Don Pedro El Diablo
Enrique Martínez Ruiz
– I –
En una soleada
tarde de mediados de marzo, por el camino de Ocaña a Aranjuez iban dos
cazadores. Ambos portaban escopeta y cargaban sobre sus espaldas, unas jaulas
tapadas con una funda para que el pájaro perdiz, reclamo con el que habían
cazado aquella tarde, se mantuviera tranquilo y no se golpease con los
alambres. Del cinturón del mas joven colgaban dos perdices. El otro cazador,
que debía doblar la edad del muchacho, sólo llevaba una colgada.
A un cuarto de
legua del Real Sitio, cuando el sol se escondía tras el cerro de Magán,
entraron en una venta. El de más edad pidió una jarra de vino, no invitó a su
compañero, sabía que su padre le tenía prohibido beber hasta que cumpliese 15
años, todavía le faltaban unos meses. Se sentaron en una mesa y continuaron el
dialogo que habían mantenido por el camino sobre los reclamos. Era el segundo
día que probaban los pájaros. El que pidió la jarra de vino se dirigió al
muchacho:
–
Pedro Juan, esta tarde después de matar el
macho que me entró en el puesto, el pájaro de tu tierra se quedó mudo. Sin
embargo, hace una semana no paró de cantar, por ello maté tres perdices, dos
machos y una hembra.
–
A mí D. Luis– le contestó el
joven– me entró primero el macho y mi perdigón
siguió cantando hasta que consiguió que viniera la hembra, el tiro la dejó
muerta a un palmo de donde cayó su compañero.
–
Eso confirma lo que yo suponía,
que ya están emparejadas las perdices y a punto de perder el celo. Me parece
que hoy podemos dar por terminada la caza con reclamo.
–
Entonces, ¿no le va a ofrecer uno
de los pájaros que hemos probado al amigo suyo, que cuida los perdigones con los que caza el Rey?.
–
Mas vale que espere al año que
viene, los pájaros que has criado, en la próxima temporada, entran en el
segundo celo, es el más seguro. Por la muestra de los dos días que hemos cazado
con ellos, hay garantía para que nuestro Rey los pueda utilizar el año que
viene. Su Majestad quedó muy satisfecho este año con los dos reclamos de tu tierra,
la Sierra de Segura. Los que le regaló tu padre a D. Carlos, el Jardinero
Mayor.
–
Esos pájaros también los crié yo–
dijo orgulloso el joven– les puse de nombre Gaspar y Baltasar. Su hermano
Melchor lo tenemos en casa, es el preferido de mi padre. Los tres eran del
mismo bando, los cogí en un rastrojo de Peñardera, un cortijo que tenemos en
Siles, mi pueblo.
Mientras hablaban
los dos cazadores, fueron llegando a la venta grupos de hombres que formaban
cuadrillas. Al entrar en la estancia que hacía de taberna, se identificaban por
su procedencia, eran de villas y aldeas próximas a Aranjuez a la izquierda del
río Tajo: de Noblejas, Ocaña, Ontígola , Villatobas y otros pueblos. Todos
llevaban montera y garrote, unos vestían chaqueta de paño pardo y calzaban
polainas; el resto, blusón manchego, cubriendo sus piernas con peales amarrados al calzado, abarcas y
sandalias.
El muchacho seguía
ensalzando los pájaros de su tierra, su compañero estaba atento a lo que
hablaban la gente que iba llegando a la venta. Sólo permanecían en la taberna
el tiempo que tardaban en beberse una jarra de vino que pagaba el “mandamás” de la cuadrilla. Algo debió
alamar a D. Luis que interrumpió al joven y levantándose le apremió:
–
Vamos deprisa a tu casa, tengo que
entrevistarme con tu padre, esta gente que va con garrote al Real Sitio no
lleva buenas intenciones. A uno que manda una cuadrilla le he oído llamar “endino” a D. Manuel Godoy, otro le ha
contestado: “hay que acabar con ese ladrón”.
Estaba
anocheciendo cuando llegaban los dos cazadores a la casa de D. Pedro Fernando
Martínez, que al oír sus voces en el zaguán salió de su despacho. Después de
preguntarles como se habían comportado los reclamos y felicitar a su hijo por
matar dos perdices, entró nuevamente a su despacho acompañado de su amigo Luis,
que con cara de preocupación, le dijo que quería hablar con él. Pedro no inmutó
su cara, al enterarse que venían a Aranjuez cuadrillas de hombres armados con
garrotes, lo que le extrañó a su amigo, que le preguntó:
–
¿Sabes tú por qué viene gente de
los pueblos próximos, que por lo que se ve, no traen buenas intenciones?.
–
No sólo vienen de dichos pueblos,
también han ido llegando a lo largo del día de los barrios bajos de Madrid: del
Humilladero, la Arganzuela, las Vistillas, de Tribulete y otros cercanos al
río. Una de las cuadrillas con la que me topé esta tarde me dijeron que venían
de Toledo, aclarando uno de ellos: “semos
de Zocodover”.
–
Pedro, estoy intrigado por lo que
he oído en la venta que he parado con tu hijo, antes de llegar a esta casa. El
que mandaba una de las cuadrillas, calificaba a D. Manuel Godoy de “endino”, y otro le contestó, que había
que acabar con ese ladrón.
–
Como sabes, mañana se iniciaban
las clases de Agricultura en la Granja-Escuela. Su Director, D. Carlos, me envió
recado esta mañana para que fuese a verle. En la entrevista que tuve con él, me
comunicó que se suspendía la apertura del curso, porque el Príncipe de la Paz,
D. Manuel, no podía asistir a la inauguración. Presumo, que mi incorporación
como profesor en la Escuela de Agricultura, ha quedado en el alero. Si no se
inician las clases, los alumnos admitidos este año y los de los dos años
anteriores, tendrán que volver a su casa.
–
La inasistencia a la apertura del
curso de D. Manuel puede confirmar lo que se dice de una conjura contra él. No
ha sentado bien a personas importantes de la Corte y entre ellas, a D. Antonio
Pascual, la propuesta de Godoy de que los reyes viajen a Andalucía. También se
dice, que desde allí embarcarían para América, como hicieron los reyes
portugueses ante las amenazas de Napoleón.
–
Luis, de las noticias que te han
llegado sobre la posible conjura, me ha informado nuestro común amigo,
Sandalio. Ayer recibí carta suya para que le excusara ante D. Carlos, de no
poder asistir a la apertura de curso en la Granja. En su escrito, aunque no
empleara la palabra conjura ni citara nombres, me hacía ver entre líneas, que
podía repetirse la misma situación que en otoño de hace dos años. Como sabes,
entonces el Príncipe de Asturias y un grupo de cortesanos que le bailan el
agua, pretendían que el Rey abdicase, pasando la corona a su hijo, al que sus
amigos cortesanos ya proclaman como Fernando VII. Es posible que ahora Godoy no
pueda parar el golpe como en 1806. Esto puede hacerle caer y explica que haya
venido tanta gente a Aranjuez, “con no buenas intenciones”, como tu dices.
–
Hace una semana fui a Madrid –
contestó D. Luis -, para visitar a mi madre, al ver tanta tropa francesa,
alarmado, pregunté a mis amigos de allí, si aquel ejército venía con la
intención de presentar frente a los ingleses e invadir Portugal. Uno de ellos
me contestó, que antes ocuparían toda España, la intención de Napoleón es
destronar a nuestros reyes.
–
No creo que fuesen descaminados
tus amigos. Pero dejemos esto y pasemos a lo que nos preocupa, ¿qué piensas
hacer esta noche?.
–
Tan pronto cene, me voy a los
alrededores del palacio de Godoy, si acude allí la gente, aunque nada pueda
hacer, al menos me enteraré quien los manda.
–
Es posible que me reúna contigo,
¿irás con capa?.
El amigo asintió.
Salieron del despacho, la mujer de Pedro, Luciana, invitó a cenar a D. Luis, le
contestó que le esperaban en casa y que su mujer estaría preocupada por la
tardanza. Pedro Juan salió de la cocina con las tres perdices desplumadas, las
metió en una talega, pero su compañero de caza no quiso llevárselas.
En la cena, la
mujer observaba la cara preocupada del marido y al terminar le preguntó que le
pasaba, suponía que debía deberse a lo que había hablado con su amigo. Pedro
esperó para contestarle, que sus hijos se retiraran a dormir, reteniendo al mayor,
Pedro Juan, que ya estaba enterado de la gente que había venido a Aranjuez. Al
conocer Luciana lo que podía pasar aquella noche, no pudo contenerse y con cara
de susto, exclamó:
–
¡Virgen del Carmen!. Como te ha
dicho tu amigo, la gente que viene con garrotes no trae buenas intenciones. ¿No
se te habrá ocurrido salir esta noche?.
–
He quedado con D. Luis en vernos
en los alrededores del palacio de Godoy. Ambos estamos intrigados por saber las
personas que conspiran contra D. Manuel. No tienes porque preocuparte mujer, el
palacio y su dueño, estará bien custodiado por la tropa. He pensado que me
acompañe Juan Pedro para que me alumbre con una linterna.
–
Porqué te empeñas en seguir los
pasos de D. Luis, ¿qué interés puedes tener tú en lo que pase esta noche, ya te
enterarás mañana? – le preguntó nuevamente.
–
Si cae en desgracia D. Manuel, no
se llevará a cabo lo que le tiene encomendado a mi amigo Sandalio, operación en
la que yo participo, crear Escuelas de Agricultura en algunas granjas del
clero. Pero lo que verdaderamente me preocupa, es perder mi plaza de profesor
en la Escuela de Agricultura, si con la caída de Godoy se cierra la
Granja-Escuela, el salario que cobro desde primeros de año lo puedo perder.
–
Si perdemos esos dineros no sé
cómo vamos a vivir, apenas nos quedan ahorros. Tendríamos que volver a Siles,
allí por lo menos tenemos una casa y un cortijo, aparte de las rentas que os
dejó vuestro padre a tu hermano y a ti, del batán, molino y mesón en la villa
de Santiago.
A Pedro Juan,
presente en la conversación de sus padres, se le notaba la satisfacción en la
cara, era la primera vez que los oía hablar sobre un tema que también le intrigaba. La figura de D. Manuel Godoy
representaba para algunos de sus compañeros de escuela, la carrera que se podía
hacer en la Corte. Él no pretendía llegar tan alto, su infancia en el pueblo lo
había marcado; por eso, de lo que hablaron sus padres aquella noche, lo que más
le interesó, fue la posible vuelta a su tierra. Mientras el joven preparaba la
linterna, la madre se ausentó del comedor, volvió con dos capas y al darle una
a su hijo, le habló de esta forma:
–
Pedro Juan, esta capa te la he
arreglado de una vieja de tu padre en buen uso, la tenía guardada para el invierno
próximo. Aunque no hace frío, de madrugada sube el relente del río. Me alegro
que acompañes a tu padre, ¡Gracias a Dios!, no has heredado su osadía, has
salido a mí e incluso, me superas en una virtud, la santa prudencia.
Al salir de la
casa, el padre se embozó, tapándose la parte inferior de la cara. Su hijo quiso
hacer lo mismo y después de tres intentos desistió. Su padre no le dijo nada,
la torpeza del joven en el manejo de la capa era normal, aquella noche la
estrenaba, ya aprendería. Llegaron a la Plaza de San Antonio y desde allí, a
pesar de ir deprisa por la calle que conducía al palacio, fueron rebasados por
cuadrillas que llevaban la misma dirección e iban más ligeros. Los hombres de
una de las cuadrillas se cubrían con capas encarnadas, prenda característica de
los manolos de las Vistillas.
Se dio cuenta
Pedro, que las capas cubrían algo mas que el cuerpo. ¿Serían armas?, se
preguntó; alarmándose, si como suponía, la pregunta que se había hecho tenía
contestación afirmativa.
Al llegar a las
proximidades del palacio, éste estaba rodeado por una multitud que permanecía
en silencio, sólo se oía el rumor de lo que hablaban en voz baja entre los que
integraban cada cuadrilla. Tanto en la fachada principal como en las laterales
se mantenía la oscuridad, D. Pedro le dijo a su hijo que apagara la linterna.
Encontrar al que
buscaba le iba a ser difícil, a dos que se embozaban con una capa parecida a la
que usaba D. Luis, se les acercó llamándoles con este nombre, uno de ellos le
contestó con un exabrupto. Cuando había perdido la esperanza de encontrarlo, le
tocaron en el hombro, al volverse, quien lo había hecho se desembozó, era su
amigo, que en voz baja le apremió:
–
Seguidme tú y tu hijo, nos
abriremos paso entre esta multitud, hasta una esquina del palacio, es sitio
seguro, allí me esperan dos criados míos que me han acompañado; otro, en una
berlina, aguarda en la trasera del palacio.
Hasta que no
llegaron donde estaban los criados, D. Luis no reanudó la conversación con su
amigo y manteniendo el mismo tono de voz que en el encuentro, le comunicó:
–
Pasé por mi casa nada mas dejarte
y sin cenar me vine con mis criados aquí. Al llegar había poca gente, pero
fueron llegando cuadrillas hasta juntarse esta multitud. Primero vinieron las
de los pueblos armados con garrotes, son los que están más cercanos a la casa,
después la gente, que según tus palabras, procedía de Madrid y de Toledo.
–
Por lo que veo, la gente que
permanece en silencio, por su cara expectante presumo, que están esperando la
orden o señal para empezar la revuelta. De los que no me fío es de los de
Madrid, debajo de la capa pueden llevar armas.
El joven Pedro
Juan, que permanecía al lado de su padre con la linterna apagada, conocía a uno
de los criados de haber ido de caza con él. Empezó a contarle lo bien que se
había portado su reclamo aquella tarde, seguramente, para aparentar una
tranquilidad que no tenía. Sólo pudo explicarle el recibimiento que le hizo su
pájaro al macho que le entró al puesto. Justo en el momento que le decía como
lo mató, se oyó un tiro y en la oscuridad de la noche se vio como un rayo, el
fogonazo del disparo.
Era la señal que
esperaba aquella multitud para encresparse. Los de los pueblos blandían sus
garrotes, uno de ellos, con tanta fuerza y puntería lo lanzó contra los
cristales de una ventana, que los hizo añicos. Del silencio hasta entonces
mantenido se pasó a una algarabía de voces que gritaban: “Vamos por el ladrón”;
“Apresemos al endino”; “Cojamos al
amigo de Napoleón”; y otros parecidos. Lo que le hizo comentar a Pedro:
–
Al menos no piden la cabeza de D.
Manuel.
–
Ya veremos, si asaltan el palacio
y lo encuentran – le contestó el amigo.
Era una
premonición, los soldados que hacían guardia en la puerta principal
desaparecieron, justo en el momento que se oyó el estrépito de cornetas
militares. Debía ser la segunda señal, que dio paso a que una cuadrilla
provista de hachas se adelantara hasta la puerta. Mientras procedían a su
derribo, la turba enardecida jaleaba a los hacheros, los que llevaban garrotes
los lanzaban contra las ventanas con menos puntería que el primero que lo hizo.
Otros tiraban piedras con diestra mano, confirmando su oficio de pastores.
Si al silencio
siguió la algarabía, la oscuridad de la noche desapareció por las luces de
múltiples antorchas y linternas. Como había supuesto Pedro, algunos sacaron sus
escopetas que llevaban escondidas debajo de la capa, con ellas disparaban a la
fachada principal del palacio. El impacto de las balas desprendía esquirlas de
piedra y estuco que caían sobre los hombres que esperaban derribasen la puerta.
Al caer ésta, una persona embozada en su capa, con elegante sombrero y zapatos
con hebilla de plata - sin duda un cortesano por su vestimenta -, se situó en
el quicio de la puerta y sólo dejó pasar una docena de hombres. Seleccionados
entre los que mandaban otras tantas cuadrillas, eran los que habían animado a
los hombres para que gritasen, repitiendo frases contra Godoy.
Pasó como una
media hora y una pareja de los que entraron volvieron para hablar con la
elegante persona embozada, que seguía en el quicio de la puerta. Pronto se
extendió entre la multitud que no habían encontrado a quien buscaban. Se hizo
un silencio sepulcral al salir del palacio una Señora que llevaba de la mano
una niña de corta edad. Su vestido blanco, como la cofia con la que cubría
parte de su pelo rubio, resplandecía a la luz de las antorchas, resaltando su
silueta sobre el fondo negro del interior que enmarcaba la puerta derribada.
Era la Princesa, la esposa de Godoy, y su hija.
Nada mas oír D.
Luis sus gemidos y palabras implorando compasión, lo permitía el silencio en
que se mantenía la multitud, le dijo a uno de sus criados que avisase a la
berlina y fue al encuentro de la Señora. Pedro se sorprendió del impulso de su
amigo y, al tiempo que le seguía, desenfundó la faca que llevaba en su costado
izquierdo, escondida debajo de la camisa. No se dio cuenta que su hijo iba
detrás de él, la luz de la linterna que portaba se anulaba por el resplandor de
las antorchas.
Una mirada serena
alumbró en aquellos bellos ojos llorosos de la Señora, al ver que D. Luis se le
aceraba y le decía:
–
Alteza, he mandado venir una
berlina para que la trasladen con su hija al Palacio Real.
–
Dios te lo pague Luis – le
contestó entre sollozos.
A todo esto, los
hombres que rodeaban a la Princesa estaban dubitativos por no saber lo que
hacer, y se les veía impresionados por los gemidos de la niña que lloraba
desconsolada. Por una señal que les hizo el personaje, que permanecía en el
quicio de la puerta, comprendieron no debían enfrentarse a los dos hombres y al
muchacho, que se habían acercado para auxiliar a la Señora. Si alguno lo
hubiera intentado, Pedro, habría hundido la faca en su cuerpo, la empuñaba con
firmeza debajo de la capa.
Cuando la Princesa
y su hija iban a subir a la berlina, la multitud se abrió para dejar paso a un
carruaje, lo rodeaba una escolta a caballo mandada por un capitán. La gente
creyó por los escudos reales de las puertas, que la carroza la ocupaba el
Infante D. Fernando y empezaron a gritar: ¡Viva el Príncipe de Asturias!; ¡Viva
el Rey!… Algunos, incluso dieron vivas a Fernando VII. No bajó nadie de la
carroza, el capitán ayudó a subir a la Señora y a su hija y dirigiéndose a D.
Luis, le comunicó:
–
Sr. Conde, en cuanto llegue al
Palacio Real, pongo en conocimiento de su Majestad la ayuda que le ha prestado
a la Princesa, su prima carnal.
Ni que decir tiene
que aquella noche, D. Luis Patiño, Conde del Arco, se sintió orgulloso de su
valentía. Su mujer había sido dama de compañía durante las estancias de la
Princesa en Aranjuez, antes de dar a luz. Fue entonces cuando D. Francisco de
Goya le había hecho el retrato conocido como de la Condesa de Chinchón.
El Conde, le propuso al amigo llevarlos en la
berlina a él y a su hijo, Pedro le contestó que irían andando; añadiendo, que
así podía ver el movimiento de la gente por la calle y podía enterarse de lo
que hablaran e incluso, de algún nombre de los conjurados. Nada mas ponerse la
berlina en movimiento, se oyó un estruendo que hizo exclamar a Pedro Juan:
–
¡Virgen Santísima!. Padre, están
tirando los muebles por las ventanas y los balcones.
–
Vamos a casa – le contestó –, esta
gente puede venir por nosotros al haber auxiliado a la Princesa. Por lo que se
ve, no han encontrado a D. Manuel y no sabemos dónde les puede llevar su
rencor.
En el camino de
vuelta, se cruzaron con una cuadrilla, un hombre de la misma se acercó a Pedro,
enseguida lo reconoció, era un criado de la Granja, al que había amonestado por
no ser diligente en el trabajo. Como venía con una hoz en la mano, desenfundó
la faca cuya hoja brillaba a la luz de la linterna que llevaba su hijo. Al ver
la maniobra, el criado se paró en seco, diciéndole:
–
No voy atacarle D. Pedro, así que
puede Vd. guardar el puñal. La revuelta ha terminado por esta noche, pero
mañana seguiremos buscando al endino.
He visto como auxiliaban Vd. y D. Luis a la Princesa; contra ella, prima del
Rey, no íbamos, sólo queremos apresar al ladrón de su marido, al que han debido
avisar de lo que se preparaba.
Pasado este
incidente aceleraron el paso. En las calles se mezclaban hombres de diferentes
cuadrillas, se deducía por su vestimenta. Por su estado, a la mayoría se le
notaba el mucho vino y aguardiente que habían bebido aquella noche y el que le
faltaba. Cada grupo llevaba: botas, pellejos, damajuanas y otras vasijas.
Algunos seguían gritando, repitiendo las mismas frase que delante del palacio;
otros, cantaban a coro:
El Kirie eleysón cantando
¡Viva el príncipe Fernando!
Esto le hizo
pensar a Pedro, que aquellos hombres se habían gastado en bebida parte de los
dineros que le habían dado los organizadores de la revuelta. De ahí la alegría
de la que daban muestra, a pesar de no haber conseguido su objetivo, apresar a
Godoy.
Llegaron a su
casa, por la rendija baja de la puerta del comedor salía luz. Pedro Juan entró,
encontrando a su madre rezando el rosario ante un cuadro con la imagen de la
Virgen del Carmen. Al ver a su hijo, exclamó:
–
¡Gracias a Dios que estáis aquí!.
Cuando oí el repique de campanas me puse a rezar, vino una vecina para
informarme lo que estaba pasando en el palacio del Príncipe. Allí estaríais
vosotros tan tranquilos y yo aquí deshecha.
–
Madre, hemos auxiliado a la
Princesa, que como sabes, es amiga de D. Luis.
–
Mañana me contarás de “pe a pa” lo que has visto esta noche,
ahora derechito a la cama, tus hermanas hace más de cuatro horas que están
durmiendo.
Viendo Luciana la
cara seria y preocupada de su marido, sacó del aparador una botella de chinchón y le sirvió una copa, hasta que
no se bebió la segunda, no empezó hablar. Omitió las situaciones peligrosas en
que se habían visto, para no alarmar a la mujer, que le echaría en cara lo
imprudente que había sido al llevarse a su hijo aquella noche. Si se extendió
explicándole las consecuencias que para él tenía la caída de Godoy.
Estaba seguro que
se cerraría la Granja como Escuela de Agricultura de la que era profesor. Esta
Escuela, así como las que se creasen en granjas del clero, las patrocinaba D.
Manuel. Por primera vez pensó y así se lo dijo a su mujer, que los Jesuitas,
aparte de los enemigos de Godoy en la Corte, podían haber participado en la
conjura contra el Príncipe. Un amigo suyo, D. Antonio Sandalio de Arias, con el
que participaba en la creación de las referidas Escuelas, le había informado de
la oposición que hacían los frailes, especialmente los de la Compañía de Jesús.
Ella seguía con
atención lo que le contaba el marido, comprendía que peligraba la carrera que
había emprendido como profesor de Agricultura. Su cometido era, enseñar las
materias comprendidas en el Ramo de Montes, nadie las conocía mejor que él.
Terminó la explicación sobre el asunto que le preocupaba, diciéndole:
–
Pasado mañana voy a Madrid, he de
entrevistarme con Sandalio, veremos si él me aclara el futuro que veo tan
negro. Como te dije esta tarde, si pierdo mi destino de profesor, no podré
traer dinero a casa.
–
En la fiesta de San José de este
año, pensaba celebrar el santo y cumpleaños de nuestro hijo pequeño. Pero que
se va hacer, lo dejaremos para el próximo domingo. ¿No te acuestas?.
–
No quiero dar vueltas en la cama,
hasta que no me venga el sueño. Seguiré pensando sobre lo que me preocupa, por
si puedo encontrar una solución al problema que se nos plantea.
Sólo en el comedor
pudo analizar los actos en que había intervenido aquella noche. Al darse cuenta
de la luz que entraba por la ventana, apagó el velón y se dirigió a la cocina.
Se lavó la cara con agua del cántaro, después de mojarse el pelo y peinarse,
salió a la calle. Con paso ligero se dirigió al palacio asaltado, se cruzó con
hombres solos, ya se habían deshecho las cuadrillas, la mayoría en un estado
lamentable por la borrachera que llevaban. Un pensamiento se le fijó en la
cabeza por el olor a humo, pero viendo que no habían quemado el palacio al dar
vista al mismo, se tranquilizó. El humo procedía del resto de las hogueras de
las que se mantenían el rescoldo, atizado por un grupo de muchachos
madrugadores. Sin duda habían acudido, por si podían llevarse algo de lo que no
hubiera consumido el fuego. Donde fueron a parar los muebles y enseres de la
gran casa.
Uno de los
muchachos revolviendo las cenizas, encontró un trozo de cuadro chamuscado,
parte de un retrato de Godoy en el que todavía se distinguía su rostro. Viendo
el observador como se consumía el resto del cuadro, en llama viva, que hacía
desaparecer la cara del retratado, no le cupo duda, que si hubieran encontrado
al Favorito, las amenazas de muerte
se hubieran cumplido.
Estaba saliendo el
sol y decidió volver a su casa. Nada más entrar oyó ruido en la cocina,
pasando, vio a María, la criada, friendo buñuelos en una sartén y a su hija
Pilar, dándole vueltas con una cuchara de madera al contenido de un puchero.
Ésta se volvió para decirle:
–
Padre, siéntate en la mesa que
enseguida te sirvo un tazón de chocolate.
–
No me vendrá mal Pilarica, el
paseo de esta mañana me ha abierto las ganas de comer.
Mojaba el último
buñuelo y entró en la cocina su mujer. Venía en camisón y con el pelo revuelto,
cosa extraña en ella, lo que se explica por lo que le dijo a su marido:
–
Pedro, hace un momento me he
despertado, viendo que no estabas en la cama, me ha dado un vuelco el corazón,
menos mal que te encuentro aquí. Estaba dispuesta a vestirme y si no estabas en
casa, salir a buscarte a la calle.
–
Al amanecer seguía sin sueño y
para aclarar las ideas, me di un paseo por los Jardines. Como ya he terminado
el rico chocolate, ahora mismo subo al dormitorio.
– II–
Al día siguiente
cogía Pedro la primera diligencia que salía de Aranjuez a las 5 de la mañana
con destino a Madrid. Nada mas bajarse miró su reloj, eran las 9, la hora de
llegada que le dijo el conductor al salir. Se dirigió a la calle del Arenal
donde vivía Sandalio, llegó a su casa y subió al segundo piso, llamando a una
de las puertas. No tardó en abrirle Encarna, la criada, y al saludarla, debió
oír su voz el amo, pues desde el interior dijeron:
–
Pasa Pedro, estoy en el comedor
desayunando.
Al llegar a la
estancia, se levantó el amigo y al tiempo que le abrazaba, exclamó:
–
¡La mejor visita que podía recibir
esta mañana! – dirigiéndose a la criada, le ordenó –, Encarna, trae una taza y
unas galletas para que comparta el desayuno conmigo D. Pedro.
No se había
llevado la taza de café a los labios y el amigo, le preguntó:
–
¿Supongo que presenciarías el
motín en el que se asaltó el palacio de D. Manuel?.
–
Así fue, y cometí la imprudencia
de que me acompañara mi hijo Pedro Juan, que aquella tarde salió de caza con D.
Luis Patiño. Que me informó cuando llegó a mi casa, de lo que había visto y
oído en una venta del camino de Ocaña, donde pararon. Estaban llegando a
Aranjuez hombres de los pueblos próximos, armados con garrotes. Durante el día,
por las calles de la villa, me topé con varias cuadrillas que, por lo que
hablaban, deduje que procedían de los barrios bajos de Madrid.
Continuó
describiéndole, con todo detalle, los acontecimientos de aquella noche,
cambiando la palabra revuelta por motín, como le había oído decir al amigo. En
varías ocasiones, resaltó el papel del personaje elegantemente vestido y
embozado en su capa; que según él, debía influir en los que mandaban las
cuadrillas de amotinados. Como prueba de esta influencia estaba, el permitir el
auxilio que le prestaron a la Princesa, D. Luis y él, en el que también
participó su hijo. Por esto, terminó su exposición, preguntándole:
–
Sandalio, ¿el personaje que
influía sobre la turba con disimulo, al que debían conocer los hombres que
mandaban las cuadrillas, sería uno de los conjurados?.
–
Mas bien Pedro, sería un
conspirador al que le habían encargado este cometido los conjurados. Como te
hacía ver entre líneas, en la carta que te escribí y ahora está claro, de la
conjura contra Godoy son protagonistas los que pretenden que nuestro Rey
abdique en su hijo, el Infante D. Fernando. Claro está, alentados por éste, que
desde que resultó fallida su intentona de hace dos años, no ceja en su empeño
de proclamarse Rey de España. Por eso la gente gritaba: ¡Viva Fernando VII!.
–
Pero los organizadores de motín,
si son los conspiradores, como tú les llamas, repartieron mucho dinero. Las
calles de la villa y no sólo las aledañas al palacio, estaban repletas de
gente. Calculo que la multitud la formaban varios cientos de personas. Por mi
experiencia en los trabajos con hombres de campo, éstos no se mueven de sus
casas si no les pagan los días que estén fuera, el doble o el triple del jornal
y los gastos de viaje. Y no digamos los de los barrios bajos de Madrid, esos
habrán cobrado mucho más que los campesinos.
–
Los encargados de repartir ese
dinero son precisamente los conspiradores, entre los que puedes incluir, el
personaje que me has dicho que permanecía en el quicio de la puerta del palacio
derribada. Estoy seguro, que algunos de ellos cobraría como informadores de
Godoy, si se pusieron en su contra, es porque le pagaron más los conjurados.
Viendo el interés
de su amigo por lo que le decía, pensó, que posiblemente Pedro era la primera
vez que tenía noticias de la actividad de aquellos personajes, que se vendían
al mejor postor. Por eso continuó:
–
El conspirador vende un genero
inapreciable para los políticos, la información. ¡Son tan hábiles!, que la
sacan hasta de debajo de las piedras. Normalmente no dan la cara, pero hay
excepciones, la más relevante que conozco, es la de Fouché, ministro del
Interior de Napoleón.
–
De ese tal Fouché me suena el
nombre, por lo que leí en una publicación francesa que me mandó mi amigo Paco,
abogado en Valdepeñas, hace años. Recuerdo que se entregó a la Comuna cuando
cayeron los Jacobinos, grupo al que pertenecía.
–
Pedro, tienes una memoria que me
maravilla, no sólo se entregó a la Comuna, sino que traicionó a su jefe,
iniciando una carrera política fulgurante. Como ministro de la policía, creó su
propio estado dentro del estado francés. ¡Cómo será!, que dicen, es el ministro
más odiado, hasta la familia del Emperador le tiene miedo.
Fue Pedro el que
inició la conversación que le interesaba. Sabía que Sandalio simpatizaba con
los franceses, pero sin menoscabo del amor a su patria. Repetidamente le había
explicado que las ideas liberales, compartidas por ambos, sería difícil que
arraigarán en España, sin el apoyo de los que hicieron la revolución en el país
vecino. Por eso, le hizo la pregunta más comprometida por esas fechas:
–
¿Qué propósito trae el ejercito de
Napoleón que ha venido a España? – antes que le contestara, continuó –, dicen
que lo integran 100.000 hombres y la gente pone en duda que sólo estén aquí
para invadir Portugal. Veremos si vencen por tierra a las tropas inglesas
después del fracaso por mar. En Trafalgar, la armada franco-española, a pesar
de tener más barcos, fue derrotada por la inglesa.
–
La pregunta que me has hecho, era
la misma que me hacía yo hasta ayer, en que me entrevisté con un capitán de la
Guardia Imperial. Me trajo una carta de su padre, del que me hice amigo hará
tres años, con ocasión de un viaje a las Landas francesas, te lo cuento.
Empezó
explicándole que el viaje se lo pagó la Sociedad Económica Matritense de Amigos
del País. Le encargaron, que después del viaje redactara un Informe, sobre los
trabajos de plantación de árboles que se venían haciendo en los arenales de la
costa Aquitana, gran proyecto de Napoleón. Allí conoció un personaje,
apasionado como él a la Botánica. Se hicieron muy amigos, carteándose desde
entonces sobre asuntos de La Foret,
que dicen los franceses. De ahí que el hijo de su amigo, le visitara con una
carta de presentación del Botánico francés.
En la conversación
que mantuvo con el capitán, se enteró de que Murat, el gran duque de Berg y
cuñado del Emperador, tenía prevista su llegada a Madrid aquella mañana.
Trasladaba su cuartel general desde Aranda del Duero a la capital de España. En
ésta se juntarían 20.000 soldados, se sumarían a los que estaban, los que
venían de camino.
Por lo que logró
sonsacarle al portador de la carta, no tenía duda que aquella tropa venía a
quedarse, lo mismo que pasaba en los países que habían invadido. Tampoco se
descartaba que fuerzas españolas y francesas entraran en Portugal, pero
mandadas exclusivamente por generales del Emperador. No creía Sandalio que
pudiera fracasar la invasión de Portugal, el ejército de Napoleón, hasta el
presente, resultaba invencible. Vio por la cara de Pedro que quería intervenir
e hizo una pausa para que lo hiciera.
–
No me extraña lo que me has
contado, mi opinión es, que esto se agrava con la debilidad de la que ha dado muestras
nuestra monarquía; sobre todo, después del motín de Aranjuez. Si el Príncipe de
Asturias accede al trono, tendríamos un gobierno de títeres. No puede
calificarse de otro modo a los que le han alentado en dos ocasiones a
enfrentarse con su padre. El Rey ha demostrado sobradamente que no tiene las
cualidades de su progenitor, Carlos III, de ahí que fuese manejado por
cortesanos ambicioso y el principal, Godoy. Lo mismo puede pasar ahora,
aumentado y corregido, con un gobierno en la Corte que formarán los conjurados.
–
Tienes razón, coincido plenamente
contigo, pero dejemos esto. ¿Por qué no me acompañas al cuartel de Fuencarral?,
he quedado con el capitán esta mañana para que me entregue un salvoconducto que
le pedí.
–
Mi ropa no es como la tuya, al
estilo francés, y además ¡qué pinto yo tratándome con los gabachos!, aunque hable su idioma.
–
Lo de la ropa tiene fácil
solución, yo no puedo prestártela por tu gran talla, dos puertas mas arriba de
mi casa, un sastre tiene confeccionada a buen precio, ropa al estilo francés,
como tú dices. Los madrileños, antes se la compraban, pero desde que vinieron
los soldados de Napoleón, no lo hacen.
