un lado a otro y le comunicó al oficial:
–
Teniente, como a trescientos pasos
de aquí, se encuentra un escuadrón, supongo, por el movimiento de la tropa, que
preparan el ataque tan pronto amanezca mañana.
–
Bajemos a Recoletos – le contestó
–, y desde allí, nos aproximaremos con cautela hasta el campamento, donde me ha
dicho el capitán, se encuentra el grueso del ejército.
Repitieron la
misma operación de los Pozos, pero desde lo alto de la barricada de Recoletos,
apenas se distinguían las luces del campamento. El Diablo, acompañado de un
soldado que le dijo era cazador, iniciaron un avance hacía donde estaba el
enemigo. Oyeron el ruido de unos pasos y al unísono, ambos se agacharon
escondiéndose en una zanja, vieron seis soldados que hacían lo mismo que ellos,
permaneciendo escondidos hasta que los franceses dieron la vuelta. Después los
siguieron, pudiendo comprobar que se hacían los mismos preparativos que en el
primer campamento. Distinguieron hasta 12 cañones, contra ellos lucharían a la
mañana siguiente.
Echaron más de una
hora en la excursión nocturna, al volver donde dejaron el teniente, no estaba
esperándolos, marchándose a la trincheras del Retiro; nada más verlo, el
capitán les preguntó:
–
¿Qué habéis observado?.
–
Lo que Vd. suponía – contestó El
Diablo –, mañana empezará temprano la función.
En un aparte, le
informó con detalle de todo lo que había visto, aconsejándole que sería
conveniente cambiar el emplazamiento de los cañones. Aquella misma noche, los
trasladaron hasta los Hornos de Villanueva.
Entre las 8 y las
9 de la mañana, inició el avance hacia Recoletos las columnas francesas,
apoyadas por la fusilería y artillería, que no podía disparar contra los
cañones españoles sin grave riesgo para los suyos; había acertado El Diablo, en
el emplazamiento buscado. Tan pronto tuvieron al alcance el enemigo, los
artilleros españoles empezaron a mandarles recados de metralla, lo mismo
hicieron las baterías emplazadas en La Veterinaria.
El fuego cruzado
de los cañones españoles, obligó a replegarse a los franceses. Esto motivó que
el capitán le gritase al Diablo, que permanecía a pocos pasos de él, tapando su
cara con un pañuelo rojo:
–
Hemos logrado parar el avance del
enemigo.
–
Capitán, yo creo más bien, que
querían medir nuestras fuerzas y ver la situación de nuestros cañones. Presumo,
que con el movimiento de la tropa, sólo querían intimidar y saber el
emplazamiento de nuestras baterías.
No se equivocaba,
al primer avance siguió el segundo con el grueso del ejército, que se suponía
mandaba el propio Emperador. También tuvo que retroceder ante la intensidad de
fuego de las baterías españolas. A cargo de dos cañones estaba el hombre
enmascarado, disparaba a bala rasa,
como lo había hecho en Bailén. Ante el nuevo repliegue, los artilleros, desde
el capitán hasta el último soldado, manifestaron su júbilo, y nuevamente el
oficial le gritó al Diablo:
–
Ahora no me dirá que el avance
sólo era para intimidar.
–
Antes que lo hagan otra vez, voy a
dirigirme a un sitio desde donde pueda ver el despliegue del enemigo, no se nos
eche encima.
El único que
permanecía sereno y con la cabeza fría, era el hombre que tapaba su cara con un
pañuelo rojo. Esto le permitía no emborracharse de fuego, cosa corriente en los
artilleros por el efecto del humo. Volvió a la media hora del recorrido como
observador, para decirle al capitán que pronto estarían rodeados. La fusilería
que los defendía desde las trincheras del Retiro y parapetados en la Plaza de
Toros, se habían retirado, bajándose a la Puerta de Atocha.
Viendo el
enmascarado que pronto caería Recoletos, se dirigió corriendo por la calle de
Alcalá, hasta la gran barricada más arriba del Carmen. Allí encontró al Marqués
de Castelar mirando con un catalejo, se quitó el pañuelo para darse a conocer
ante el general, que sin hacer ningún comentario, le pasó el instrumento con el
que miraba.
Subió a lo alto de
la barricada con el catalejo, observó que se habían formado dos frentes; uno, en
el Retiro y la Plaza de Toros y el otro, entre La Veterinaria y Recoletos.
Entre ellos, distinguió un personaje montado en un caballo blanco, que como él
también miraba por un catalejo; no tuvo dudas de quien se trataba, era
Napoleón. Bajó de la barricada y al entregarle el instrumento al general, éste
le preguntó:
–
Pedro, ¿le has visto?.
–
Sí D. Ramón, ¿pero qué va hacer
Vd.?.
–
No me rendiré ante ese canalla,
tengo pensado recuperar las fuerzas que mis jefes y oficiales encuentren útiles
para el combate y salir de Madrid esta noche.
–
Como veo que no se ha traído su
caballo, voy por el mío para que salga de aquí. De paso me cambiaré de ropa, le
acompañare a donde vaya Vd..
En media hora
volvió al mismo sitio con su ropa usual, dejaba su nombre guerra, El Diablo, por
el verdadero. La situación era insostenible, los franceses se aproximaban a la
barricada disparando, entraban por la calle de Alcalá y la del Turco. Los
españoles se batían con arma blanca, los que no tenían de fuego; el general
gritaba, queriendo poner fin a la masacre, pero aquella gente enfurecida no le
hacía caso. Se le acercó el amigo para decirle:
–
D. Ramón, monte en mi caballo y
salga para la Casa de Correos, allí estará seguro, no creo que esta soldadesca
asalte la sede de la Junta.
