Publicaciones de Sebastian Palomares UN PASEO POR SENDAS PERDIDAS


SEMBLANZA

Sebastián Palomares Molina nació en una casa de campo del término de Hornos de Segura en el año 1.923. Durante su infancia y juventud estuvo dedicado a las diversas labores agrícolas como era habitual en aquella época. Su vida cambió sustancialmente a raíz de dedicarse al comercio y establecerse en el núcleo urbano de Cortijos Nuevos.

Su desmesurado afán por aprender y sobre todo, por el conocimiento de la lengua, se desarrollaron en las horas que le dejaban libres sus ocupaciones. Así se sucedieron sus lecturas y especulaciones, casi siempre con su viejo diccionario al lado (comprado durante su servicio militar en África con la insignificante soldada que recibía). 
La jubilación cobra en él su verdadero sentido y toda su pasión literaria. larvada durante años, aflora impulsada por el Centro de Adultos “Tavara” y sale a la luz como escritor. 
Gana diversos premios en el concurso literario Prensa-Escuela (Diario Jaén) y Antonio Machado de Jaén.

En 1.995 publica Brotes de Otoño, en el que nos muestra sus vivencias y sus sentimientos y emociones. En el año 1997 se publica, con el patrocinio de la Diputación Provincial, Granzas literarias, que sigue la línea de su primer libro.

En este su tercer libro cambia sustancialmente su orientación y, con una prosa sencilla y encantadora, nos cuenta la vida que conoció en su comarca natal.



PRÓLOGO 1

“ Mucho leer y bien entender, el mejor camino para saber”.
Proverbio castellano.
“El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”
Miguel de Cervantes.

Toda contribución a la cultura es siempre saludable y bienvenida. Aunque es privilegio de pocos aportar algo para enriquecimiento y deleite de muchos.
Entre ese selecto grupo se encuentra el infatigable autor de esta obra que el/la afortunado/a lector/a tiene en sus manos.
Él es una persona comprometida con la cultura, de una inquietud permanente, por lo que no es propio de él rendirse sin haberlo intentado todo, sino que lucha constantemente, creyendo siempre en sus sueños, hasta lograr hacerlos realidad.
Los méritos positivos anteriores, unidos a su gran ilusión y tenacidad, permiten a nuestro buen amigo Sebastián ofrecernos una nueva obra. Esta vez recoge el saber popular de su entorno, el medio rural, tan rico en tradiciones y costumbres merecedoras de recordar, conocer y transmitir; todo ello impregnado de la enorme sencillez y reiterada gratitud que caracterizan a Sebastián.
Ha profundizado en la cultura popular serrana, propia de su tierra, convencido de que el saber es la mejor y mayor riqueza, plasmando en las páginas de su obra el más vivo reflejo de lo que vio y vivió junto a familiares, amigos y convecinos en este pequeño y bello rincón serrano, donde transcurre el quehacer cotidiano de grandes y pequeños, forjando sus costumbres y modos de vida.
El realismo, frescura y cariño con que compone sus relatos permiten a los/las lectores/as trasladarse en el tiempo, realizando ese viaje de la mano de Sebastián acompañados de una secuencia de estampas familiares, sociales, festivas, culturales, amorosas, laborales, etc., que nos ofrecen sus narraciones de la manera más diáfana, definiendo así la identidad de la comunidad o grupos de los que ha sido y es parte en su trayectoria.
Su trabajo nos va a ayudar a conocer mejor la cultura popular y tradicional, valorarla, amarla y respetarla en su justa medida, facilitando a la vez su acercamiento a los ahora más jóvenes, así como a las generaciones futuras, de esta forma de expresión en la historia de cada pueblo; por lo que “más que un libro, ... es la vida misma.”
Es por tanto, Sebastián, merecedor de la más sincera felicitación de todos y con él nos congratulamos, alentándolo a continuar cosechando los frutos de su talento, que siempre nos estimula entre otras muchas cosas loables, a leer, ... que en definitiva, ... es vivir.
Julia Mendoza Herreros
Profesora del Centro de Educación de Personas Adultas de CORTIJOS NUEVOS.
PRÓLOGO 2


Un paseo por sendas perdidas es una entrada entreabierta al mundo del pasado en la Sierra de Segura. Desde esta ventana, a través de la particular mirada de Sebastián Palomares accedemos a los avatares, las vidas, las ilusiones y pesares de los pobladores de esta comarca en la primera mitad del siglo XX.