Después de pasar
por la sastrería y comprarse Pedro una casaca y unos pantalones, era la primera
vez que vestía esta prenda, volvieron a la casa para que se cambiase de ropa.
Desde allí, se fueron al cuartel. En el camino, le explicó Sandalio que el
salvoconducto le permitía viajar sin tropiezo, desde Madrid a sus tierras de
Morata de Tajuña. Allí tenía un caserío y pasaba temporadas dedicado a poner en
práctica sus conocimientos de Agricultura.
En la puerta del
cuartel, Pedro le preguntó:
–
¿Dime una población de Francia que
esté cerca de la frontera?.
–
La más próxima es Biarritz – le
contestó extrañado.
–
Vistiéndome con la ropa de afrancesado,
me ha venido a la cabeza una idea, te la explicaré si la pongo en práctica. No
le digas al capitán mi nombre, ya lo haré yo.
A uno de los
guardias de la puerta del cuartel, le preguntó D. Antonio, después de
presentarse, por el capitán Villeneuve, un sargento les acompañó a una
estancia. Detrás de una mesa se encontraba el capitán, que se levantó para
saludar a sus visitantes, diciéndoles que se sentarán. Le entregó al amigo de
su padre el salvoconducto, en el que había rellenado los espacios en blanco que
dejaba el impreso con el Escudo Imperial; los datos personales, nombre, fecha
de nacimiento, domicilio, etc.
En la conversación
que siguió a la entrega, el militar les pidió información sobre costumbres
españolas que le sorprendían, ninguna sobre asuntos militares y políticos. La
mayoría de las preguntas que les hizo, se las contestó Pedro en su idioma, con
pronunciación más correcta que la de su amigo. Esto y la vestimenta elegante,
debieron impresionar tanto al capitán, que pudo ser el motivo de que le hiciera
una proposición. Le preguntó si quería colaborar con el ejercito francés,
desempeñando el cometido de interprete. Informándole, antes que contestase, del
sueldo por jornada pagado en monedas de plata, francesas o españolas.
No tardó en dar su
aceptación el visitante, pero añadiendo que necesitaría un salvoconducto como
el que le había entregado al amigo. El militar cogió un impreso de los que
tenía encima de la mesa y se dispuso a rellenarlo. Lo primero que le preguntó
fue su nombre, a lo que contestó:
–
Pierre Martín García.
Sucesivamente fue
rellenando los espacios en blanco con los datos que le daba Pierre. Eran los
siguientes: nacido en Biarritz el 6 de noviembre de 1.775; casado; con
domicilio en Aranjuez, calle Larga número 20; oficio, trajinante en vinos manchegos. Nada mas oír esto, el capitán
nuevamente le propuso, que podía añadir al cometido de interprete, el de
proveedor de vino y aguardiente al ejército Imperial. Fechó y firmó el
documento, entregándoselo para que lo leyera, una vez que lo hizo, el
interesado comentó:
–
Capitán Villeneuve, si no le
parece mal, podía completar el salvoconducto poniendo debajo de su firma, la
acreditación como interprete y proveedor de vinos y aguardientes.
Así lo hizo,
firmando nuevamente al píe de la diligencia. Por la cara de Sandalio, podía
adivinarse lo que pensaba, todos los datos eran falsos; excepto, el segundo
apellido, estado y la fecha de nacimiento. Conocía la osadía de su amigo, pero
no podía creer que llegara a tanto. ¿Qué pretendía?, se preguntó, pero no
encontraba respuesta.
Salieron del
cuartel y de camino a la calle Arenal, entraron en una talabartería, donde D.
Pedro compró una funda de cuero repujado, aclarándole al amigo que le serviría
para guardar la ropa de afrancesado y también para las láminas y útiles de
dibujo. Siempre viajaba con este material, aparte de su pistola y faca.
Antes del
almuerzo, Encarna les sirvió un aperitivo y como Pedro seguía sin explicar su
actuación en el cuartel, Sandalio que estaba preocupado e intrigado, le
preguntó: ¿qué motivo le había llevado a comportarse así?, contestándole:
–
Hoy he dado mi primer paso como
conspirador.
Ante esta escueta
frase, el amigo quedó estupefacto, no sabía que responder hasta que se rehizo.
Lo que siguió mas bien fue un monólogo de Sandalio, tratando de convencerlo
para que desistiera de lo que se había propuesto. Le dio toda clase de razones,
y entre ellas, el peligro que corría, podía llegar hasta que lo apresaran y lo
más grave, que un pelotón de soldados lo fusilara.
A todo esto, la
cara de su interlocutor seguía sin inmutarse, sólo manifestó preocupación
cuando le recordó que era padre de familia. Al carácter osado de Pedro, se unía
su valentía de la que no presumía. Su amigo tenía constancia de ella, por
situaciones que había vivido antes de llegar a Aranjuez, en muchas de ellas se
necesitaba gran valor. Cuando se las contaba el amigo, lo hacía sin darle
importancia.
Después del
almuerzo se dirigieron a la calle Postas, de donde salían las diligencias con
destino a Aranjuez, Pedro cogió la última. Al despedirse, Sandalio, le
encomendó que le avisase, si se iniciaban las clases en la Escuela de
Agricultura. Llegó a su casa al anochecer, dándole el equipaje a su hijo Pedro
Juan y la llave del armario de las armas para que lo guardase allí. No quería
que su mujer viese la ropa que compró y mucho menos, el papel que escondía en
el bolsillo de la casca, el salvoconducto francés.
Luciana, que
esperaba con ansiedad a su marido, nada mas sentarse en el comedor, le dijo a
sus hijos que se fueran a la cocina y que les diera la cena María. Pronto lo
puso al corriente de los acontecimientos de aquel día; el primero, que Godoy
salió de su escondite, donde estuvo día y medio desde el asalto a su palacio.
Se presentó a los soldados que hacían guardia en la puerta, en mangas de camisa
y con el pelo revuelto, pidiéndoles agua, una vez que se la dieron, se dejó
apresar sin resistencia.
Se extendió por
Aranjuez – continuó la mujer–, que el Príncipe había aparecido. Nuevamente
acudió una multitud al palacio, pero los soldados protegían al apresado. Lo
peor fue en el camino desde el palacio hasta el cuartel, la gente rodeó la
comitiva de soldados que protegía al preso, les tiraban piedras y otros
objetos, al tiempo que gritaban, pidiendo que le dejaran al ladrón. Los
soldados con dificultad pudieron llegar al cuartel, allí dejaron preso a D.
Manuel.
De los incidentes
anteriores, pasó Luciana, a lo que también le contaron sus vecinas. El Rey,
presionado por su hijo y por los cortesanos que apoyaban a éste, pero sobre
todo, por la multitud que se mantenía a las puertas de Palacio Real, accedió en
abdicar en el Príncipe de Asturias. Viendo que esta noticia no alteraba la cara
de su marido, le preguntó:
–
Pedro, ¿no te alegras que el
infante D. Fernando sea el nuevo Rey de España?.
–
Ya lo suponía y no creo que sea
motivo de alegría, aunque esto haya calmado a esa turba embrutecida. Por lo que
he visto en Madrid, el destino de nuestra patria está en manos de Napoleón.
Siguió
preguntándole su mujer, que cuando estaba preocupada no había quien la parara,
la conversación entre Sandalio y él, en la entrevista de aquel día. Para ella,
el amigo de su marido era su mejor consejero, por su sabiduría y bondad. Lo que
le contó aumentó su preocupación, especialmente, al enterarse que 20.000
soldados franceses ocupaban Madrid. Y eso que no le dijo nada sobre el
salvoconducto que guardaba en el bolsillo de la casaca de corte afrancesado, y
de sus intenciones de utilizarlo para pasar información a los enemigos de
Francia.
Al día siguiente
salió de su casa con la intención de encontrarse con D. Carlos, el Director de
la Granja-Escuela. Conocía sus costumbres y una de ellas era, su asistencia a
misa. Le esperó en la puerta de la iglesia y cuando llegó, le dio la buena
noticia de que al día siguiente se iniciaban las clases de Agricultura. Desde
la iglesia fue a la casa de Postas, donde le entregó a un conductor de la
diligencia que salía para Madrid, un billete para D. Antonio Sandalio de Arías,
le anunciaba la apertura de las clases.
En el almuerzo de
aquel domingo, se celebró el santo y cumpleaños de José, el pequeño de la casa,
como su madre tenía previsto. Se reanudaba la normalidad en la familia
Martínez, interrumpida por el motín de Aranjuez, la villa de su residencia. En
esa normalidad entraba la continuidad de la carrera del padre, que al día
siguiente iniciaba su nueva ocupación, la de profesor de la Escuela de
Agricultura. Esto, la persona que más lo valoraba, era Luciana, que le
brillaban sus bellos ojos azules, signo de la felicidad que sentía, al
contemplar a su marido e hijos alegres, durante la pequeña fiesta de
cumpleaños.
Le fue muy bien a
Pedro en las primeras clases que impartía, se trataba de prácticas sobre las
que tenía experiencia de cultivos agrícolas, también de trabajos forestales
(éste término, derivado de La Foret, lo impuso en la Escuela, el
profesor de Botánica, D. Antonio Sandalio). Venía todas las semanas el
miércoles, regresando a Madrid el sábado. Podía decirse, que por su sabiduría,
era el profesor más prestigiado de la Escuela. El miércoles, 23 de marzo, en
que iniciaba las clases, era víspera de la entrada en Madrid del nuevo Rey de
España, Fernando VII.
Al día siguiente
llegaron a Aranjuez noticias del gran recibimiento de los madrileños al nuevo
Soberano. La mayoría de los vecinos del Real Sitio se sentían orgulloso del
motín, por fin había subido al trono la persona que aclamaron como Rey. De ahí
la avidez que mostraban por enterarse del recibimiento y la rapidez con que se
extendían las informaciones entre los vecinos de la villa. Según dichas
informaciones, la calle de Alcalá y la Puerta del Sol, estaban engalanadas con
colgaduras en los balcones, como si de la procesión de Corpus se tratase. La
inmensa multitud que abarrotaba las calles, aclamando al joven Rey, dejaba
espacio mínimo para que pasara la carroza. En definitiva, nunca se había visto
en la capital de España, un recibimiento como el del día 24 de marzo de 1.808.
Las noticias que
le fueron llegando a lo largo del mes de abril, confirmaban lo que Pedro la
había vaticinado a su mujer, que España estaba en manos de Napoleón. De dichas
noticias era su principal informador su amigo Sandalio. Por él fue enterándose,
como primero, Carlos IV y su mujer, la Reina María Luisa, llamados por el Emperador
se trasladaron a Bayona. ¿Iría con ellos Godoy?, nadie le contestó la pregunta,
pero el ex - Príncipe no seguía preso en Aranjuez. La segunda noticia de la que
era portador su amigo, semanas mas tarde, le alarmó. Fernando VII había salido
de Madrid con la intención de ir al encuentro del Emperador que venía a España,
según le informó al nuevo rey el embajador francés. Solamente quedaban en la
Corte de la Familia Real, los infantes.
Al despedirse los
dos amigos, Sandalio y Pedro, el sábado 30 de abril, por lo que hablaron, eran
de la misma opinión: ni el Rey padre, ni el Rey hijo, recuperarían el trono. Se
confirmaba lo que Pedro venía pensando desde la caída de Godoy, que
posiblemente Napoleón tenía en cartera, el hacer Rey de España a uno de sus familiares.
Su cuñado Murat estaba en Madrid, ¿pasaría de gran duque a rey?, se lo preguntó
a Sandalio, que obvió la respuesta. Ninguno de los dos hicieron comentario
alguno de lo que podía pasar, si los infantes también eran trasladados a
Bayona.
El dos de mayo por
la tarde, Pedro, estaba en la orilla del río explicándole a sus alumnos como se
construía una armadía, balsa de troncos de pino utilizada en la
navegación de maderas por los ríos. Llegó un propio enviado por D. Carlos, el
Director de la Escuela y Jardinero Mayor, con el recado de que se reintegraran
a la Granja profesores y alumnos. Pasaron a la estancia más espaciosa y uno de
los profesores les dijo que acababa de llegar de Madrid en su coche de caballos
con la familia, dando un rodeo para no ser detenido. Acto seguido, les explicó
que se había producido el levantamiento del pueblo Madrid contra los franceses
invasores.
“Todo empezó en
las puertas del Palacio Real – inició el relato el profesor–, la gente allí
congregada pudo confirmar el rumor que se había extendido el día anterior: los
infantes serían trasladados a Bayona, allí estaban los coches para hacer el
viaje. A los gritos de: ¡Que se van!, ¡Que nos los llevan!, se unió el de:
¡Esto no lo podemos consentir!. De las palabras pasaron a los hechos, rodeando
a los soldados de la escolta y atacándoles con garrotes, navajas, herramientas
diversas y todo lo que habían encontrado en sus casas que podían utilizar como
armas. Los soldados se defendían con sus sables. Empezó a correr la sangre”.
“Aparecieron por
la calle Nueva más soldados, con piezas de artillería que dispararon contra la
multitud, hasta entonces no se utilizaban armas de fuego– continuo contando el
profesor–. Yo me encontraba en la Casa de Correos, haciendo las diligencias
ante la Junta, que me encargó D. Carlos para proveer de fondos esta Escuela.
Entraron en el salón donde me encontraba dos hombres gritando: ¡Armas!,
¡Armas!. El miembro de la Junta que me atendía logró serenar aquellos hombres.
Fueron los que nos contaron lo que había pasado a las puertas de palacio, y su
huida con la mayoría de la gente por la calles Mayor y Arenal. Se oían los
gritos de la multitud delante de la Casa pidiendo armas. Se mezclaban con:
¡Muera Napoleón!, ¡Viva España!, ¡Viva Fernando VII!”.
“Desde uno de los
balcones– continuó el relator– pude ver a un cuerpo de ejército que bajaba por
la calle Montera y después otros dos que llegaban a la Puerta del Sol por
Carretas y San Jerónimo. Ya habían ocupado la Plaza: hombres y mujeres, de
todas las edades, la mayoría indefensos, pero otros procedentes de los barrios
bajos si venían armados, tanto con armas blancas como de fuego. No pude
soportar el ver aquella carnicería que presenciaba, por una puerta trasera de
la Casa de Correos accedí a la calle que sube al Palacio de Santa Cruz,
encaminándome a mi casa de Embajadores”.
Hizo una pausa. No
se le pasó a Pedro el odio contenido en las miradas de los jóvenes alumnos, que
permanecían expectantes de que el profesor continuase contándoles los trágicos
acontecimientos. Así lo hizo, diciendo: “que frente a la Cava de San Miguel, se
produjo un choque cuerpo a cuerpo entre los invasores y los vecinos de ese
barrio. De esto me enteré, por dos hombres que llevaban un herido sobre un
colchón, tenía la barriga abierta de un sablazo”.
“Al llegar a mi
casa– continuó– envié al mayor de mis hijos al Puente de Toledo. Volvió, cuando
toda la familia ya estaba montada en el coche, informándome que se había
retirado la guardia francesa del puente. Lo atravesé y no paré hasta Pinto, no
siguiendo el Camino Real de Andalucía, sino otros, para evitar el encuentro con
patrullas francesas. Como los caballos estaban reventados, cambié el tiro por
otro que me prestaron en la casa de Postas y no paré hasta llegar a Aranjuez”.
A medida que describía
el profesor lo ocurrido aquella trágica mañana, eran mas frecuentes los
comentarios entre los alumnos cargados de odio contra los invasores. Uno de
ellos, después de pedir permiso a D. Carlos, avanzó hasta el centro de la sala
y dirigiéndose a sus compañeros, les habló de esta forma:
–
“Amigos y compañeros, nuestra
patria nos necesita, volvamos a nuestra tierra. Allí contaremos lo que ha
pasado en Madrid esta mañana y estoy seguro que continuará esta tarde, ante la
valentía mostrada por los madrileños. Como ellos se han levantado contra el
ejercito invasor, también nosotros debemos hacerlo. España es muy grande y no
consentiremos que la ocupe los que mataron a sus reyes y ahora pretenden
hacernos súbditos de ese canalla de Napoleón. Yo me voy a mi tierra andaluza
para alistarme, estoy seguro que el ejército español se enfrentará al francés,
tan pronto éste atraviese Despeñaperros”.
Por el
temperamento sereno de Pedro y su carácter calculador, derivado de su mente
matemática, era difícil que manifestara el más mínimo atisbo de emoción. Las
palabras ardorosas del alumno, traspasaron de su mirada el odio contenido a la
de él. También el deseo de hacerle la guerra al ejército invasor.
Camino de vuelta a
su casa, fue recuperando la serenidad para poder tranquilizar a su mujer, que
ya se habría enterado por las vecinas de los sucesos de aquel día. De esto tuvo
seguridad por la agitación de las calles de la villa y los comentarios de los
vecinos. Estos confirmaban que eran conocedores de lo que había pasado en Madrid,
seguramente habrían huido personas, que como el profesor, habían venido al Real
Sitio.
Encontró a su
mujer en la cocina, se ocupaba en la cena de los hijos, nada mas verlo, le dijo
que pasase al comedor y la esperara, María mientras tanto le serviría un vaso
de vino. La cara de Luciana denunciaba que ya estaba enterada como había
supuesto. Al poco rato pasó al comedor y antes que empezara hablar, le dijo el
marido:
–
Como sé lo que vamos a tratar,
quiero que esté presente Pedro Juan, la otra noche se portó como un hombre y
aunque reconozco mi error en que me acompañase, de lo que hablemos conviene que
esté enterado. Ha demostrado que podemos confiar en él, y en mi ausencia, debe
sustituirme como hombre de la casa.
A la madre le
debió parecer bien y volvió a la cocina retornado en compañía del hijo mayor.
Fue ella la primera en contar de lo que le informaron las vecinas. Repitió lo
que sabía el marido, pero por su carácter apasionado, con más calor en la
descripción de los acontecimientos que el profesor de la Escuela. Sus
informadoras, entre otros detalles, le habían dicho las bajas del ejercito
francés, todas ellas producidas por los valientes chisperos y manolas. Terminó con un comentario: esperaba que
aquella lucha desigual terminase pronto, ya que de lo contrario, los 20.000
soldados que ocupaban Madrid diezmarían su población.
Continuó la
conversación el marido, refiriéndose solamente a la reacción de los alumnos de
la Escuela de Agricultura. Si éstos, como estaba seguro, volvían a su tierra,
su plaza de profesor la perdería definitivamente. Al decir esto, Pedro Juan, que
permanecía callado, le preguntó al padre:
–
¿Si pierdes la plaza, volveríamos
a Siles?.
–
Eso darlo por seguro – le contestó
–, esperemos que el ejército español se una al inglés en guerra con el de
Napoleón. Si como presumo se declara la guerra, estaríais mejor en nuestra
tierra, no creo que los franceses, acostumbrado a guerrear en campo abierto,
invadan la Sierra de Segura. Allí una partida de pocos hombres, aprovechando el
terreno quebrado y sus arbolados, podrían con las emboscadas sorprender a los
invasores y producirles muchas bajas. Llevarían las de ganar nuestros paisanos.
–
Pedro, por lo que has dicho –
intervino Luciana alarmada –, te veo a ti integrado en una de esas partidas.
Eso de guerrear en emboscadas y conociéndote, me hace pensar en que serías
capitán de una partida, nadie conoce los montes mejor que tú. Prefiero que nos
quedemos en Aranjuez, aunque no estemos seguros, antes que pongas en peligro tu
vida.
–
Mujer, el ejemplo de los alumnos
esta mañana es el que debe seguir todo español de bien. No se trata de una
guerra mas, como las que hizo España en Europa y ultramar, ni tampoco como la
última, guerra civil entre los que apoyaban a los Austrias y a los Borbones.
Nos encontramos ante una invasión de nuestra patria por el hombre que más
admiraba y ahora es el que más detesto, Napoleón.
–
¿Entonces, estas decidido a hacer
la guerra a los franceses?.
–
No de la forma que tu piensas, con
armas de fuego, si no con otras que pueden ser más efectivas. Sólo puedo
decirte, que me valdrá mi conocimiento del idioma francés y los consejos de
amigos de confianza, entre ellos, Sandalio y Paco, el abogado de Valdepeñas.
Ellos han viajado a Francia y tienen más conocimiento que yo, no me meteré en nada
peligroso sin consultarles.
–
Aunque me fíe de tus amigos, no me
dejas tranquila y barrunto lo que me espera, rezar continuamente a la Virgen
del Carmen para que te proteja.
–
Empezaré las consultas pasado
mañana con Sandalio. Espero que haya podido salir de Madrid y esté en su
caserío de Morata de Tajuña. No habrá tenido ningún inconveniente en la huida,
dispone de un salvoconducto francés.
Volvió a la
Escuela al día siguiente, su Director estaba desolado, y no sólo por la marcha
de los alumnos, también por no tener fondos para el mantenimiento de edificios
y jardines. Las diligencias ante la Junta que le encomendó al profesor, testigo
de los acontecimientos del dos de mayo, no pudieron llevarse a cabo. Desde la
Escuela fue a visitar a D. Luis Patiño, Conde del Arco, quería que le prestase
un caballo con el que ir a Morata de Tajuña.
Lo encontró
entristecido y muy afectado por los sucesos del día anterior, le dijo, que
estaba seguro que el pueblo de Madrid continuaría luchando contra el ejército
del canalla de Napoleón, al que no perdonaban que se hubiese llevado a Bayona
toda la Familia Real.
Todavía no había
tenido tiempo Pedro de leerse la Cartilla
Elemental de Agricultura Española de la que era autor, D. Antonio Sandalio
de Arias. Como al día siguiente iría a visitarlo, dedicó la tarde a su lectura.
Era la primera publicación de su amigo y lo consagraba como una autoridad en la
Agricultura española.
– III –
En el camino a
Morata de Tajuña, Pedro iba dándole vueltas en la cabeza de cómo decirle a su
amigo lo que prácticamente tenía decidido: ser confidente del ejercito español,
para pasarle la información de interés militar que le fuera sacando a los
franceses. Encontró a Sandalio como había supuesto en su caserío, si su amigo
Luis Patiño estaba y lo dejó entristecido, no podía compararse con el estado de
ánimo del que visitaba. Lo primero que le comunicó, es que había estado preso
en el cuartel de Fuencarral a donde fueron por los salvoconductos, le contó lo
siguiente:
“Estaba en el
despacho de mi casa desde el amanecer, sobre las nueve y media, oí como varios
truenos, después pensé que podían ser cañonazos. Mandé a la criada a la calle y
cuando volvió, venía llorando desconsolada. No pude tranquilizar a Encarna, que
entre sollozos me dijo como pasaban por la calle hacia la Puerta del Sol, un gentío
que huía de los franceses, desde que éstos dispararon varias baterías contra
ellos. Me asomé al balcón en el momento que los soldados seguían a los que
huían”.
Hizo una pausa y
continuó:
“De los pisos
altos de mi casa, así como de las vecinas y de las de enfrente, empezaron a
tirarle a los soldados toda clase de objetos contundentes y a más de uno
descalabraron. En ese momento llamaron a la puerta, no me dio tiempo a decirle
a Encarna que no abriera, ésta lo hizo. Entraron dos hombres, que por la
diferencia de edad y parecido, supuse que eran padre e hijo. Se fueron derechos
a uno de los balcones con la intención de hacer lo mismo que los vecinos de la
calle Arenal”.
“Logré
convencerlos para que no arrojaran contra los soldados los objetos y utensilios
que ya tenían en sus manos, los más pesados que encontraron. Después de
atrancar la puerta, permanecimos en silencio más de dos horas, sólo el
muchacho, de vez en cuando, le decía al padre que él se iba a la Puerta del
Sol. En el momento que se dirigía a la puerta para salir, oímos un gran
estruendo, deducimos que estaban derribando las puertas de mis vecinos. Al oír
los golpes en la mía, inmediatamente la abrí, penetraron dos soldados que
registraron todas las habitaciones, por lo que hablaban entre ellos, buscaban
armas, sabes Pedro que mi única arma es la pluma”.
“Terminado el
registro – continuó relatando–, uno de
los soldados sacó unas cuerdas y nos ató fuertemente las manos, después de
decirnos en su idioma que las pasáramos a la espalda. Como vieron los hombres
que obedecía, me imitaron, no habían comprendido la orden del francés. Me
dirigí al soldado que me ataba en su lengua, lo que debió sorprenderle, para
preguntarle: ¿dónde nos llevan?. Me contestó que al cuartel de Fuencarral, esto
me hizo concebir esperanza, el capitán Villeneuve podía liberarme. Por eso le
dije a Encarna:
–
Cierra bien la casa y vas a hablar
con Facundo, le dices que prepare el coche de caballos, esta noche o mañana
viajaremos a Morata de Tajuña. No se te olvide comunicarle que no se preocupe y
le aclaras, que dispongo de un salvoconducto francés.
–
Así lo haré D. Antonio, aunque
hasta que no vuelva estaré deshecha – me contestó”.
“Llegamos al
cuartel, el sargento que nos acompañó ante el capitán el día que estuvimos
allí, debió reconocerme por la cara que puso, por ello le pregunté por su jefe.
Me dijo que mandaba su compañía, requerida como refuerzo para repeler la
agresión, tan pronto como volviera le comunicaría mi situación. Por la tarde
fueron llegando más presos, muchos procedían de los que habían defendido el
Parque de Monteleón al mando del capitán Daoíz. Lo que me contaron me puso los
pelos de punta y la carne de gallina”.
Se le saltaron las
lagrimas, por lo que tuvo que hacer una pausa, lo que aprovechó el amigo para
comentarle:
–
Sandalio, en un viaje que hice a
Madrid visité el parque que dices, ya conoces mi frustrada vocación artillera.
Me lo enseñó un teniente del que recuerdo su nombre, D. Pedro Velarde. Por lo
que pude ver, no llegaban a media docena los cañones de que disponían.
Al escuchar el
nombre del teniente, dos lagrimas bajaron desde los ojos de Sandalio,
abriéndose paso con lentitud por las mejillas hasta la barba. Con voz
entrecortada continuó:
“El teniente
Velarde murió de un pistoletazo que le dieron por la espalda. El capitán D.
Luis Daoíz, le traspasaron el pecho con una bayoneta. A estos héroes se unió,
toda la sección de infantería que mandaba el teniente Ruiz, perecieron
defendiendo el Parque. No se rindieron a pesar de las numerosas tropas contra
las que se enfrentaron”.
Viendo el amigo el
mal trago que estaba pasando el relator, contándole hechos tan violentos y
conociendo que siempre se proclamaba hombre de paz, nuevamente le interrumpió
para decirle:
–
No sigas contándome como acabó tu
odisea, si no quieres. Me da pena ver lo mal que lo estás pasando.
–
Al contrario Pedro, esto lo tenía
guardado dentro y me hace daño, son los peores momentos que he vivido en los 33
años que estoy en este mundo. Me sirve de desahogo y al mismo tiempo recupero
mi serenidad. Es como si expulsara el monstruo de la maldad de los hombres que
se había metido en mi cuerpo. Te resumo y pongo fin a la historia:
“Estaba
anocheciendo, cuando vino al patio donde estábamos los presos el capitán Villeneuve,
a mi lado seguían el padre y el hijo que apresaron en mi casa. Intercedí por
ellos y hasta mentí, diciendo que eran dos carpinteros que se encontraban en mi
domicilio para arreglarme unos muebles. Nos pusieron en libertad. Esa noche
volví a nacer, Pedro, y salvé la vida de dos falsos carpinteros. A la mañana
siguiente me enteré que los presos del cuartel de Fuencarral habían sido
fusilados en El Retiro”.
“Cuando preparaba
el equipaje, sólo libros, para venirme al caserío, llamaron a la puerta. Le dije
a Encarna que abriría yo, todavía mantenía la pobre el miedo metido en el
cuerpo. ¡Menuda sorpresa me llevé al abrir!, en frente de mí estaba el capitán
Villeneuve y dos soldados. Me informó que éstos me darían escolta hasta el
último control de las afueras de Madrid que encontrásemos. Otra sorpresa me la
dio Facundo, el cochero, al llegar a su casa me comunicó, que aprovechando mi
salvoconducto, él también se iba con su familia a su pueblo, Noblejas”.
“El estado en que
veníamos y el miedo que pasamos en el viaje te lo puedes figurar, sobre todo,
sabiendo que los fusilamientos seguían; no sólo en El Retiro, también en el
Buen Suceso, La Moncloa, La Montaña y huerta de Príncipe Pío. Me has hecho un
gran favor Pedro, llevo 48 horas en vela, es posible que por fin esta noche
pueda recuperar el sueño y descansar”.
Los amigos después
de comer, reanudaron la conversación, que aunque relacionada con los hechos
acaecidos, se concretaba en un único tema. La inició Sandalio con esta
pregunta:
–
Pedro, ¿tú crees que lo que ha
pasado en Madrid, se extenderá al resto de España?.
–
Estoy seguro, los alumnos de la
Escuela se marcharon a su tierra para alistarse en el ejército. Es posible que
en Andalucía donde la presencia de los franceses es reducida, tan sólo la de
los marinos en Cádiz que yo sepa, empiecen las hostilidades.
–
Los muertos en Madrid se siguieron
produciendo después de lo que te he contado, a pesar del pacto que hizo la
Junta con Murat. A mi juicio, el camino de los pactos es el que hay que seguir
para llegar a un acuerdo con el Emperador. Hacerle la guerra sólo puede
acarrear un desastre, aunque se organice el ejército español, hoy dividido, y
se una al inglés. Mira lo que pasó en Prusia, con un ejército victorioso en
numerosas batallas.
–
No me extraña lo que piensas y más
conociendo tu carácter. Si el otro día compartía con reservas tu opinión, de
que el apoyo francés a la ideología liberal podía sacar a España de la
incultura y retraso, ahora pienso otra cosa. También pueden hacerlo los
españoles sin ayuda, empezando por redactar una Constitución que tome el
ejemplo de la de los Estados Unidos de América. ¿Qué piensas sobre esto y qué
me aconsejas?.
–
Pedro, puede que lleves razón,
ahora estoy inmerso en un mar de dudas y difícilmente podré aconsejarte, aunque te
conozco y tenemos caracteres contrapuestos, tú, ¿qué piensas hacer?.
–
El día que estuvimos en el cuartel
de Fuencarral, como explicación de los datos falsos que le di al capitán
francés, te anuncié que estaba dando mi primer paso de conspirador. Después de
los sucesos de los días pasados y de los que sigan en los venideros, por la
próxima guerra que se espera, he decidido cambiar de vida, te lo aclaro. Pienso
poner en práctica el nuevo oficio que reza en mi salvoconducto: proveedor de
vino y aguardiente del ejército Imperial.
–
Ya te veo venir, quieres pasar
información militar a los enemigos de Napoleón. No te voy a insistir sobre lo
que te dije el otro día, el peligro que corres. Conociendo tu valentía, se que
no le das importancia a comprometer tu vida, aún siendo padre de familia. Pero
si quieres que te diga la verdad, después de lo vivido días pasados y
aborreciendo las guerras, sé que estas se ganan más con la estrategia que con
la fuerza. Por eso, en la batalla de Austerlíz, la de los tres Emperadores, el
francés logró vencer a un ejercito más numeroso que el suyo.
–
Efectivamente y es posible que
Napoleón tuviera información sobre el despliegue previsto de sus enemigos.
Esperó que parte de las fuerzas ocuparan el lago, donde se hundieron numerosos
soldados rusos, al romper el hielo la artillería francesa.
–
Explícame lo que veo que ya tienes
decidido, más que como consejo, puede que te sea útil mi conocimiento sobre los
franceses a los que trato desde mi juventud.
Seguidamente Pedro
esbozó su plan, que por su mente matemática, se reducía a un análisis de los
problemas que podía encontrarse, sin poder aportar soluciones por su
inexperiencia. Ordenadamente le fue exponiendo a su amigo el camino que
emprendería. Lo primero, ir a Valdepeñas para visitar a su amigo Paco, D.
Francisco Frías Pineda, abogado y director de la destilería. Que por su
experiencia de mucho años en el comercio de vinos y aguardientes manchegos,
varias veces viajó a Francia e incluso le había servido pedidos al ejército
Imperial. El trato con los intendentes militares, le había llevado a establecer
amistad con algunos generales.
Los consejos que
esperaba de su amigo abogado – continuó explicando–, le serían fundamentales y
claro está, entraría como agente de su negocio, vendiendo los productos que
elaboraban en las bodegas y destilería. Con ellos iniciaría su oficio de
trajinante, de acuerdo con la diligencia del salvoconducto francés.
Desde Valdepeñas –
siguió diciéndole –, se iría a Siles para preparar el viaje de su familia desde
Aranjuez a su pueblo. Lo que más lamentaba, era que sus hijos dejaran los
estudios, especialmente su hijo mayor, Pedro Juan, quería que emprendiera la
carrera de abogado. Pero la vuelta de su familia a la Sierra de Segura, de
donde salieron hacía tres años, estaba motivada por una fuerza mayor, la guerra
que preveía cercana.
Todo esto y
detalles que se obvian, con orden, como se ha dicho, se lo fue exponiendo a su
amigo, que no le interrumpió y cuando vio que había terminado, le comunicó:
–
Pedro, como te dije al inicio de
nuestra conversación, no me sorprende lo que me has contado y más conociendo tu
osadía. Desde luego tu mejor consejero puede ser D. Francisco Frías, al que
conozco de hace años por las reuniones en la Logia Masónica a la que
asistíamos. Me parece muy bien que traslades tu familia al pueblo, allí estarán
seguros. Lo mismo que yo espero estarlo en éste, hasta que pueda volver a
Madrid.
La conversación
entre los dos amigos duró toda la tarde, por lo que llegó Pedro a su casa dos
horas después de anochecer. Luciana estaba en ascuas por conocer lo que había
tratado su marido con Sandalio. Al enterarse de la odisea de éste, mientras se
la contaban, por la impresión que le causaba, sólo repetía: ¡Pobre Sandalio!,
¡El miedo que debió pasar!. Antes que terminase, le interrumpió:
–
Si los mejores hombres de España y
más sabios se ven comprometidos, ¿qué va a ser de nosotros?.
–
Hacer lo mismo que ha hecho él,
irnos a nuestro pueblo como te dije.
–
Por mi encantada, pero si estás tú
con nosotros.