–
Allí te espero Pedro.
No tuvo problemas
para entrar en la Casa de Correos por la puerta de las cuadras, aunque estaba
cerrada, el general había dado su nombre al jefe de la guardia. Subió a la
primera planta, solamente había soldados en la puerta donde se reunía la Junta
Militar y Política. Después de golpear la puerta del despacho con la contraseña
concertada, el propio Capitán General le abrió. Se ocupaba en recoger papeles y
objetos que guardaba en los cajones de la mesa, de uno de ellos, sacó una bolsa
y entregándosela, le comunicó:
–
Con esta bolsa paga el ejército
los servicios que has prestado, por tu seguridad, no le dije a nadie que me
pasabas información, aquí se te conoce como un amigo mío de la juventud.
Información que por cierto para nada ha servido y eso que se la pasé a los
generales que tenían que haber acudido a la defensa de la Capital de España.
Mis compañeros, nos han dejado solos, sabiendo que no teníamos fuerzas para
defenderla.
–
No tiene porque pagarme nada, D.
Ramón, nunca pensé en cobrar por defender a mi patria.
–
Esas palabras te enaltecen, pero
coge este dinero, está intervenido y anotado. Si los militares cobramos por
cumplir con nuestra obligación, más derecho tienes tú como civil, habiendo
desempeñado una misión que te ha podido costar la vida.
Cogió el dinero y
se quedó sentado, mientras el general metía en dos bolsas sus pertenencias, se
le veía entristecido y por lo que dijo de sus compañeros; pensó, que también
debía estar defraudado, incluso, despechado. El silencio se interrumpió, al
oírse unos golpes en la puerta; autorizó el paso el general, entrando D. Tomás
Morla, que le dijo a su compañero:
–
Ramón, te traigo un borrador de
las capitulaciones, todos los miembros de la Junta quieren que lo leas para
saber tu parecer.
–
Mira Tomás, sé que lo redactado es
lo más conveniente para defender la vida de muchos madrileños, debéis impedir,
que los exaltados se enfrenten con los soldados franceses, yo no lo pude
conseguir esta mañana.
–
Entonces no quieres leerlo.
–
Como te he dicho, prefiero no
hacerlo, pero le dices a los miembros de la Junta que estoy conforme, siempre
que se evite que corra sangre española.
–
Hemos acordado con el Duque de
Neuchetel, que mañana D. Tomás Iriarte y yo, suscribiremos con el Emperador las
capitulaciones; si éste, acepta el articulado. Si no, tendremos que negociar,
no nos queda otro remedio.
Hizo una pausa,
dándose cuenta de la presencia del amigo del Marqués, que permanecía callado
mientras dialogaban los generales. Dirigiéndose a él, le propuso:
–
D. Pedro, sé que Vd. habla francés
y he tenido conocimiento de su actuación esta mañana, gracias a que avisó a los
artilleros, estos pudieron salvar la vida. Le quiero pedir un favor, ¿me quiere
acompañar mañana al Cuartel General del Emperador?.
–
Por mí no hay ningún
inconveniente, si el Marqués no me necesita y no soy un estorbo.
–
Diablo – intervino D. Ramón,
llamándole por su nombre de guerra –, si Morla te ha pedido que le acompañes,
con seguridad, te confiará una misión importante.
–
Entonces – concluyó el general –,
mañana a las ocho en punto saldremos, me espera en la puerta trasera que da a
las cuadras. Nadie debe enterarse de esta visita al Emperador, el pueblo de
Madrid sigue soliviantado y es posible que, después de enterrar a las víctimas
y curar a los heridos, se eche otra vez a la calle.
Bajaron a las
cuadras D. Ramón y su amigo, allí cogieron sus caballos, cargaron las bolsas y
salieron a la calle. El general iba delante, su acompañante se extrañó, que no
siguiera la dirección de su casa, tomaron la calle Mayor para después torcer,
antes del Palacio Real, por la calle Nueva, que dejaron, para seguir camino del
río y próxima a su orilla, pararon en una Quinta rodeada de una esplendorosa
arboleda. Un criado se hizo cargo de las bolsas y otro del caballo del Marqués,
que comunico a su amigo:
–
Pedro, esta noche salgo para
Toledo, mis jefes y oficiales traerán la tropa que hayan podido reunir a la
Puerta de Segovia.
–
Esta noche, allí estaré para
despedirme de Vd..
–
No será necesario, tú que me
conoces, sabes el mal trago que estoy pasando. Aunque nadie podrá decir que me
he rendido ante ese canalla de Napoleón, pero mi nombre pasará a la Historia,
como el Capitán General que entregó Madrid a los franceses.
Se abrazaron los
dos amigos, los ojos del Marqués estaban humedecidos. Mientras Pedro cabalgaba
camino de la posada de la Plaza de la Cebada, iba reflexionando sobre las
últimas palabras del general; seguramente, pensó, que dejaría el ejército. Sus
antecesores por línea materna, los Patiños, de la misma familia que su amigo de
Aranjuez el Conde del Arco, prestaron servicios relevantes como militares por
más de un siglo. Si para la gran mayoría de los españoles, era muy duro que el
rey intruso ciñera de nuevo la corona, para el Marqués sería insoportable.
Dejó su caballo en
la cuadra de la posada, al echarle de comer, sintió un hormigueo en las tripas,
hacía 24 horas que no probaba bocado, se fue al Mesón Leonés, encontró a
Remedios y a Rita hablando con el mesonero. La amiga de Fernando, el maragato,
estaba indignada; decía en voz alta – con la intención de que la oyera el amigo
de su amante, que se sentaba en una mesa para comer sólo –: “los generales y
los miembros de la Junta son unos cobardes, estoy segura que mañana entregarán
Madrid al Córcego”.