Cercanos a veces a aquellas escenas y tipos del Costumbrismo romántico, estos relatos son un pequeño viaje evocador de la niñez, la juventud, las fiestas de Mayo, bailes de ánimas, juegos, carnavales, serenatas, enamoramientos, noviazgos, bodas, la Navidad, la feria, la matanza; pero también son una ojeada a los labradores, los oficios, las viviendas, religiosidad, supersticiones, discriminaciones, los abusos y los jornales de hambre.
Otras veces, el ambiente de esas aldeas y cortijos de una zona de sierra nos recuerda algunos de los capítulos más descriptivos del conocido libro de Gerald Brennan Al Sur de Granada, donde describe costumbres, folklore y fiestas de otra zona de Sierra: La Alpujarra. Aquí no es ya la observación del visitante fascinado por el descubrimiento de la vida en un pueblo del Sur de Europa, sino propia experiencia y los recuerdos transmitidos por el que ha pertenecido a un modo de organización y a un paisaje cultural que, si no ha desaparecido, sí que se ha transformado en gran medida.
¿Quién no ha sentido en muchas ocasiones el deseo de preguntar a nuestros mayores por el mundo de antes, por su infancia, por su juventud, por aquella forma de vida que ya no es, por aquellos que estuvieron antes que nosotros?
Siempre hay alguien que pregunta y pide respuestas acerca de su entorno. Siempre, en toda comunidad, los mayores han transmitido relatos, y esa transmisión es el eslabón cultural que nos liga a una determinada forma de convivir. Porque, para saber quiénes somos, es necesario conocer de dónde venimos. Sólo el que es capaz de volver la vista atrás, reconocerse en sus antepasados y advertir las razones, las circunstancias y las limitaciones del tiempo que les tocó vivir, sólo ese podrá comprender mejor las encrucijadas del presente. En palabras ya célebres:
“El que no sabe llevar su contabilidad
por espacio de tres mil años
se queda como un ignorante en la oscuridad
y sólo vive al día”.
Sólo nos queda agradecer y reconocer a Sebastián Palomares su atención y dedicación siempre que lo hemos requerido desde el Instituto “El Yelmo” de Cortijos Nuevos.
Afectuosamente:
José Miguel García Ávila.

José Francisco García Ávila



UN PASEO POR SENDAS PERDIDAS



Cómo era la vida en la Sierra de Segura

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INTRODUCCIÓN


El conjunto de relatos que llenan este librito es cómo un reflexivo paseo por las sendas perdidas en el recuerdo por el transcurso del tiempo.

El gran poeta y profesor español Don Antonio Machado diría que "se hace camino al andar"; y, por el contrario, un camino por dónde se deja de caminar termina desapareciendo, cubriéndose de hierbas y matas. Esto está ocurriendo con las costumbres de la vida rural de antaño de hasta hace medio siglo, que ya es parte de nuestra historia.

Al haber dado un cambio tan enorme la vida en casi todos los aspectos, la inmensa mayoría de las costumbres aquellas han desaparecido como desaparece un camino cuando se deja de andar por él.

Amable lector-lectora: si naciste en las primeras décadas del todavía presente siglo XX, no tiene mucho sentido que te esfuerces demasiado en la lectura de las páginas que siguen. Si conservas la memoria, quizás sepas mejor que este humilde cronista cuanto en ellas se narra; sólo te podrán servir para recordar cosas ya olvidadas que posiblemente no desees retener en tu mente.

Sí considero que puede resultar de cierto interés la lectura de estos mal coordinados renglones a los que hayáis llegado al mundo en estos últimos cincuenta años, cuando ya han cambiado tanto las normas de vida y perdido muchas costumbres buenas, menos buenas o malas, pero que en su conjunto fueron la vida de nuestros antepasados y de los niños de aquel tiempo que ya somos ancianos.