–
Eso sabes que no puede ser, tengo
que llevar dinero a casa y más si se declara la guerra. Esto supone que
escaseen los alimentos y acarrea su encarecimiento.
–
En los años de hambruna de
principios de este siglo provocada por la sequía, con penurias por lo poco que ganabas como Escribano de Rentas,
salimos adelante.
–
No puede compararse a lo que nos
queda por pasar, si la guerra se declara. Haré una visita a mi amigo Paco,
director de la destilería de Valdepeñas. Me ofreceré como trajinante de vino y
aguardiente, su precio subirá como la espuma, espero sacar buenos dineros. He
pensado meter en el negocio a nuestro antiguo criado, Roque, a él se le da
mejor que a mí todo eso de trajinar.
–
¿No se te habrá ocurrido negociar
con el ejército francés?.
–
Los comerciantes no entienden de
amigos ni de enemigos, si se tercia, le venderé aguardiente al ejercito
francés. Antes de las batallas los soldados beben y hasta algunos, su valentía
más se debe ha lo que han bebido que a la que heredaron de sus padres. Eso, los
generales lo saben, por eso los proveedores de bebida, al mismo tiempo que
hacen el negocio, son protegidos por los oficiales de la tropa.
Las noticias que
llegaban a Aranjuez, tanto procedentes de Madrid como de Andalucía, le
decidieron a adelantar el viaje que tenía previsto a su tierra, pasando por
Valdepeñas. En la ya antigua Corte, seguía la Junta de carcamares, como les llamaban los madrileños. En Sevilla se había
constituido una nueva Junta y su ejemplo se siguió en otras capitales
andaluzas. Dichas Juntas estaban movilizando personal civil para reforzar el
ejército español que se uniría al de los aliados, enemigos de Napoleón.
Por las noticias
referidas, escribió a su hermano Lucas, abogado en Murcia, comunicándole la
vuelta a Siles con su familia y proponiéndole que él hiciera lo mismo. Estaba
casi seguro que su hermano, seis años menor que él, se alistaría en el
ejército. Siempre se había manifestado en contra de Napoleón, incluso antes que
éste invadiera España.
La tarde antes de
salir de viaje, vinieron a su casa D. Luis Patiño y su mujer. El motivo de la
visita era comunicarles que dentro de una semana salían para Cádiz y desde allí
se embarcarían hasta la Habana, donde vivía un hermano del Conde, bien situado,
era ayudante del Gobernador. En el transcurso de la visita, mientras las
mujeres desahogan sus penas, por una señal de su amigo, Pedro comprendió que
quería hablar a solas con él, invitándole a que pasara a su despacho.
Sólo los dos, Luis
le resumió la información que había recibido de un miembro de la Junta de
Madrid, motivo por el que se iba a Cuba. Hacía dos días que estuvo hablando con
dicho personaje, le informó, que por las noticias procedentes de Bayona,
Napoleón impondría como rey de España a su hermano mayor, José Bonaparte.
Pedro veía el
esfuerzo que tenía que hacer su amigo, para ponerle al corriente de los
antecedentes de la noticia que le había dado. No en vano era deudor del trato
recibido por Carlos IV, especialmente en las cacerías que habían compartido.
Fue muy duro para el Conde contarle que el rey padre recuperó la corona,
invalidando la abdicación que había hecho en su hijo, por presiones del
Emperador. Esto sólo había sido una maniobra de éste, lo confirmaba la noticia
que supo en Madrid, la corona pasaría desde las sienes de Carlos IV a las de un
intruso, que reinaría en España con el nombre de José I.
–
La gente no se lo cree – apostilló
–, pero yo estoy seguro, por eso me voy a Cuba.
–
Lo comprendo Luis, y más
conociendo tu vinculación y la de tu familia con la monarquía de los Borbones.
La tristeza de aquel
buen hombre y apasionado monárquico, se acentuó cuando dijo que estaba
liquidando sus bienes. Le encargó al amigo que vendiera sus caballos, conocía
su buena disposición para el trato, pero al decirle éste que al día siguiente
salía para Valdepeñas, quiso regalarle el caballo que le prestó para que fuera
a Morata de Tajuña. No aceptó el regalo, contestándole que le compraba dos,
pagándole con los reales que sacó de un cajón de la mesa.
Se despidieron los
amigos en presencia de Pedro Juan, al que le dijo su padre:
–
Vente conmigo hasta la casa de D.
Luis, tenemos que traer dos caballos que le he comprado, uno será para ti.
–
Es el mejor regalo que me podías
hacer, padre – contestó.
La cara alegre del
joven no la pudo disimular, a pesar de la tristeza que embargaba la de su
madre, al perder dos amigos íntimos. Hacía más de un año que le estaba dando la
tabarra a su padre para que le comprase un caballo. Al volver padre e hijo
montados, al joven jinete se le notaba la satisfacción. No tenían cuadra en su
casa, por lo que tuvieron que pedirle a un vecino que les dejara encerrar a los
caballos en la suya.
El primer día
camino de Valdepeñas, Pedro hizo una larga jornada, llegó hasta Villalta de San
Juan, siguiendo desde Aranjuez el camino real de Andalucía. Comprobó que había
hecho una buena compra, el caballo era resistente, aunque no le apretó, paró
cada 5 leguas para dar de comer y beber a la cabalgadura. Durmió en una venta,
llegando al día siguiente por la tarde a la destilería que regentaba su amigo.
Preguntó por él y le dijeron que D. Francisco estaba en Infantes, continuando
hasta esta villa.
Como esperaba, la
familia Frías se alegraron de su visita, lo primero que le dijeron, es que
estaban haciendo los preparativos para trasladarse a Granada. Se lo comunicó el
padre, D. Adalberto Frías, escribano de Infantes, viajarían con él, la mujer,
Dª. Leonor, y su hija Juanita. El mayor de los hermanos, Paco, se quedaría en
Valdepeñas llevando el negocio, y el menor, Fermín, salía al día siguiente para
alistarse en el Regimiento de Órdenes. De este regimiento era coronel, según le
dijo Paco a Pedro, un común amigo, D. Francisco de Paula y Soler, Comendador de
la Orden de Calatrava.
Las razones que
motivaban el traslado de los Frías a Granada eran, la invasión de La Mancha por
las tropas francesas que preveían cercana. De aquella ciudad era natural Dª.
Leonor Pineda, su hijo mayor convenció a los padres para que se fueran allí,
cuando supo que D. Teodoro Reding mandaba la división formada por soldados
españoles y suizos. La ciudad estaba bien defendida, no así Castilla la Nueva
de la que era Capitán General, el Marqués de Castelar, amigo de la infancia de
Pedro.
Al retirarse los
padres y la hija a descansar después de cenar, se quedaron solos los dos
hermanos y el visitante, era la ocasión que esperaba éste, para exponer con
todo detalle su plan de pasar la información militar que pudiera sacarle a los
franceses, como proveedor de vino y aguardiente. Como Paco sabía por la carta
que le envió de que iban a tratar, antes que empezase a hablar, le comunicó:
–
Sí no te importa Pedro, aunque sé
el secreto que tengo que guardar de lo que me hables, lo que he supuesto por lo
que me decías en tu carta, me gustaría que estuviera presente en nuestra
conversación mi hermano Fermín. En él puedes confiar y más ahora que entra en
el ejército.
–
Todo lo contrario, dudaba en
proponértelo yo, cuando me enteré que Fermín entra en el Regimiento que manda
nuestro común amigo Francisco de Paula. Al que pienso visitar tan pronto ponga
en práctica mis planes. Tu hermano me servirá de enlace y no dudo que sabrá
guardar el secreto de mis actuaciones.
Pasaron a una
estancia contigua al comedor cerrando la puerta. Pedro expuso con todo detalle
su plan de pasar al ejército español la información militar que pudiera sacarle
a los franceses, como proveedor del vino y aguardiente que le proporcionara
Paco de las bodegas y destilería que regentaba.
No se le pasó
decirle a sus amigos, que quedarse entre los dos bandos, era una situación
peligrosa. Los franceses podían descubrir su doble oficio de trajinante e
informador y el ejército español, no fiarse de la información que les pasase.
En ambos casos podían fusilarlo, que más daba – puntualizó –, que los fusiles
fueran españoles o extranjeros, si perdía la vida.
Mientras hablaba
de sus planes, Paco no manifestaba en su cara sorpresa alguna, ni le
interrumpió una sola vez, como hizo Sandalio, para advertirle del peligro que
podía correr. Por lo que había puntualizado sobre los fusilamientos, sabía que
su amigo era plenamente consciente de lo que hacía. Esto le extraño y al
terminar la exposición, se dirigió al amigo, diciéndole:
–
Paco, por tu cara presumo que mi
plan te parece descabellado, ¿es así?.
–
No te he interrumpido porque veo
que has analizado los pros y los contras de las acciones que piensas emprender;
y entre ellas, la más importante, que puedes perder la vida. Lo que parece que
no le das importancia, ya lo suponía, conociendo tu valentía. Yo no la tengo,
pero tenía pensado hacer algo parecido a lo que me has dicho.
–
Esto si que es una sorpresa para
mí – le interrumpió –. Los dos hemos pasado de ser admiradores de Napoleón a
detestarlo, lo que nos une más ahora. Tú conoces bien a los franceses por los
negocios que has hecho con ellos, por eso tus consejos tienen para mí un valor
inapreciable.
–
Por supuesto que me parece bien
que trajines con vino y aguardiente, en estos tiempos se puede hacer un gran
negocio. Tan pronto dejes a tu familia en el pueblo y arregles el asunto de las
rentas, para que los tuyos vivan con decoro, vuelves a Valdepeñas. Es
importante te acompañe el criado que me decías en tu carta, recuerdo su nombre,
Roque. Tendrás preparados dos carros, nosotros le llamamos galeras, cargados con los productos de las bodegas y destilería que
regento.
–
Por lo que dices van encajando mis
planes. ¿Qué información tienes sobre la situación militar?.
El amigo le
resumió lo que sabía, por un oficial del ejército Imperial que vino a la
destilería para hacerle un pedido de aguardiente. La información que le sacó se
refería al movimiento del ejercito del norte. Mientras se la comunicaba al
amigo hizo una pausa, lo que aprovechó Pedro para comentarle:
–
Pero a nosotros lo que nos
interesa es el despliegue al sur de Madrid.
–
Eso no pude sacárselo al oficial
francés, pero antes de ayer me visitó un teniente amigo mío, desertor de las
fuerzas españolas de Madrid, iba de paso para incorporarse al ejército de
Andalucía. Me informó que el destacamento de Toledo al mando del general
Dupont, se estaba avituallando para probablemente enfrentarse con las tropas
del sur. Las Juntas creadas en Sevilla, Granada, Málaga y Cádiz, están
reclutando personas útiles que se unirán al ejército regular, incluso, han
liberado de las cárceles a penados sin delito de sangre.
–
Si el general Dupont marcha a
Andalucía, ocupará previamente La Mancha para no dejar enemigos a sus espaldas.
–
Por eso me vine a Infantes para
convencer a mi familia que se marche a Granada. Fermín, mañana le llevará una
carta mía a nuestro amigo, Francisco de Paula Soler, le pido una escolta que
acompañe a mi familia en el paso de Despeñaperros. Tengo noticias que son
frecuentes los asaltos de bandoleros en dicho paso.
–
¿Dónde se encuentra Francisco de
Paula? – le pregunto.
–
Sigue residiendo donde lo
visitabas para cazar con él, en la Encomienda de Mudela. Allí está organizando
el Regimiento de Órdenes, le ha nombrado coronel un general amigo tuyo, el
Marqués de Castelar, que manda las tropas de Castilla la Nueva y como
Francisco, también es Comendador de las Órdenes.
–
El Marqués, hoy general, lo traté
en mi infancia y juventud, de él dependía mi padre, como Administrador de la
Encomienda de la villa de Beas; pero continúa, Paco.
–
Poco más puedo decirte, sólo
espero que le digas a mi hermano la colaboración que puede prestarte.
–
Fermín, - redirigió al joven -, he
observado la atención que has puesto al oír mis planes, en ellos tu puedes ser
pieza clave, si aceptas ser el enlace para pasarle información al que desde
mañana será tu jefe, el coronel del Regimiento de Órdenes, gran amigo mío.
–
Para mí será un honor inmerecido
lo que me propone D. Pedro. Desde hace años, pensaba entrar en el ejército
español, mis padres no querían, hasta que conseguí su permiso hace unos días.
La misión tan importante que me propone me llena de orgullo y espero no
defraudarle.
–
No sabes lo que te lo agradezco,
puedes informar a D. Francisco de mis planes. Sé que se alegrará de que sea su
informador militar, lo conozco bien.
Se despidieron los
tres amigos a altas horas de la madrugada, Pedro no pudo conciliar el sueño y
salió de Infantes dos horas antes de ser de día. Paró en Albaladejo para comer
y dar un pienso al caballo, reanudando el camino nada más terminar.
– IV –
Estaba
anocheciendo cuando golpeaba Pedro la puerta de su cortijo de Peñardera, a
media legua de la villa de Siles, donde tenía como aparceros dos antiguos
criados, Roque y Eulalia. Ésta le abrió la puerta y al verlo exclamó:
–
¡María Santísima! – gritando a
continuación–, ¡Roque ha venido D. Pedro!.
Al grito acudió el
marido que estaba en la cuadra, fundiéndose con su antiguo amo en un abrazo. Al
recién llegado, no le daba tiempo a contestar las preguntas de Eulalia, se las
hacía a borbotones, como dicen los
serranos. La antigua criada al conocer que volvían al pueblo su señora y las
niñas, Pilar y Dolores, de las que había sido su ama de leche, arrancó a
llorar. Esto le permitió a Pedro entablar con Roque la conversación que le
interesaba, explicándole los motivos por lo que su familia volvía a Siles.
Mientras hablaban,
iban saliendo de sus dormitorios los cinco hijos de sus antiguos criados.
Primero los mellizos, Pedro y Fernando, que le dieron un beso a su padrino de
bautizo, después los dos varones que les seguían, y por último la pequeña,
Luciana, de sólo dos años, con el mismo pelo de su madre, colorao, como dicen en la Sierra.
Eulalia le dijo a
su antiguo amo que pasara la noche en el cortijo, al principio se negó, pero al
comunicarle, que no podía dormir en su casa del pueblo hasta que no lavara las
sabanas, le convenció.
Al salir el sol
entraba Pedro, acompañado de Roque, en el pueblo de Siles, la villa donde había
residido desde que se casó hasta que se fue a Aranjuez. En el camino desde su
cortijo al pueblo, formaron collera el caballo que montaba y el mulo en que lo
hacía su antiguo criado, al que le explicó el negocio de trajinar vino y
aguardiente, pidiéndole su colaboración, pero no como criado, sino como socio.
Roque, enseguida aceptó y no pudo disimular su mirada codiciosa, contestándole:
–
Ese negocio me viene como llovido
del cielo, tenía ganas de salir de pobre y aunque nada le falta a los míos,
estoy harto de destripar terrones.
–
En la venta de vino y aguardiente
que te propongo corremos peligro, tenemos que trajinar con el ejército, tanto
con el español como con el francés,
–
A esos franchutes les vendería yo veneno, para que volvieran a su tierra
con los píes palante y nos dejaran
tranquilo. Si hubiera estado en Madrid en el Dos de Mayo, ya sabe Vd. lo que
habría hecho, conoce mi puntería.
Las llaves de la
casa de la Plaza las llevaba Roque y antes de abrirla, advirtió:
–
Amo, si hubiéramos sabido su
venida la casa estaría limpia, en cuanto mi mujer deje arreglaos a nuestros hijos, sube al pueblo en el burro. Me ha dicho
que la dejará como los chorros de oro, yo iré limpiando lo más gordo.
–
Tendréis tiempo, pienso pasar todo
el día en la escribanía, pero esta noche quiero dormir en mi cama, mañana salgo
para la villa de Santiago
Se quedó Roque en
la casa y Pedro se fue a la que estaba enfrente de la suya en la Plaza, donde
vivía y tenía la escribanía su amigo, D. Gregorio Martínez Peláez. Al verle
entrar en su despacho, fue a su encuentro abrazándole y exclamando:
–
¡Qué alegría más grande verte de
nuevo en el pueblo!. ¿Cómo siguen Luciana y tus hijos?.
–
Pronto los verás Gregorio, he
venido a preparar el viaje de vuelta de mi familia. Te lo cuento.
El escribano le
dijo a un empleado que no le molestasen y cerró la puerta de su despacho. Toda
la mañana la pasaron hablando los dos amigos. Pedro, pretendía resumir los
acontecimientos de los que fue testigo desde el 17 de marzo, en que se declaró
el Motín de Aranjuez y los que le contaron sobre el Dos de Mayo, pero el amigo
le interrumpía a cada instante. A los pueblos lejanos de Madrid, como Siles,
las noticias que llegaban, falseaban la realidad al trasmitirse boca a boca,
siempre en el mismo sentido, exagerando los hechos.
D. Gregorio,
hombre de edad, rondaba los 60 años, era muy beato y de ideas conservadoras,
quedó impresionado por el relato del amigo. No tenía duda que se declararía la
guerra a los invasores, aclarando, “la Guerra de la Independencia”. Con
lágrimas en los ojos le confesó al vecino, que si fuese más joven, sería el
primero en coger un fusil.
Era medio día
cuando pasó nuevamente a su casa, la limpieza iba muy avanzada. Le dijo a Roque
que cuando terminasen, fuese a la cuadra del escribano a recoger el caballo que
había traído y otro tordo en el que iría al día siguiente a Hellín, para
recoger una carta de su hermano Lucas en la casa de postas. Se bajaría los dos
caballos a Peñardera para subir al amanecer, en que saldrían cada uno a su
destino. El antiguo criado a Hellín, como se ha dicho, y Pedro a la villa de
Santiago, como también se ha dicho.
La tarde la
dedicaron los dos amigos a tratar de los asuntos económicos del recién llegado.
El escribano le cobraba las rentas del mesón, molino y batán que heredó del
padre, junto con su hermano, las tres industrias estaban en la villa de
Santiago, así como una huerta que tenía dada en aparcería.
Las rentas le eran
vitales para sostener a su familia, hasta que empezara con el negocio de la
venta a los ejércitos del vino y el aguardiente de Valdepeñas. Calculó
mentalmente, no necesitaba papel y pluma por lo bien que se le daban las
matemáticas, las referidas rentas para el sostenimiento de su familia,
concluyendo, que necesitaba duplicar dichas rentas, de las que eran herederos
su hermano Lucas y él, se mantenían en la misma cuantía desde la muerte de su
padre.
Atravesando la
Sierra de Segura al día siguiente, por el camino de herradura de las cumbres,
como años pasados hizo tantas veces, parecía otro. Respirar el aire serrano,
contemplar los inmensos pinares de donde se sacaron maderas bajo su dirección,
para botarlas en los ríos, le recordaba tiempos mejores. Aquella mañana
esplendorosa de primavera animaba y serenaba su espíritu. Nunca había reparado
en la alfombra de flores por la que se abría paso el camino, ahora, hasta
conocía el nombre latino de las plantas, se lo enseñó Sandalio. Tan embebido
iba en el paisaje que no pensó una sola vez en los problemas que le
preocupaban. Volvió a la realidad, al llegar a la villa de Santiago.
Reunió en el mesón
a sus tres arrendatarios, uno de ellos era el que regentaba dicho
establecimiento, que junto con el molinero, aceptaron que se le duplicaran las rentas,
pero el del batán se oponía, hasta que el propietario amenazó con venderlo. En
ese momento cambió su postura aceptando la nueva renta, sabía que a él no se lo
vendería. También consiguió que le pagaran los atrasos, no le fue fácil, a
pesar que los tres arrendatarios reconocieron que con la guerra próxima se
encarecía la vida. Durmió aquella noche en el mesón y volvió a Siles con el
dinero que consiguió, todavía no había llegado Roque de Hellín, lo hizo al
anochecer, tría la carta del hermano.
Lucas le
comunicaba al principio, que al día siguiente de la fecha en que le escribía,
salía para Granada para alistarse en el ejército, abandonaba su despacho de
abogado en Murcia. Esto le hizo concebir la esperanza de poder ver a su
hermano, si como suponía, la división de Reding salía de dicha ciudad para
enfrentarse con el ejército Imperial que estaba seguro invadiría Andalucía.
La mañana que
emprendía el camino de vuelta a Aranjuez, se despidió de Roque y de Gregorio.
Con el antiguo criado, ahora socio, quedó, en que le esperara en Vadepeñas,
donde llegaría con su familia en coche de caballos, si encontraba alguien que
se lo alquilara. Le encomendó que se fuera enterando en lo de trajinar vino y
aguardiente, a través del encargado de D. Francisco, Nicasio. El escribano le
deseó, que tanto el viaje de ida a Aranjuez como el de vuelta con su familia,
lo hicieran sin contratiempos.
No tuvo que
decirle el amigo a qué contratiempos se refería, supuso que eran a un posible
encuentro con las tropas francesas, por esto, al pasar por Infantes paró en la
casa de los Frías, la puerta estaba cerrada, llamó y le abrió un criado que
conocía, al que le preguntó:
–
Miguel, ¿cuándo se fueron los
señores a Granada?.
–
Antes de ayer, adelantaron el
viaje al conocer que estaban poniendo controles las tropas francesas en el
camino real de Andalucía, a partir de Aranjuez.
Esta noticia le
hizo cambiar el itinerario del viaje, no volvería por el camino real pasando
por Valdepeñas, lo haría por el de Quintanar
de la Orden a Ocaña, pasando por Noblejas. En esta villa podía alquilar el
coche de caballos de Facundo, el cochero que trasladó a Sandalio desde Madrid a
Morata de Tajuña el tres de mayo.
El trato con el
cochero fue correoso. Como el dinero todo lo puede, le fue subiendo poco a poco
la oferta hasta duplicarla, el cochero seguía en sus trece. Sacó casi todo el
dinero que llevaba, cubría por los pelos la última oferta y al fin Facundo
aceptó. Le entregó la mitad, cerrando el trato, el resto se lo daría al
finalizar el viaje.
En el camino de
Ocaña a Aranjuez, tuvo un encuentro con un destacamento del ejército francés
que le dio el alto. A pesar de hablarle en su idioma al teniente que mandaba la
tropa, no daba muestra de permitirle el paso. Le invitó a una jarra de vino,
entrando en la venta desde la que se hacía el control de los caminantes. Al
enseñarle el salvoconducto, el militar cambió, lo que aprovechó para informarle
que al día siguiente pasaría nuevamente por allí, a la ida a caballo y a la
vuelta con un coche, para trasladar a su familia a Valdepeñas.
Llegó a su casa de
Aranjuez, como esperaba, encontró a su mujer deshecha, nunca la había visto en
aquella situación, el ánimo lo tenía por los suelos, antes que el marido
empezase a hablar, le informó:
–
Pedro, ya están aquí los franceses.
–
Lo sé Luciana, ya he tenido un
encuentro con ellos, pero mira por donde, el teniente que manda los soldados
que controlan el camino real, me ha prometido que no pondrán ningún impedimento
para que pasemos en el coche de caballos que he alquilado en Noblejas.
Seguidamente le
contó lo más relevante de su viaje a Siles. En el relato estuvo presente Pedro
Juan, que en su ausencia se había comportado como esperaba de él, lo que le
llenó de orgullo al padre. Cuando se enteró la mujer que la familia Frías se había
ido a Granada, fue recuperando la serenidad. El marido no le dijo, que su
hermano se había alistado en el ejército, esto para ella habría sido un golpe
muy fuerte. Quería a su cuñado como el hermano de sangre que no tenía.
Pedro se sentía
satisfecho de la planificación del viaje que había hecho, volverían al pueblo
por el mismo camino que había traído, salieron al segundo día de su llegada.
Al llegar a Ocaña,
después de pasar el control al mando del teniente al que enseñó el
salvoconducto y antes de desviarse hacia Noblejas, se enteró por un vecino que
conocía, que sólo se habían puesto dos controles desde esa villa hasta
Madridejos. Como Pedro Juan conocía bien el camino e iba en su caballo, el
padre le dijo, que sorteando los controles franceses, se adelantara a
Valdepeñas para avisar a Roque que los esperara en Infantes. Continuo
diciéndole a su hijo, que desde Infantes siguiera hasta Siles y desde allí,
volvería hasta Albaladejo al encuentro con la familia y que le acompañaran los
cuñados de Roque, Fabricio y Victorio, con dos pares de mulos.
Cuatro jornadas
echaron en llegar a Infantes la familia Martínez, tenían que parar cada cinco
leguas para que los caballos del tiro descansaran y comiesen. Lo peor fue pasar
la noche en ventas y posadas, Luciana no pegaba ojo por la suciedad y el olor a
meaos. El marido, aunque tardaba en
conciliar el sueño, el cansancio de ir montado a caballo le vencía, durmiendo
de un tirón hasta el amanecer, que se ponían en camino. Las niñas y el pequeño
dormían toda la noche como unos benditos.
En Albaladejo les
esperaba Pedro Juan con los cuñados de Roque y dos pares de mulos, donde
montaron los que iban en el coche para atravesar Sierra Morena. El camino de
carros que cruzaba la sierra, no permitía el paso del coche de caballos
cargado. En la aldea de La Puerta dejaron el coche, completándole Pedro a
Facundo el pago concertado, continuaron en los mulos hasta Siles.
La llegada de la
familia Martínez al pueblo en el que habían vivido antes de irse a Aranjuez,
fue un acontecimiento, prácticamente todos los vecinos pasaron a saludarlos. A
Luciana y a las niñas les desbordaba la alegría de encontrarse otra vez en su
casa, más espaciosa que la alquilada en Aranjuez. Aunque la madre lamentaba,
que sus hijos no pudieran continuar la enseñanza, especialmente su hijo mayor,
Pedro Juan.
En los días que
permaneció Pedro en Siles, toda su actividad tenía un sólo objetivo, conseguir
que su familia no pasara penurias. No tenía un real, todos los ahorros se los
habían gastado en el viaje y en el anticipo del alquiler de la casa de Aranjuez
hasta finales de año. Pensaba, que si las cosas mejoraban podrían volver
nuevamente con su familia para que sus hijos siguieran estudiando. Por otra
parte, sí como trajinante de vinos e informador militar tenía problemas, allí
tenía amigos y podía encontrar refugio.
Logró que su amigo
Gregorio admitiera como escribiente a Pedro Juan y el escribano le dio una gran
alegría al decirle, que a su hijo le enseñaría su profesión. A lo que añadió,
la posibilidad de que heredara la escribanía, ya que no teniendo hijos y a sus
sobrinos, no los consideraba competentes. Esto suponía que por medio de su hijo
llegaría un sueldo a su casa.
Envió a Roque a la
villa de Santiago con un encargo muy especial, advirtiéndole que no debía
enterarse nadie de lo que le encomendaba. Como el antiguo criado conocía la
cueva donde su padre guardaba las armas y el ropaje con el que se disfrazaba
del legendario personaje conocido como El Maestre, le encargó se trajera
las pistolas que estuvieran en buen uso, así como la ropa.
El referido
personaje, formó una partida que se enfrentó varias veces a los guardas y
tropas de la Marina. Personal, que daba un trato vejatorio a los vecinos de los
pueblos de la Sierra de Segura, le imponía multas abusivas, e incluso, les
infligía tortura a latigazos, como si
fueran galeotes.
Solamente tres personas integrantes de la
partida conocían la identidad de su capitán: Pedro, el amigo de éste, Nino, y
Antonio, prófugo de la Marina, conocido por el Andaluz. Los tres sabían el
secreto, la figura del Maestre la encarnaba el padre del primero y con su mismo
nombre, D. Pedro Fernando Martínez, Escribano de Rentas.
Siguiendo el
relato interrumpido por los párrafos anteriores. De la cueva donde escondía las
armas El Maestre, Roque escogió las tres pistolas mejores y la ropa con
la que se disfrazaba el mítico personaje. La madrugada en la que bajó Pedro a
Peñardera para salir camino de Valdepeñas con su antiguo criado, le dijo éste:
–
Amo, hice el encargo que me encomendó,
escondidas en la carga de uno de los mulos, van tres pistolas y la ropa que me
dijo. Eulalia la ha limpiado y planchado, le dije que me la había dado Vd.,
para que fuera bien trajeado en mi nuevo oficio de trajinante. No le enseñé los
pañuelos coloraos con los que el
Maestre se tapaba la cara.
–
Bien hecho Roque, pero no me sigas
llamando amo, ahora somos socios y vamos a medias de lo que ganemos.
–
Mire D. Pedro, eso de ser socio de
Vd., después de tantos años que le he servido, no va conmigo. Así que le seguiré
llamando como lo he hecho siempre.
–
Como quieras. ¿Ese caballo que
montas te lo has comprado?.
–
No amo, me lo prestó mi cuñado
Fabricio y quedamos, en que se lo pagaría con el dinero que gane vendiendo vino
y aguardiente.
Como detrás de los
caballos que montaban, iba una pareja de mulos cargados con lo que se preveía
necesario para la comisión, la de trajinar vino, el caminar se hacía lento. Por
esto, al atravesar Sierra Morena y llegar a Albaladejo donde pararon, Pedro
decidió adelantarse, Roque le seguiría al paso de los mulos hasta Valdepeñas.
Llegó a Villanueva
de los Infantes a media tarde, al pasar por la puerta de la escribanía del
padre de su amigo Paco, estaba cerrada, no obstante llamó sin que le abrieran,
le extrañó que no lo hiciera ningún criado. Vio a un fraile que por un ventanuco de la puerta del convento de
San Francisco le hacía señas. Se acercó y desde detrás de la puerta oyó una voz
que le preguntaba:
–
Señor, ¿a dónde se dirige Vd.?.
–
Voy a Valdepeñas a visitar a D.
Francisco, el hijo del escribano, vecino de este convento.
–
¡Gracias a Dios! – exclamó –, que
se fueron de Infantes él y su familia. Si vienen los franceses, es posible que
en esta villa hagan lo mismo que en Valdepeñas, está ardiendo por los cuatros
costados. Como esa gente es enemiga de Dios, a los primeros que matarán es a
los frailes de este convento.
No necesitó oír
mas, espoleó su caballo y atravesó el pueblo a galope, así siguió por el camino
que unía las dos villas. Con las personas que se cruzó no necesitó hacerles preguntas,
por sus caras y enseres que transportaban, comprendió que venían huyendo.
Dudaba que su caballo resistiera, pero si lo reventaba, se compraría otro. Un
pensamiento no se le iba de la cabeza al preguntarse: ¿Habrían matado a su
amigo Paco?. En sus reflexiones concibió una esperanza, su amigo, hablaba
perfectamente el francés, su misión de intérprete podía haberle salvado la
vida.
Cuando dio vista a
Valdepeñas estaba anocheciendo, se distinguía el resplandor de las llamas y se
veían columnas de humo que ascendían al cielo, las más intensas en el centro de
la villa. Entró por la calle Real, el espectáculo que iba contemplando al paso
del caballo era desolador. Grupos de vecinos sacaban a la calle los muebles y
enseres que no había consumido el fuego, la mayoría chamuscados. Otros vecinos,
formando cadena con cubos de agua que sacaban de los pozos de los patios,
trataban de apagar los rescoldos, para que no se avivasen y las llamas acabasen
por destruir las pocas casas que quedaban incólumes.
Llegó a la destilería,
las puertas estaban abiertas, así como las de las bodegas próximas, a estas
edificaciones a las afueras del pueblo, no les había llegado el fuego. Penetró
en el interior y el espectáculo de la calle Real se quedaba en una pequeñez,
comparado con lo que pasaba allí. A la luz de velones y candiles, médicos y albéitares (los que curan las bestias),
atendían a los heridos, tumbados en colchones sobre el suelo de tierra
apisonada. La sangre que vertían las heridas se la tragaba la tierra, que hasta
entonces sólo había absorbido los derrames de vino y aguardiente. La operación
más común era la amputación de brazos y piernas.
Por primera vez,
el que esto veía, sintió un vacío en el estomago, no le provocó nauseas, pero
sí el deseo de venganza. Lo mismo que le había pasado al enterarse de las
matanzas causada por los franceses el Dos de Mayo. Se ofreció a uno de los
médicos como ayudante y le contestó:
–
Si no tiene Vd. práctica en
medicina, mejor se va al cementerio donde entierran los muertos, allí su ayuda
será mas necesaria. Si se corrompe la carne de personas y animales con estos
calores, la epidemia puede matar a los que se libraron en la lucha encarnizada
con el ejército francés.
Salía de la
destilería tan abstraído, que no reparó en el encargado que permanecía en el
quicio de la puerta, éste le reconoció comunicándole:
–
Si busca Vd. a D. Francisco está
en el Ayuntamiento, reunido con los Alcaldes y Justicias, tratan de encontrar
soluciones a este desastre.
–
¿Qué ha pasado aquí Nicasio?.
Después de lo que he visto ahí dentro y del espectáculo que contemplé en la
calle Real, la lucha de los vecinos con el ejército francés debió ser tremenda.
–
Se lo puede imaginar D. Pedro,
precisamente en esa calle se entabló el combate mas violento. Gracias a D.
Francisco que medió entre los vecinos y el general francés, las tropas que
mandaba se retiraron a Manzanares. Los muertos franceses, soldados y caballos,
llenaban la calle Real. Las palabras de mi amo que conocía al general, permitió
que uno y otro bando retirara sus muertos y heridos.
–
Nicasio me voy para el
Ayuntamiento, esta noche llegará mi criado a la destilería, trae un caballo y
dos mulos, si los pudiera encerrar en la cuadra, se lo agradecería.
–
Descuide Vd., Roque es amigo mío,
su caballo D. Pedro lo trae reventado, lo llevaré a la cuadra.
Marchó al
Ayuntamiento, un alguacil no le dejaba entrar, le entregó una nota para que se
la entregara a su amigo Paco. No tardó en salir y ambos entraron donde estaban
reunidas las Autoridades. A ellas se dirigió D. Francisco, explicándoles que su
amigo podía colaborar en conseguir ayudas para paliar los problemas que
trataban aquella noche. Empezaría por avisar a un amigo común, D. Francisco de
Paula Soler, que se encontraba en la Encomienda de Mudela. Como coronel del
Regimiento de Órdenes, podría mandar provisiones con las que suplir el saqueo
realizado por los franceses.