Estaba terminando
de comer y se le acercó Rita, sentándose en la mesa, le sirvió un vaso de vino,
por las insinuaciones de la joven, supuso que quería acostarse con él, aunque
no se lo propuso. Se acordó que no le vendría mal un planchado a la ropa que
llevaría al día siguiente, pidiéndole el favor a la mujer, que aceptó
encantada.
De vuelta a la
habitación que le dejó su amigo Fernando, sacó de la bolsa de cuero repujado,
una camisa blanca, la ropa estilo francés que hacía meses no se ponía, y unos
zapatos con hebilla de plata. Pronto llegó Rita, ya con las planchas calientes;
terminada la faena, le dijo que se probara la ropa. Viendo la joven lo bien que
le sentaba, se le acercó para abrazarlo, no la rechazó y enlazados como
estaban, se fueron a la cama. Con el ajetreo amatorio, la relajación corporal y
el cansancio acumulado, se quedó dormido, Rita se vistió y sin hacer ruido,
salió de la habitación.
Media hora antes
de las ocho de la mañana, ya estaba esperando Pedro en la puerta cerrada de las
cuadras de la Casa de Correos. A la hora prevista, salió el general Morla, presentándole
a D. Tomás Iriarte, montaron en los caballos y rodeados de una escolta que
mandaba un capitán, cabalgaron hacia Recoletos. Allí les esperaba el Duque de
Neuchetel, cambiaron la escolta española por otra francesa, para dirigirse al
Cuartel General del Emperador.
Llevaban medio
camino recorrido, todavía no le había dicho el general a su acompañante para lo
que le necesitaba. Observó que hablaba con el duque y acto seguido se le acercó
para comunicarle:
–
Le he dicho al duque que eres mi
secretario, le he pedido que me extienda un salvoconducto para salir de Madrid,
después que las tropas francesas ocupen la ciudad. Tu misión será conseguir ese
salvoconducto, mientras Iriarte y yo nos entrevistamos con el Emperador.
–
Así lo haré D. Tomás – le
contestó.
Llegaron a la
Quinta del Recuerdo, era la residencia que le habían preparado al Emperador,
estaba reunido con sus generales, los que salieron al ante-despacho, nada más
anunciarle la llegada de los parlamentarios. Pasaron acompañados del duque a la
estancia donde se encontraba Napoleón, un general cerró la puerta tras ellos.
Al poco rato, salió el duque para volver con un personaje que los generales
saludaban bajando la cabeza a su paso con respeto. Pedro, permanecía de píe en
un rincón de la sala, por lo que hablaban, pudo enterarse que se trataba de
José Bonaparte. Le pareció un hombre bien parecido, alto y elegantemente
vestido, su figura mejoraba bastante la que se decía de su hermano.
No entró
nuevamente el duque en el despacho, se limitó abrirle la puerta a su
acompañante, se le acercó el que hacía de secretario de Morla, para recordarle
lo del salvoconducto. Fueron a una estancia del ala norte de la Quinta, donde
estaban unos escribanos, a uno de ellos, empezó a dictarle el duque los datos
personales de D. Tomás, los iba mirando de una nota que se sacó del bolsillo.
Cuando el
escribano terminó de rellenar el impreso, le estampó el Escudo Imperial y se lo
dio al duque que lo firmó, para después entregárselo al que le había acompañado,
que se atrevió a decirle:
–
Señor Duque de Neuchetel, como
secretario del general Morla, tengo que preparar su salida de Madrid. Si no le
parece mal, necesitaría también un salvoconducto para no tener tropiezo con los
controles que se establezcan.
–
Si así lo desea, puede dictarle al
escribano sus datos personales.
Repitió el mismo
nombre y filiación del primer salvoconducto francés, que consiguió del capitán,
hijo del botánico amigo de Sandalio, cuando fue con éste al cuartel de
Fuencarral, después del Motín de Aranjuez. Con los dos impresos firmados por el
duque, volvió con él al ante-despacho del Emperador. Por los nombres que oía,
identificó al Mariscal Ney y al general Bessiers, los dos que mandaban las
tropas que atacaron por Recoletos y Fuencarral.
Por el tiempo que
tardaban los parlamentarios en hablar con los dos hermanos Bonaparte, dedujo,
que el articulado de las capitulaciones, posiblemente no le parecía bien al Emperador. Nada más salir Morla e
Iriarte, emprendieron camino de vuelta a Recoletos, el que hacía de secretario,
iba intrigado por conocer el resultado de las negociaciones. Por esto al
cambiar la escolta, preguntó:
–
General, ¿ha sido complicado que
el Emperador aceptase el articulado de las capitulaciones?.
–
No creas, Pedro, solamente se
opuso a un par de artículos, pero para ponernos de acuerdo, como sólo hablaba
él, nos ha llevado su tiempo.
–
Gracias a que tú – intervino
Iriarte –, te entrevistaste antes de ayer con el Emperador, hoy, no nos ha ido
mal la negociación.
–
Entonces me amenazó con fusilarme,
si la población no se rendía antes de las seis de la mañana del día siguiente.
Ayer, mientras discutíamos los miembros de la Junta, el borrador que redacté
con sus exigencias; sabía, que con los ataques sólo quería intimidar, incluso,
el de las tropas que él mismo mandaba. Apenas utilizó la artillería, no quería
dejarle a su hermano, como rey de España, la Capital destrozada.