Las fuentes de información proceden de los acontecimientos sucedidos y vividos por quién escribe estos simples relatos durante la niñez y juventud, y de narraciones de mis padres y de otros ya veteranos de la vida en mi infancia, grabándose todos en mi memoria.

Os agradezco con toda el alma la atención prestada a esta pobre obra tan sencilla, pero ajustada a mi visión de la realidad en todo su contenido.


LA NIÑEZ

Muy al contrario de como sucede actualmente, que todos los niños ven la luz por primera vez en centros especializados, dotados de personal cualificado y con toda clase de medios, por lo que casi todos abandonan el vientre materno felizmente y exentos de riesgo, hasta la década de los sesenta del ya agonizante siglo XX, todas las mujeres daban a luz a sus bebés en su domicilio, y en la mayoría de los casos, sólo con la asistencia de alguna atrevida mujer que podría tener más o menos experiencia por haber visto nacer a muchos niños, pero carecía de conocimientos científicos, sin siquiera saber leer la mayoría de ellas, por lo que un notable porcentaje de los niños moría a la hora de nacer, y a veces fallecía la madre, dejando huérfano al recien nacido; y se daban casos, aunque no frecuentes, de que madre e hijo encontraban la muerte en dicho trance. ¡Qué pena!

La mayoría de la población rural residía diseminada en pequeñas aldeas y cortijos solitarios sin ningún medio de comunicación, sin carreteras ni carriles y sin luz eléctrica. Muchos núcleos de población, a varias horas de camino del pueblo más inmediato donde residía un modesto médico de medicina general, al que había que facilitarle una caballería para desplazarse a visitar a la parturienta o a cualquier otro enfermo cuando iban a buscarlo, lo que hacían sólo en casos muy difíciles y graves, a veces cuando ya no había remedio posible.

En los primeros años de la infancia, los niños crecíamos y nos robustecíamos jugando alegremente al aire libre, curtiéndonos y bronceándonos el rostro con las inclemencias del sol y del viento. Los juguetes normales eran los que nos proporcionaba la Madre-Naturaleza, las misteriosas flores que cogíamos de árboles y plantas, con sus tallos y ramitas, con bellotas y aceitunas y hasta con chinas o piedras representando diversos animales con los que formábamos nuestros pequeños rebaños. Con los capullos de amapolas antes de abrir nos hacíamos apuestas a ver si era fraile o monja, si al abrirlos salían los pétalos blancos, era monja, y si estaban rojos, sería fraile. Imitábamos a los mayores en sus faenas agrícolas, tomando dos piñas grandes de pino negral o rodeno para hacer de bueyes para la yunta, construíamos los aperos de labranza con ramas delgadas de arbustos y la ayuda de una bien afilada navaja, muchas veces cortándonos en los dedos, hacíamos nuestros diminutos arados y ubios, y nos pasábamos las horas labrando o arañando la tierra donde la encontrábamos más suave y tierna. Los que tenían la suerte de habitar en cortijadas de varios vecinos, se juntaban varios niños y jugaban a otras cosas como al escondite, la piola, la gallinica ciega, etc. Las niñas jugaban a la comba con una cuerda y a la rayuela con cascos de taja en un plano rayado adecuadamente para tal ejercicio, saltando sobre el rayado sólo con un pie dirigiendo el cascote hacia el final del recorrido.

Cuando los niños alcanzaban los cinco y seis años de edad, en las cortijadas pequeñas y casitas solariegas, ya les esperaba el primer puesto de trabajo guardando cerdos y alguna cabra, como fue el caso del que escribe estos relatos y el de la mayoría de los varones criados en el ambiente rural, y también algunas niñas tuvieron estos rudos y duros principios.

Algunos, una minoría, tendrían la suerte de que a los siete u ocho años los enviasen a la escuela, no a todos alcanzaba tal privilegio. En muchos casos la escuela radicaba muy distante del domicilio familiar, en los pueblos o alguna aldea grande donde se tardaba hasta una hora andando por caminos escabrosos, es por lo que no enviaban a los niños cuando eran pequeños, y muchos niños campesinos no pudieron asistir nunca al centro docente. La mayoría de las escuelas rurales eran mixtas, con niños de ambos sexos, pero siempre en banquetas separadas.