Terminada la
reunión, los dos amigos volvieron a la destilería, acababa de llegar Roque, que
una vez que dejó las bestias en la cuadra, se fue al cementerio para ayudar a
los enterradores. En las dependencias del piso alto, donde el abogado tenía su
despacho, le informó al amigo de lo siguiente:
“El mismo día que
mis padres y hermana salieron para Granada, me visitó el general Ligier-Belair,
conocí su nombre, porque firmamos un contrato por el que le serviría vino y
aguardiente a la tropa que mandaba camino de Andalucía. Le invité a almorzar y
en la comida le pude sacar solamente, que un destacamento se adelantaría para
reconocer el paso de Despeñaperros. Esta información se la pasé aquella tarde a
nuestro común amigo, Francisco, el coronel del Regimiento de las Órdenes. Me
hizo una visita para comunicarme que acompañó a mis padres hasta Almuradiel y
desde allí, le puso una escolta hasta Santa Elena”.
–
¿Quién controla el paso de
Despeñaperros?– le preguntó interrumpiéndole.
–
A los bandoleros y contrabandistas
de Sierra Morena, los ha reunido D. Pedro Agustín Echavarri, forman una partida
y mandada por éste, impiden el paso de correos, si no está su capitán, son gente
de la que no te puedes fiar.
“Al conocer
nuestro amigo – continuó el relato –, la información que le pasé de los
franceses, me comentó que tenía el armamento para equipar su regimiento, pero
que todavía le faltaban hombres. Ahora no tengo la menor duda, que fue nuestro
común amigo, Francisco, el que le dio las armas a los vecinos de Santa Cruz de
Mudela, que sorprendieron al destacamento francés y mataron la mitad de sus
efectivos, llevándose dos cañones y todos los fusiles que pudieron”.
“Esta derrota
debió provocar en el general francés deseos de venganza. Pronto se le presentó
la ocasión, al amanecer llegaban las tropas francesas a Valdepeñas. Pocos
vecinos, sin duda envalentonados por la hazaña de los de Santa Cruz, dispararon
con escopetas desde las ventanas de sus casas. Al estar los tiradores
atrincherados y sus enemigos no, estos decidieron quemar cada una de las casas
desde donde disparaban, después todas las de la calle Real”.
“Lo que sucedió
seguidamente te lo puedes figurar, la lucha se entabló cuerpo a cuerpo. A pesar
del superior armamento francés, en el recuento que pudo hacerse gracias a mi
gestión con el general, cayeron aproximadamente los mismos de uno y otro bando,
pero los franceses perdieron numerosos caballos”.
Pedro le
interrumpió nuevamente, había llegado el amigo al punto que más le interesaba,
la gestión con el general francés, por esto le preguntó:
–
Paco, ¿cómo conseguiste
parlamentar con el general?.
“Hasta esta
destilería – continuo –, sólo llegaba el sonido de los disparos, pero al ver el
humo que salía de la calle Real, mandé a Nicasio para que me informara. Cargué
un carro de vino, me metí entre los pellejos y en las cuatro esquinas puse
banderas blancas, me sirvieron las sábanas de mi cama”.
“Antes de llegar a
la retaguardia de los franceses nos dieron el alto, salí del carro y le
entregué a un teniente el contrato firmado por el general y yo, el oficial me
llevó a su presencia. Me comisionó para que hablara con las Autoridades del
pueblo y que les propusiera la rendición”.
–
Lo demás ya te lo puedes figurar,
por lo que te he contado, has viso y oído en el Ayuntamiento. Ahora sí estoy
seguro en colaborar contigo en lo que has planeado.
–
Te sentirás orgulloso por tu
actuación, conseguir una retirada es más importante, a veces, que una victoria.
En este caso, el poderoso enemigo, no habría dejado en Valdepeñas piedra sobre
piedra.
–
Viendo el desastre, pensaba, que
si no le hubiera dado la información a nuestro amigo Francisco, no se hubiese
producido la batalla de Santa Cruz y sus consecuencias, las muertes de los
vecinos de este pueblo y el incendio de sus viviendas. Quizás los franceses
hubiesen pasado de largo.
–
Tan pronto descanse un poco, salgo
para la Encomienda de Mudela, me entrevistaré con nuestro amigo. Como coronel
del Regimiento de Órdenes, me pondrá al corriente del despliegue de las tropas
españolas y aliadas, a él le pasaré la información que vaya consiguiendo.
–
Mi hermano Fermín es soldado de su
regimiento, estoy seguro que como le prometiste, querrá ser el enlace entre los
dos.
–
No podía encontrar mejor enlace
para pasar la información militar. Le diré a mi criado Roque que cargue dos
carros y tan pronto vuelva de Mudela, nos vamos para Andalucía. El general que
conoces, si no hubiera sufrido los contratiempos que hemos comentado, ya habría
atravesado Sierra Morena.
– V –
Llegó Pedro al
caserón de la Encomienda de Mudela, lo encontró rodeado de tiendas de campaña,
se había establecido un campamento militar. Le preguntó a uno de los soldados
que hacían guardia en la puerta, si se encontraba allí el coronel, le contestó
que había ido al Viso del Marqués. Continuó camino de dicha villa y al llegar,
le informaron que D. Francisco de Paula Soler, el coronel, estaba en el Palacio
del Marqués de Santa Cruz, a donde se dirigió.
En los años que
vivió en Aranjuez, D. Francisco, Comendador de las Órdenes, le había visitado
varias veces, en sus frecuentes viajes de ida y vuelta de Mudela a Madrid,
donde residía su familia. Por esto, las primeras preguntas que se hicieron,
después de un efusivo abrazo, fueron con las que se inicia una conversación
entre dos amigos, el estado de la familia. El también coronel, hombre previsor,
le dijo que trasladó la suya a su tierra, Sevilla, después del Motín de
Aranjuez y antes del Dos de Mayo.
En una estancia
del palacio, sin que nadie les molestase, pudieron hablar largo y tendido sobre
los planes de Pedro de los que tenía noticia el amigo por la información que le
había dado Fermín. D. Francisco de Paula, como su amigo Gregorio, denominaba a
la lucha contra los invasores, “Guerra de la Independencia”. En ella
participaba desde su inicio, primero, como miembro de Junta creada en Sevilla;
después, por encargo del Marqués de Castelar, Capitán General de Castilla la
Nueva, como coronel del Regimiento de Órdenes. Se encontraba en el Viso, según
le explicó, esperando que aquella tarde viniera D. Pedro Agustín Echavarri, le
facilitaría hombres de su partida para completar los que le faltaban en su
regimiento.
Terminada la
conversación, el coronel mandó a su asistente que avisara al soldado Frías,
cuando llegó Fermín, saludó con mucho respeto a las dos personas que le
esperaban. Pedro le preguntó al amigo:
–
Francisco, ¿estás conforme en que
Fermín sea nuestro enlace para pasarte la información militar que pueda sacarle
al enemigo?.
–
En los días que le he tratado he
podido comprobar su valía, no sólo estoy conforme, si no que he decidido que te
acompañe a Andalucía. Desde allí, me traerá noticias de los primeros contactos
que tengas con el ejército de Napoleón, como proveedor de vino y aguardiente.
El joven soldado
no pudo disimular por la cara que puso, la satisfacción que le producía el ser
el enlace entre su jefe y el amigo de su hermano.
Llamaron a la
puerta de la estancia donde estaban reunidos, un soldado entreabrió la puerta y
pidió permiso, le autorizó el paso su jefe, al que comunicó:
–
Mi coronel, en la puerta del
palacio le espera el capitán Echavarri con los hombres que ha traído.
–
Dile a D. Pedro Agustín que suba,
quiero presentarle las dos personas que me acompañan.
Terminadas las
presentaciones, el coronel informó al visitante, que D. Pedro Fernando Martínez
era proveedor de vino y aguardiente del ejército español y que se dirigía a
Andalucía con ese cometido. Intervino Echavarri para decirle.
–
El paso de Despeñaperros, D.
Pedro, está bajo mi custodia, mi partida guerreará en Sierra Morena, nadie la
conoce mejor que ellos. La forman, contrabandistas, bandoleros indultados y
honrados vecinos, los mejores en el arte de la caza.
–
Capitán.– le contestó –, si le fuera
posible, me gustaría que me diera un salvoconducto para mi criado, Roque
Ramírez Idáñez, se encargará de transportar en carros y mulos por los caminos
de la sierra, las provisiones para las fuerzas españolas, mercancías que pueden
robarle contrabandistas y bandoleros.
–
Eso está hecho, lo que transportan
Vd. y su criado para el ejército, es tan importante como las balas de cañón.
El asistente del
coronel escribió el salvoconducto y una vez firmado, salieron del palacio para
que el coronel revisara los hombres de la partida que había traído su capitán.
Les fue preguntando su nuevo jefe de dónde eran y su oficio, todos sabían
manejar las armas y la mayoría eran diestros cazadores. A éstos sería fácil su
adiestramiento y que aceptaran la disciplina militar, no pasaría lo mismo con
contrabandistas y bandoleros, acostumbrados a su libre albedrío – aclaró el
coronel.
Terminada la
revista, Pedro se despidió del amigo y del capitán Echavarri, ambos le
insistieron en que se quedara a pasar la noche con ellos, se disculpó
diciéndoles que el ejército francés saldría de Manzanares en los próximos días,
por lo que tenía que volver a Valdepeñas lo antes posible.
Esperó que Fermín
fuera por su caballo y que se cambiara la ropa de soldado, saliendo del Viso
camino de Santa Cruz de Mudela. Cerca de esta villa pararon para pasar la
noche, allí le informaron, dándole detalles, de la batalla que libraron con el
destacamento francés.
En la destilería
de Valdepeñas les esperaba Paco, que se alegró de volver a encontrarse con su hermano,
pero sobre todo, que este fuese el enlace entre sus dos amigos. Se empeñó el
bodeguero, que en el primer viaje les acompañara su encargado, Nicasio;
explicando, que llevaba muchos años en el comercio de vinos y su experiencia le
serviría a los dos neófitos serranos que iniciaban el oficio de trajinantes.
Además, el encargado conocía como la palma de su mano, los caminos que unían La
Mancha con Andalucía a través de Sierra Morena.
El día dos de
junio salía de Valdepeñas la comitiva encabezada por Pedro y Fermín a caballo,
le seguían dos carros cargados de pellejos. Había transcurrido un mes del
levantamiento del pueblo de Madrid contra la
canalla francesa, como los madrileños la llamaban. El primer carro – galera, decían los manchegos –, lo
conducía Roque, atados en la trasera su caballo y un mulo, al segundo,
conducido por Nicasio, también le seguían dos mulos. Un total de siete bestias
de carga, contando las dos parejas que tiraban de los carros; de esta forma,
podían relevarse las de tiro y acarrear los pellejos por caminos de herradura.
En Almuradiel
comenzaba el paso de la sierra, allí encontraron un piquete de la partida de
Echavarri. Les preguntó Pedro por su jefe, contestándole que el próximo control
estaba como a legua y media, ellos informarían del paradero de D. Pedro
Agustín. Viendo la cara de facinerosos de aquellos hombres, se adelantó a los
carros, no se fiaba, el segundo piquete podía robarle la mercancía. Hizo bien,
nada mas llegar al segundo control, le dieron el alto. No les valió enseñar el
salvoconducto firmado por su capitán, un hombre de la partida le dijo con
sorna:
–
Sólo uno de nosotros sabe leer y
lo hace malamente. Nuestra misión es impedir el paso de correos y Vd. –
refiriéndose a Pedro –, tiene la pinta de
uno de ellos.
–
Antes de ayer – le contestó –,
conocí a su jefe en el Viso del Marqués, cuando llevó hombres de su partida que
se incorporaron al Regimiento de Órdenes. Me dijo que tendría el paso franco
por estos desfiladeros como proveedor del ejército español.
–
Lo que dice este hombre –
intervino uno de ellos –, es cierto. Así que me voy a dar cuenta a nuestro jefe
que lo tenemos aquí detenido.
Llevaban
descargados media docena de pellejos de uno de los carros, cuando se presentó
Echavarri, encarándose con sus hombres, les ordenó:
–
Ya estáis subiendo otra vez al
carro esos pellejos. Creía que habías olvidado vuestro oficio de bandoleros,
deberíais seguir en la cárcel de donde
os dieron suelta con el indulto que no merecéis; ni tan siquiera, para defender
vuestra patria de los invasores.
–
Echavarri – le interrumpió Pedro
–, estos hombres han cumplido una misión importante, no dejándonos pasar al
confundirme a mí con un correo. Considero que forman parte del ejército español
del que soy proveedor, por ello, no tengo inconveniente que se queden con un
pellejo de aguardiente, siempre que me lo pagues.
–
No se merecen que pase por su gaznate más que hiel y vinagre, como le
dieron al Señor en la Cruz. Gracias a Dios, otros hombres a mis órdenes no son
de esta calaña. Si después del enfrentamiento que tengamos con los franceses
que pasen por aquí se lo merecen, les repartiré el pellejo que ahora mismo te
pago. Como te dije el otro día, la carga que transportáis es tan valiosa como
las balas de cañón.
Al despedirse, el
jefe de la partida ordenó a seis de sus hombres que le dieran escolta hasta
Santa Elena. Desde aquí no existían controles de correos y mercancías
militares, entre las que se incluían las que llevaban. Era media tarde del día
siguiente cuando pasaron por Bailén camino de Mengibar, donde llegaron de
noche.
Un comerciante de
maderas, Miguel, amigo de Pedro, les dio alojamiento en su casa, encerrando los
carros en un patio y metiendo las bestias en una amplia cuadra, en ella estaban
las que el maderero empleaba en su negocio.
A la mañana
siguiente, viendo Roque como se había vestido su amo, casaca oscura, chaleco
ombliguero, pantalón claro y corbata escarolada, sorprendido, le preguntó:
–
Amo, ¿nunca le había visto con ese
ropaje?.
–
Me lo compré en Madrid, así visten
los amigos de los franceses, con los que pienso tratar la venta de lo que hemos
traído de La Mancha. Los soldados que dejamos allí, si no han llegado a Bailén,
estarán a punto de llegar, para esta villa salgo.
–
Mientras, ¿Nicasio, D. Fermín y yo
qué hacemos?
–
Esperarme aquí vigilando los
carros, D. Fermín se viene conmigo. Por debajo de esta villa pasa el
Guadalquivir, baja al río Roque, y preguntas a los barqueros, los sitios por
donde cruzan. También a éstos y a los hortelanos, dónde se encuentran los vados
por los que se atraviesa el río a caballo. A los primeros les dices que
escondan las barcas, los franceses pueden requisárselas.
–
Así lo haré, ¿me acompaña Nicasio?
– volvió a preguntarle.
–
Que se quede en el pueblo y los
dos esperáis que volvamos de Bailén.
Llegaron las primeras
tropas a dicha villa al medio día, se presentó el proveedor de bebida a un
capitán de coraceros enseñándole su salvoconducto, el que consiguió en el
cuartel de Fuencarral, y establecieron en el idioma francés el diálogo
siguiente:
–
Cómo puede leer en la diligencia
al pié del salvoconducto, soy proveedor de vino y aguardiente del ejército
Imperial, ¿quién manda la tropa?.
–
El general Legier-Belair, el resto
de la división irá llegando a lo largo de esta tarde.
–
Yo les esperaba esta mañana, ¿han
tenido algún tropiezo en el camino? – volvió a preguntarle.
–
En los desfiladeros del paso que
llaman de Despeñaperros (como hacen los franceses, pronunció la última sílaba
con sonido gutural), tuvimos un enfrentamiento con hombres armados de
escopetas. Estaban atrincherados detrás de las piedras y nos produjeron muchas
bajas, hasta que a cañonazos los pudimos poner en huida.
Pensaba Pedro, al
conocer el enfrentamiento, que los hombres de Echavarri estarían celebrando
dichas bajas con la bebida que le habían comprado. No consideró prudente
hacerle mas preguntas al oficial, por lo que concluyó el diálogo, diciéndole:
–
Esperaré la llegada del general
para tratar del suministro de vino a la división.
El tiempo de
espera lo aprovechó para ver el armamento con el que se equipaba la compañía de
coraceros, no le acompañó Fermín que se quedó en la casa de postas. Le llamó la
atención el sistema de percusión de los fusiles, sabía el fundamento, el
percutor golpeaba la cápsula de fulminante puesta en el oído del cañón, pero no
había tenido en sus manos armas como aquellas. Le encargaría a Roque, que una
noche emborrachara a un soldado y le quitara un fusil. Las piezas de
artillería, la información que más le interesaba, no habían llegado.
Se acercó a la
casa de postas y le dijo a Fermín, que aquella tarde llegaba el general con el
que su hermano había firmado el contrato de suministro de bebida, trataría de
establecer contacto con él. Para ello, necesitaba una muestra del mejor vino,
que traería Roque en un mulo desde Menjibar, allí volvería el enlace para darle
el recado.
A lo largo de la
tarde llegó el resto de la división, fue en busca del capitán de coraceros con
el que habló por la mañana, cuando lo encontró, le pidió que le presentase a su
general. Fueron al hostal donde se alojaba éste, el capitán pasó a una estancia
y al poco rato salió para decirle que esperara. Se encontraban reunidos, según
le explicó, dos generales, Legier-Belair y Gobert. Al salir éste, entraron en
la estancia Pedro y el capitán.
Al principio de la
conversación, el general no mostró interés por el salvoconducto del visitante y
mucho menos por la diligencia que le acreditaba como proveedor, seguramente por
estar firmado por un capitán, supuso el interesado. Pero cuando éste se ofreció
como interprete, la cosa cambió y se mostró más receptivo, lo que aprovechó
para decirle:
–
El cargamento de vino y
aguardiente procede de la destilería de Valdepeñas, cuyo director, D. Francisco
Frías, según me informó, suscribió un contrato con usted. Por eso me mandó a
Bailén con dos carros para que le esperase.
–
¿Dónde tiene los carros?.
–
En un pueblo próximo, Mengibar,
esta tarde viene una caballería cargada con el mejor vino.
–
¿Conoce Vd. Mengibar? – volvió a
preguntarle.
–
Antes de ser trajinante, me
dedicaba al transporte de maderas por el río Guadalquivir hasta Sevilla. En las
playas de dicha villa sacábamos del río parte de las maderas, las que se
trasportaban en carros, el resto seguía río abajo.
Se dio cuenta por
la cara del general el interés que mostraba, no se extrañó que le contestase:
–
Esta noche venga a este hostal a
cenar conmigo y el general Gobert. Nos acompañarán varios oficiales, entre
ellos, el capitán aquí presente. Probaremos esa muestra de vino traída de La
Mancha.
Estaba
anocheciendo y llegaba Roque a la casa de postas, detrás de su caballo venía un
mulo con cuatro aguaderas y en cada una, un cántaro de las alfarerías de
Bailén. Normalmente se usan para el agua, pero los vidriados por dentro,
también para vino y aceite. Se dirigieron al hostal donde se alojaban los
mandos de la división.
En la cena, los
dos generales estaban distantes de donde se sentaba Pedro, no podía oír lo que
hablaban. Con el efecto del vino – los franceses lo ponderaron, pero comentaron
que no podía compararse con el de su tierra –, a los oficiales se le soltó la
lengua. Uno de ellos lamentó la muerte de tres compañeros y 50 soldados en el
asalto de los escopeteros en Despeñaperros. Le contestó otro, diciendo, que al
día siguiente salían dos destacamentos para ocupar las poblaciones más importantes,
Linares y Jaén. Si se resisten sus vecinos, comentó un tercero, quemaremos por
sus cuatro costados las dos poblaciones, como hicimos en Valdepeñas.
No pronunció el
trajinante-informador ni una palabra durante la cena. Intranquilo por lo que
oía, decidió que aquella misma noche volvería a Mengibar, para que su amigo el
maderero avisara a las Autoridades de Linares y Jaén. Estando en estas
cavilaciones, se le acercó el asistente del general, comunicándole fuese donde
estaba su jefe. Al llegar le presentó a Gobert y le dijo se sentase junto a
ellos. En la presentación debió recordar el nombre de su salvoconducto y
dirigiéndose a él, le comunicó:
–
Pierre, esta tarde me ha dicho que
conoce bien el río Guadalquivir, nos interesa saber los pasos por los que puede
atravesarlo la tropa a mis órdenes.
–
Con mucho gusto le acompañaré, el
mejor sitio como le dije, son las playas de Mengibar. Existen vados para el
paso de caballerías y carros, incluidas las cureñas
de los cañones.
–
No iré yo a reconocer el río,
acompañará Vd. al general Gobert, saldrán mañana al ser de día.
–
Si no le importa, vuelvo esta
noche a Mengibar y espero allí al general. Así puedo reconocer el río al
amanecer y señalar en las orillas los vados para atravesarlo.
–
Me parece bien, una vez que ponga las
señales, salga al encuentro de la tropa que subirá río arriba hasta Linares.
–
¿Con la mercancía que he traído de
La Mancha, qué hago?
–
Cumplido el cometido que le
encargo, trae los carros a Bailén, le pagaré lo convenido en el contrato,
añadiendo los gastos de transporte.
–
Si no tiene otro asunto que
encomendarme, me retiro.
El general asintió
con la cabeza. Marchó a la casa de postas donde le esperaba el socio, le dijo
que tenía prisa por llegar a la casa de su amigo Miguel, que Roque le siguiera
con el mulo. Le informó al maderero de lo que se había enterado en la cena,
éste propuso celebrar una reunión con las Autoridades del pueblo, a lo que
contestó:
–
Miguel, nadie debe saber quien te
ha informado, corro gran peligro.
–
Lo comprendo, mejor es que te
acuestes ahora, al amanecer bajaré contigo al río. Después seguiré por su
orilla hasta la confluencia con el Guadalimar, avisando a los propietarios de
las barcas para que las escondan.
–
Eso ya se lo ha hecho mi criado,
pero como a él no lo conocen, mejor se lo explicas tú a los barqueros. Conviene
que te acompañen dos carros con maderas, con estas, restos de embarcaciones y
las viejas de los embarcaderos, hacéis hogueras, los franceses pensarán que se
han quemado las barcas.
En un aparte con
Fermín, le encomendó su primera misión de enlace, volvería a la Encomienda de
Mudela para informar a su coronel del movimiento de la primera división del
ejército francés que invadía Andalucía. Nada mas levantarse al día siguiente,
Nicasio le informó de la salida del enlace. También le dijo que encaminó al
hermano de su amo por caminos que atravesaban la sierra donde no se encontraría
ni con los franceses ni con bandoleros.
El resultado de la
reunión de aquella noche, se lo explicó Miguel nada más ponerse los dos camino
hacia el río. Estuvieron reunidos los dos alcaldes y cuatro alguaciles, los
primeros esperarían las tropas francesas y ofrecerían al general su
colaboración. Dos alguaciles irían a Linares y los otro dos a Jaén, avisarían a
las Autoridades de la llegada de la tropa, informándoles de lo que había pasado
en Valdepeñas.
Terminado el
señalamiento de los vados, Pedro se dirigió al encuentro con Gobert. Hizo de
interprete en el diálogo entre éste y los alcaldes, el general les garantizó
que sólo dejaría un piquete de soldados en el pueblo para que vigilasen los
pasos del río, a estos soldados debían proporcionarle comida, si no se la
buscarían ellos, lo que sería peor.
No le gustó al
general ver los restos humeantes de las maderas, supuso que las embarcaciones
las habían quemado y así se lo dijo al interprete, que concluido el
reconocimiento, volvió al pueblo para salir con los carros camino de Bailén.
Entregada la mercancía al comandante intendente de la división y pagada ésta y
su transporte en presencia del general, el proveedor e interprete se dirigió al
último diciéndole:
–
General, tenemos que volver a
Valdepeñas para cargar los carros. Como ayer parecía que mi salvoconducto no
era el adecuado al estar firmado por un capitán, sería conveniente que me lo
cambiara por otro con su firma.
–
Pierre, tú te quedarás en esta
división como interprete, así te lo acreditaré con mi firma y sello, salimos
hoy mismo para Córdoba, irás en la retaguardia. Con respecto a tus criados, le
ordenaré al intendente que le extienda los papeles necesarios para que tengan
paso franco. Desde aquí hasta Madrid, el camino real lo controlan piquetes de
soldados, no tendrán problemas en la ida a La Mancha y en la vuelta.
En la retaguardia
de la división camino hacia Andujar, el informador se enteró que les seguía la
división de general Vedel y detrás de ésta, venía el grueso del ejército
francés, al mando de su General en Jefe, Dupont, El Héroe de Friedland, El Terror del Norte, uno de los más
prestigiados y condecorados, entre los generales de Napoleón. Al llegar a
Andujar, el Jefe Supremo estableció su Cuartel General en dicha villa, y una
vez que estuvo seguro que no le atacarían por la retaguardia, marchó hacia
Córdoba.
En Alcaudete se
produjo el primer encuentro entre el ejército francés y el español, compuesto
por más paisanos que militares. En el Puente de Alcolea se produjo el primer enfrentamiento
entre ambos ejércitos, fueron derrotadas las tropas españolas. Las invasoras
eran superiores en número y armamento, la mayoría de las españolas la formaban
civiles armados con escopetas, como se ha dicho, era el 9 de junio. El avance
hacia Córdoba fue un paseo militar, ocupando la ciudad, que fue sometida,
durante tres días, al pillaje y saqueo por la
canalla francesa.
Lo que se conocía
del movimiento del ejército español, debió decidir a Dupont a replegarse hasta
Andujar, donde seguía su Estado Mayor. El informador/trajinante que seguía en
retaguardia, recibió la orden de rebasar la columna de carros, que ocupaban más
de media legua, cargaban el botín del saqueo de Córdoba. Esto le hizo pensar,
que al menos una división que seguía los carros, se retrasaría, lo que le
quitaba poderío a la descomunal fuerza francesa. Tan pronto pudiera pasar la
información lo haría.
En Andujar estaban
esperándole Roque y Nicasio, que le traía un recado del amo, su amigo Paco.
Conocía por las noticias que le habían llegado de su familia que estaba en
Granada, que la división de Reding venía a juntarse con la de Coupigny en
Córdoba, supuso que ambas esperarían allí a Castaños. Esto le alegró, se le
presentaba la oportunidad de encontrarse con su hermano Lucas, vendría con las
tropas de la división en la que se alistó.
Pasaron días hasta
que los franceses supieron el movimiento del ejercito español. No pudo
enterarse el informador de los planes de Dupont, los oficiales de su Estado
Mayor no hablaban con los de las divisiones. Sí pudo saber que el destacamento
enviado a Jaén, ante la resistencia de los vecinos en proporcionarle víveres,
saquearon dicha ciudad. Se repetía lo de Córdoba, pero ahora se añadía, la
muerte de frailes, mujeres y niños, que junto con los ancianos, eran los únicos
que quedaban. Los hombres integraban un regimiento, el de Jaén.
Se desesperaba el
informador e interprete de su estancia en Andujar, no podía ejercer su
actividad al no tener contactos; pero sobre todo, le preocupaba el no poder
desplazarse a Córdoba donde llegaría su hermano, si no lo había hecho ya. La
ocasión se le presentó en un encuentro con el intendente de la división
Legier-Belair, que le preguntó:
–
Pierre, ¿cuándo vuelven los carros
de La Mancha?.
–
Hace tres días que debían estar
aquí, posiblemente los hayan asaltado los bandoleros.
–
Mejor nos espera en Bailén o en
Mengibar, mi división y la de Vedel han recibido la orden de desplazarse a dichos
pueblos.
–
Así lo haré, puede decirle a su
general que salgo en busca de los carros. Les esperaré en una de las villas que
me ha dicho.
Era la
confirmación que esperaba del movimiento de las tropas. Pasó el primer control
a la salida de Andujar, al llegar a un sitio donde los soldados no le veían,
tiró de la brida izquierda de su caballo para torcer al norte, hacia Sierra
Morena. Faldeándola, tomó la dirección de Córdoba, pasando por Cardeña donde
pasó la noche. El día siguiente a media mañana llegó a la ciudad. Le preguntó a
un soldado por el acuartelamiento de la división de Reding, casualmente
pertenecía a ella, le encamino al sitio que buscaba. Entrando en el cuartel le
preguntó a un oficial:
–
¿Dónde puedo encontrar a D. Lucas
Martínez García, es mi hermano, quiero hablar con él?.
–
El teniente Martínez – le contestó
–, está con el general, es uno de sus ayudantes.
Quedó sorprendido
que en menos de dos meses, Lucas, hubiera ascendido a teniente, lo que le
confirmaba la valía de su hermano. También podía deberse su ascenso, a que
hablase el idioma francés tan bien o mejor que él. Esto le habría valido para
comunicar las órdenes a los soldados extranjeros, suizos principalmente.
Los dos hermanos,
nada mas verse, se fundieron en apretado abrazo. Fue Lucas, el que apartándose
y mirando detenidamente a su hermano mayor (se llevaban seis años) le pregunto:
–
Pedro, ¿cómo vistes de
afrancesado?.
–
Más tarde te lo cuento, me han
dicho que eres uno de los ayudantes de general Reding, venía a informarle del
movimiento de las divisiones del ejército francés. Acompaño a una de ellas como
interprete y proveedor, con el fin de pasar información militar a las tropas
españolas.
–
Pero hermano, eso te compromete y
es muy peligroso – le interrumpió alarmado –, si se enteran los franceses puede
costarte la vida.
–
En la guerra todos corremos
peligro, posiblemente, si te ordenan que avances con tus soldados contra el
enemigo, arriesgues tu vida más que yo.
– VI –
En la casa de
postas donde Pedro había quedado con su hermano y el general, hacía dos días
que le esperaban, Nicasio y Roque, éste le transmitió el recado de su amigo el
coronel. Su tropa debía permanecer en el Campo de Calatrava hasta que le
avisasen que se uniese a Reding, mandaría a D. Fermín para que siguiera su
misión de enlace. Después le informó que tenían a buen recaudo los carros, se
dieron cuenta que la mercancía que transportaban era codiciada tanto por los
franceses como por los españoles. Al decirle esto, le preguntó al socio si
tuvieron algún contratiempo en el camino.
No le contestó
Roque, lo hizo Nicasio, contándole que fueron detenidos al atravesar Sierra
Morena por la partida de Echavarri. Con su lugarteniente hicieron un trato, le
venderían parte de la mercancía en Córdoba, si le dejaban llegar a esta ciudad.
El trato se cerró duplicando el precio hasta entonces conseguido.
Todas las
habitaciones de la casa de postas estaban ocupadas por comerciantes, con la
guerra se hacían buenos negocios. En un mesón cercano consiguió Roque una
habitación con puerta a la calle en la trasera del edificio, a donde llevó al
general y al teniente, tan pronto se presentaron en la casa de postas.
Las primeras
palabras que pronunció Reding en la presentación lo hizo en castellano con
dificultad, le contestó Pedro en francés, sabía que el general procedía de
Suiza, en este idioma se hizo la entrevista. Escuchó con gran atención lo que
le decía el informador, apuntando en un papel los datos sobre el número de
soldado de cada división, características del armamento: fusiles, cañones, carros
y material que cargaban. Le interrumpió varias veces haciéndole preguntas,
algunas de ellas al no poder precisarlas, las dejó sin contestar; pensó, que
era mejor no dar contestaciones ambiguas que podían confundir.
Llamaron a la
puerta, era Roque, traía una botella de vino y tres vasos. Con la bebida, el
general fue serenándose y el interrogatorio se hizo más pausado. El informador,
mantenía su serenidad característica y seguía obviando las preguntas que no
podía concretar. Esto motivó que el general se disculpase, diciéndole:
–
Perdone D. Pedro que le apremie
con mis preguntas, hace bien en no darme información de la que no esté seguro.
Esto puede influir en establecer una estrategia equivocada en el combate que se
prepara contra el ejército de Napoleón.
–
Lo mismo pienso yo general, pero
descuide, que conforme me vaya enterando de los datos que me pide, a través de
mi socio, se los pasaré a mi hermano.
–
Mañana esperamos la llegada del
Capitán General, Castaños, me gustaría que estuviera presente en la reunión del
Estado Mayor, así podía Vd. pasarle directamente la información que me ha dado.
–
Esta madrugada salgo para
Mengibar, he de estar allí antes que llegue el destacamento francés que
vigilará el paso del río. Según la información, pendiente de confirmar, Dupont,
no quiere que las tropas españolas pasen el Guadalquivir y ocupen el camino
real que une Madrid con Andalucía.
–
Sabiendo que está Vd. en Mengibar,
su hermano se disfrazará de arriero para que se encuentren de nuevo y le
comunique la información militar que le pueda ir sacando a los franceses. Por
cierto, este vino es excelente, Lucas me ha dicho su oficio de trajinante, con
el que se camufla para pasar información. ¿Podría venderme un carro para mi
división?.
–
Dispongo de carro y medio, el
resto está comprometido con el lugarteniente de la partida de Echavarri. Le
diré a mi socio que le lleve lo que quede al acuartelamiento.
–
Allí lo estarán esperando y se le
pagará el cargamento. Mis soldados esta noche podrán disfrutar del vino y el
aguardiente manchegos, se lo merecen.
Salieron por la
puerta trasera del mesón el general y su ayudante, que quedó con su hermano en
que volvería aquella noche al mismo sitio para hablar de la familia, no habían
tenido tiempo de hacerlo, ni tampoco de su tierra, la Sierra de Segura. De lo
que trataron durante mas de tres horas, hasta que Roque volvió.
El hermano menor,
lamentaba que por la guerra hubiera tenido que abandonar su despacho de abogado
en Murcia, le iba muy bien. Le preguntó al hermano qué sabia de su mujer e hijos.
Le contestó que desde que salió de Siles no tenía noticias de los suyos.
Se despidieron los
dos hermanos, Pedro montó en su caballo, pasó el puente sobre el Guadalquivir y
tomó el camino que le indicó Nicasio, distinto al camino real, el que se dirigía
a Jaén, pasando por el Carpio y Bujalance.
Estaba
amaneciendo, daba cabezadas montado a caballo, no podía resistir el sueño, veía
las casas de Bujalance. Descabalgó y se acercó a una noria, sacó agua con un
cubo y mientras el caballo bebía, de una era próxima cogió varios haces de
cebada para que comiese. Se tumbó debajo de un olivo, pronto se quedó dormido,
le despertó el calor del sol que le daba en la cara. Reanudó el camino
cruzándose con unas mujeres que le indicaron el camino de Jaén; iban a segar, suplían
la falta de hombres, alistados en el regimiento de Bujalance, según le dijeron.