–
Vuelvo a repetirte – insistió
Iriarte –, que gracias a ti, hemos firmado una capitulación honrosa; según me
dijiste, tu primera entrevista duró más tiempo.
–
No me lo recuerdes, me trató como
sé que lo hace con sus generales derrotados. Me hizo responsable del
incumplimiento de las capitulaciones pactadas por Castaños y Dupont, después de
la Batalla de Bailén. Como sabes, no tenía barcos en Cádiz para llevar a su
país a los prisioneros franceses.
–
¿También te recordó la rendición
del almirante Rossilly, ante la flota mandada por D. Juan Ruiz de Apodaca,
entonces a tus órdenes?
–
Por supuesto y lo consideraba una
afrenta vergonzosa de la que también me hacía responsable; según él, había
engañado al almirante. De lo que no me acusó y es por lo que más se me conoce
en Francia, fue del rumor que se extendió por su país, a raíz de la Campaña del
Rosellón, los años 1792 y 1793. Decían tanto del general Ricardos, mi jefe,
como de mí, que habíamos alentado a la tropa al saqueo de las ciudades que
ocupamos y lo más inverosímil, que permitimos que los soldados se repartieran
mujeres. Después se pudo demostrar que era una calumnia.
El diálogo entre
los dos parlamentarios, lo siguió Pedro con gran interés; especialmente, le
impresionó la inquina que le guardaba Napoleón al general Morla. Que dio por
terminada la conversación con Iriarte al llegar a la Casa de Correos. En un
aparte, el que hacía de secretario, le entregó el salvoconducto, pero le ocultó
que él había conseguido otro, el general le dijo que le esperara.
Mientras lo hacía,
reflexionó, comparando el carácter de los dos generales con los que había
colaborado. ¡Qué distintos eran!, aunque ambos estuvieran unidos por el mismo
sentimiento patriótico. Morla, era de carácter frío y calculador, como demostró
ante el Emperador; primero, soportando su ira, y después como hábil negociador.
Llegó a una conclusión, el Marqués de Castelar posiblemente se retiraría del
ejército; no pasaría lo mismo con el general Morla, estaba seguro que
continuaría su brillante carrera como militar y político.
Esto lo confirmó
al despedirse de D. Tomas, le dijo que al día siguiente se marchaba a Cádiz.
También, que estaban en camino de dicha ciudad, la mayoría de los miembros de
la Junta Central, el día anterior abandonaron Aranjuez. Sus últimas palabras
fueron:
–
D. Pedro, espero contar con su
colaboración, la guerra contra los franceses será larga. Hombres como Vd.,
valientes y hábiles, son piezas clave en la defensa de nuestra patria. Ya sabe
dónde me encuentro, le insisto, me gustaría encargarle misiones como las que ha
desempeñado, sé que ha sido el espía de D. Ramón.
–
Me marcho a mi tierra D. Tomás, un
pueblo de la Sierra de Segura llamado Siles, allí se encuentra mi familia. Tan
pronto me comunique que necesita mis servicios, saldré a su encuentro.
Se fue a la posada
de la Plaza de la Cebada, mientras comía su caballo, él hizo lo mismo; al
terminar, cargó su equipaje, la ropa que vestía de afrancesado la cambió por la
usual y salió camino de Aranjuez. No encontró controles, a los franceses
todavía no le había dado tiempo, llegando a su destino sin novedad. Antes de
pasar por su casa, fue al cuartel del Regimiento de Órdenes, estaba de jefe de
la guardia el sargento que mandaba la escolta de la carretería, el amigo de
Roque. Nada más verlo, le comunicó:
–
D. Pedro, si busca Vd. al coronel,
siento decirle, que ayer salió mandando la escolta que acompaña a los miembros
de la Junta Suprema hacía Andalucía, con ella iba su hijo.
–
Sargento, ¿sabe si Roque seguirá
todavía en Noblejas?.
–
Después que cobró, me invito a
comer, en el almuerzo me dijo que al día siguiente, por ayer, salía para La
Roda con la carretería.
–
Entonces me dará tiempo a
alcanzarle, tengo que decirle que por ahora, no se trasporten más víveres a
Noblejas. La caída de Madrid ha hecho cambiar los planes.
–
Si quiere Vd., mando un soldado
mañana al encuentro de mi amigo Roque, para darle el recado que me ha dicho.
–
Me hace un gran favor sargento,
que he de pagarle, aunque se la amistad que le une a mi socio.
–
Basta con que costee Vd. los
gastos del viaje del soldado y del caballo que lleve.
Sacó de una bolsa
los reales que le dijo el sargento y una vez que éste se los guardó, nuevamente
sacó otro tanto, dándoselo. No quería coger el dinero, pero tanto le insistió,
que acabó aceptándolo.
Los días
siguientes, los pasó descansando, era mucho el cansancio acumulado en sólo tres
días. Escribió varias cartas, sabía que los franceses, no tardarían en impedir
el paso de correos hacia el sur y levante. En la carta que envió a Valdepeñas,
le comunicaba a su amigo Paco las razones que motivaban se suprimiera el envío
de suministros. Con esta carta, unió la que le dirigía a su mujer, pidiéndole a
su amigo, que con un propio se la hiciera llegar a Siles, le anunciaba a
Luciana que llegaría antes de Navidades. Otras dos cartas eran para sus amigos,
Fulgencio y Fernando, la de este último dudaba que le llegara.