Antes de los catorce años habíamos de abandonar el colegio para incorporarnos a los diversos trabajos del campo, a los que muchos ya estábamos acostumbrados por haberlos realizado durante las vacaciones escolares y los domingos y demás días festivos cuando no había clase, pues en la vida rural no se conocían días de descanso, a excepción de cuando estaba lloviendo o nevando que no se salía al campo a trabajar, pero se aprovechaban para machacar esparto y hacer cuerdas de distintos gruesos y objetos que se realizaban con la dicha materia prima.

Casi todos los niños criados en el campo tenían o tuvimos necesidad de trabajar duro desde la tierna infancia, algunos puede decirse que con la suerte o privilegio de hacerlo en nuestras casas a las órdenes de nuestros padres y hartos de comer, aunque a base de comidas sencillas sin nada de golosinas ni preparados industriales, que considero como la alimentación más sana; pero otros muchos hijos de pobres jornaleros no tenían más remedio que ponerse a servir (por no tener qué darles de comer), guardando cerdos u otros ganados, con labradores o ganaderos que les pagaban poquísimo o casi nada. Normalmente les compraban o hacían el calzado (abarcas o esparteñas) y les daban de comer más o menos bien dependiendo de los medios y conciencia de los amos, que no en todos los casos eran dignos de elogiar, pero al menos no pasaban hambre.



LA JUVENTUD

Durante la adolescencia y juventud se vivía muy alegremente, gozábamos de relativa felicidad a pesar de las penosas faenas que a todos nos ocupaban permanentemente. Como por el día los mozos no disponían de tiempo libre ni ocasiones para alternar con las chicas, se organizaban bailes de carácter familiar por las noches en las cortijadas. Se hacían en la casa que contaba con una cocina-comedor algo grande. Entonces la cocina era la habitación más amplia de la casa y la más próxima a la puerta de la calle, con una chimenea al fondo donde la familia reunida al calor de la lumbre pasaba las veladas invernales. Los mozuelos procuraban conseguir el permiso de los dueños de la cocina más amplia para bailar, buscaban los músicos (lo más corriente eran dos, uno con guitarra y el otro con bandurria o laúd, y hasta a veces se bailaba al son de una guitarra sola acompañada por la voz cantora de un mozo o persona mayor alegre, que muchas veces era el mismo que tocaba el instrumento) En pocas ocasiones se podía contar con música de acordeón o violín, ya que era poca gente la que los tenía y sabía tocarlos.

En Cañada Catena, aldea del municipio de Beas de Segura, en la década de los años 40 al 50 residía un hombre ciego, Daniel, que perdió la vista en la trágica y odiosa guerra civil española del 36 al 39, que aprendió a tocar el acordeón y se dedicaba profesionalmente a la música al no poder realizar otro trabajo. Este acordeonista, persona muy afable y de comportamiento ejemplar, con la valiosa e indispensable ayuda de su esposa que le servía de guía inmejorable, acudía a todos los lugares donde lo llamaban, principalmente en las bodas u otras celebraciones distinguidas, y por cincuenta pesetas tocaba en las bodas durante veinticuatro horas con pocos ratos de descanso. Así ocurrió en la boda del humilde autor de estas páginas en octubre del año 48. En la aldea "La Platera" del término de Hornos de Segura había una jovencita llamada Eufrasina y un mozo de la misma época, Amador, que tocaban bastante bien el acordeón y el violín respectivamente. Quizá serían los únicos en todo el municipio de Hornos, por lo que poquísimas veces podíamos deleitarnos con los acordes de estos dos instrumentos musicales. En Santiago de la Espada, Segura de la Sierra y principales aldeas de ambos municipios, destacando Cortijos Nuevos, había en aquellos tiempos varios y buenos músicos, principalmente de instrumentos de cuerda.

Los mozos que se sentían enamorados de una mocita y querían iniciar relaciones amorosas con ella, o simplemente por bailar, porque era la única forma de poder tocar a una mujer y tenerla entre los brazos, contrataban a los músicos, que generalmente no eran profesionales, sino unos trabajadores o pastores que se habían aficionado y aprendido a tocar un poco. Invitaban también a las mocitas de la aldea y cortijos inmediatos, que acudían siempre con el permiso y control de sus padres o hermanos.