Desde Bujalance,
caminando todo el día, era noche cerrada cuando Pedro llamaba a la puerta de la
casa de su amigo Miguel, el maderero, le dijo que en Mengibar solamente estaban
los soldados franceses que vigilaban el paso del río, el resto de la división,
se encontraba en Bailén. Esperó hasta la noche siguiente para pasar el
Guadalquivir, lo hizo por un vado profundo, el agua le llegaba a la panza del
caballo, los vados mejores estaban vigilados día y noche. Llegó al camino real,
se dirigió a Guarromán y al amanecer, volvió sobre sus pasos, así los controles
creerían que venía de dicho pueblo.
Nada mas
presentarse al intendente, le comunicó:
–
Comandante, pasado Santa Elena,
encontré los carros vacíos, los bandoleros robaron la mercancía que traían.
Según me explicó mi socio, no sólo se llevaron los pellejos, también las
bestias de tiro, tuvo que quedarse vigilando lo único que dejaron, los carros,
los bandidos burlaron los controles de las tropas de ésta división.
–
En ir y volver a Santa Elena, no
se tarda tanto tiempo como has estado ausente.
–
Tuve que comprar caballerías, me
costó mucha plata y me llevó tres días por la escasez de mulos en los pueblos
que los busqué.
El intendente no
se convencía de la explicación que le daba, hasta que le aseguró que estaban en
camino tres carros, proponiéndole:
–
¿Si quiere voy en su busca?.
–
Mejor se queda en Bailén, el
general puede necesitarle como intérprete.
Las sospechas que
había levantado su ausencia no tuvieron consecuencias y a los dos días, el
general Gobert le mandó su asistente para que se presentase ante él. Le dijo
que aquella tarde salían para Mengibar, esto le alegró, suponía que nuevamente
podría encontrarse con su hermano, si venía disfrazado de arriero para pasarle información.
Fue en busca del intendente para transmitirle la orden recibida, y decirle que
los carros no tardarían en llegar. El comandante le contestó:
–
Uno de los carros debe descargarse
en Bailén, mi general me ha ordenado que se lo entregue al intendente de la
división de Vedel.
Era la información
que esperaba, que dicho general viniera a juntarse con la división de la que
era interprete y proveedor, suponía, que los franceses daban preferencia a que
no se ocupase el camino real, por donde podían recibir refuerzos de Madrid el
ejército invasor de Andalucía. La noche del 11 de julio, llegó a la casa de su
amigo Miguel, le dijo que en el patio, con su socio, estaba un arriero de su
tierra.
Le pasó a Lucas la
información que conocía del despliegue del ejército francés. El hermano le
transmitió la noticia, de que su división llegaría a Mengibar sobre el día 13 o
14. Allí esperarían el momento propicio para pasar a la orilla derecha del
Guadalquivir. El plan era unirse con las fuerzas desplegadas en Sierra Morena y
ocupar el camino real. Aquella misma noche salía el falso arriero para informar
al general Reding.
Al día siguiente,
también lo hacia Roque, con el encargo de encontrarse con D. Francisco de Paula
Soler, coronel del Regimiento de Órdenes. La intención del informador era, que
su amigo coronel se enterase de los planes de Reding, así podía avisarle de la
llegada de la división, dónde el Regimiento estuviese a mediado de julio.
Volvió Lucas a
Menjibar para decirle al hermano que su división venía con la intención de
enfrentarse a los franceses. Éstos ocupaban el terreno comprendido entre el
camino real y la orilla derecha del río, según pudo observar camino de Bailén
donde fue con Nicasio, llevando uno de los carros cargados que le quedaban.
Esta noticia la debía conocer Reding, pero no podía salir de Bailén sin
levantar sospechas, por lo que se presentó ante el general Legier.Belair,
comunicándole:
–
General, al salir de Mengibar me
enteré que una división del ejercito español se dirigía a dicha villa. Me
pueden requisar el carro cargado que me queda, convenía que fuese a buscarlo.
–
Pierre, el comandante intendente
me informó que estuvo ausente varios días con el pretexto de ir a buscar sus
carros. De aquí no se mueve hasta que yo no se lo ordene.
–
Esto me supone una gran pérdida,
si no le parece mal, mando a uno de mis arrieros que traiga el carro.
–
Como quiera, pero como le he
dicho, Vd. no se mueve de aquí.
Ante la rotundidad
del general, no le quedó mas remedio que escribir una nota y al entregársela a
Nicasio, le advirtió que se la escondiese lo mejor posible y se la diese al
arriero de su tierra, le esperaba en casa de Miguel. En la nota le comunicaba a
su hermano la salida de Vedel hacia Andujar y que aquella misma noche dejaba el
ejército francés, le esperaba en el vado del Rincón.
Al amanecer del 15
de julio empezó el tiroteo de los coraceros franceses, concentrados en la
defensa del vado por donde pasaba el río la caballería española. Pronto
encontraron respuesta en la misma orilla los que disparaban. Por la noche,
habían atravesado el río en barcas la infantería, el informador le había dicho
a Reding, los sitios donde estaban escondidas las embarcaciones.
Al principio, la
ventaja era de las fuerzas enemigas, pero al echársele encima la infantería
suiza, lo que parecía una retirada se convirtió en huida. Esto debió
soliviantar al general que las mandaba, Gobert, que a caballo, acompañado de
varios oficiales, avanzó hasta la primera línea de fuego. Un certero disparo lo
derribó, cayendo al suelo; no se movía, estaba muerto.
Esta pérdida
funesta para el ejército Imperial le obligó a retirarse, a pesar del refuerzo
que supuso un destacamento que vino de Linares. La victoria española enardeció
a los soldados que iniciaron la persecución de los que huían. Reding ordenó a
sus oficiales que avanzaran hacia Bailen, pero con cautela, los derrotados
podían recibir ayuda del grueso de su ejercito, su Cuartel General seguía en
Andujar. Por medio del hermano, recibió Pedro recado del general para que lo
esperase en Mengibar.
A esta villa había
llegado la noticia de la victoria española. Miguel, la celebraba en su casa
acompañado de los barqueros, cuya contribución fue decisiva para que pasara el
río la infantería. Ni que decir tiene, que en la reunión se bebía vino de La
Mancha, el que le había proporcionado Nicasio, que con el otro arriero
manchego, acompañaba a los reunidos, sólo faltaba Roque.
Al llegar Pedro a
casa de su amigo maderero y no encontrar a su socio, se preocupó. No les dijo
nada a los allí reunidos, pero Miguel se dio cuenta y le preguntó:
–
Pedro, se te ve con cara seria,
¿no te alegra la victoria española y sobre todo, que matasen a un general de
Napoleón?.
–
Me preocupa la tardanza de Roque,
esperaba encontrármelo aquí.
Se hizo de noche y
seguía corriendo el vino entre los reunidos, uno de ellos avisó, que un hombre
a caballo entraba al patio. Se levantó inmediatamente Pedro y viendo que era
Roque, le dijo a Miguel:
–
Seguid vuestra celebración, tan
pronto mi socio me informe del motivo de su tardanza, estamos con vosotros.
De lo primero que
le informó, era del lugar donde acampaba el Regimiento de las Órdenes:
–
Están escondidos en unas minas
próximas a la aldea del Centenillo. El coronel me insistió que le dijera que
disponía de dos cañones franceses y de las cucañas
para transportarlos.
–
Se dice cureñas – le interrumpió.
Continuó
contándole que en una galería de la mina escondían, aparte de los cañones, todo
el armamento. Tenían hasta fusiles franceses y sacando dos de ellos se los
mostró al socio, que una vez que comprobó el sistema de fuego y carga, por
medio de cartuchos, le preguntó:
–
¿De dónde has sacado estos
fusiles?. Hacía tiempo que quería tener uno en mis manos.
–
Al oír los primeros disparos esta
mañana, deje mi caballo en un cortijo arruinado para que nadie lo viese y
escondiéndome de matojo en matojo, me acerqué donde el tiroteo se oía más. Al
ver venir un franchute que huía, le esperé hasta que estuvo
a tiro de mi pistola y le disparé, lo dejé seco.
–
Roque – volvió a interrumpirle –,
nosotros no hemos venido aquí hacer la guerra, sino a vender vino y
aguardiente. ¿Qué hiciste después?.
–
Me puse la ropa del soldado y con
su armamento di un rodeo, hasta que encontré unas retamas espesas, me metí
dentro de ellas. Con el fusil en la mano quise probarlo, la ocasión se me
presentó al divisar otro franchute que
venía a caballo. Estaba lejos pero le acerté en mitad de pecho, cayó redondo al
suelo. El caballo siguió sin jinete a los que montaban los que huían.
Estuvo a punto de
interrumpirle nuevamente, pero no lo hizo, el socio contaba su historia como si
de una cacería se tratase.
–
Esperé a divisar los españoles –
prosiguió –, para quitarme la ropa del soldado, pero seguí escondido hasta
tener la certeza de que nadie me viera salir del retamal. Me acerqué al soldado que derribé del caballo, estaba
tieso como el bacalao. Le quité el fusil y la cartuchería y volví en busca de
mi caballo, por esto me he retrasado.
–
No has debido poner en peligro tu
vida, sigue mi ejemplo, no pienso coger armas en esta guerra, si no es para
defenderme. Para esto nos valdrán los dos fusiles que has traído.
–
Esto ya lo pensaba yo D. Pedro, semos los mejores cazadores de nuestra
tierra, con estas armas no hay venao
que se nos escape.
–
En cuanto arregles el caballo,
pasa a la casa de Miguel, se celebra la victoria española. No se te ocurra
decir palabra de lo que me has contado, te basta como pretexto de tu retraso,
comentar que tuviste que dar un rodeo por la batalla de esta mañana.
Salían los
barqueros de la casa y entró el arriero amigo de Roque, nadie conocía, excepto
éste, que era el hermano de Pedro. Pasaron a un dormitorio los tres serranos,
pronto salió el antiguo criado, dejando a los dos hermanos solos. Lucas le
informó que su general quería verle, se juntarían en el mejor vado para pasar
nuevamente el río. Su división volvía a Mengibar, donde esperaría la del
Marqués de Coupigny. El mayor le cedió la cama al pequeño, se le veía muy
cansado.
En la entrevista
el día de la Virgen del Carmen – 16 de julio –, entre Pedro y el general
Reding, éste le pidió, que como conocedor del río Guadalquivir, esperase en
Mengibar que llegase la división que esperaba. Al conocer el general por el
informador, el lugar donde se encontraba el Regimiento de Órdenes, le ordenó a
Lucas:
–
Teniente Martínez, debe informar
al coronel D. Francisco de Paula Soler de lo que decidió el Estado Mayor en
Córdoba. Sus hombres, los de los Regimientos de Irlanda y Jaén, así como los
voluntarios desplegados en Sierra Morena, deben ponerse a mis órdenes.
–
General, si no le parece mal –
intervino Pedro –, mi socio puede acompañar a mi hermano, es de toda confianza.
No es fácil llegar a las minas del Centenillo donde se encuentra D. Francisco,
gran amigo mío por cierto.
–
Teniente, como el coronel es amigo
de su hermano, se une Vd. a su Regimiento, así tengo seguridad que la orden que
le he dado se cumple.
Antes de salir
Lucas y Roque para las minas, en un aparte, Pedro le dijo al socio:
–
Roque, no te separes de mi hermano
ni a sol ni a sombra, ni de día ni de noche. Tu misión es proteger su vida.
En la noche del 17
al 18 de julio, llegó la división de Coupigny, al día siguiente subieron los
dos generales con sus tropas, acompañados del informador, río arriba, hasta la
confluencia con el Guadalimar. Esta maniobra le hizo creer a los franceses que
se dirigían a Linares, para desde allí hacerse fuertes e impedir el paso por
Despeñaperros del ejercito invasor de Andalucía, así como de los refuerzos, que
podían venir de Madrid.
El ejército de
Dupont había salido de Andujar en dirección a Bailen, lo encabezaba la división
de Vedel con 9.000 hombres, que rebasó dicha villa, con la intención de
enfrentarse a las tropas españolas que suponía en Linares. Suposición errónea,
pues Reding y Coupigny habían vuelto a Mengibar y, enterados que Vedel se
dirigía a la Carolina, la noche del 18 de julio, salieron hacia Bailén. Se
juntaban unos 14.000 hombres entre las dos divisiones y las fuerzas acantonadas
en Sierra Morena, a las que había avisado el teniente Martínez.
El informador no
tenía miedo al salir de Mengibar hacia Bailén, sabía que no encontraría tropas
francesas, ni en el camino ni en la villa donde iba, pero si le preocupaba lo
que intuía, el enfrentamiento entre dos poderosos ejércitos. Él conducía un
carro, los otros dos, los arrieros de Valdepeñas. Sólo uno de ellos iba cargado
de vino y aguardiente, los dos que le seguían cargaban los pellejos vacíos.
Antes de llegar a
su destino empezó a oír el tiroteo y los cañonazos, alarmado, se dirigió donde
suponía se encontraba el Regimiento de Órdenes, en el flanco derecho del
ejercito español. Dejó su caballo al píe de una colina y subió al alto, desde
allí vio como la caballería de España cargaba contra los franceses, por los
soldados que caían del caballo, dedujo las bajas, serían la cuarta parte del
batallón. Mal empezaba aquello, pensó.
Al oír dos
cañones, con el mismo trueno que el de los franceses, en el frente donde
estaba, supo la situación del regimiento que buscaba y allí se dirigió. Su
amigo Francisco, el coronel, montado a caballo, blandía en su mano derecha un
reluciente sable, estaba arengando a sus soldados antes de entrar en combate,
aprovechaba media hora de tregua que se dieron ambos ejércitos para retirar
muertos y heridos. No molestó al coronel, su aspecto le impresionó, los ojos enrojecidos
y su atronadora voz, sin duda, producían el efecto deseado por el que mandaba
aquellos valientes soldados.
Pudo ver como
avanzaba la primera fila y caían la mayor parte que la formaban, ante el fuego
graneado de la fusilería francesa. Pero sobre los cuerpos mal heridos o
muertos, pasó la segunda fila, ¿ habría avanzado su hermano con ellos?, se
preguntó. A la media hora, abriéndose paso entre los soldados, distinguió al
socio y a un soldado que transportaban un cuerpo entre los dos. Se imaginó lo
peor y fue al encuentro de ellos, al acercarse reconoció al soldado, era
Fermín. Al ver a su hermano muerto, se le saltaron dos lagrimas, no rodaron por
las mejillas, se disiparon por el fuego que desprendía su mirada. Le dijo al
socio:
–
Roque, lleva el cuerpo de mi
hermano a Bailén, en la casa de postas está Nicasio, que lo traslade en un
carro a Mengibar y le diga a Miguel que prepare el entierro, esta noche, gane
quien gane la batalla, estaré allí. Después te diriges con los carros y el otro
arriero, donde están los cañones españoles emplazados, junto al camino real.
Fermín, vamos en busca de tu coronel.
No tardaron en
encontrarlo y dirigiéndose a él, Pedro le comunicó:
–
Francisco, han matado a mi hermano
Lucas, quiero vengar su muerte. Tus baterías están mal emplazadas, si no te
importa, le dices a tus artilleros que las bajen al camino real, junto a los
seis cañones españoles. Allí estaré yo disfrazado para que no me descubran los
enemigos, ayudaré a los que atiendan tus baterías.
–
Que te acompañe Fermín para que
siga su misión de enlace.
Fue en busca de su
caballo que seguía al píe de la colina que tuvo de observatorio. Se quitó la
ropa que llevaba y de la bolsa de cuero repujado sacó el disfraz del Maestre.
No se vistió con la casaca, hacía mucho calor, sólo la camisa y calzones
negros, como el sombrero, lo último que se puso fue el pañuelo rojo tapándose
la cara. Montó en su caballo, le siguió Fermín, también montado en el suyo,
hasta una venta abandonada del camino real, donde dejaron en la cuadra para que
nadie las viese.
El informador,
ahora enmascarado, inició su colaboración con los artilleros ayudado por su
acompañante, acercándole pólvora y metralla para cargar los cañones. Así
continuó hasta que llegaron los dos cañones del Regimiento de Órdenes, los que
le requisaron a los franceses los vecinos de Santa Cruz de Mudela. Al llegar
los carros y enterarse los oficiales lo que transportaban, ordenaron a los
soldados que descargaran los pellejos. Previamente Roque le había dicho a su
socio el contenido y éste, con voz autoritaria, conminó a los soldados
diciéndoles:
–
Beber toda el aguardiente que
queráis para saciar la sed, pero no toquéis los pellejos llenos de agua, se
necesita para enfriar los cañones.
Esta sugerencia, a
modo de orden dada por un civil, debió hacer pensar a los oficiales, que el
hombre de negro que tapaba su cara con un pañuelo rojo, tenía conocimientos de
artillería. Por esto, al pedirle permiso a los oficiales artilleros para
disparar los dos cañones incorporados, no pusieron inconveniente. Disparó a bala rasa como lo hacía el enemigo y el
resultado pronto se vio.
Cada cañonazo del
hombre enmascarado, abría una brecha en las filas del enemigo que avanzaban. Al
mismo tiempo que disparaban los cañones españoles, una lluvia de balas se
estrellaba en los parapetos de las baterías. Algunas hacían blanco en los
artilleros produciendo bajas, pero la mayoría se dirigían al artillero vestido
de negro y a los soldados que le ayudaban, entre ellos, Fermín. Tres retiradas
consecutivas hicieron las columnas francesas, los soldados gritaban: il Diable, il Diable…, huyendo
despavoridos.
Roque se
parapetaba detrás de un carro con los dos fusiles que le había quitado al
enemigo, se los cargaba el arriero de Valdepeñas; de cada disparo, un francés
caía al suelo. En una de las huidas le preguntó al socio.
–
¿Qué gritan?.
–
El Diablo, el Diablo – le
contestó.
Gran parte de los
artilleros, o estaban heridos o desfallecidos; por esto, al ver avanzar los
franceses en formación cerrada, un soldado exclamó: ¡Que va a ser de nosotros!.
El avance lo hacían los marinos, todos vestidos de azul; al mando, un hombre
alto a aballo con uniforme lujoso, el general Dupont. Le acompañaban sus
generales, el sol hacía brillar el dorado de los uniformes.
Al hombre
enmascarado se le veía una mancha de sangre en su camisa, tenía una herida en
el hombro izquierdo, pero seguía disparando. Se utilizaba como metralla restos
de herraduras, que el previsor Roque cargaba en un carro, esto y el agua de los
pellejos, fue clave en el duelo artillero.
Los cañones
franceses enmudecieron, hasta entonces, habían disparado por encima de los
artilleros españoles, para no dejar los marinos y los generales entre dos
fuegos. Al disiparse el humo de las baterías francesas, se pudo ver una bandera
blanca en el frente enemigo. La batalla había terminado con la victoria
española.
Mientras los
artilleros celebraban el triunfo, bebiendo el aguardiente que quedaba, el
enmascarado y el soldado que le acompañaba desaparecieron. Poco después se
disponía Roque a dar la vuelta a los carros e ir por el tiro, se le acercó un
teniente, que le preguntó:
–
¿Cómo se llama el hombre
enmascarado que a cañonazos se ha cargado a tantos franceses?.
–
Es un secreto y no se lo puedo
revelar – le contestó.
–
Se llama D. Pedro – intervino otro
oficial –, he oído al arriero pronunciar este nombre al dirigirse a él con
mucho respeto.
Los artilleros
extendieron por todo el ejército español, también llegó al francés, la hazaña
del hombre enmascarado. Lo bautizaron con un sobrenombre: Don Pedro el
Diablo
Nada mas llegar el distinguido con el referido sobrenombre a la venta
donde dejó el caballo, se cambió de ropa. Se puso la vestimenta usual de los
serranos de su tierra: blusón gris con pechera fruncida, camisa blanca y
pantalones, esta prenda sustituía los clásicos calzones, le era más cómoda.
Montó en el caballo y dirigiéndose a Fermín le comunicó:
–
Le dices a tu coronel que me
dirijo a Menjibar, mañana celebraremos el entierro de mi hermano en dicha
villa.
–
Así lo haré D. Pedro, su hermano
Lucas me salvó la vida, no consintió que fuera delante de él. Siento su muerte
como la de un hermano, no se separó de mi los pocos días que estuvimos juntos,
el coronel le dijo que era el enlace con Vd. – al joven soldado se le saltaron
dos lagrimas.
Salió al galope y
al llegar a Bailén, iba a tomar el camino de Mengibar y se acordó que la
división de Vedel podía volver para ayudar a su jefe, si no se había enterado
de la derrota.
Continuó por el
camino real en dirección a Guarromán, no llevaba una legua recorrida, cuando
vio la polvareda que levantaba la caballería de la división. Volvió sobre sus
pasos, picó espuelas y nuevamente al galope no paró la cabalgadura hasta
encontrar un grupo de oficiales, a los que le preguntó:
–
¿Dónde está el general Reding?. La
división de Vedel viene hacia Bailén.
–
Donde suenan los tambores –
contestó un capitán –, yo le acompaño, debe conocer la noticia que trae con la
mayor rapidez.
Tan pronto Reding
conoció la llegada de Vedel de boca del informador, ordenó que se tocara
llamada con tambores y cornetas, y dirigiéndose al que se la dio, le pidió:
–
D. Pedro, ¿porqué no acompaña a
dos de mis oficiales que saldrán al encuentro de Vedel para informarle de la
rendición de Dupont?.
–
General, he de marcharme a
Mengibar para dar tierra al cuerpo de mi hermano. Murió como un héroe con la
mayoría de los soldados que mandaba del Regimiento de Órdenes.
–
A su pesar uno el mío, en el poco
tiempo que he tenido de ayudante al teniente Martínez, nos tratábamos como un
padre y un hijo. No descansaré hasta conseguir la condecoración y honores que
se merece. Así se lo comunicaré a Vd. por carta, se la enviaré a la villa de
Siles, D. Pedro.
–
Le agradecería general, qué cuánto
antes, escriba esa carta.
–
¿Cuándo y dónde se celebrará el
entierro?.
–
Mañana en el cementerio de
Mengibar, he encargado a un amigo que el cuerpo de Lucas se entierre con el
ceremonial de un buen cristiano, mi hermano era muy religioso.
–
Allí estará un capitán
representándome, si como espero, Vedel acepta la rendición. Si no, machacaremos
su división, les superamos en número de hombres y los nuestros, están
enardecidos por la victoria.
– VII –
Le preocupaba a
Pedro, que con el calor que hacía, el cuerpo de su hermano hubiese iniciado la
descomposición. Llegó por la noche a la casa de su amigo Miguel, que le informó
de los preparativos del funeral y entierro, se depositaría el ataúd en uno de
los nichos propiedad de su familia. Al terminar de hablar, lo hacían en una
habitación solos, le dijo al amigo que avisara a su socio y a los dos arrieros.
Al entrar Roque no quiso interrumpirle, escribía en un papel lo que supuso eran
las cuentas del negocio. Dejó la pluma sobre la escribanía y entonces le dijo
el socio:
–
D. Pedro, en sitio seguro como Vd.
me dijo, tengo guardada toda la plata que hemos sacado de la venta del vino y
aguardiente.
–
Ve por las bolsas para contar el
dinero, así compruebo las cuentas de los ingresos y gastos que hemos tenido.
Comprobado el
resultado de las cuentas con el dinero de las bolsas, le dio a cada uno lo que
le correspondía, según lo apalabrado. Él se quedó con una bolsa y las tres con
más plata se las entregó a Nicasio, diciéndole:
–
Este dinero, junto con este papel,
se lo entregas a D. Francisco de Frías, las cuentas se han hecho según lo
tratado. Mañana, después del entierro, saldréis camino de Valdepeñas con los
tres carros.
–
Amo, después de dejar el carro,
¿qué hago? – le preguntó el antiguo criado y hasta aquel día socio.
–
Si quieres seguir el oficio de
trajinante se lo dices a D. Francisco. Harías un buen negocio transportando a
nuestra tierra vino de La Mancha y volviendo con el carro cargado de maderas,
se venden bien allí. Yo salgo pasado mañana para Siles, le diré a Eulalia que
te encuentras bien y que llegarás dentro de unos días.
Sacó Roque parte
del dinero de su bolsa y entregándoselo, le pidió:
–
Si no le importa, le lleva esta
plata a mi mujer, los míos estarán pasando muchas penurias con esta guerra.
Salió el serrano y
los arrieros de la habitación y entró Miguel que le dijo a su amigo:
–
He visto por la sangre de la
camisa que te han herido en un hombro. Pasa a tu dormitorio donde te espera mi
hija para curarte, el otro día ayudó al médico que atendió a los heridos de la
primera batalla, la del otro lado del río.
–
Me la he curado yo, pero con estos
calores, no está de más que tu hija le eche un vistazo.
–
En la habitación tienes la comida
que te ha preparado mi mujer. Después de cenar te acuestas, estarás
desfallecido y agotado, conociéndote como te conozco, estoy seguro que te habrás
llevado por delante muchos franceses. Esa canalla
ha tenido que venir a esta tierra para recibir su merecido.
–
No te hagas ilusione Miguel, el
hermano de Napoleón está en Madrid como rey de España. Si no recibimos ayuda de
los ingleses, el Emperador acabará adueñándose de nuestra patria.
Se despertó al
amanecer como estaba acostumbrado, a pesar de que le costó conciliar el sueño y
que durmió con una misma pesadilla. Veía caer a su hermano del caballo y que un
francés se le acercaba para rematarle, intentaba disparar su fusil y no salía
la bala, el soldado enterraba la bayoneta en el pecho de Lucas.
Se enjuagó la boca
con agua, le amargaba como la hiel, observó, que encima de una silla estaba su
ropa limpia y planchada. Como signo de luto, se anudó en el cuello de la camisa
blanca una cinta de seda negra que habían dejado encima de la ropa, le
agradecería el detalle a la mujer de Miguel.
Salió al patio,
allí esperaban los hombres, las mujeres seguían dentro de la casa junto al
cadáver, rezando. No tardaron en llegar doce soldados a caballo y un capitán le
comunicó a Pedro, a la vez que le daba el pésame, que mandaba la compañía de su
hermano.
Cuatro soldados
llevaron al hombro el ataúd hasta la Iglesia. Rezaban los curas y sacristanes
los últimos responsos, un taconeo con ruido de espuelas retumbó en la bóveda de
la nave de la Iglesia. Era el coronel de Regimiento de las Órdenes, acompañado
de Fermín con galones de sargento, acercándose a su amigo le dio un fuerte
abrazo y con voz audible para las personas de la presidencia y cercanas,
pronunció estas palabras:
–
Pedro, tu hermano ha muerto como
un valiente, un verdadero héroe que dio la vida por su patria, Dios lo habrá
acogido en su seno.
Cargaron el ataúd
cuatro hombres: Fermín, Roque, Miguel y Nicasio. Al salir de la Iglesia, dos
filas de soldados encabezadas por el capitán y el coronel, abrían una calle.
Cuando llegó el féretro al centro, se oyó la voz de: ¡Fuego!. Una cerrada
descarga de 24 fusiles, respondió a la orden. El coronel gritó con su voz atronadora:
–
¡Viva España!, ¡Viva el ejército
español!.
Hasta las mujeres
que asistían al entierro contestaron los vivas. El coronel se acercó al ataúd y
lo cubrió con una bandera de seda blanca, en ella estaban bordadas los emblemas
de las Órdenes Militares. El capitán puso encima una medalla, después se supo
que pertenecía al general Reding, de sus propias condecoraciones.
Seguía al ataúd
Pedro con una mirada dura, acerada, que sólo mostró signos de blandura, cuando
su amigo Francisco le entregó la bandera, cuidadosamente doblada por cuatro
soldados y la condecoración. El coronel le cogió del brazo al salir del
cementerio y apartándose de los asistentes, le comunicó:
–
Pedro, todo el ejército español y
parte del francés, conoce tu hazaña disparando los cañones de mi regimiento. Se
te conoce como Don Pedro el Diablo, no
he querido revelar tu identidad porque sé que quieres mantener el secreto. A
pesar de que se te ha propuesto para una alta condecoración, la misma que ha
recibido tu difunto hermano.
–
Has hecho bien, cuando pase unos
días con mi familia es posible que siga colaborando con el ejército español,
siempre como civil. La guerra contra los franceses, que tú llamas de la
Independencia, puede ser larga, pero estoy seguro que la ganaremos, viendo el
entusiasmo que se puso ayer en la lucha.
–
Sin desvelar tu actuación de
artillero, si quieres, le pongo al corriente a nuestro común amigo el Marqués
de Castelar, Capitán General de Castilla la Nueva, de tu misión de informador
del ejército español, capital en la victoria de ayer, según Reding.
–
Si el Marqués necesita mis
servicios, me mandas recado a mi pueblo con persona de confianza. Que no lleve
papel escrito, que se aprenda de memoria lo que le digas, cerciórate que sean
tus mismas palabras.
Al despedirse
Pedro de su amigo Miguel, la noche del 20 de julio, quiso pagarle los favores
que podía hacerse con dinero, los derivados de la amistad no tenían precio. El
maderero no le cobró ni el pienso ni la paja de las caballerías, que incluyó en
las cuentas que le dio a Nicasio, ni tan siquiera, lo que le costó el ataúd.
Solamente aceptó, los reales con los que pagó a curas y sacristanes por el
funeral y entierro. De madrugada, aquella noche se desveló, por lo que decidió
ponerse en camino hacia su tierra.
Tenía previsto en
la primera jornada llegar a Baeza, pasando por Linares, pero al abrevar el
caballo en el río Guadalimar, se dio cuenta que el animal no podía más. Lo que
confirmó en los fuertes repechos de la subida a la ciudad donde se dirigía,
tuvo que desmontar en Ibros para pasar la noche. Al día siguiente, pensaba
llegar a Beas y lo consiguió, sin apretar al caballo.
Con pocas personas
se cruzó en el camino real de Andalucía a Valencia, por causa de la guerra, ni
las diligencias transportaban personas, ni los carros mercancías. Esta soledad
del camino le permitió analizar la situación vivida días pasados y la
imprudencia de participar en el combate. El consejo que le dio a su hermano, no
lo siguió él, aunque esto podía justificarse ante la muerte de Lucas. No pasaba
lo mismo con el ardor de que dio muestra, disparando los cañones contra los
franceses. Perdió su característica serenidad, el corazón se impuso a la
cabeza.
Entre las
reflexiones de las dos jornadas de camino, destacaba, el sentimiento patriótico
de aquellos valientes soldados y, muy especialmente, el que había presenciado,
los avances del Regimiento de Órdenes. Acabada la arenga de su coronel, lanzó
los soldados al combate, gritando: ¡Viva España!, ¡Viva el ejército español!,
¡Viva Fernando VII!. Con este último viva no estaba conforme, en las
conversaciones con los oficiales franceses, éstos llevaban razón al no
comprender que los españoles defendieran al que consideraban su rey. Conocían
como el Príncipe de Asturias engañó a su padre para acceder al trono y sobre
todo, el espectáculo que dieron padre e hijo ante Napoleón en Bayona.
Para los franceses
– continuó reflexionando –, con el nuevo rey de España, José I, estaban mejor
gobernados los españoles y por primera vez en su historia, dejarían de ser
súbditos, gracias a la Constitución jurada por el nuevo rey en Bayona el 7 de
julio. Según los oficiales del ejército Imperial, la Constitución fue redactada
por ilustrados españoles, una pandilla de afrancesados huidos al país vecino
después del Dos de Mayo, según noticias
de Madrid.
También en el
camino se hizo algunas preguntas a las que no encontraba contestación: ¿Qué
pasaría después de la victoria de Bailen?. El ejército de Castaños, ¿se pondría
en marcha hacia Madrid?. Sí estaba seguro, que la derrota del ejercito de
francés en Bailén, la tomaría el Emperador como una afrenta, tan pronto le
llegara la noticia, si no se había enterado ya. Sin duda mandaría fuerzas
poderosas en número y armamento para conseguir su empeño, la ocupación de
España y Portugal.
Como le pasó a
raíz del Dos de Mayo, en que tuvo de confidente a su amigo Natalio, en los
acontecimientos pasados, los confidentes fueron sus dos amigos con el mismo
nombre, Francisco. La dualidad del ideario político diferente de ambos, su
distinto carácter y temperamento, le llevaron a analizar su situación personal.
De Paco, abogado y director de la destilería, siempre había admirado su bagaje
cultural y prudencia. De la que dio muestra al conseguir la retirada de los
franceses, salvando muchas vidas de los vecinos de Valdepeñas.
Tanto él como el
abogado, seguían manteniendo las ideas liberales, pero de ellas no podían hacer
portador la figura más relevante surgida de la Revolución francesa, Napoleón.
Les defraudó a ambos cuando pasó de primer Cónsul a Emperador y sobre todo, que
su ambición desmedida, le llevara a invadir todos los países de Europa, excepto
Inglaterra y Rusia, hasta el presente. A lo que se unía, el paso de la
República Francesa a Imperio, gobernado por reyes de su propia familia, como
era el caso de España con el nuevo rey, su hermano José.
Del sentimiento
patriótico de los españoles – continuó reflexionando –, era paradigma su amigo
Francisco, el coronel. Hacía años que lo conocía y trataba, por eso sólo le
extrañó su fidelidad a la monarquía de los Borbones, una vez destronados Carlos
IV y Fernando VII, en situación tan vergonzosa. Había hecho mal en imitarle
tomando parte en el combate como artillero, aunque no se arrepentía, debía
vengar la muerte de su hermano. Como conclusión, se hizo el propósito de seguir
defendiendo su patria de la forma que lo había hecho antes de la batalla de
Bailén.
Llegó a la villa
de Beas de noche, llamó a la puerta de la casa de un amigo, D. Bartolomé Ibáñez,
Escribano de Rentas de la referida villa. Que sucedió a su padre en este cargo,
como también él le sucedió como Escribano de Rentas en la villa de Siles. Cargó
que abandonó cuando se fue con su familia a Aranjuez, para impartir clases
teóricas y prácticas del Ramo de Montes en la Escuela de Agricultura. Le abrió
un criado y antes que le contestase si estaba el amo, salió al zaguán el amigo
y abrazándole, exclamó:
–
¡Qué gran sorpresa D. Pedro! –
dirigiéndose al criado, le ordenó –, encierra el caballo en la cuadra, dale de
beber y un buen pienso. ¿No vendrás de la batalla de Bailén? – le preguntó al
visitante, aclarando –, ayer vinieron emisarios a los pueblos dando la noticia
de la gran victoria. Estuvieron en la casa de la Encomienda para pedirme
provisiones con las que alimentar a más de 20.000 prisioneros franceses.