Al tercer día de su
estancia en el Real Sitio, decidió visitar a Sandalio, no podía hablar con
persona notable, todas se habían ido, siguiendo los mismos pasos que los
miembros de la Junta Suprema. Llegó al medio día a Morata de Tajuña, lo
encontró en el caserío, y como esperaba, ocupado en las prácticas agrícolas, a
pesar de ser pleno invierno. Plantaba esquejes de viñas y acodos de olivos en
tierras de secano.
Al enterarse el
amigo que consiguió un salvoconducto firmado por el Duque de Neuchetel y que
José Bonaparte estaba en Madrid, le propuso:
–
Si tú pudieras acompañarme, volvía
a mi casa de la calle del Arenal, allí seguirá mi ama, Encarna, no quiso
acompañarme a Morata. Los libros que me traje de Agricultura me los se de
memoria. Ahora, con la vuelta del rey José, no sufriré persecución por
afrancesado, pero no me atrevo a ir a Madrid, tengo mucho miedo.
–
Yo te acompañaré Sandalio, con mi
salvoconducto no tendremos problemas, si viajamos juntos.
–
Pero necesito un carruaje para
transportar mis libros y escritos, así como los enseres que me traje.
La mente
matemática del amigo pronto ideó un plan para el viaje, aquella tarde volvería
a Aranjuez, desde allí se iría a Noblejas y alquilaría el coche de caballos de
Facundo, sabía que éste todavía lo conservaba. Aprovecharía el viaje a dicha
villa para encargarle a Fabricio que le esperaba allí, comprara un par de
mulos, emplearía parte de dinero que había ganado como espía. En estas
caballerías cargarían lo que pudiera llevarse de la casa de Aranjuez, lo que
más le interesaban eran los libros.
El plan salió como
tenía previsto, tanto a la ida a Madrid como a la vuelta, no tuvo problemas con
los controles de soldados franceses, al enseñar el salvoconducto. El último día
que durmió en Aranjuez, le pagó al propietario de la casa el resto del alquiler
que tenía apalabrado hasta final de año. Por la mañana, le esperaba Fabricio en
la puerta con su caballo y el par de mulos, los dos serranos salieron camino de
su tierra..
En Valdepeñas, por
la carta que le había escrito, hacía dos días que le esperaba Paco Frías, le
explicó que el retraso se debía al viaje que hizo a Madrid acompañando a
Sandalio. En las largas conversaciones que mantuvieron los dos amigos, el
visitante relató los acontecimientos vividos, sin omitir su misión de espía. El
abogado y bodeguero, quedó asombrado por la valentía y osadía del que conocían
por su nombre de guerra como El Diablo.
Fabricio se enteró
por Nicasio que D. Fermín Frías estaba en la Carolina, había ascendido a
teniente. Le pidió a su hermano una carta de presentación, pensaba alistarse en
el ejército y ponerse a las órdenes del teniente Frías.
Cumplió Pedro lo
que le anunciaba por carta a su mujer, llegando a Siles antes de Navidades, el
21 de diciembre. La alegría de Luciana y de sus hijas, si fue grande, aumentó
al saber que lo tendrían en casa por lo menos, según les dijo, hasta que
acabase la guerra.
– XIII
–
Terminaba el
proceloso año de 1808, las Navidades, la familia Martínez las celebró de la
forma acostumbrada años pasados, antes de irse a Aranjuez. Asistió a la cena de
Nochebuena, Gregorio, su vecino el escribano, también se sentaron a la mesa, la
cocinera y la niñera del pequeño José, únicamente faltaba de la familia Pedro
Juan, seguía en el ejercito. También faltaron aquel año, los antiguos criados,
Roque y Eulalia con sus hijos, tenían casa propia y la estrenaban en esas
fechas. Invitaron a sus antiguos amos, para que fueran almorzar a su nueva casa
con la familia al día siguiente.
A Roque le fueron
muy bien los negocios del transporte de provisiones para el ejército. Asociado
a Fulgencio, el comerciante de Lorca, seguía con los carros y mulos, ya de su
propiedad, llevando víveres a los pueblos de La Mancha, a los de su tierra, la
Sierra de Segura y hasta la villa de Beas, donde decían los serranos que
empezaba Andalucía. Comentaban los vecinos del pueblo, que el antiguo criado se
había hecho rico, lo decían, por la casa que compró y por la ropa que vestía él
y su familia.
En el cortijo de
Peñardera había sustituido a Roque y Eulalia como cortijeros, el hermano de
ésta, Victorio Malaparte. La familia Malaparte la formaban, el padre, conocido
por el tío Bullas y sus tres hijos, Fabricio, Victorio y Eulalia. Familia que procedía
de Sicilia, el abuelo vino como jornalero a las Fábricas de Ríopar, fundiciones
creadas por Carlos III, que mandó traer de Italia personal metalúrgico.
Nada más llegar el
propietario a su cortijo, abrazó a Victorio, al tiempo que le decía:
–
No podía encontrar tu cuñado mejor
persona para sustituirlo que tú, Victorio, nos conocemos desde hace muchos años
y sé lo trabajador que eres, así se lo dije a mi mujer, alegrándome que fueses
nuestro cortijero.
–
Yo también me alegro de servirle a
Vd., amo.
En el recorrido
del huerto, su propietario pudo comprobar el estado de abandono en el que se
mantenía. Lo que comprendió, al estar su antiguo criado, Roque, ocupado en el
comercio y su mujer, Eulalia, siempre pariendo. Ya tenían dos hijos más que él,
y eso que se casaron tres años después. Mientras recorrían los regadíos, le
daba instrucciones al cortijero que llevaba dos azadas y cavaba donde le decía
su amo, la última fue:
–
Victorio, mañana subes al pueblo,
esta noche hablaré con Roque para que te deje una pareja de mulos y con los que
te ha traído tu hermano Fabricio, acarreas el estiércol de la cuadra donde
encierra las bestias tu cuñado.