Los jóvenes varones de los alrededores que se enteraban de dónde se formaba un baile, acudían sin invitación, y muchas veces les cobraban la entrada los organizadores para costear la música. En muchas ocasiones se pasaban toda la noche bailando hasta el amanecer, hora en que había que cortar para iniciar la jornada de trabajo, al que nunca se podía faltar.

Como las muchachas que acudían a los bailes eran sólo las invitadas de los lugares próximos y los mozuelos no necesitaban invitación, acudían jóvenes varones desde otras aldeas más distanciadas, siempre se juntaban bastantes más hombres que mujeres, por lo que a los que mejor bailaban o eran más del agrado de las chicas no les faltaba pareja, pero los menos agraciados se pasaban a veces la noche sin estrenarse bailando con una mozuela, porque muchas veces llegaban a reunirse más del doble de mozos que de chavalas. Ellos, siempre con más libertad, se desplazaban a los bailes aunque estuviesen lejos, a una o dos horas de camino, aprovechando la luz de la luna cuando nuestro satélite estaba presente, y en las noches de oscuridad se alumbraban con linternas o dando tropezones bajo el fulgor de las estrellas por sendas desconocidas en ciertas ocasiones, con el apoyo de una cayada, que eran muy normales y las vendían muy pintorescas para los jóvenes, evitando así caídas.

Muchos llegaban hasta donde eran desconocidos, y entonces las muchachas no querían bailar con ellos, y había algunos mozuelos brutotes, poco prudentes, que cuando no podían bailar armaban el jaleo. Como el alumbrado más corriente era con candiles de aceite, había veces que los apagaban soplándoles o derribándolos, existiendo la posibilidad de manchar con el aceite a quién estuviera más próximo y quedando todo en completa oscuridad. Al fin terminaban apaleados y a bofetada limpia con los mozos de la localidad, organizadores de las alegres fiestas nocturnas.

Otras veces, en verano y otoño se lanzaban a los huertos donde había árboles frutales y a los melonares, y hacían verdaderos destrozos entre los frutos que se comían y los que arrojaban después de cogidos al probarlos si no les gustaban porque no estuviesen maduros, causando daños considerables, que en ocasiones les costaba ser denunciados y obligados a pagar el daño ocasionado, así como a reparar otros daños, consecuencia de brutales gamberradas.




FIESTECILLAS DE MAYO

Al entrar la primavera, y principalmente el mes de mayo, así como comienza a moverse la savia de las plantas , circulando por las ramas y tallos y brotando por las yemas para la formación de las flores y nuevas hojas llenas de vida, así parece que sucede también con la savia del cuerpo humano en la juventud, como si en la dicha estación primaveral empezase a moverse con más fuerza la sensación del amor pasional, que parece confirmar el conocido refrán : "La primavera, la sangre altera". Quizá por este motivo se cantaba esta coplilla: "Cuando la higuera engorrona\y el pino mueve su savia,\es tiempo de buscar novia, \ que están las mozas que rabian."

Al llegar el verde y florido mayo, parecían manifestarse más los impulsos amorosos en los jóvenes de ambos sexos, y tal vez por este motivo antes se celebraban varias fiestecillas al respecto. La primera celebración era un juego la noche anterior al día primero de mayo o en la misma noche del día uno, que se le denominaba "los mayos". Consistía en reunirse en una casa los mozuelos de ambos sexos de la localidad y de algún cortijo próximo, y se escribía en un papelito individual para cada uno el nombre de cada uno de los presentes y de los amigos y conocidos aunque no estuviesen presentes en la reunión. Tenía que haber igual número de mujeres que de hombres, y se introducían en una bolsa los papeles con los nombres de los varones. En otra bolsa aparte, los papeles con los nombres de las mocitas. Entre los más ingeniosos se inventaban o recordaban unas frases que se les llamaban "adagios", dirigidos uno de mujer a hombre y otro de hombre a mujer; tantos como nombres de personas se hubiesen escrito, e igualmente se introducían en bolsas por separado. Los "adagios", normalmente eran unos versos, coplilla, pareado o simplemente una frase que resultase graciosa, aunque careciera de rima métrica. Veamos unos ejemplos: "Eres un tipo elegante, pero flojito de alante", "Cuando te veo, me mareo", "Tiene tu cuerpo serrano\tanta gracia y tanto arte, \ que hasta el sol y los luceros\se paran a contemplarte", "Quién te pillara en un prao\tu trabá y yo destrabao", y cosas por el estilo, de mejor o peor gusto.