–
Participé en la batalla y en ella
encontró la muerte mi hermano Lucas. Hace dos días le dimos tierra en Mengibar.
–
¡Cuánto siento la muerte de tu
hermano! – volvió a exclamar –. Tu padre, estaba orgulloso de que, como
abogado, defendiese la gente pobre, lo que él hizo toda su vida. Como recuerdan
a D. Pedro Fernando los vecinos de Beas, a mí no me molesta manifiesten, que
fue el mejor Escribano y Administrador de la Encomienda que han tenido, yo no
llego a su altura.
Durante la cena,
D. Bartolomé agobiaba al visitante con preguntas sobre la Batalla de Bailén, se
las contestaba de forma concisa y sin dar detalles, no le dijo su participación
en el duelo artillero, no quería que se extendiese su hazaña por los pueblos de
la Sierra. Se dio cuenta el dueño de la casa del agotamiento del amigo y
terminó el interrogatorio, acompañándole al dormitorio para que descansase.
Desde Beas Pedro,
tomó el camino a Segura que atraviesa la Sierra. El aire fresco de aquella
mañana lo agradecía el jinete, después del calor sofocante pasado en la hoya de
Bailén. El paisaje de su tierra suavizaba su mirada, dura y penetrante,
acerada, como decían sus amigos. ¡Qué distinta de la de sus ojos llenos de
ira!, por la muerte de su hermano, mirada con la que abatía a cañonazos a los
marinos franceses. El olor del pinar le tranquilizaba – pensó –, que esto
contribuiría a que los suyos lo vieran con la mejor cara, a pesar de la triste
noticia de que era portador.
Entró antes de
llegar a Siles en su cortijo de Peñardera, le quería entregar a la mujer de
Roque, Eulalia, el dinero que le dio su marido y decirle que pronto llegaría.
En el huerto se encontraba su hijo Pedro Juan, que nada mas ver a su padre
corrió para darle un abrazo. La primera pregunta que le hizo no se le esperaba:
–
Padre, ¿has estado en la batalla
de Bailén?.
–
Así ha sido hijo, pero siempre en
retaguardia. Mi misión era que los soldados saciaran la sed con la bebida que
Roque y yo le llevamos.
–
También verías al tío Lucas, madre
está preocupada desde la última carta que recibió D. Gregorio de él y que nos
la leyó en casa, al saber que lo habían ascendido a teniente.
–
Como tu caballo está descansado –
interrumpió a su hijo, quería evitar que le siguiera preguntando –, sube al
pueblo y le dices a tu madre que me espere en casa de Gregorio, que no le
informe a las niñas de mi llegada.
El hijo sospechó
que no traía buenas noticias su padre, ¿le habría pasado algo a su tío Lucas?,
se preguntó. Cargó en el caballo de su hijo el equipaje, excepto las alforjas y
la bolsa de cuero repujado, con las que entró al cortijo. Le dijo a Eulalia que
no abriera la bolsa, contenía ropa, su marido cuando volviera, le diría lo que
tenía que hacer con ella.
Antes de entrar en
la casa de su amigo el escribano, dejó el caballo en las cuadras de la Casa de
la Tercia, cogiendo las alforjas, único equipaje que le quedaba. En el portal
de la escribanía le esperaba Luciana, se dieron un apretado abrazo, al mismo
tiempo y llorando de alegría, la mujer exclamaba:
–
¡Gracias a Dios que has llegado!,
¿has estado en la batalla?; si fue así, ¡La Virgen del Carmen te ha protegido!;
¡Lo que le habré rezado!.
Le desabrochó la
camisa y besó la estampa de la Virgen que llevaba como escapulario, sin dejar
de llorar. Entraron en el despacho, donde esperaban Gregorio y Pedro Juan. El
escribano abrazó al amigo que saco de las alforjas la bandera, la desplegó
sobre la mesa y puso encima la condecoración. Su mujer, todavía con lagrimas en
los ojos, le preguntó:
–
Pedro, ¿esa bandera qué
significa?.
–
Luciana – se adelantó el escribano
–, normalmente, en el entierro de militares y más, si su muerte ha sido
heroica, se cubre el ataúd con una bandera.
–
¡Hay Dios mío! – exclamó –, a
Lucas lo han matado esos malditos franceses.
–
Dentro de unos días recibiremos una carta del general Reding, me
prometió que conseguiría la orden de
concesión de la condecoración que he puesto encima de la bandera, Lucas era su
ayudante. Mi hermano ha muerto como un héroe, le di tierra en la villa de
Mengibar. Dentro de cinco años, volveré por sus restos para depositarlos en el
panteón donde están enterrados mis padres.
–
Padre, yo ocuparé el puesto de mi
tío Lucas en el Ejercito Español – dijo el joven Pedro Juan, rompiendo el
silencio que se produjo al terminar de dar la triste noticia su padre.
El escribano
seguía callado, después de la explicación que dio sobre la bandera; cosa rara
en él, era muy hablador. No podía hacerlo, un nudo le apretaba la garganta,
hasta que rompió a llorar, uniéndose al llanto de Luciana y del joven. Gregorio
quería a Lucas como el hijo que no había tenido, fue su profesor de Historia
antes de que se hiciera Bachiller en Baeza. Al acabar la carrera de abogado,
Lucas abrió su despacho en la escribanía hasta que se marchó a Murcia. En los
años de despachos contiguos, escribano y abogado, se trataban como un padre y
un hijo.
Las niñas, Pilar y
Dolores, no dejaban de besar y abrazar a su padre, cuando llegó a la casa. Su
madre y hermano se tragaron las lagrimas, no le dijeron la muerte de su tío.
Aquella noche después de amarse con ansiedad marido y mujer, aquel pronto se
quedó dormido, le pudo el cansancio. Luciana esperó a oír la respiración
acompasada para reclinar su cabeza en el hombro izquierdo. La mejilla notó una
parte caliente de la piel, lo que la alarmó, encendió el velón, viendo la
herida casi ya cicatrizada, de la mordedura de la bala en el hombro.
Ya no tenía duda
de que su marido había participado en la Batalla de Bailén. Como lo conocía
bien, no le diría nada de que había visto la cicatriz, sabía, que no le negaría
su participación en el combate, pero no le daría detalles del peligro corrido,
ni de la muerte de su hermano. Inclinó la cabeza y besó la estampa de la Virgen
del Carmen del escapulario, apagó el velón, cogió el rosario y estuvo rezando
hasta que se durmió.
En los días
siguientes, Pedro se levantaba al amanecer, montaba en su caballo y se iba a
los pinares que rodean la villa de Siles. Volvía a la hora de comer, por la
tarde, se encerraba en el despacho y las pasaba leyendo. No tenía el más mínimo
contacto con los amigos, ni tan siquiera con el más intimo, Gregorio.
Este aislamiento
de su marido empezó a preocupar a Luciana, lo justificaba, por la tristeza que
le embargaba por la muerte de Lucas. ¿Algo habría pasado?, se preguntó, de lo
que Pedro se sentía responsable. Pero lo que más le importaba, era lo que
sucedía al acostarse, aunque respondía a sus caricias, no lo hacía con la
pasión que le caracterizaba desde que llevaban casados. Ella, procuraba suplir
la falta de pasión del marido, pero no estaba segura de conseguir lo que se
proponía.
Hacía diez días de
la llegada, volvió del monte donde posiblemente encontraba la tranquilidad que
buscaba. Cuando llegó a su casa, encontró al sargento Frías, el hermano de su
amigo Paco. Pasaron al despacho y el visitante le comunicó que le traía un
recado de D. Francisco de Paula Soler, su coronel. Le informó de lo siguiente:
“Terminadas las
capitulaciones, duraron tres días, entre los generales españoles y Dupont,
acompañado de los suyos. Los resultados de la victoria eran desastrosos para
los franceses: 2.000 muertos, 200 heridos y 20.000 prisioneros. Al día
siguiente de la firma de las capitulaciones, se celebró una reunión presidida
por el Capitán General de Andalucía, Castaños, y los generales, Reding,
Coupigny, Peña y Venegas. A esta reunión también asistieron los coroneles de
los regimientos que participaron en la batalla y entre ellos, el suyo”.
“Sobre dicha
reunión – continuó el relato Fermín –, me insistió mi coronel que le dijera con
sus mismas palabras, que al tratar de los ascensos y condecoraciones, el
general Reding propuso las más altas pera los hermanos Martínez García. El
menor, su teniente ayudante, se la merecía por su muerte heroica, así como el
ascenso a capitán. El mayor, D. Pedro, según el general, aunque fuese civil,
también se la merecía, porque gracias a él estuvo informado del movimiento de
las divisiones francesas, desde que salió de Córdoba hasta la víspera de la
batalla. Avisándole también, cuando acabó ésta, de la llegada de la división de
Vedel”.
–
Fermín – le interrumpió –, le dije
a tu coronel, que mantuviera en secreto mi actividad como informador militar,
lo hacía camuflado como trajinante del vino y el aguardiente que me
proporcionaba tu hermano, como sabes.
–
Como mi coronel suponía, que no le
gustaría lo de la condecoración, me insistió le informase, que él nada pudo
hacer, no podía contradecir a un general, estando a sus órdenes.
–
Cuando vuelvas, le dices de mi
parte, que, si se puede, se rectifique la orden en lo que me afecta y lo más
importante, que si reanudo mi actividad de informador, aunque sea con nombre
falso, nadie debe conocer el verdadero y mucho menos, que he sido distinguido
con una medalla.
–
Pero lo peor no fue esto, D.
Pedro, también se identificó al enmascarado con su persona.
–
Me lo suponía – volvió a
interrumpirle malhumorado –. Eso me importa más que la condecoración, ¿cómo
fue?.
–
De esto tampoco tuvo la culpa mi
jefe. Lo descubrió un coronel de artillería, se lo cuento:
“Una vez
terminadas las propuestas de condecoraciones y ascensos, un coronel de
artillería intervino, relatando lo que le habían dicho sus oficiales sobre el
hombre enmascarado que participó en el duelo artillero, conocido como Don Pedro el Diablo. El mismo coronel
asoció este sobrenombre con la persona que dijo Reding había sido su
informador. Mi coronel intervino para decir, que era una simple coincidencia
que el informador y el enmascarado se llamaran Pedro. Pero Reding dio una
explicación irrebatible, según el general, quiso Vd. vengar la muerte de su
hermano”.
–
Así fue Fermín como tu sabes, pero
de lo que me has contado, no debe enterarse nadie de este pueblo, ni siquiera
el amigo y compañero de tu padre, D. Gregorio Martínez Peláez.
–
Tengo que pasarme por su casa, le
traigo recuerdos de mi padre que ya está en Infantes, mi familia ha vuelto de
Granada.
–
Vive en la casa de enfrente, veras
la placa de la escribanía. ¿Qué noticias me traes de tu hermano?.
–
Me ha dicho, que a tu socio Roque
lo utilizará como correo en los viajes de ida y vuelta que haga a Valdepeñas.
Ya te dirá por carta los acontecimientos más importantes que se produzcan en
Madrid. Piensa viajar con frecuencia a la Corte, perdón, estamos sin rey. Ni
Fernando VII, ni José I, que salió de Madrid al día siguiente de enterarse de
la derrota francesa en Bailén.
–
Fermín, el ejército de Andalucía,
¿se ha puesto en camino hacia Madrid?.
–
Ni el de Andalucía ni el de La
Mancha, mi regimiento sigue en Mudela. Según mi hermano, hay desavenencias
entre los generales españoles.
No le extrañó a
Pedro que los generales españoles anduvieran a la greña. Todos los que
participaron en la Batalla de Bailén se sentirían orgulloso de haber derrotado
al ejército de Napoleón. Pero a veces, pensó, una victoria genera envidia entre
los que se reparten honores y prebendas. Él no pudo presenciar la actuación de
las fuerzas de Castaños, pero sí las de Coupigny y Reding. La estrategia de
este general fue clave en la victoria, de ello podía dar testimonio.
Al día siguiente
de la visita de Fermín, volvió Roque de Valdepeñas, le trajo una bolsa de
dinero, su amigo Paco no estaba conforme con la liquidación que le mandó,
aumentando el corretaje. También una carta en la que le confirmaba lo que le
había dicho su hermano sobre los generales. Le informaba con detalle de las
disputas de estos y de que todavía, el ejército de Andalucía no se había puesto
camino de Madrid, lo que suponía, pensó Pedro, que los franceses se reforzarían
al norte del Ebro.
Estas noticias le
hicieron posponer su viaje a Madrid, pasando por Mudela, para entrevistarse con
su amigo, el coronel y que éste, le pusiera en contacto con el Marqués de
Castelar, Capitán General de Castilla la Nueva, para ponerse a su servicio.
Como se acercaban
las fiestas de Siles por San Roque y las niñas, las esperaban con ansiedad, su
madre les comunicó la muerte de su tío Lucas. Dolores, al enterarse no paraba
de llorar. Estaban reunidos toda la familia y el padre les comunicó:
–
Mañana salgo para la villa de Santiago para recordarle a los
arrendatarios que para San Miguel tienen que pagar lo convenido. Le he dicho a
Roque que suba con las caballerías para que os bajéis al cortijo, allí pasaréis
las fiestas. – Dirigiéndose a la niñas, añadió –, vosotras os podéis bañar en
la balsa que tanto os gusta, la Eulalia la ha limpiado y encalado.
–
Me parece muy bien lo que has
dicho de bajarnos al cortijo – le contestó la mujer –, allí estaremos más
fresquitos, con el luto no estamos para fiestas.
–
Padre, – intervino Pedro Juan –,
como no trabajo en la escribanía con las fiestas, te puedo acompañar a la villa
de Santiago.
–
De acuerdo, así puedes presenciar
las diligencias con los arrendatarios y hacerlas tu el año que viene. También
me viene bien que me acompañes, para que revises el estado del batán y el
molino, y yo seguir viaja a Caravaca,
donde le daré a Teresa la triste noticia. La segunda mujer de mi padre quería a
mi hermano como si lo hubiera parido ella. Después seguiré el viaje a Murcia
para hacerme cargo de las pertenencias de Lucas y visitar al Intendente, es el
mismo con el que despachaba las rentas hace años, cuando tenía en Siles la
Escribanía de Rentas.
–
¡Pobre Teresa! – exclamó Luciana
–, para octubre hace ocho años que murió su marido, vuestro abuelo Pedro
Fernando, ahora se le aumentará la tristeza con la muerte de Lucas. ¡Cuánto me
acuerdo de él! – volvió a exclamar.
Por tres veces en
el camino de Siles a Santiago, Pedro Juan le propuso a su padre su
incorporación al Ejercito Español como había dicho en el despacho de D.
Gregorio, al enterarse de la muerte heroica de su tío Lucas en la batalla de
Bailén. Ante su insistencia su padre le dijo que de ello tratarían a su vuelta
de Murcia.
En la reunión con
los arrendatarios en el mesón de Santiago, el que regentaba este
establecimiento y el arrendatario del molino, no pusieron ningún inconveniente
en pagar la renta apalabrada en San Miguel. No pasó lo mismo con el
arrendatario del batán, que de malas formas, dijo:
–
D. Pedro, yo sólo le pagaré lo que
tenía convenido con D. Pedro Fernando, su padre, que en gloria esté. Que Vd. me
subiera al doble la renta es un abuso, ¿lo ha consultado con su hermano?,
también es propietario.
El aludido se
levantó y con una mirada que echaba fuego, le agarró por la pechera del blusón
y con la otra mano, le iba a descargar tan tremendo golpe, que le hubiera
machacado la cara, gracias a Dios, que le sujetaron el brazo los otros dos
arrendatarios. Pero no la lengua, con palabras pausadas y sin alzar la voz, le
advirtió:
–
Yo vendré a cobrar la renta, no
mandaré a mi hijo y si no me la pagas, te
capo. Un borracho como tú, no merece la pena que tenga descendencia.
Al que salvaron
del puñetazo, tenía la cara más blanca que el papel, se habría quedado sin
saliva de miedo y no contestó, tenía fama de pendenciero en el pueblo. Se
disponía a salir del mesón el arrendatario del batán con el rabo entre las piernas, como dicen en la Sierra, y lo paró
en seco la misma voz pausada que le había hecho la advertencia, diciéndole.
–
Si no te gastaras el dinero en
vino, lo tendrías para pagarme la renta y si no lo tienes, te empeñas hasta los
ojos, será la última vez que lo hagas. – Dirigiéndose a su hijo, continuó
–,Pedro Juan, mañana hablas con el encargado de la Encomienda, desde hace años
quería comprarle el batán a tu abuelo, le dices que venga a Siles que haremos
el trato.
–
Así lo haré padre – contestó el
muchacho.
No dijo mas,
quizás también se había quedado sin saliva como el arrendatario del batán.
Conocía el genio del padre, pero nuca presenció un acto de violencia como el de
aquella noche, tenía fama de hombre sereno, según decían sus amigos. En casa,
si se enfadaba, mostraba mal genio al regañarle a él y a sus hermanas, lo que
ocurría raramente, pero siempre, intervenía su madre para calmarlo y se le
pasaba el enfado con prontitud.
Durante la cena en
el mesón, la conversación entre padre e hijo, trató sobre el trabajo de éste en
la escribanía y los estudios. Gregorio le daba clases por las tardes, como hizo
con su tío Lucas cuando tenía su edad. Trabajo y estudios que tendría que dejar
si se incorporaba al ejercito, pero de esta incorporación no hablaron padre e
hijo.
Al acostarse Pedro
Juan, le daba vueltas en la cabeza la escena que había presenciado, comprendía
que su padre se alterase al mentarle a su hermano muerto, que compartía con él
la propiedad del batán. Desde luego, pensó, la guerra y con ella, la muerte de
su tío, había cambiado el carácter de su padre. Al incidente del que fue
testigo, se unía sus paseos por los pinares, sabía que esto le preocupaban a su
madre, era una nueva costumbre que buscara la soledad.
– VIII
–
Al día siguiente,
en una jornada hizo el viaje a caballo de Santiago a Caravaca, donde llegó al
anochecer. La viuda y segunda mujer de su padre, Teresa, le abrió la puerta de
su casa, vivía sola, al verlo exclamó:
–
¡Qué sorpresa Pedro!, me llegaron
noticias de Siles por las que supe, que Lucas estaba en la guerra y tú,
suministrando vino y aguardiente a los ejecitos. ¿Qué te trae por aquí?.
–
Comunicarte la muerte de mi
hermano, lo mataron en la Batalla de Bailén.
Tuvo que sujetarla
para que no cayera al suelo, como se había imaginado, la impresión de aquella
bella mujer, era como la de una madre que perdía un hijo. Quería a su hermano
con locura, siempre repetía, ¡quiero a Lucas un poquito menos que a mi marido!. La puerta de la casa quedó abierta
y el caballo atado a la reja. Sentada en un sillón del comedor donde el
visitante la llevó sujeta, con el llanto fue serenándose. Le dio un vaso de
agua y recuperando el habla, le preguntó:
–
Pedro, ¿dónde está enterrado
Lucas?
–
En el cementerio de Mengibar,
villa cercana a Bailén. Presidí, junto con el coronel del Regimiento de Órdenes
y el capitán de su compañía, el funeral y el traslado al cementerio. Lo
enterraron en un nicho propiedad de un amigo mío, con los honores de un héroe.
–
En el entierro de tu padre, tu
hermano me hizo el comentario de que si moría antes que yo, sus restos, cuando
se pudiese, se depositaran en el panteón de Siles.
–
Dentro de cinco años se podrá
hacer el traslado, Teresa. Yo me encargaré de ello y te avisaré para que se
cumplan los deseos de mi hermano.
–
Pedro, en la trasera de esta casa
está la cuadra, se abre por dentro, cuando murió tu padre, vendí su caballo y
el mío, pero todavía queda cebá y
paja. Mientras arreglas el caballo, te prepararé la cena y la cama.
–
Pensaba dormir en el mesón, mañana
salgo temprano para Murcia.
–
Te quedas en esta casa, como lo
hacías en vida de tu padre. Casa que con la muerte de Lucas, será tuya y de tus
hijos, mis nietos, el día que yo me muera, no tengo otros herederos.
En la cena, Teresa
no probó bocado y solamente se interesó por Luciana y sus nietos, a los que no
veía desde que se fueron a Aranjuez. No le preguntó a Pedro detalles sobre la
muerte de su hermano, era mujer prudente y sabía que a ambos le dolería. Pero
sí quería conocer lo que siempre le había intrigado, la rápida carrera militar
de Lucas, al preguntárselo, le contestó:
–
Mi hermano ascendió a teniente en
sólo dos meses, lo que no es de extrañar conociendo su ilustración y dotes de
mando. Teresa, he recibido noticias de
que su general, propuso al Capitán General de Andalucía, Castaños, una
condecoración por su muerte heroica y el ascenso a capitán, estamos esperando
la carta que confirme este ascenso y honores.
–
No me causa sorpresa lo que me dices, Pedro.
¿Porqué no dejas el caballo en mi casa?, yo lo cuidaré. Así puedes coger la
diligencia que te llevará a Murcia y a la vuelta, me dices como te ha ido.
–
De acuerdo, volveré por aquí para
traerte los objetos personales que guardaba mi hermano en su despacho de
abogado, la mayoría de ellos serán regalos de mi padre y no pueden estar en
mejores manos. Esperemos que la muerte de Lucas sea la última que nos traiga
esta maldita guerra a la familia. Mi hijo Pedro Juan quiere incorporase a
filas, según sus propias palabras para suplir la baja que dejó su tío en el Ejercito
Español.
–
No le autorizarás, aunque tenga
cuerpo de hombre, sólo tiene quince años.
–
Por ahora intentaré darle largas a
su incorporación, pero sé que no desistirá, cuando se le mete algo en la cabeza,
no descansa hasta que se sale con la suya. Tiene una voluntad de hierro, en eso
ha salido a su abuelo Pedro Fernando, tu marido, que en gloria esté.
–
Llevas razón en lo que me dices,
era un niño cuando se empeñó en que le enseñara a montar a caballo y hasta que
no lo consiguió, me estuvo dando la lata. Por pocos días, eso si, ya que
aprendió pronto, tenia las cualidades tuyas y de su abuelo, que se pasó su vida
montado a caballo y por lo que veo, tu sigues sus pasos.
En el viaje de
Caravaca a Murcia, recordó sus frecuentes estancias en dicha ciudad en tiempos
pasados, en los que ejerció la carrera de Escribano. Primero, se le nombró Escribano
de Benatae, villa próxima a Siles, previo
el pertinente examen y ya con este titulo, consiguió a la muerte de su
padre, ocupar el cargo de éste: Escribano de Rentas de las villas de Segura. Ambas titulaciones las obtuvo en el año
1800 y ejerció la última, después de renunciar a la primera, así como la de Notarios de Reinos, hasta el año 1805 en que se fue con la
familia a Aranjuez. Para seguir su otra carrera, la de Perito Agrónomo, como
profesor de la Escuela de Agricultura, pero sobre todo, para buscar un porvenir
a sus hijos en la Corte.
¿Seria posible recuperar dichos cargos?, se preguntó. Decidió, que una vez que terminara las diligencias por
la muerte de su hermano, se pasaría por la Intendencia de Murcia, por la que había sido comisionado en varias
ocasiones para que como Escribano de Rentas revisara las cuentas de los fondos de Propios de varias villas de Segura.
Descubrió en dichas comisiones a los responsables de la usurpación de miles de
reales, de los cuales consiguió su devolución en la parte que correspondía a la
referida Intendencia,.
Sólo tardó una mañana en realizar las diligencias por la muerte de su
hermano, un abogado compañero de Lucas, D. Luis Navarro, amigo de éste e hijo
de un antiguo amigo suyo, asentista de maderas, Fulgencio. El abogado le
acompañó al despacho de su hermano, tenía la llave, del que recogió los objetos
personales. De los libros hizo una selección, escogiendo los literarios, los
jurídicos se los regaló al que le acompañaba. Que al terminar le informó:
–
D.
Pedro, mi padre casualmente está aquí, me ha dicho que no se vaya de Murcia sin
hablar con él. Si quiere, nos acompaña en el almuerzo, nos estará esperando en
el Hostal Alfonso X, donde para cuando viene desde Lorca.
–
Para
mi será una gran alegría encontrarme de nuevo con tu padre y recordar mi
primera navegación de maderas por el río Segura hasta Calasparra. ¡Cuánto le
debo a él y su Maestro de Río, Fausto!, ellos me enseñaron el oficio de Pinero, lo que me permitió después ser
Ayudante del Director de las Pinadas, con
una de ellas llegué hasta Sevilla, río Guadalquivir abajo.
–
Mi
padre siempre se refiere a Vd. como el Pinero Ilustrado.
En el comedor del hostal les estaba esperando Fulgencio, que al ver a
la persona que acompañaba a su hijo se levantó y mientras le abrazaba
efusivamente, le decía:
–
¡
Que alegría más grande encontrar de nuevo a mi amigo D. Pedro, el Pinero Ilustrado!. Yo te hacía en Aranjuez, donde me
dijo el Ministro de Orcera que te llevaste a la familia.
–
A
raíz del Dos de Mayo me vine para Siles, por las razones
que fácilmente comprenderás.
–
Hiciste
muy bien, en Siles tu familia estará fuera de peligro si la guerra continua,
aunque esperemos que Napoleón desista de ocupar la Península Ibérica, después
de la derrota de su ejercito en la batalla de Bailén.
–
Lo
que dices Fulgencio no pasará, me consta
que el ejército francés al norte del Ebro se está reforzando, mientras los
generales del ejercito de Andalucía siguen a la greña y sin dirigirse a Madrid
para después enfrentarse nuevamente a los franceses.
–
No
pasa lo mismo con las tropas de Levante se están reforzando y pertrechando, yo
soy suministrador de provisiones, sólo de las de comer y beber. Pero de esto
mejor puede informarte mi hijo aquí presente, es miembro
de la Junta de Murcia, una de las primeras creadas en España.
–
Fulgencio, presumo que la guerra
contra los franceses, que amigos míos llaman de la Independencia, va a ser
larga. A la muerte de mi hermano se unirán otras muertes, Dios quiera que no
sean de los tuyos.
Durante la comida,
aparte de recordar los dos amigos la época en que ambos se dedicaban a la
conducción de maderas por los ríos para
suministro de los Arsenales de Cartagena y Cádiz, siguieron hablando de la
guerra pasada y la previsible futura. Pedro informó a su amigo del trabajo al
que se había dedicado como trajinante de vino y aguardiente, como tapadera para
sacar información del ejercito francés y pasársela al español. Sorprendido
Fulgencio le propuso:
–
Por lo que me dices, deduzco que
el oficio de proveedor del ejercito se te da bien, aunque fuera el pretexto
para sacarle información al enemigo. Desde que dejé el negocio de maderas, me
dedico a servir grano, carne, bebida y otras mercancías, al ejército español,
como te he dicho. El ganado que le compré a tu padre hace años lo he
triplicado, mantengo su mayoral. En este tiempo, pasta en la Sierra de Segura,
en los Campos de Hernán Pelea. Me gustaría que me acompañase a mi huerta de
Lorca y vieras los almacenes que he construido, están repletos de provisiones,
estoy seguro que esto te decidiría a lo que te propongo, ser mi socio.
–
Mañana pienso pasar por la Intendencia de Murcia para después
coger la diligencia que me llevará a Caravaca, donde vive Teresa, la viuda de
mi padre, en su casa tengo mi caballo con el que continuaré el viaje a mi casa.
Como sé lo bien que se te dan los negocios Fulgencio y la importancia que tiene
la intendencia del ejército en tiempo de guerra, me gustaría que me contases tus planes, antes
de aceptar el ser tu socio.
Se hizo una pausa
después de estas palabras, que aprovechó el hijo de Fulgencio, D. Luis, para
hacer la proposición siguiente:
–
D. Pedro, si va mañana al edificio
de la Intendencia pregunte por mí, dicho edificio es sede de la Junta, esta
tarde nos reunimos sus miembros, a los que propondré, si Vd. me autoriza, que
sea nombrado Regente de la Real Jurisdicción Ordinaria de Siles, en
estos días se están expidiendo los títulos para ocupar dichos cargos, que en las
villas de Segura están vacantes.
–
Si dicho cargo no me obliga a
estar permanentemente en Siles, puede proponerme como Regente. Por lo que hemos
hablado tu padre y yo, habrá comprendido D. Luis, que quiero seguir mi labor de
informador del ejercito español, hora tendría como tapadera la de proveedor,
con los suministros que me proporcione su padre, si acepto su proposición, como
antes tuve la de trajinante.
–
De acuerdo D. Pedro, con sus
mismas palabras propondré esta tarde a mis compañeros de la Junta que acepta el
cargo de Regente, mañana se le entregará el nombramiento.
Se levantó D.
Luis, como había dicho, para irse a la sede de la Junta de Murcia. Al quedarse
solos Pedro y Fulgencio, éste continuó la conversación que había interrumpido
su hijo, diciendo:
–
Mis contactos con la Junta de
Murcia son excelentes, como habrás comprendido, al ser mi hijo miembro de ella,
pero necesito un agente para que me represente en la Junta Central. Por lo que
hemos hablado, pienso que puedes ser tú. Si aceptas mi proposición, aparte de
hacerme un gran favor, los dos ganaríamos mucho dinero.
–
Tan pronto me decida a marchar a
Madrid, te escribiré, entonces consideraré la propuesta que me has hecho.
–
Antes que mi ganado baje a Sierra
Morena, iré a la villa de Santiago, allí podemos vernos.
–
De
acuerdo Fulgencio, sólo me queda por
hacerte una propuesta sobre el asunto que hemos hablado. Un antiguo
criado mío, Roque, del que te acordarás, ha sido mi socio como trajinante de
vino y aguardiente, él se encargaba del trasporte de dicha mercancía, me
gustaría que también fuese socio nuestro, de llevarse a cabo el negocio del que
hemos hablado.
–
Claro
que me acuerdo de Roque, si de muchacho era espabilado, ahora debe ser un lince
para los negocios, por supuesto que estoy de acuerdo que sea socio nuestro. Por
la experiencia que tiene, puede encargarse del trasporte de las provisiones, lo
más difícil y peligroso en tiempo de guerra.
–
Tan
pronto llegue a Siles le estoy proponiendo que sea nuestro socio, ahora se
dedica con dos carros de su propiedad, a traer vino y aguardiente desde
Valdepeñas y de retorno, a trasportar maderas de la Sierra de Segura a las
villas de La Mancha.
–
Pedro,
estoy deseando que me escribas aceptando que formemos la sociedad que hemos
planeado esta tarde. Pero dejemos de hablar de negocios y salgamos a dar un
paseo por la vega del Segura, te enseñaré la esplendorosa huerta murciana.
Durante el paseo tuvieron tiempo los dos amigos de hablar de tiempos
pasados, en los que los ambos se dedicaron a la navegación de maderas por los
ríos que nacían en los Montes de Segura. Fulgencio, como asentista de la
Marina, por el río Segura. Y Pedro, primero por dicho río como Ayudante del
Maestro de Río y después, por el Guadalimar – Guadalquivir como Ayudante del
Director de las pinadas.
También en el paseo recordaron los hombres mas significados que
trabajaron con los dos, el Maestro de Río, Fausto y el mejor conocedor de los
montes y encargado del señalamiento de los árboles, Faustino, apodado el
Azafranero y también el Nutria. Ambos eran propietarios de un molino y se
dedicaban a la maquila,
desde que se acabó
el trasporte de maderas para la Armada, después del desastre de Gibraltar.
Al día siguiente, Pedro se
dirigió al edificio de la Intendencia de Murcia, al franquear la puerta lo reconoció
el portero, se le acercó y
descubriéndose, le saludo diciéndole:
–
Bienvenido D. Pedro, cuantos años
sin verle, menuda alegría se va llevar D. Clemente.
–
La alegría me la llevo yo, Genaro,
al saber que D. Clemente Campos sigue de Intendente, como sabe, es un gran
amigo mío.
Subió las
escaleras acompañado del portero que dio tres golpes a la puerta de un
despacho, oyéndose un voz que decía:
–
Pasa Genaro.
Al abrirse la puerta y ver a su visitante, el dueño del despacho se
levantó y fue hacia él, abrazándolo, a la par que le decía:
–
Dichosos
los ojos que pueden volver a ver al Ilustrado D. Pedro Fernando Martínez, el
Escribano de Rentas más diligente que he conocido. Ayer por la tarde me dijo D. Luis Navarro, porqué te
encontrabas en Murcia, siento la muerte de tu hermano, era gran amigo
mío.¿Cuándo has vuelto de Aranjuez?.
–
A
raíz del Dos de Mayo, cerraron la Escuela de Agricultura
de donde era profesor y me vine a Siles con mi familia.
–
Por
lo que dijo ayer D. Luis en la reunión de la Junta, deduzco, que por ahora no
quieres seguir tu carrera de Escribano, ya que te propuso para ocupar una de
las vacantes de Regente de las villas de Segura, la de Siles, donde resides.
–
Así
es D. Clemente, recuperar la Escribanía de Rentas limitaría los viajes que
necesariamente ha de hacer un informador del Ejercito Español. Lo sé por
experiencia, pues junto con mi hermano Lucas, que hacía de enlace, pasé
información al general Reding, los días previos a la
batalla de Bailén.
–
Por
lo que veo D. Pedro, es Vd. un patriota, ya que estoy seguro que la información
que me dice, sería de un valor inapreciable para planear y ganar la batalla de
Bailén. No me equivoque ayer, el informar a los miembros de la Junta Suprema de
esta Provincia de la que soy Intendente, que era la persona indicada para que
se le nombrase Regente de la Real Jurisdicción Ordinaria de Siles. Nombramiento que se aprobó por unanimidad, después de la propuesta que
hizo D. Luis y del informe mío.
–
Se lo agradezco D. Clemente, me
puede decir la cuantía económica con la que está dotado el cargo.
–
No
es mucha, 1.920 reales anuales, pagaderos cada trimestre a razón de 480 reales.