–
Lo que Vd. mande – contestó.
Unos olivos viejos
que crecían al pie de la alberca, según se decía, con edad de más de dos
siglos, estaban rodeados de numerosos brotes, no se cortaron en el tiempo
oportuno. A cada uno de los brotes, Pedro, le fue haciendo una incisión con la
faca en su píe, terminados los cortes, con la azada, ayudado por el cortijero,
fue tapando los varas hasta acumular como dos cuartas de tierra alrededor de
cada pestuga.
En el almuerzo amo
y criado comieron en el cortijo unas migas que cocinó Victorio y por la tarde,
recorrieron las tierras de secano, hacían dos años que no se labraban, estaban
llenas de matojos y hasta crecían pinos. En algunos sitios, el propietario
cavaba con la azada hasta media vara y desmoronaba los terrones con las manos,
comprobando la calidad de la tierra y diciéndole al criado:
–
Victorio, esto que me ve hacer, es
sólo una prueba, dentro de unos meses se harán hoyos más grandes para plantar
olivos. Si me salen bien los acodos que he hecho en el huerto y otros que
prepare.
–
Amo, ¿qué son los acodos?.
–
Las varas que se han tapado
después de darle un corte, en cuanto se mueva la savia, echaran raíces, eso son
los acodos, con los que se puede hacer una plantación de árboles, pero
solamente de los que brotan de raíz. También se emplean en jardinería, como por
ejemplo en los claveles.
De vuelta al
pueblo, Pedro se llegó a casa de Roque para entregarle una carta para su socio
Fulgencio y decirle, que necesitaba dos mulos para acarrear el estiércol. El
antiguo criado se prestó a labrar la tierra con sus hijos mayores, los gemelos,
tan pronto volviera del viaje que preparaba para primeros de año.
Aunque el que
conocían como El Diablo, su nombre de guerra, no se le había olvidado ésta,
trataba de no recordar los acontecimientos vividos, pero le era imposible, su
amigo Gregorio no hablaba de otra cosa. Por él supo, que el mismo día que
llegó, el 21 de diciembre, comenzó el segundo sitio de Zaragoza. Pocos días
después, el escribano le informó lo que le contaba por carta su compañero de
Infantes, D. Adalberto Frías. Le comunicaba, que ya estaban los ingleses en
España, 18.000 hombres al mando del general Moore. Habían pasado de Portugal y
en el primer enfrentamiento en Benavente con la avanzadilla francesa que se
dirigía a Galicia, salió victorioso el general inglés, haciendo prisionero a
Lefebvre.
Nada más llegar
Roque, el 18 de enero, él y sus dos hijos gemelos, conjuntamente con el cuñado,
Victorio, labraron la tierra. Aquel trajo tres cartas a su antiguo amo de otros
tantos amigos: Paco Frías, Fulgencio y Fernando Díaz, el astorgano. ¿Cómo se
habría ingeniado éste para enviarle la carta?, se preguntó. Encontró la
contestación en la de Paco, los maragatos se la llevaron a Valdepeñas para que
la hiciera llegar a su destinatario.
Fernando le
contaba, que el 1 de enero entró Napoleón en Astorga, le escribía con fecha del
día siguiente, iba camino de Galicia. Allí estaban los ingleses, que unidos a
los gallegos, según le decía, plantearían cara al ejército Imperial. No le
sería fácil ocupar aquella tierra – resaltaba el astorgano –, sus montañas eran
refugio de guerrilleros, a ellos se uniría él. Seguía con el comercio, en la
carta le explicaba, que la experiencia de los dos en Burgos buscando
información militar, le había animado a hacer lo mismo el sólo.
Con la carta de
Paco, recibió una buena noticia, Napoleón se marchó a su país, dejando al mando
del ejército al Mariscal Soult, y encargándole a éste, que siguiera las
operaciones contra los ingleses. La estrategia de éstos, según le explicaba su
amigo, era cortar al enemigo las comunicaciones con Francia; mientras siguieran
recibiendo refuerzos, no se podrían echar de España y Portugal. Sobre todo,
después de haber pactado el Emperador con los prusianos.
Fulgencio le
decía, que seguía considerándole su socio, recordándole que la idea del negocio
fue suya, por lo que tanto él como Roque, estaban ganando mucho dinero. Le
apremiaba que le contestase a vuelta de correo si aceptaba, si no lo hacía,
vendría él a Siles para convencerle. Al terminar de leer la carta, le escribió
diciéndole que no aceptaba ser socio suyo. Se reservó el motivo de no seguir
con el negocio, no le parecía bien que sus antiguos socios se aprovechara la
carestía que había traído la guerra para hacerse ricos. La gente pobre, como
eran la inmensa mayoría de sus paisanos, sólo abastecían sus casas con los
productos del país, que escaseaban por días.
Una idea le
obsesionaba, sin duda heredada de su padre, mejorar las condiciones de vida de
los serranos. Para esto, sus conocimientos sobre Agricultura podían valer, pero
sabía, que si sus paisanos no veían en su propia tierra como se cultivaba ésta
racionalmente, no se conseguiría nada. Recordó lo que hizo su padre, introduciendo
en la Sierra el cultivo de patatas, las de la villa de Santiago, que se
empleaban para simiente, se denominaban “serranas”, de las que salían carros
para la venta en Andalucía.