Después se iban sacando de las bolsas los papeles doblados para no poder leer lo que tenían escrito. Se sacaban primero los papelitos con los nombres de los participantes en el juego; uno de hombre y otro de mujer, y así se iban emparejando chico con chica. Para sacar los papeles se buscaba la mano que se consideraba la más inocente. Seguidamente se procedía a extraer de las bolsas los papelillos con los "adagios"; uno de hombre a mujer y otro de mujer a hombre, y se leía en voz alta lo que en tono se piropo se decían uno a otro, pasando así una velada muy divertida.

¡Lástima que se hayan perdido tan alegres y sanas costumbres!

A esta celebración le seguía muy de cerca el día de la cruz, tres de mayo. Se vestían cruces en los pueblos y en la mayoría de las cortijadas; algunos años vestían hasta dos cruces en la misma aldea, cumpliendo promesas que habían hecho pidiendo o agradeciendo favores al Altísimo, a la virgen de su devoción o a cualquier otro santo que veneraban. Pero más que por dar culto al misterio de la Santa Cruz, lo que se hacía era adornarlas mucho con figuritas y con ropas primorosamente bordadas por mujeres expertas en la bella artesanía del bastidor. Sobre todo, el interés se centraba en organizar los típicos bailes que comenzaban el mismo día tres, y se continuaban todos los domingos y demás días festivos, normalmente hasta el día del Corpus Cristi (Día del Señor), ofreciendo así buenas ocasiones para que los mozos enamorados pudieran manifestar su amor cada cual a la chica de sus sueños.

Otros días muy apropiados para los amoríos eran los de San Isidro y Santa Quiteria, 15 y 22 del radiante mayo, en que salía la juventud por las tardes, tanto hembras como varones, y se instalaban mecedores con sogas nuevas y resistentes en árboles grandes, preferentemente en nogales o nogueras, como aquí se les llama. Si no había una buena noguera en el sitio de la reunión, se recurría a las encinas o robles. Las chicas se sentaban sobre la cuerda y bien cogidas a ella, se dejaban mecer alegremente por los arrogantes chavales, que, tras tirar de ellas hacia atrás todo lo posible para dar mayor inercia, cogiendo la cuerda contra el cuerpo de la mocita, les empujaban con toda su fuerza, y ellas volaban por el aire colgadas del árbol, elevándose hasta quedar la cuerda casi horizontal, repitiendo una y otra vez. Luego se turnaban, tanto las chicas en sus deleitable viajes volantes, como ellos en el grato y siempre placentero ejercicio de hacerlas volar empujando con sus manos sobre las caderas de ellas. Todos disfrutaban de lo lindo de la manera más inocente y saludable y gratísima al mismo tiempo.

En Santa Quiteria además se llevaban al campo los típicos hornazos caseros que previamente habían hecho las hacendosas mujeres campesinas con su probada maestría, para llevarlos de merienda ese día de grata fiesta campestre junto a alguna copiosa fuente de agua cristalina y fresca, donde hubiera árboles corpulentos, que además de servir para los mecedores, ofrecieran buena y confortable sombra. Esta fiesta, que se iniciaba por la tarde, no podía terminar sin el siempre apetecido baile durante la noche, aunque sólo se contase con una guitarra acompañada con canciones populares interpretadas por los asistentes.