Pero a esta cantidad se une como comisión, un 5 % de lo que recaude como
Regente para fondos
patrióticos. Desde
que comenzó esta guerra a todo el personal dependiente de esta Intendencia se
le bajó el sueldo, empezando por mi.
–
¿Qué
se entiende por fondos patrióticos, D
Clemente? – preguntó.
–
Los
que la Junta de Murcia dedica al Ejercito de Levante. Esos fondos engloban las
tres cuartas partes de las cantidades en reales, recaudados por esta
Intendencia, procedentes de los fondos de Propios y del Real Pósito. De estos
últimos, sólo los dos tercios, uno de las Rentas Reales y el otro, el que se
dedicaba a obras Pías. El tercio correspondiente a la Iglesia, en el caso de
las villas de Segura, lo sigue cobrando su Vicario.
–
Ahora
lo entiendo, en cierto modo, ahora como Regente, tengo que desempañar
comisiones parecidas a las que me encargaba esta Intendencia como Escribano de
Rentas, antes de irme a Aranjuez.
–
Pero
con dos diferencias importantes, D. Pedo, antes era Escribano de Rentas de las
villas de Segura, y ahora es Regente, sólo de una, Siles, donde reside. También
ahora se lo otorga la máxima autoridad dentro de la Jurisdicción Ordinaria de
Siles, lo que se recoge en la credencial que le entregará el secretario de la
Junta D. Antonio Josef de Calahorra.
Pasaron al despacho de éste, que después de leer en alto el texto
escrito en el folio, por el que se le nombraba Regente Real de la
Jurisdicción Ordinaria de Siles. Le pidió a D. Pedro que
se sentase, lo que también hizo su acompañante. Y dirigiéndose a él, le hizo
la siguiente sugerencia:
–
Sólo falta D. Pedro, que me diga
el nombre de la persona que le sustituya como Regente Real cuando esté ausente
de la villa de Siles. Cumpliendo su deseo, según informo D. Luis, en la
diligencia al final de este documento, firmada por el Presidente de la Junta y
por mi, se ha dejado un espacio en blanco que ahora mismo relleno con el nombre
de la persona que Vd. designe.
–
D. Gregorio Martínez Peláez,
Escribano de las Órdenes - contestó
–
No se si le ha dicho D. Clemente,
- continuó, después de escribir el nombre anterior en el espacio en blanco -,
cual es mi misión como miembro de la Junta, me encargo de la recluta de
hombres, preferentemente mozos, para el refuerzo del Ejecito de Levante, previa
formación militar, que se hace en un campamento de Albacete. Si como Regente
Real de Siles pudieras reclutar a los mozos de dicha villa voluntarios y
disponibles para mandarlos a Albacete con persona de confianza, daría un
ejemplo de patriotismo, que posiblemente seguirían otras villas de la Sierra de
Segura. También daría ejemplo de patriotismo si recaudara fondos patrióticos para el
sostenimiento del referido Ejecito de Levante.
–
No necesito buscar persona de
confianza para conducir los mozos a Albacete, yo mismo lo haré y entre dichos
mozos, irá mi hijo mayor, que al enterarse de la muerte heroica de mi hermano
Lucas, me dijo que quería ocupar la vacante de su tío en el Ejercito Español.
–
Me deja Vd. impresionado D. Pedro
– intervino D. Clemente -, ofreciendo su hijo para el servicio a la Patria.
Desde este momento me comprometo a utilizar mis influencias para dar la
graduación correspondiente a su hijo.
No le debió gustar
el ofrecimiento que le hizo el Intendente de dar graduación a su hijo,
contestando:
–
Se lo agradezco D. Clemente, mi hijo sólo tiene quince años y no tiene la
instrucción y madurez de su tío Lucas, que en dos meses ascendió a teniente.
Pedro Juan, así se llama mi hijo, se presentará por su edad como cadete, según
disponen las Ordenanzas.
La contestación
debió impresionar a los dos miembros de la Junta de Murcia, que se quedaron
cayados, silencio que aprovechó Pedro para despedirse de ellos. En la puerta
del edificio sede de la Junta de Murcia, miró su reloj y viendo que le daba
tiempo a recoger la diligencia que le llevaría a Caravaca, pasó por la fonda
donde había dormido la noche anterior a recoger su equipaje.
Al anochecer llegó
la diligencia a Caravaca, durmió nuevamente en casa de Teresa, al darle a ésta los objetos personales de su
hermano, la viuda de su padre, rompió a llorar de la misma forma que lo había
hecho al darle la noticia de la muerte de Lucas. Aquella noche durmió
tranquilo, sin las pesadillas que le habían acompañado desde la muerte de su
hermano y al amanecer, salió con su caballo hacia el norte, en dirección hacia
Elche de la Sierra, el camino era más descansado que el que trajo en la ida
desde Santiago. Vadeo el río Segura cerca de su confluencia con el río Tus,
siguiendo éste, río arriba, hasta llegar a los Baños de mismo nombre, era noche
cerrada.
Al oír Saturnino,
el dueño de los Baños de Tus, los cascos del caballo que se paraba en la
puerta, la abrió y al ver al jinete exclamó:
–
¡Bienvenido D. Pedro, el Pinero
Ilustrado!, cuantos años sin verle. ¿Cómo por aquí a estas horas?, traes el
caballo reventao.
–
Así es Nino – con este apócope era
conocido por los amigos -, vengo desde Caravaca de un tirón.
–
Pasa y date un baño, lo necesitas
por el polvo que traes encima, yo me encargaré de tu caballo y no pienses montarlo
mañana, si sigues camino de Siles, yo te prestaré otro de mi yeguada. Dentro de
unos días, cuando tu caballo descanse, te lo llevará uno de los hermanos
Víboras y de vuelta se traerá el que te presto.
Al terminar el
visitante de bañarse pasó a la cocina, saludando a la mujer que freía un par de
huevos, que puso encima de un plato repleto de torreznos, dejándolo encima de
la mesa donde ya había una hogaza de pan. No había terminado la cena, cuando
llegó Nino, esperó que acabara y pasaron los dos amigos a una sala, en la que
estuvieron hablando hasta bien entrada la madrugada.
Lo último que le
dijo Pedro a su amigo, fue su nombramiento de Regente de la Real Jurisdicción
de la villa de Siles. Entonces Nino abrió un aparador y sacó una botella de un
licor francés conocido como coñac, sirvió dos copas y brindó por el
nuevo Regente. A las dos copas del brindis siguieron otras y cuando el que
estrenaba cargo, subía las escaleras para acostarse, se tambaleaba.
Se despertó al
amanecer como acostumbraba, llenó la palangana con el jarro de agua que estaba
a su pie y metiendo la cabeza, bebió dos tragos largos, la garganta le ardía
por la resaca. Después de asearse y vestirse bajó las escaleras que daban a la
sala en la que estuvo hablando y bebiendo con su amigo. Como la resaca seguía,
abrió el aparador donde estaba la botella de coñac vacía y cogiendo una de
aguardiente, bebió a morro un trago largo, que debió hacer el efecto que
buscaba, se le suavizó el gaznate.
En la puerta del
edificio de los Baños estaban esperándole los hermano Víboras, Juan y Perico,
que sujetaba las bridas de un hermoso caballo cartujano. Pedro los
abrazó al tiempo que les preguntaba:
–
¿Cómo está vuestro padre y vuestro
hermano Luis, sigue de artesero?.
–
Mi padre de salud anda regular y
de genio como siempre, ningún vecino de Santiago lo puede aguantar y la primera
mi madre – contestó Juan, añadiendo -. Mi hermano Luis sigue de pueblo en
pueblo haciendo artesas, se ha hecho cazador y pieza a la que apunta, pieza que
cae.
–
Los buenos tiradores son muy
apreciados en estos tiempos, si Luis quiere entrar en el Ejercito Español, que
venga a Siles a hablar conmigo, le buscaré un destino en el que se valore su
puntería, para que pronto ascienda a sargento.
El brioso caballo
que le prestó Nino, subía y bajaba las cuestas a buen paso, por lo que llegó a
su casa antes del almuerzo. Al desmontar se le acercó su hijo Pedro Juan, debió
verlo llegar a la plaza desde la ventana de la Escribanía donde trabajaba y al
tiempo que se hacía cargo del equipaje, le preguntaba:
–
Padre, ¿has cambiado tu caballo?,
habrás tenido que poner muchos reales en el cambio, este parece más joven y
tiene mejor estampa.
–
Me lo ha prestado mi amigo Nino de
su yeguada, pero si te gusta lo cambiamos por el tuyo, poniendo los reales que
dices.
No pudo ver la
cara de satisfacción de su hijo, las niñas también debieron ver a su padre por
la ventana y corrieron a sus brazos, preguntándole por su abuela Teresa.
Seguidamente abrazó a su mujer, ésta
esperó que el padre le relatara a sus hijas el viaje, sin pormenores y sin
decirle la reacción de su abuela por la
muerte de su tío Lucas, pero viendo que lo agobiaban con preguntas, corto en
seco, diciéndole:
–
Niñas, dejar a vuestro padre, no
veis que viene cansado y además tiene que leer la carta que le trajo ayer Roque
de Valdepeñas.
Leyó por dos veces
la carta de su amigo Paco, las noticias que le daba le inquietaron. Por fin, el
ejército de Andalucía al mando de su Capitán General, Castaños, se dirigía a
Madrid, después de mes y medio desde la Batalla de Bailén. Se había perdido un
tiempo precioso, según su amigo, para ganar otras batallas a los franceses e
impedir que éstos se reforzaran al norte del Ebro. Lo único positivo que se
consiguió a raíz de la batalla de Bailén, era la huida del rey intruso y que el
enemigo levantara los sitios de Gerona y Zaragoza. Esta plaza cercada por
Lefebvre desde el 14 de junio, fue defendida heroicamente por sus habitantes al
mando de Palafox.
En la carta,
también le anunciaba su visita a Madrid, por lo que decidió posponer el viaje a
la capital de España, hasta que su amigo no le informara de lo que se cocía
allí.
Terminado el
almuerzo que hicieron toda la familia reunida y viendo que su hijo Pedro Juan
se levantaba para irse a la Escribanía, le dijo que le informara a D. Gregorio
de su llegada y le anunciar, que aquella tarde le haría una visita. Al salir de
la casa, su mujer observó que llevaba una carpeta de cuero, supuso que contenía
documentos importantes. Llegado a la Escribanía, le dijo a su hijo que pasase
con él al despacho de D. Gregorio, que levantándose del sillón detrás de una
gran mesa, abrazó a su amigo, preguntándole:
–
Pedro, ¿cómo te ha ido en Murcia,
te has pasado por la Junta Suprema?
–
Así lo hice y allí me dieron este
documento, léelo en alto para que lo conozca mi hijo – le contestó, al tiempo
que sacaba de la carpeta de cuero el folio por el que se le nombraba Regente
de la Real Jurisdicción Ordinaria de Siles.
–
Por lo que veo Pedro – dijo el
Escribano al terminar de leer en alto el documento -, por este nombramiento
eres la máxima autoridad en la jurisdicción de la villa de Siles y yo te
sustituyo en tu ausencia, lo que me llena de orgullo y te agradezco.
–
Gregorio, estoy seguro que dicha
autoridad la sabrás tu ejercer mejor que yo, tu experiencia lo garantiza. –
Dirigiéndose a su hijo le comunico -, Juan Pedro, quería que te enteraras antes
que tu madre de mi nuevo cargo, se que a ella no le gustará porque creerá que
corro peligro, tu me ayudarás a tranquilizarla. Ahora déjanos solos a Gregorio
y a mí, tenemos que hablar de cosas importantes.
Paulatinamente le
fue informando Pedro a su amigo de las gestiones que había realizado en su
viaje a Murcia. Primero, del proyecto de sociedad para proveer al Ejercito
Español de alimentos, sociedad formada por Fulgencio, al que el Escribano
conocía, Roque y él. Lo que le serviría de tapadera para seguir de Informador,
como había hecho antes de la batalla de Bailén. Continuó con la comisión que le
había encargado la Junta de Murcia de recaudar fondos patrióticos. Dejó
como última información, el compromiso que había adquirido de reclutar mozos y
llevarlos a Albacete.
No le interrumpió
el amigo mientras le trasmitía la densa información, cosa rara en él, viendo
que había terminado, le dijo:
–
Pedro, por la cara que has puesto,
veo que lo que más te preocupa, sin duda porque nunca lo has hecho, es la
recluta de mozos para reforzar el Ejercito de Levante. Esta misma tarde redacto
yo una Proclama, que deberás leer tu, como la Autoridad competente a los
vecinos reunidos en la plaza, desde el balcón de esta Escribanía. Estoy seguro
que en esta villa, se presentarán más voluntarios que en las restantes de la
Sierra de Segura. A un oficial de esta Escribanía le encargaré que vaya
apuntando los mozos que se presenten.
–
Me haces un gran favor Gregorio,
ahora estoy seguro de haber acertado en
que me sustituyas como Regente. Si puedes, organiza tu mañana como doy cuenta
de mi nombramiento a las fuerzas vivas de Síles.
Aquella noche al
acostarse, como Luciana esperaba, su marido le contó con detalle el viaje y
pudo comprobar, que en Pedro había renacido la pasión que echaba de menos meses
pasados.
–
IX –
La misma tarde en
que Pedro le comunicó a Gregorio su nombramiento como Regente, el Escribano
envió a todo el personal de su escribanía a que recorrieran la villa de Siles y
citaran a los vecinos al día siguiente en el Ayuntamiento a una reunión con las
fuerzas vivas de dicha villa. Entre las cuales, recibieron el recado: los dos
Alcaldes, los Alguaciles, el Juez, el Escribano de Rentas, el Párroco y otras
personas importantes.
Nada más
presentarse a la mañana siguiente el nuevo Regente en el despacho de su amigo,
éste le informó de las gestiones que había realizó la tarde/noche anterior.
Ambos marcharon para el Ayuntamiento. En el camino, a Pedro se le veía cara de
preocupación, lo que debió notar Gregorio, que intentó tranquilizarle,
diciéndole:
–
Pedro, conozco el carácter y
temperamento de todos los que se reunirán con nosotros, estoy seguro, que tanto
los Alcaldes como los Alguaciles estarán encantados en tener una Autoridad por
encima de ellos y no pondrán ningún reparo en lo que le ordenes. Y qué decir
del Juez y el Párroco, eran muy amigos de tu padre y no te quepa duda que
prolongarán dicha amistad contigo. El más difícil de lidiar será D. Antonio
Piña, el Escribano de Rentas que te sustituyó, ese déjamelo a mí, conozco
alguno de sus enjuagues, en los que sin dudada se ha quedado con dinero de las
rentas que recauda.
–
Tus palabras me tranquilizan
Gregorio y muy especialmente las que se refieren a D. Antonio, también a mi me
ha llegado lo que se rumorea, de que se le han pegado algunos miles de reales.
Al franquear la
puerta de la Casa Consistorial los dos amigos, la persona que hacía de portero
y pregonero, les hizo una reverencia y les deseó los buenos días. Subieron las
escaleras y entraron en una sala, donde estaban ocupadas todos los asientos,
menos los dos a ellos reservados en la primera fila. Detrás de las bancadas,
ocupaban el espacio hasta la puerta e incluso el pasillo, personas de pie, que
se apartaron para que pasaran los dos que estaban esperando, que ocuparon los
sitios a ellos destinados.
Antes que se
abriese la sesión, subió D. Gregorio al estrado, donde se sentaban los dos
Alcaldes, dos Alguaciles y el Secretario, habló al oído del Alcalde Ordinario y
éste, mientras el Escribano bajaba y ocupaba su sitio, puso en conocimiento de
las restantes personas que compartían con él la presidencia, la información que
le habían trasmitido. Poco tardaron en deliberar los de la presidencia, ya que
a los pocos minutos, rompió el silencio expectante que se mantenía en la sala
el Alcalde y con voz ronca anunció:
–
Se abre la sesión, tiene la
palabra el Escribano de las Órdenes, D. Gregorio Martínez Peláez. Puede subir
al estrado para leer el documento firmado por el Presidente y el Secretario de
la Junta Suprema de Murcia.
–
Con la venia, - pidió el Escribano
permiso a la presidencia, después de subir al estrado.
Abrió una carpeta
y sacó el papel por el que se le nombraba a D. Pedro, Regente de la Real
Jurisdicción Ordinaria de Siles. Leyó despacio lo que disponía dicho papel,
incluida la diligencia por la que se le nombraba a él sustituto del Regente en
su ausencia. Se bajó del estrado, mientras en la sala se oía el clásico
murmullo del público cuando queda sorprendido por una noticia inesperada.
Murmullo que cortó nuevamente el Alcalde Ordinario, después de consultar con el
otro Alcalde, al decir:
–
D. Pedro, D. Gregorio, pueden
subir al estrado y ocupar mi sitio y el del otro Alcalde, por su autoridad les
corresponde.
–
El portero puede subir dos sillas
– contestó el nuevo Regente -, y de ese modo ampliar la presidencia, que hasta
ahora tan dignamente han ocupado, todas las personas que están en el estrado.
–
Lo que Vd. ordene D. Pedro – le
contestó el Alcalde.
Dos personas
ocuparon los asientos de los que subieron al estrado, dejando libres dos
sillas, que el Portero subió a la presidencia, donde se sentaron los dos Alcaldes.
El Regente y su sustituto se sentaron en los asientos centrales, que antes
ocupaban aquellos. El Escribano le dijo al amigo, sin que nadie lo oyese, que
debía pronunciar un discurso, lo que no debió sorprender a D. Pedro, que empezó
hablar con serenidad, ya que estaba acostumbrado a hablar en público, aunque a
los que ahora iban dirigidas sus palabras, fueran personas tan distinta a sus
alumnos de la Escuela de Agricultura de Aranjuez.
A lo primero que
se refirió en el discurso, fue a la comisión que le había confiado el
Intendente de la Junta de Murcia, para que recaudara la mayor cantidad posible
de los denominados fondos patrióticos, con los que financiar los gastos
de la guerra y entre ellos, los del Ejercito de Levante. De la recaudación
voluntaria se encargaría un oficial de la Escribanía de D. Gregorio, que iría
recogiendo las aportaciones de los vecinos, manteniendo el secreto de su
cuantía.
Hizo una pausa
para resaltar, que como decía el documento leído por D. Gregorio, al cargo de Regente
de la Real Jurisdicción Ordinaria de Siles, se unía el de Interventor de
la cuarta Llave de los Propios de dicha
villa, lo que le otorgaba la facultad de revisar las liquidaciones que se
habían hecho de los Fondos de Propios en los últimos años y la pendiente de
aquel año, que se liquidaría el próximo día de San Miguel.
Pasó seguidamente a exponer, el otro encargo
que le había hecho otro miembro de la Junta, la recluta de los mozos útiles y
disponibles para reforzar el Ejercito de Levante. Estos mozos debían pasar un
examen médico en la casa de éste, D. Juan Ruiz, su suegro, que le expediría una
credencial de su utilidad. Con ella se presentarían en la Escribanía y a un oficial de ésta, cada mozo le informaría
de su situación familiar, quedando excluidos los hijos de viuda. El referido
oficial haría una relación de los mozos útiles y disponibles, al no impedírselo
su situación familiar. Completada la lista de los mozos de Siles voluntarios
para el servicio a su Patria, el mismo los llevaría a Albacete donde estaban
los campamentos para su instrucción militar.
Por último, relató
la muerte heroica de un teniente nacido en Siles en la Batalla de Bailén, la de
su hermano Lucas, que emocionó a todo el auditorio, a D. Gregorio se le
saltaron las lagrimas, lo quería como al hijo que no tenía. Lo que aprovechó el
orador para resaltar, que la sangre derramada por la Patria de un hijo de la
villa, pedía venganza de los vecinos de ésta. Lo que requería sus aportaciones
dinerarias y la contribución de los mozos del pueblo disponibles para
integrarse en el Ejecito Español, que repetiría en otras batallas la victoria
de Bailén, hasta conseguir que el ejercito invasor se retirara al país de donde
había venido.
Al acabar el
discurso, el público que llenaba la sala, quería subir al estrado todos a la
vez, para felicitar a D. Pedro, por lo que tuvieron que poner orden los dos
Alguaciles que ocupaban la presidencia. El Alcalde ordinario dio por finalizado
el acto e invitó a que pasasen a su despacho, las persona que integraban la presidencia,
así como las de las fuerzas vivas de la primera fila, donde el portero sirvió
una copa de vino de Jerez.
Entre dichas
fuerzas vivas se encontraba el Escribano de Rentas, D. Antonio Piña, con el que
hizo un aparte el Regente. Le dijo que quería revisar las cuentas de los fondos
de Propios, como había dicho en su discurso y también, las de los fondos de
Pósito de los últimos años, en concreto, desde el año 1805 en el que le sustituyó en el cargo, cuando se fue con su familia a
Aranjuez.
Por encargo de su
amigo Regente, D. Gregorio redactó un bando donde se convocaba a los vecinos de
Siles para que acudiesen a la plaza de la villa al día siguiente que era
domingo, después de la misa mayor, para que el Regente de la Real
Jurisdicción Ordinaria de Siles, les leyera una Proclama en la que se le
requería su contribución para el Servicio a la Patria, ofreciendo, aportaciones
dinerarias y los mozos de cada familia disponibles y útiles para el Ejercito
Español.
Cuando el
Escribano terminó de escribir el bando, llamó al portero del Ayuntamiento que a
la vez hacia de pregonero y le entregó el papel que había escrito, diciendo que
lo leyera en alto. Una vez que lo hizo le ordenó:
–
Esta tarde y mañana temprano
pregonas lo que has leído, procura que se entere todos los vecinos, no dejes
una calle sin que se oiga el pregón, de ti depende que los vecinos acudan a la
plaza. Desde el balcón de mi Escribanía leerá una Proclama D. Pedro.
–
Descuide Vd. D. Gregorio que
cumpliré lo que me ha ordenado al pie de la letra – dijo el Portero/Pregonero,
mientras se guardaba en el bolsillo dos reales que le dio el Escribano.
Antes de salir del
despacho del Alcalde, se acercó el Secretario del Ayuntamiento a D. Pedro y le
entregó una carpeta donde se archivaban
las órdenes que se habían recibido del Gobierno intruso. La abrió
el Regente y viendo el contenido, le comunico al que le entregó la carpeta.
–
Mañana delante de los vecinos y de
este Ayuntamiento se quemarán en la plaza estos documentos.
Aquella tarde al
oír las voces del pregonero salieron a la puerta de la casa las hijas de D.
Pedro, Pilar, Dolores y la niñera, que cogía de la mano a José, el pequeño de
la familia. Terminado el pregón entraron
en el cuarto de parar donde estaba Dª. Luciana, a la que Dolores
preguntó:
–
¿Madre, ha oído el pregón, qué
quiere decir que se leerá una Proclama?
–
Si hija, al oír al pregonero abrí
la ventana. Una Proclama es lo que supongo que leerá tu padre mañana a los
vecinos que acudan a la plaza, para que ayuden al Ejercito Español en la guerra
contra el Francés. Según el pregonero la Proclama la leerá desde el balcón de
la casa de enfrente. En el despacho está tu padre corrigiendo el borrador de
dicha Proclama que le ha entregado D. Gregorio antes de almorzar.
–
Hay que bien – intervino Pilar-, mañana
oiremos por primera vez a Padre hablar en público.
Muy temprano, al
día siguiente, domingo, se volvió a oír el pregón desde la casa de D. Pedro,
que pasó a la casa de enfrente, nada mas oír el primer toque de campanas para
misa Mayor. El Escribano estaba en su despacho, le enseñó el escrito definitivo
de la Proclama, que había escrito de su puño y letra, modificando el borrador
del amigo, sólo en la forma pero no en el fondo que no cambió. Al leerlo D.
Gregorio, le comunicó:
–
Por lo que veo Pedro, no te gusta
mi estilo de escritura, posiblemente sea demasiado barroco y anticuado, pero
que le voy hacer, si mis maestros han sido dos escritores del Siglo de Oro,
Quevedo y Cervantes.
–
Tu estilo de escritura, es y será
imperecedero, como el de los clásicos que has nombrado, tus maestros y los
míos. Lo que he modificado de tu borrador, sólo está motivado por usar palabras
corrientes del habla entre los vecinos, para que éstos entiendan e incluso se
emocionen con lo que se les dice en la Proclama. En el sentimiento patriótico,
que resalto en algunas frases, imito a un amigo mío, D. Francisco de Paula
Soler, coronel del Regimiento de las Órdenes, le oí la arenga con la que animó
a sus soldados antes de la batalla de Bailén.
–
Pedro, tu estilo es el adecuado
para el caso que nos ocupa. Pero, ¿porqué has suprimido el ¡Viva Fernando VII!
con el que acababa mi borrador de Proclama?.
–
Aunque se me haya nombrado Regente
de Siles y mi autoridad devenga de la Corona, no me considero representante ni
de Fernando VII, ni de su padre Carlos IV, después del ridículo que hicieron en
Bayona, presionados por Napoleón, abdicando en su hermano, el rey intruso.
Al salir los dos
amigos de la Escribanía, la plaza estaba casi llena y al volver de misa Mayor,
acompañados de Luciana y las niñas, la plaza estaba repleta. Tanto, que uno de
los dos Alguaciles que esperaban en la puerta de la Escribanía, tuvo que
abrirles paso entre el gentío a la mujer de D. Pedro y a sus hijas, para que
llegasen a su casa. Con el otro Alguacil se quedó hablando D. Pedro,
entregándole la carpeta que contenía las órdenes del Gobierno intruso y dándole
instrucciones, para que quemase la documentación que contenía a una señal suya, que le haría
desde el balcón donde leería la Proclama.
Dicho balcón era
el central de la casa de la Escribanía, por el que aparecieron D. Gregorio, D.
Pedro y los dos Alcaldes de la villa, en los otros dos balcones se repartieron
los restantes miembros del Ayuntamiento. El Escribano levantó la mano y
paulatinamente fue cesando el murmullo de voces que subía de la plaza, cuando
se hizo el silencio, procedió a dar lectura al nombramiento de su amigo como Regente
de la Real Jurisdicción Ordinaria de Siles y al terminar, se dirigió a los
vecinos gritándoles:
–
A continuación os leerá una Proclama
vuestro Regente, D. Pedro Fernando Martínez.
Éste, esperó que
nuevamente cesaran los murmullos, para iniciar la lectura con voz serena que
llegaba a sus oyentes con toda claridad. Conforme iba leyendo y pronunciando
frases patrióticas, los vecinos manifestaban en su cara la emoción que les
embargaba, tanto a hombres como a mujeres, así como a viejos y a mozos. Uno de
estos, al oír lo que leía el Regente sobre el ejercito invasor, gritó:
–
¡Mueran los franceses!.
El grito fue
coreado por el gentío que llenaba la plaza y por una voz de niña, desde el
balcón de la casa de enfrente a la Escribanía, la de Dolores. Esta reacción del
público le hizo comentar en voz baja a D. Gregorio, dirigiéndose a los
Alcaldes.
–
Si aparecieran los franceses en
esta plaza, aquí ocurriría lo mismo que en la Puerta del Sol de Madrid el Dos
de Mayo.
Recuperado el
silencio, después del alboroto provocado por el mozo, D. Pedro reanudó la
lectura de la Proclama, que continuaba con frases patrióticas, con el fin de
caldear el ambiente para que la proposición que iba hacer a los vecinos tuviera
el efecto deseado. Esta proposición no era otra, que la recluta de mozos que le
había encargado la Junta de Murcia para reforzar el Ejercito de Levante. Cuando
hizo dicha proposición de alistamiento y comunicando, que un oficial de la
Escribanía iría apuntando los nombres y direcciones de los mozos que se
presentaran, nuevamente se oyó un grito que decía:
–
Yo me apuntaré el primero.
La voz procedía
del mismo sitio de donde se había gritado: ¡Mueran los franceses!, luego sería
del mismo mozo. Y como pasó antes, fue coreada por otros mozos que gritaron que
también querían apuntarse para servir a su Patria. Como el jaleo de voces
aumentaba, D. Pedro dejó de leer la Proclama e hizo la señal convenida a uno de
los Alguaciles de los dos que permanecían en la puerta de la Escribanía. Ambos
se dirigieron al centro de la plaza, abriéndose paso entre la gente, uno
llevaba unas teas de pino y el otro la carpeta con las órdenes recibidas del
Gobierno intruso. Pronto las teas prendieron y el chisporroteo y el humo de la
hoguera, hicieron que se callara la gente, momento que aprovechó el Regente
para decir, ya sin papeles, en voz alta:
–
Los Alguaciles están quemando las
órdenes recibidas del Rey intruso, hermano de Napoleón, y de su Gobierno. ¡Viva
el Ejercito Español!, ¡Viva España!.
La contestación a
los Vivas fue unánime, no sólo por la gente que llenaba la plaza, también por
las personas que seguía aquella manifestación patriótica desde los balcones,
entre las que se encontraba la mujer y los hijos de D. Pedro, hasta el más
pequeño gritó Viva.
Desde el referido
balcón, al día siguiente, vio Luciana la cola de mozos que se estaba formando
en la puerta de la Escribanía esperando que abrieran, se lo dijo a su marido,
que estaba en el comedor desayunando y viendo la cara de satisfacción de éste,
aprovechó la ocasión para decirle lo que le preocupaba:
–
Tu
hijo Pedro Juan me dijo ayer, que hoy se apuntaría en la lista de mozos
que se haga en la Escribanía y que él será el primero, ya que llega a la
oficina antes de los oficiales. Pensando en esto no he pegado ojo en toda la
noche.
–
Dile que baje a hablar conmigo.
Se presentó el
hijo en el comedor y el padre le dijo que se sentase, la madre seguía
expectante por lo que podía decir su marido. Entonces éste contó lo que le
había pasado en Murcia y que conociendo los deseos de su hijo de servir a la
Patria como su tío Lucas, como le había manifestado por tres veces en el camino
de ida a la villa de Santiago, le ofreció a D. Clemente Campos y D Antonio
Josef de Calahorra, Intendente y Secretario de la Junta Suprema , que
su hijo mayor iría entre los mozos de Siles, que se comprometía llevar a
Albacete.
–
Padre que alegría me das – le
interrumpió -, creía que se te había olvidado lo que te dije, ayer sentí
vergüenza cuando mozos de pueblo me preguntaron, qué si me iba apuntar como
soldado y no les contesté.
–
No seas impaciente, déjame
terminar lo que os estoy contando.
Continuó la
conversación con D. Clemente donde la había dejado antes de la interrupción y
como recordaba las palabras que se cruzaron, las repitió textualmente ante su
mujer y su hijo. El Intendente me dijo: “me comprometo a utilizar mis
influencias para dar la graduación correspondiente a su hijo”. Y yo le
contesté: “Mi hijo sólo tiene quince años y no tiene la instrucción y
madurez de su tío Lucas, que en dos meses ascendió a teniente. Pedro Juan, así
se llama mi hijo, se presentará por su edad como cadete, según disponen las
Ordenanzas”.
Seguidamente les
informó a su mujer e hijo que estaba esperando carta de su amigo Paco y que si
las noticias eran las que esperaba, iría a Valdepeñas para hablar con él.
Entones sería ocasión de que le acompañase Pedro Juan a caballo, para entrar en
el Regimiento de las Órdenes, acuartelado en Mudela y del que era coronel su
amigo Francisco de Paula Soler.
–
Padre, - volvió a interrumpirle el
hijo -, entonces podré llevarme mi caballo, para ser soldado de Regimiento de
las Órdenes.
–
En principio confórmate con ser
cadete por tu edad, como he dicho antes. No te llevarás tu caballo sino otro,
el cartujano que traje de la yeguada de Nino y que tanto te gusta.
–
Y qué hago yo sin un hombre en
casa – intervino Luciana con las lagrimas saltadas -, qué triste papel nos
queda a las esposas y madres en la guerra, esperar que nos traigan los restos
de los seres queridos, si es que los encuentran después de una batalla.
Pedro dio por
terminada la reunión al oír las tristes palabras de su mujer, salió a la calle
y pudo ver la cola de mozos en la puerta de la casa de enfrente a la suya,
contó los que la formaban y eran 33. Se dirigió al Ayuntamiento donde le
esperaba en el despacho del Alcalde ordinario, el Escribano de Rentas D.
Antonio Piña, para como habían quedado, revisar las cuentas de los fondos de Propios
y las de los fondos de Pósito de los últimos años.
Le llevó todo día
la revisión de las cuentas de los fondos de Propios, descubriendo D. Pedro
varios errores y diferentes monopolios en el manejo de dichos fondos. Calculó
la cuantía de unos 7.000 reales lo que suponían los errores y monopolios
resultantes de la revisión de las cuentas. Y al reclamárselos a D. Antonio,
éste contestó que sólo disponía de la mitad, 3.500. Entonces hizo valer el
Regente su cargo de Interventor de la
cuarta Llave de los Propios de la villa
de Siles, llegando a un acuerdo con el Escribano de Rentas en bajar 2.000
reales la cantidad que había calculado. Quedando en 5.000 reales la
contribución a los fondos patrióticos que aportaba el Ayuntamiento de Siles de los
fondos de Propios.
Al día siguiente
se revisaron las liquidaciones de los fondos del Real Pósito de la villa de
Siles. Ocurrió lo mismo que el día anterior, se tuvo que bajar en 2.500 reales
la cantidad calculada por D. Pedro como montante del dinero que faltaba de las
liquidaciones, por los errores y omisiones cometidos. Quedando la aportación a
los fondos patrióticos de dichos
fondos en 4.500 reales.
Al acabarse las
liquidaciones, D. Pedro le dijo a D. Antonio Piña, que tenía previsto salir
para Albacete el jueves de aquella semana, conduciendo los mozos reclutados y
que también le llevaría al Secretario de la Junta los 9.500 reales procedentes
de las revisiones realizadas en los fondos de Propios y de Pósito. El Escribano
de Rentas le dijo que al día siguiente se los llevaría a su casa.
En el almuerzo le
informó Pedro Juan a su padre, lo que le había dicho D. Gregorio, que en la
Escribanía se habían recogido como aportaciones de los vecinos a los fondos
patrióticos 2.500 reales y que los mozos apuntados en la lista de
reclutamiento totalizaban 45. El escribano creía que dichas cifras no sufrirían
variación en los días siguientes, por lo que las daba por definitivas.