Acabada las
siembras en los regadíos a mediados de febrero, una vez que pasaron los fríos,
se fue con Victorio a Sierra Morena. Estuvo una semana comprando ovejas y
vacas, en los tratos le acompañaba el tío Luis, el mayoral de su padre, que
pasó a serlo de Fulgencio cuando éste le compró el ganado. Reunió un buen atajo
de cabezas, le costaron caras, el precio en vivo del ganado, como el de la
carne, se había encarecido a causa de la guerra. Contrató unos pastores para que cuidaran del ganado, apalabrando la
hatería hasta San Miguel. Dos días después de su llegada a Siles, se presentaron
en su casa sus antiguos socios, Roque y Fulgencio.
Por más que le
insistió su amigo de Lorca, no consintió en meterse en el negocio. Al enterarse
éste que había comprado ganado y saber el número de cabezas, que casi igualaban
a las suyas, le propuso:
–
Pedro, si no quieres ser mi socio
en el transporte y venta de víveres, ¿porqué no juntamos las cabezas tuyas y
mías y vamos a medias?.
–
Tu propuesta la condiciono, a que
el ganado de los dos, esté a cargo del tío Luis, el mayoral que te cedió mi
padre, era su hombre de confianza. Aunque está viejo, sus dos hijos son tan
conocedores del ganado y buenas personas como el padre, buscan los mejores
pastos tanto en esta Sierra como en la Morena.
–
Eso está hecho, era lo mismo que
te iba a proponer yo. Como vivo lejos de las dos Sierras, si tú que estas cerca
de los pastores, te encargas de la hatería y de seleccionar las cabezas que
queden de vientre, yo me encargaré de la venta del resto. Por supuesto, los
gastos y ganancias a medias.
–
Fulgencio, te explico porque me he
hecho ganadero. De los bienes que peligran con la guerra, el que menos riesgo
corre es el ganado, puede trasladarse de un sitio a otro. Esto me lo enseñó mi
padre y me ponía el ejemplo de la guerra entre moros y cristianos en la
Reconquista. Unos y otros, trasladaban el ganado cuando corría peligro, los
pastores siempre estaban enterados del movimiento de los ejércitos.
–
Nunca había pensado en lo que me
has dicho y no me extraña viniendo de tu padre, para mí, el hombre más
inteligente que he conocido. ¡Cuanto sentí su muerte!.
El 10 de marzo,
nuevamente Roque le trajo dos cartas de Valdepeñas, una era de Paco y la otra
del astorgano. En la primera, su amigo le comunicaba que el 20 de febrero cayó
Zaragoza y otras noticias de la guerra. La carta de Fernando tenía fecha del 31
de enero y la mandaba desde Verín, población cercana a la frontera portuguesa.
Le contaba que participó en la batalla de La Coruña el 18 de enero, y que en
ella murió el valeroso general Moore, los ingleses embarcaron en el puerto para
volver a Portugal.
En la carta le
explicaba el astorgano, que estaba cerca de la frontera después del
levantamiento de los portugueses contra los franceses que siguió al de los
gallegos. Los guerrilleros estaban desgastando el ejército invasor de Galicia
que mandaba Ney, no lograrían someter aquella tierra, según decía en la carta.
Los refuerzos franceses tenían que recorrer un camino largo y entre montañas, y
las guerrillas, o los deshacían totalmente, o los que se salvaban, eran pocos
efectivos.
Terminada la
plantación de hortalizas y olivos, éstos con los acodos preparados, por un
pastor que vino por la hatería, supo que cuando terminase la paridera subía el
ganado de Sierra Morena. La primavera fue lluviosa, el agua y el buen
estercolado de la tierra, propiciaron que las siembras estuvieran
esplendorosas, se esperaba una gran cosecha.
Entre la crecida y
verde cebada, sobresalían los olivos, todos habían arraigado, la experiencia le
demostraba, al conocedor de la nueva Agricultura, que el olivar, tal como decía
la Cartilla Elemental de Agricultura de su amigo Sandalio, podía
cultivarse en secano, a pesar de que los terrenos de la Sierra no tenían el
fondo de los de la campiña andaluza. Pero los olivos no podían plantarse en
sitios altos, con los fríos prolongados le afectaba la helada, según le había
comentado el referido amigo, profesor de Agricultura.
En una carta de
Fulgencio que le trajo Roque, fechada el 10 de mayo, su socio le comunicaba el
fallecimiento del general Reding en Tarragona, hacía un mes. La muerte se
produjo a consecuencia de las heridas sufridas en la batalla de Valls, el 24 de
febrero. El general pasó de Cataluña a Valencia para enfrentarse con Gouvión,
saliendo victoriosos los franceses. Al ser herido Reding en el combate, lo trasladaron
a Tarragona y allí murió el estratega, principal autor de la victoria de
Bailén.
Antes que los
bienes raíces bajaran más el precio a causa de la guerra, decidió subir a la
villa de Santiago para vender los heredados de su padre: la huerta, mesón y molino.
No se le dio mal el trato de la venta de los dos últimos, se los compraron los
propios arrendatarios. No pasó lo mismo con el aparcero de la huerta, éste no
tenía el dinero que le pedía, pero le informó, que el más rico de la villa, D.
José Ruiz, hacía años, que quería comprarle la huerta a su padre. Al rico de
Santiago le sacó el doble de la oferta que le hizo al aparcero.
Subió a los Campos
de Hernán Pelea donde pastaba el ganado, estuvo una semana retirado del mundo, como decía el padre Efrén, carmelita que tuvo
de profesor en el colegio de Beas en su infancia. Esto lo decía el fraile, cada
vez que se retiraba al Santuario del Calvario, lo mismo que hacía San Juan de
la Cruz. Pero el retiro no lo dedicó a la oración, por el mal ejemplo de los curas
estaba alejado de la Iglesia, sino a plantearse su futuro en relación con la
guerra, claramente favorable para los franceses.