Aquella misma
tarde y al día siguiente miércoles, se pregonó por todas las calles de la
villa, que los mozos apuntados para el servicio a la Patria se presentarían en
la plaza con sus pertrechos, el jueves antes de salir el sol, para salir a
Albacete e incorporarse a filas.
Estaba
anocheciendo cuando se presentó Roque en la casa de su antiguo amo y socio, al
que le deseó éxito en su nuevo cargo de Regente, entregándole una carta de su amigo Paco, la abrió y viendo
que estaba fechada en Madrid, no la leyó delante de él, como en otras
ocasiones, lo que aprovechó el mensajero para decirle:
–
D. Pedro, he oído el pregón esta
tarde y me han informado que Vd. llevará los mozos a Albacete. Como no tengo
que volver a La Mancha en varios días, si quiere yo le acompaño con mi recua de
mulos donde se puede cargar las provisiones necesarias para dar de comer a los mozos
los días que dure la ida. El trasporte lo haré sin cobrar un real, es mi
aportación a los fondos patrióticos que
me han dicho que está recaudando.
–
Te agradezco Roque dicha
aportación, que me viene como anillo al dedo, mañana pensaba comprar las provisiones
y gestionar caballerías para el trasporte. Pero estoy autorizado a descontar de
los fondos recaudados, los gastos que suponga el traslado de los mozos. De aquí
a Albacete he calculado unas 25 leguas de camino, si recorremos unas 8 leguas
por jornada, tardaríamos tres días.
–
¿Cuántos mozos componen la
expedición?
–
Apuntados hay 45, si acuden todos,
seremos 47 personas contando a nosotros dos. Espera un momento, arriba tengo
parte del dinero recaudado, te daré 200 reales para que compres las
provisiones y otros 200 al llegar a
Albacete como pago del trasporte en tus mulos.
–
Me parece demasiado amo – este
tratamiento no le gustaba a D. Pedro -,
por la experiencia que tengo como hatero de las cuadrillas de pineros,
con la mitad sería suficiente.
–
Lo que te sobre lo repartes entre
los mozos, si como dices, las compras de víveres supondrían unos 100 reales,
con el resto hasta los 200 tocarían a dos reales cada uno, que pueden gastar en
vino y tabaco.
Al despedirse
Roque y salir de la estancia, D. Pedro leyó la carta de su amigo Paco fechada
en Madrid. Entre otras noticias, le comunicaba la queja de los madrileños,
continuaba la greña entre los generales. Se disputaban honores y prebendas, y
no se ponían de acuerdo en las tropas que tenía que mandar cada uno y mucho
menos, en le orden jerárquico. Citaba sus nombres por orden alfabético: Blake,
Castaños, Cuesta, Llamas, Palafox, Peña,…. Esto explicaba, porqué todavía no se
había formado una cadena de mando. No sólo por la desavenencia entre ellos,
también porque los miembros de la Junta Suprema, con las intrigas, favorecían
al que era su amigo.
Al día siguiente,
víspera de la salida a Albacete, el Escribano de Rentas le entregó los 9.500
reales procedentes de los fondos de Propios y Pósito, que con los 2.500 de aportaciones
voluntarias de los vecinos recaudados en la Escribanía, totalizaba 12.000
reales de fondos patriótico. Ese mismo día llegó de los Baños del Tus,
uno de los hermanos Víboras, Perico, con su caballo. Al que le entregó el
caballo de Juan de Pedro a cambio del cartujano que el se había traído y 150
reales, diciéndole:
–
Si Nino no está conforme con esta
cantidad, vuelves a Siles y me dices cuánto tengo que poner más. Mi hijo se ha
encaprichado con el caballo cartujano, que considero mejor y mas adecuado que
el suyo, para que se incorpore al Ejercito Español.
–
No se preocupe D. Pedro, a Nino le
parecerá bien el cambio, sobre todo, por lo que me ha dicho de la incorporación
de Pedro Juan al Ejercito Español, tan pronto se presente la ocasión, tanto mi
hermano como yo, también lo haremos.
Aquella tarde se
encerró en su despacho y escribió una carta dirigida a D. Antonio Josef de Calahorra, Secretario de la Junta de Murcia, le
comunicaba que había conseguido, tras sus gestiones, 12.000 reales de fondos
patrióticos y que al día siguiente salía para Albacete con 45 mozos,
tardaría tres días. Lo que ponía en su conocimiento, para que se lo trasmitiese
al representante de la Junta en dicha ciudad. Terminada la carta, cerrada y
lacrada, llamó a su hijo y entregándosela, le dijo:
–
Pedro Juan, mañana antes que yo
salga con los mozos a Albacete, sales tú en tu nuevo caballo camino de Hellín.
Al conductor de la diligencia con destino a Murcia, le entregas esta carta y
estos reales que te doy y le dices, que es muy importante que la carta llegue a
su destinatario lo antes posible.
–
Así lo haré y tendré ocasión de
comprobar mi nuevo caballo en trayectos largos, haber como se comporta. Por
cierto padre, me has dado una gran alegría con el cambio de caballos, casi
tanto como cuando me compraste el caballo que tenía.
Como se había
pregonado en la villa de Siles el día de salida de la expedición de voluntarios
a Albacete, se reunieron el la plaza, antes que saliera el sol, 44 mozos, sólo
faltó uno. No estaban solos, a la mayoría de ellos les acompañaban sus
familiares, padres y hermanos. En la despedida, casi todas las mujeres lloraban
y algunos hombres se le saltaron las lágrimas. Varios de estos se acercaron a
hablar con Roque para pedirle que cuidara de su hijo en el camino. Tan sólo uno
se acercó a D. Pedro para comunicarle que su hijo había enfermado, era el mozo
que faltaba de los 45 apuntados.
En la misma plaza
el Regente de la villa organizó la expedición, iría delante Roque arreando la
recua de 5 caballerías, 4 mulos cargados con el hato y uno para que lo montase
el mozo que no aguantase la caminata. Detrás irían los mozos que fueron
advertidos de que no se apelotonaran y por último, D. Pedro, que antes de
montar en su caballo, contestó al saludo que le hacía su mujer e hijas desde el
balcón.
En la primera
jornada no se había puesto el sol cuando llegaron a Villapalacios, a las
afueras acamparon y prepararon una comida caliente de cena, el almuerzo fue de
fiambres y salazones. Como del campamento a Alcaraz solo había una legua, D.
Pedro siguió camino para cenar y dormir en el hostal de dicha villa. En la
segunda jornada y con el mismo plan de almuerzo de fiambre y cena caliente,
llegaron a Balazote. Durmieron los mozos, aunque apretados, en una amplia sala
de una Posada donde lo hacían los arrieros. D. Pedro y Roque en dormitorios, el
primero, en uno del piso alto y el segundo, en el piso bajo para atender a las
caballerías.
Al día siguiente,
faltaba menos de una legua para llegar a Albacete, cuando pararon a almorzar,
comiéndose los último fiambres que les quedaba. Mientras lo hacían, llegaron
dos militares que habían salido al encuentro de la expedición, un teniente y un
sargento. El primero le dijo a D. Pedro, que habían salido en su busca por
orden de D. Antonio Josef de Calahorra,
Secretario de la Junta de Murcia, que le esperaba en el edificio de la
Intendencia y que él le acompañaría. Informándole también que el sargento
acompañaría a los mozos al cuartel donde recibirían instrucción.
Las palabras del teniente las había oído Roque, al que se acerco D.
Pedro para entregarle los 200 reales
ajustados por el trasporte de los víveres, al tiempo que la decía:
–
Puedes volverte a tu casa, tu
misión ha terminado.
–
Los mulos no volverán de vacío a
Siles, amo, – nuevamente usó el tratamiento que no le gustaba a D. Pedro -, mañana cargaré en Albacete arroz
y salazones, tienen buena venta.
El Regente de
Siles fue recibido por D. Antonio
Josef de Calahorra, lo primero que le dijo fue, que al día siguiente de recibir
su carta, cogió la diligencia con destino a Albacete para esperarlo, había
llegado aquella mañana. Seguidamente, le entregó el visitante 11.000
reales, de los 12.000 que había recaudado de fondos patrióticos, aclarando, que la diferencia de
1.000 reales era el importe de su comisión del 5%, 600 reales, y 400 del
importe de la recua que cargaba los víveres de la expedición. Al Secretario de
la Junta se le notaba la cara de satisfacción, al agradecer y ponderar el buen
hacer de D. Pedro en la comisión que le había encargado, invitándole a cenar
aquella noche.
En la cena, D. Antonio Josef y D. Pedro hablaron largo y
tendido, el primero quería conocer las opiniones del segundo sobre el derrotero
que podía seguir la guerra, si como suponía, Napoleón se ponía al frente del
ejercito invasor. El Regente de Siles fue parco en la información, su labor
pasada de informador le hacía extremar la prudencia. Por esto, pronto dio por
terminada la conversación y dando como disculpa, que tenía que madrugar para
volver a su casa, se retiró a descansar.
–
X –
A los dos días de
su vuelta a Siles, Pedro recibió carta de su amigo Paco, se la trajo D.
Gregorio, había ido a Infantes a visitar a su compañero, escribano de dicha
villa, D. Adalberto Frías, padre del abogado y director de la destilería. En la
carta se insistía en la desazón del pueblo de Madrid, que no comprendía como
los generales, en vez de estar mano sobre mano y hablando mal unos de otros, no
perseguían y se enfrentaban a los franceses por tierras al sur y al norte del
Ebro. Con esta carta le mandaba dos recortes impresos.
Uno, era de un
periódico francés que un amigo suyo le había hecho llegar, Paco seguía el
comercio de vino con Francia, decía lo siguiente:
Napoleón, en su
comparecencia en el Senado, el 25 de agosto, resaltó en su discurso: “que bien pronto pondría sus banderas en las
torres de Madrid y en las fortalezas de Lisboa”.
El otro recorte
era de la Gaceta de Madrid, decía:
Que 160.000
hombres están sobre la frontera de España y el Emperador dijo: “que antes de acabar el año, no quedaría en
España una sola aldea en insurrección”.
Estas noticias,
nuevamente le hicieron posponer el viaje, dudaba entre dirigirse a Madrid o
Aranjuez, aquí mantenía la casa alquilada. Pero sí decidió, que tan pronto
Napoleón traspasara la frontera se marcharía de Siles. Si el Emperador se ponía
al mando del ejercito, obligaría a los generales a organizar las fuerzas
españolas y plantarle cara.
Según opinión de
su amigo Paco, que compartía, únicamente la alianza con los ingleses que
mandaba Wellesley (mas adelante Duque de Wellington), que ocupaban Portugal,
haría que se juntase un ejercito con fuerzas suficientes para enfrentarse con
las del Emperador.
En la contestación
de esta carta, que le llevó Roque a su amigo de Valdepeñas, Pedro le comunicaba
los deseos de su hijo de alistarse en el ejecito, por lo que le proponía, que
su hermano Fermín se lo dijera a su Coronel y común amigo, D. Francisco de
Paula Soler, para que Pedro Juan entrara como cadete en el Regimiento que
mandaba, el de Las Órdenes. Esta parte de la carta se la leyó a su hijo, que se
llevó una gran alegría, y le encomendó, que poco a poco se lo hiciera saber a
su madre, para que el día que se fuera
no se llevara una sorpresa, aunque su tristeza fuera irreparable.
Pasado San Miguel,
le escribió Fulgencio desde Lorca, anunciándole que vendría a la villa de
Santiago a mediados de octubre, antes que su ganado bajara a invernar a Sierra
Morena. Le pedía que le contestase si podía acercarse a Santiago, si no, él se
llegaría a Siles, para tratar de lo que le había hablado, que fuese su agente
ante la Junta Central, para suministrarle provisiones al ejército.
En una de las
conversaciones que mantuvieron amo y antiguo criado, éste le dio cuenta de lo
bien que le iba el trajinar vino y aguardiente. Esto animó a Pedro para
informarle de la propuesta de Fulgencio de suministrar víveres al ejército y
que si quería, podía entrar en el negocio como socio. Roque, abriendo los ojos
como platos, le contestó:
–
Amo, en ese negocio me puedo hacer
rico, con el dinero que tengo ahorrado puedo comprar mas carros y bestias,
aunque estas están caras. Juntando una caravana de carros y buenos arrieros,
podemos transportar toda clase de alimentos a donde se nos diga.
–
No corras tanto Roque, las
caravanas que dices, tienen que llevar escolta, de eso me encargo yo, ten en
cuenta, que son asaltadas por partidas de bandoleros. A mediados de este mes
viene Fulgencio a Siles, hablaremos con él los dos y se organizará el
transporte de víveres que están almacenados en Lorca. La experiencia de lo que
hicimos meses pasados como proveedores del ejército francés nos servirá.
Al día siguiente
de esta conversación, Roque se fue a Valdepeñas de donde volvió el día de Santa
Teresa, con una carta de Paco Frías. Por ésta supo Pedro, que su común amigo, el
Coronel del Regimiento de las Órdenes, estaba enterado que su hijo quería
entrar como cadete en dicho Regimiento.
También le decía
en la carta, que por fin, los generales habían salido al mando de sus
divisiones para enfrentarse a los franceses. El propio Emperador, según le
comunicaba, se pondría al mando del poderoso ejército que ya tenía en la
frontera y que Vasconia y Navarra estaban sublevadas contra la ocupación.
Pero lo que más le
interesó de la información que le daba su amigo era, que en Aranjuez se había
instalado la Junta Central del Reino. La formaban dos miembros por cada
provincia, y la presidía D. José Moñino, Conde de Floridablanca. El amigo de su
padre, que le recomendó para que entrara en la Escuela de Agricultura, aunque dudaba
que se acordara de él. Como representante de Asturias, era miembro de la Junta,
D. Gaspar Melchor de Jovellanos, con el que había tenido trato íntimo su amigo
Sandalio.
Tres días después
de recibir la carta, llegó Fulgencio, que al enterarse que Floridablanca
presidía la Junta se llevó una gran alegría, era paisano suyo, murciano, y
amigos de él, tenían buenas relaciones con el Conde. Los tres socios, Pedro,
Fulgencio y Roque, conversaron largamente, el primero planificó el
aprovisionamiento. Para ello era necesario contar con dos grandes almacenes y
propuso que estos se establecieran en La Roda y Ocaña.
De la compra o
alquiler del almacén de La Roda se encargaría Fulgencio, así como del
transporte a dicha villa, con la famosa carretería de Lorca, de los víveres que
tenía almacenados en su huerta. Del almacén de Ocaña se encargaría Pedro y del
transporte a través de La Mancha, Roque, con la caravana de carros. Ya tenía
apalabrados algunos carreros serranos y los que le faltaban los buscaría en
Valdepeñas.
Se empeñó
Fulgencio que Roque le acompañase a Lorca, pasando por La Roda, así mataba dos
pájaros de un tiro, según dijo. Compraba o alquilaba el almacén y el otro socio
acompañaba a la carretería en el primer viaje, le serviría de experiencia en el
transporte de las provisiones por los caminos de La Mancha.
A los diez días de
marcharse los dos socios, Pedro recibió una visita inesperada, nuevamente se
presentó en su casa el sargento Frías, Fermín el hermano de Paco. Le traía
carta de éste y un recado de su coronel, D. Francisco de Paula Soler, le había
dado la orden al sargento, de que
acompañara a su hijo para entrar de
cadete en su Regimiento, antes que éste saliera para Aranjuez. De este nuevo
destino había recibido la orden del Marqués
de Castelar, antiguo amigo de Pedro, que estaba interesado en contar con su
colaboración como informador militar.
Al día siguiente
de la llegada de Fermín salían a caballo éste y Pedro Juan, con destino a la
Encomienda de Mudela, donde estaba acuartelado el Regimiento de Las Órdenes. Ni
que decir tiene, que la despedida fue de lo más triste, tanto su madre,
Luciana, como sus hermanas, Pilar y Dolores, no pararon de llorar en dos días.
Por lo que decía
la carta que le había traído Fermín, D. Pedro no podía retrasar mas el viaje a
Aranjuez y más ahora, que estaría allí su hijo. Como Roque se retrasaba,
preparó su salida de Siles para el día 2 de noviembre, víspera de su
cumpleaños, hacía 33, la edad de Cristo, como comentó Luciana. El día primero
llegó Roque, le explicó que el motivo del retraso se debía, a lo que tardaron
en el viaje de Lorca hasta La Roda, los víveres quedaban almacenados allí y
bajo vigilancia. En los días siguientes se encargaría de formar la caravana de
carros. Su antiguo amo, ahora su socio, le dijo que a través de D. Francisco
Frías, recibiría el recado de donde tenía que llevar la mercancía.
El día antes de
salir camino de Valdepeñas, pasó a la Escribanía para decirle a su amigo
Gregorio, que en su ausencia, como se decía en su nombramiento de Regente de
Siles, a él le correspondía ejercer el cargo. El Escribano le deseó suerte,
estaba seguro que su amigo volvería a hacer de informador del Ejercito Español.
En la primera jornada de su recorrido por La
Mancha, se le hizo de noche antes de llegar a Infantes. En esta villa alquiló
una habitación en un mesón, donde dejó el caballo, para inmediatamente visitar
a D. Adalberto Frías. El escribano no consintió que cenara en el mesón y
mientras comían en compañía de su mujer e hija, sólo se habló de la guerra. La
noticia más importante era, que Napoleón se encontraba en España.
A media mañana del
día siguiente, llagaba a Valdepeñas. Paco le confirmó que el Emperador dirigía
personalmente las operaciones, al enterarse el amigo del plan que traía Pedro,
para abastecer el ejército español con dos socios más, le propuso:
–
Pedro, si no te importa, yo me
puedo unir a ese negocio, aportando vino y aguardiente, como hicimos con el
ejército francés antes de la Batalla de Bailén. Confío plenamente en tu socio
Roque, me ha demostrado su pericia y habilidad como negociante.
–
Ahora se encarga del transporte de
víveres atravesando La Mancha. Pienso alquilar un almacén en Ocaña y hacer
gestiones ante la Junta para venderle provisiones y entre ellas, el vino y
aguardiente que me ofreces. Te escribiré tan pronto tenga atados todos los
cabos para que le des el recado a Roque, él vendrá por aquí. Le pediré a
nuestro común amigo Francisco, el coronel, que me proporcione escolta para que
sigan la carretería.
–
Veo que todo lo tienes bien planeado,
lo que no me extraña conociendo tu mente matemática. ¿Cuándo sales para
Aranjuez?.
–
Esta misma tarde, mantengo la casa
alquilada donde viví con mi familia tres años, allí seguiría como profesor de
la Escuela de Agricultura, si no se hubiera declarado la guerra.
–
Como paso por el Real Sitio cuando
voy a Madrid, cada vez que lo haga, te visitaré, soy miembro de una Logia
Masónica. José I, en el poco tiempo que estuvo de rey, desplazó el Grande
Oriente Inglés y el Rito Escocés por el Francés. Esto explica algunas de las
informaciones que te he hecho llegar por carta, me enteré de ellas en las
reuniones masónicas.
–
En la última visita que me hizo tu
hermano Fermín, me llevó un recado del Marqués de Castelar, Capitán General de
Castilla la Nueva. Está interesado en que continué como informador militar, si
al fin me decido, me interesaría pertenecer a la Logia que me has dicho.
–
Pedro, en la última reunión, uno
de los miembros nos informó que tenía que salir de Madrid, se le acusaba de ser
espía de los franceses – era la
primera vez que oía esta palabra –. Decidimos mantener en secreto nuestra
identidad, quemamos la lista de nombres, adoptando un sobrenombre o apodo.
¿Cuál sería el tuyo?.
–
El Diablo – contestó.
Continuó aquella
tarde camino hacía Aranjuez, durmió en una venta del camino real y al día
siguiente, al llegar al cruce con el camino carretero que se dirigía a
Noblejas, decidió seguir a esta villa. Pensó, que allí podía alquilar un
almacén mejor que en Ocaña; cruce de caminos y por tanto, con más riesgo que
los víveres fueran objeto de robo o saqueo. Facundo, el propietario del coche
de caballos que trasladó su familia a Siles, le facilitó el alquiler de dos
amplios almacenes. El cochero se comprometió a ser el guarda de las
provisiones, apalabrando lo que cobraría de jornal.
La casa de
Aranjuez, al estar tanto tiempo cerrada, tenía polvo como para poder labrar el
suelo, durmió la primera noche en un hostal. Antes, metió su caballo en la
cuadra de un vecino y le encargó a la mujer de éste, que le mandara dos mozas
para que limpiaran la casa.
La primera visita
que hizo, fue al acuartelamiento de Regimiento de Órdenes, su amigo, el
coronel, se llevó una gran alegría, le esperaba, desde que llegó su hijo
acompañado de Fermín. El visitante justificó su retraso, alegando el tiempo que
le ocupó la organización del suministro para el ejército español. Explicándole
después, el traslado en carros desde Lorca a Noblejas, pasando por La Roda, y
que en estas últimas villas se almacenarían las provisiones. Dejo para el final,
la necesidad de contar con una escolta de soldados, a lo que le contestó el
amigo:
–
Pedro, desde mañana mismo, cuenta
con una docena de soldados de mi regimiento, al mando de un sargento. La
manutención de esta tropa corre de tu cuenta, ¿dónde tienen que ir?.
–
A Valdepeñas, allí Paco Frías, les
encaminará al encuentro de la caravana de carros, le ordenas al sargento que se
pase por mi casa. Pero antes que salgan los soldados, tengo que ofrecer a la
Junta las provisiones y garantizar el pago mediante contrato. ¿Dónde puedo
verme con el presidente de la Junta, el Conde de Floridablanca?.
–
En el Palacio Real, pero según
tengo entendido, de los asuntos económicos y entre ellos, la intendencia del
ejército, se encarga D. Gaspar Melchor de Jovellanos, ¿le conoces?.
–
Todavía no, pero un amigo mío, D.
Antonio Sandalio de Arías, tuvo trato íntimo con él, le proporcionó datos para
el Informe sobre la Ley Agraria.
–
Ley con la que no estoy de acuerdo
– le interrumpió –. Ya conoces mis ideas políticas, contrarias a las liberales
de Paco y tuyas. También de las de Jovellanos, pero desde que éste rechazó la
oferta de José I para que fuera uno de sus ministros, para mí es un patriota.
–
Como supongo que mi amigo Sandalio
se encontrará en su caserío de Morata de Tajuña, mañana en viaje de ida y
vuelta, voy a visitarlo, él me facilitará una carta de presentación para
Jovellanos.
–
Mi jefe, nuestro común amigo, el
Marqués de Castelar, cada vez que nos vemos, me sigue insistiendo en que seas
su informador militar. Tiene una confianza ciega en ti, después de tu actuación
en los preparativos de la Batalla de Bailén. También sabe tu hazaña en el duelo
artillero y el sobrenombre de Don Pedro
el Diablo.
–
Francisco, no quiero seguir siendo
espía – utilizó la palabra que le
dijo Paco –, si eso supone acompañar al ejército de Napoleón, por la muerte de
mi hermano me sería imposible disimular mi odio a los franceses. Cuando fui
informador, lo hice con un nombre falso, Pierre Martín, natural de Biarritz.
–
Lo comprendo, sé el riesgo que
corriste, pero como civil, puedes prestar un doble servicio a tu patria. El de
informador o espía, como has dicho, y
el de proveedor del ejército español, cuyo abastecimiento tienes tan bien
planeado.
–
Eso de hacer de espía, como me he enterado que se dice,
lo haré siempre desde el bando español.
–
Pedro, verdaderamente eres un
hombre excepcional por tu inteligencia y valentía, lo que sabía desde que te
conocí, pero ahora he de reconocerlo en tu presencia.
–
Los hay en España mejores que yo y
créeme, sigo el ejemplo de mis amigos, entre los cuales estás tú y los
nombrados en esta conversación, Paco y Sandalio. Pero el mejor ejemplo, lo dan
las mujeres españolas, madres y esposas, se sienten orgullosas de que sus hijos
y maridos, mueran por su patria. Esto nos llevará a ganar la guerra.
Estas palabras
debieron impresionar tanto a D. Francisco de Paula Soler, que se levantó
emocionado para abrazar al amigo, al despedirse le dijo el coronel:
–
Yo te acompañaré a Madrid para que
nos entrevistemos con el Marqués de Castelar, tiene su despacho en la Puerta
del Sol, en la Casa de Correos. Tu hijo te espera a la puerta del cuartel,
tiene permiso para que almuerce contigo. El destino que le he dado, es el de cadete del teniente Frías, antes el
sargento Fermín, fue ascendido a oficial hace una semana.
Le resultó extraño
al padre ver a su hijo vestido de militar, con él se fue almorzar al hostal
donde paraba. En la comida, el cadete le dio al padre para que la leyera, la
carta que había recibido de su madre y hermanas. Le contó lo que había
aprendido sobre las armas, así como que había sido felicitado por su puntería.
El padre se sentía muy orgulloso con lo que le decía su hijo, miró su reloj,
eran las tres de la tarde, la hora que el cadete se tenia que incorporar a su
Regimiento.
Nada mas salir su hijo del comedor, subió al
dormitorio, recogió su equipaje, pagó su estancia en el hostal y llegando a su
casa, una moza se ocupaba en la limpieza, la otra, según le dijo, estaba en el
río lavando la ropa de cama, se la traería por la tarde planchada. Por la tarde
escribió dos cartas, una, a su familia, contando lo más importante desde su
salida de Siles y sobre todo, que había visto a Pedro Juan al que encontró
alegre y en forma . La otra carta, iba dirigida a Fulgencio, informándole del
alquiler de dos almacenes en Noblejas, de la escolta de soldados que
acompañaría a los carros y de las gestiones que pensaba hacer ante Jovellanos
para la venta de provisiones.
En el camino de
Aranjuez a Morata de Tajuña, fue reflexionado sobre la conversación mantenida
el día anterior con su amigo el coronel. El sentimiento patriótico que puso en
sus palabras, lo cambiaría por argumentos razonados en la entrevista con el
otro amigo, Sandalio. Era hombre de Ciencia y amante de la paz, y por tanto,
opuesto a la guerra, aunque esta fuera de la Independencia.
También estaba
seguro que su amigo, tildado de afrancesado, era un patriota a su manera. Por
esto, Sandalio no estaba de acuerdo con la invasión del ejército de Napoleón y
que éste, por la fuerza y su ambición desmedida, pretendiera que se le
rindieran todos los países de Europa. Acabó las reflexiones con una duda,
¿habría colaborado su amigo con el gobierno de José I?. Pronto lo sabría,
estaba llegando a Morata.
Lo encontró podando
los árboles de su huerta/jardín, seguía como lo dejó, con las prácticas de
Agricultura. Fundamento, según el antiguo profesor, de la enseñanza de esta
Ciencia y que había condensado en la Cartilla
elemental de Agricultura, publicada al principio de aquel año. Se abrazaron
los dos con la alegría del nuevo encuentro, hacía seis meses que no se veían.
Mientras caminaban por el caserío, Sandalio se interesó por la familia de Pedro
y claro está, de cómo le había ido desde que se fue de Aranjuez.
Sentados en el
despacho y una vez que el visitante le contó por las vicisitudes que había
pasado y entre ellas, la muerte de su hermano, obviando su participación en la
Batalla de Bailén, le dio cuenta de lo que traía entre manos, sobre el
aprovisionamiento del ejército y al terminar, le preguntó.
–
Sandalio, ¿cómo te ha ido en los
meses que no nos vemos?.
–
Nuevamente tuve que salir de
Madrid, se repitió lo del Dos de Mayo, me vine a este caserío, tan pronto me
enteré que José I abandonaba la Corte, después de la Batalla de Bailén.
–
¿Sufriste persecución o
encarcelamiento?.
–
No les dio tiempo a echarme mano,
salí antes que el rey. No dudé en hacerlo, sabiendo que me tildaban de
afrancesado.
–
Hiciste bien, ¿colaboraste con el
gobierno del rey intruso?– volvió a preguntarle.
–
Así me lo propusieron, pero no quise
aceptar; como sabes, no estoy de acuerdo que las ideas liberales se impongan a
la fuerza. Pero sigo pensando, que la influencia francesa es decisiva para el
cambio necesario en nuestra patria. Amigos políticos míos me ha informado, que
un grupo de liberales ya tiene un borrador de Constitución, algunos de ellos
los conozco, son acreditados jurístas.
–
Eso que me dices de una
Constitución española es muy importante; aunque dudo, si ganamos la guerra y
vuelve como rey Fernando VII, que éste acepte un gobierno constitucional.
Seguirá con su camarilla de siempre, toda de absolutistas.
–
Algún día tendremos un gobierno
liberal, aunque como tú, pienso que el restablecimiento de una Monarquía
Absoluta sería un desastre. Mira lo que le pasó a Godoy, con las primeras
reformas desamortizadoras.
–
Dejemos los temas políticos, como
te dije antes y mientras siga la guerra, atenderé la intendencia del ejército.
Quien se encarga de esto en la Junta es Jovellanos, amigo tuyo. Si me dieras
una carta de presentación, te lo agradecería, me ayudará a llevar a cabo el
suministro de víveres, ya están en camino.
–
Ahora mismo escribo la carta,
mientras, si quieres, visita mi huerta, tengo plantones de árboles frutales y
forestales. Todos tienen una etiqueta puesta con el nombre latino y castellano,
al pino de tu tierra le he puesto el nombre que me dijiste, salgareño.
En la puerta del
Palacio Real estaba esperándole el coronel, extrañado Pedro, le preguntó:
–
Francisco, ¿me vas acompañar en la
visita a D. Gaspar Melchor de Jovellanos?.
–
Lo he considerado conveniente,
ante la información que me han llegado de Madrid. Napoleón entró hace unos días
en España y el general Lefebvre ha derrotado a Blake en Zorzona. El oficial que
me trajo tan malas noticias, me insistió que el Marques de Castelar quiere
hablar contigo, cuanto antes viajes a Madrid, mejor.
–
Pensaba mañana acompañar a la
escolta que me has proporcionado a Valdepeñas, con el fin de informar a nuestro
amigo Paco del contrato, si se hace hoy. Él también participa en el negocio,
aportando vino y aguardiente para el ejército.
–
El sargento que manda la escolta
es de toda confianza, le puedes dar las instrucciones por escrito y él se las
dará a Paco Frías.
Al ujier del
ante-despacho de Jovellanos, que le iba a pasar la carta de presentación de
Sandalio, le dijo el coronel, que al anunciar la visita, le dijera a D. Gaspar
que acompañaba al visitante, D. Francisco de Paula Soler. A la media hora salió
Jovellanos y después de despedir las personas que le acompañaban, saludó al
coronel que le presentó al amigo, dirigiéndose a sus visitantes, les comunicó:
–
Pasen ustedes, ardo en deseos de
leer la carta de D. Antonio Sandalio de Arías, conocedor de la Agricultura como
nadie, no sé nada de él desde la invasión francesa.
Una vez que leyó
la carta, le entregó Pedro la lista que relacionaba los víveres y su precio, la
estudió el miembro de la Junta con detenimiento, cuando terminó, llamó a un
escribiente. Al que le fue dictando el contrato de suministro, sin mas
interrupciones que las preguntas que le hizo al proveedor. Firmado el contrato,
le comunicó al escribiente:
–
Lleva este documento al escribano
de la Junta, le dices de mi parte, que haga tres copias, una para el
Presidente, otra para D. Pedro y la tercera para mí.
Salió Pedro del
Palacio Real muy satisfecho, acompañado de su amigo el coronel. Se encauzaba,
según sus planes por el contrato firmado, el suministro de víveres al ejército.
En muestra de agradecimiento le comunicó a su acompañante:
–
Francisco, si no vienes conmigo a
la visita con Jovellanos, todavía estaríamos esperando que nos recibiera, su
antedespacho estaba lleno de personas relevantes. Aunque la carta de mi amigo
Sandalio sirvió como información del objetivo de mi visita, para la firma del
contrato tu influencia fue decisiva. Así se lo diré por carta a nuestro común
amigo Paco de Frías, uno de los socios del negocio.
–
¿Cuándo piensas entrevistarte con
mi jefe, el Marqués de Castelar, Capitán General de Castilla la Nueva?.
–
Mañana salgo en la diligencia para
Madrid, dejare mi caballo en Aranjuez. Si no te importa, mandas un soldado esta
tarde a mi casa y que lo lleven a las cuadras de tu regimiento, ahora lo tengo
en las de un vecino.
–
Irá el sargento que manda la
escolta que me pediste, a él le puedes dar las instrucciones para el transporte
de provisiones y la carta para Paco. Siento no poder acompañarte en la
entrevista con el Marqués, de él he recibido la orden de no moverme de
Aranjuez. Como te dije, la Capitanía General está en la Casa de Correos, desde
que se vino la Junta Central aquí. Mi jefe al hablar de ti, me dijo que os
habíais tratado de jóvenes.
–
El Marqués, D. Ramón de Osorio y
Patiño, Comendador de las Órdenes, era muy amigo de mi padre, Escribano de
Rentas, de él dependía como Administrador de la Encomienda de la villa de Beas.
En mi juventud lo traté, entonces era coronel como tú, me comisionó para
comprar grano en los pueblos del Campo de Montiel, con el que se abasteció las
casas de la Encomienda a su cargo. Corría el año de 1799, el de la gran
hambruna.
–
Por lo que me dices, no me extraña
que tenga una confianza ciega en ti. Esto explica que pusiera gran interés al
decirle tu misión de informador del general Reding y que se congratulara tanto,
al saber tu participación en el duelo artillero.
–
Veremos si puedo cumplir lo que me
encomiende, sospecho que quiere utilizarme como espía. Evitaré en lo posible el
trato con los franceses, mi experiencia me aconseja no correr riesgos
innecesarios, no quiero dejar viuda a mi mujer ni huérfanos a mis hijos. ¡Qué
sería de ellos!.
–
Si a tu inteligencia y astucia
unes la prudencia, no tengo la menor duda que tendrás éxito en lo que se te
encomiende. Seguramente tendrás que viajar al norte, donde se librarán las
batallas contra el ejército invasor.
–
Si es así, volveré por mi caballo
y para recibir los víveres en los almacenes de Noblejas. Una vez entregadas las
provisiones a la Intendencia del ejército y pagadas según lo estipulado en el
contrato, no será necesaria mi presencia en las siguientes operaciones de
suministro.
Se despidieron los
dos amigos, Pedro volvió a su casa para escribir dos cartas, una dirigida a
Paco Frías y la otra a Fulgencio, el comerciante de Lorca.
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