La idea central de
sus reflexiones era el patriotismo del que estaban dando muestra los españoles.
El chispazo de pueblo de Madrid en el Dos de Mayo, había prendido una hoguera
de amor fervoroso a la patria, que se extendía hasta el último rincón de
España. El fuego era alimentado por la sangre de los caídos en las batallas.
Todas las regiones y provincias, cuyas diferencias en costumbres y habla, no se
anularon con el centralismo de los Austrias y el despotismo ilustrado de los
Borbones, habían formado una piña en la lucha contra los franceses. Ahora si
podía hablarse de la unidad de España, los Reyes Católicos sólo consiguieron la
de sus Reinos.
De sus reflexiones
concluyó: que no se necesitaba el apoyo
de los franceses, como pensaba su amigo Sandalio, para que cuajaran las ideas
liberales, se estaba consiguiendo en la lucha contra ellos. De dichas ideas
eran portadores los más significados guerrilleros, Espoz y Mina y su sobrino
conocido por el Mozo, que luchaban en
el país vasco-navarro, pero sobre todo, Juan Martín El Empecinado, que guerreaba por tierras de Castilla. También tenía noticias de otros con
ideas absolutistas, como el cura Merino.
En los meses
siguientes, todas las mañanas bajaba a Peñardera, las esperanzas de buena
cosecha se confirmaban. Las tardes las pasaba en su despacho, dedicado al
estudio de los libros que le regaló Sandalio sobre Agricultura, también de los
de Matemáticas que se trajo de Aranjuez.
Por aquellos días,
empezó a escribir sus Memorias, que inició con el relato del Motín de Aranjuez.
El motivo que le llevó a dejar constancia escrita de los acontecimientos que
había vivido era, que su familia los conociera después de su muerte. A su
mujer, aunque sospechara los peligros que había corrido, sólo la tenía al corriente
de los asuntos económicos y con sus hijas no hablaba de la guerra. Sólo
escribía de ésta al contestar las cartas de su hijo Pedro Juan, en la última le
comunicaba su ascenso a cabo.
Pedro, de la
guerra estaba informado, seguía recibiendo cartas de sus amigos Fulgencio y
Paco, que contestaba a vuelta de correo. El primero, aparte de sus negocios, le
informaba de las noticias sobre los combates por tierras de Levante, que
recorría en sus frecuentes viajes. Pero de la guerra, su principal informador
era el amigo abogado, al vivir en Vadepeñas, por donde pasaba el camino real de
Madrid a Andalucía, estaba bien enterado. Le decía el movimiento de los
ejércitos español y francés, de éste, por sus negocios de la venta de vino y
aguardiente, los franceses eran sus mejores clientes. La información por las
cartas de su amigo, se resumía así:
Si Zaragoza cayó
en febrero, el Sitio de Gerona iniciado el 5 de mayo, se mantenía. La defensa
de esta ciudad, bajo las órdenes del general Álvarez de Castro, todo el mundo
la calificaba de heroica. En ella participaba un general que conoció en Bailén,
Coupigny.
Al Mariscal Soult
no le iba bien la invasión de Portugal, el ejército inglés mandado por el
general Wellesley, salió victorioso en Vimiero. Pero sobre todo, las
fortificaciones construidas para la defensa de Lisboa, habían parado a los
franceses, eran inexpugnables, se decía, que pronto Soult dejaría el país vecino.
El general Victor,
al considerar imposible la invasión de Andalucía, después de vencer a Cuesta,
estableció una línea defensiva en el Guadiana, de Medellín a Mérida. Allí
esperaría al general Lapisse para unir sus fuerzas con las de Soult.
Para la Virgen de
Agosto, se habían acabado las faenas de recolección y la nueva puesta en
cultivo de los regadíos, por lo que la familia se subió al pueblo para celebrar
la fiesta del patrón, San Roque. Se corrieron toros, más bien novillos, pero
por la falta de mozos, estaban en la guerra, las fiestas resultaron deslucidas.
No pasó lo mismo con la fiesta del
caldero, en el que se guisaba la carne de los novillos, estuvo muy
concurrida, el hambre apretaba. Los novillos los regalaron D. Gregorio y D. Pedro,
todos los vecinos les decían a las hijas de éste lo agradecidos que le estaban
a su padre.
Pero el cabeza de
familia seguía preocupado por la economía de su casa, sobre todo, si se decidía
a prestar su colaboración al ejército, aunque la misión que le encomendaran se
la pagasen, como hizo el Marqués de Castelar. A pesar de la buena cosecha, los
ahorros se habían quedado en la mitad con la compra de ganado, por lo que
decidió subir a los Campos de Hernán Pelea para ver como iba la paridera. Nada
más llegar, le dijo el tío Luis, el mayoral, que con las crías de primavera y
las que estaban pariendo ovejas y vacas, podía recuperar el dinero gastado e
incluso aumentarlo al precio que se cotizaba cada cabeza.
Si en la anterior
estancia en los pastaderos, solamente habla con el mayoral, su hombre de
confianza y el de su padre, en los días que pasó en los Campos, hacia corro con
los pastores en las comidas y en los trasnoches. Aquellos hombres lo que más le
interesaba era el desarrollo de la guerra y especialmente, lo que se contaba de
los guerrilleros. Los pastores trashumantes que venían de Castilla, conocían
las hazañas del Empecinado y su
partida. Un soriano contó lo siguiente:
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