LOS BAILES DE ÁNIMAS

En tiempos ya algo remotos existían en los pueblos serranos de esta comarca segureña que eran cabecera de municipio, hermandades de ánimas; en cada pueblo la suya, formadas por vecinos que se les denominaban "los hermanos", capitaneados por el hermano mayor. Todos o la mayoría tocaban algún instrumento musical, de cuerda lo más corriente. Estos hermanos ofrecían gratuitamente bailes en el pueblo y en las aldeas más importantes. Se desplazaban al menos una vez al año por cada una de las cortijadas, donde les daban de comer y alojamiento para pernoctar una noche después de pasar varias horas, a veces hasta la madrugada, tocando para que bailasen los habitantes de la aldea y los que acudían de cortijos próximos. En las aldeas mayores se quedaban más de un día y una noche, deleitando al personal con sus bailables melodías. Los vecinos les proporcionaban comida y cama. De ahí debe proceder la vieja expresión de "Ir costeados como la música". Además de costearlos, la gente les ofrecía algún que otro donativo en dinero o en cualquier producto del terruño que se llevaban con una bestia, y luego ellos lo realizaban a metálico. Tal vez la gente les entregaba sus donativos con la mejor voluntad o como promesa, por eso de que eran para beneficio de las ánimas, pensando en los seres queridos y ya en la otra vida que todos los cristianos esperamos.

El último pueblo de la zona que mantuvo la hermandad fue Santiago de la Espada, donde se mantuvo hasta poco después de la guerra civil, aunque ya sin pujanza.

Según contaban mis padres y hermanos mayores, ellos asistieron a bailes de ánimas en los que hacían apuestas a modo de subastas; unos, ofreciendo una cantidad de dinero para que bailara una pareja de hombre y mujer que por cualquier circunstancia no lo hacía, y si no había otra persona que ofreciera más para que no bailaran en pareja, estaban obligados a bailar aunque fuese en contra de su voluntad. Pues en todo baile como es lógico, el hombre pedía que bailara con él a la mujer que le apetecía, y la mujer aceptaba o no; si el solicitante no le gustaba, lo rechazaba con cualquier excusa o diciéndole que ya tenía dado el compromiso de bailar con otro, y ella se buscaría después con quién bailar.



JUEGOS JUVENILES

Durante el otoño e invierno solían reunirse los jóvenes a pasar las veladas en cualquier casa de la aldea y jugaban a varias cosas. Con las cartas de la baraja se practicaban varios juegos que resultaban un tanto divertidos, o al menos bastante entretenidos para pasar las largas trasnochadas. Uno de los juegos que ha quedado sepultado en el abismo del pasado y en el que antes la juventud pasaba ratos gratos era el que llamaban "los cuernos": se repartían todas las cartas de la baraja entre todos los reunidos alrededor de una mesa; comenzaban echando cartas, una cada uno y contando del uno al doce, los números de las cartas de la baraja, desde el as al rey y volviendo a comenzar por el uno. Si al soltar la carta, esta coincidía con el número que se contaba, el jugador siguiente se detenía sin echar carta y le avisaba al que había echado la anterior con la que había habido la coincidencia de número, quién tenía que recoger todas las cartas jugadas sobre la mesa. Si el que le tocaba jugar detrás no se daba cuenta y seguía echando y contando, sería éste quién habría de recoger todas las cartas del montón, y así seguía el juego hasta que los jugadores se iban quedando sin cartas y quedaba uno solo con cartas en las manos. Entonces continuaba él solo contando y soltando cartas. Si las soltaba todas sin haber coincidencia de carta y número, quedaba libre de "cuernos", pero al coincidir el número de una carta con el contado, entonces tantas cartas como le quedaran en las manos, era el número de cuernos que se le atribuían. O sea, que suponiendo que un jugador tuviese todas las cartas en sus manos porque los demás se hubiesen descartado, y en la primera carta salía un as, tendría treinta y nueve cuernos, el número de cartas que le quedaban.

Otro juego muy ameno era el del "anillo":
se sentaban los participantes formando corro, y salía un chico o una chica con un anillo entre las manos juntas, como en actitud de oración, e iban introduciendo sus manos entre las de cada uno de los del corro y, disimuladamente, sin que se viera ni los demás pudieran notar nada, dejaba caer el anillo en las manos de uno cualquiera. Al terminar de pasar por el último decía: "Por aquí se me fue, por aquí se me vino, pide el anillo", dirigiéndose a cualquiera del corro. Si al que se le decía que pidiese el anillo acertaba pidiéndolo al que lo tenía, éste salía haciendo igual que el anterior, y si no acertaba, que era lo más normal al ser un grupo algo numeroso de jugadores, tenía que dejar una prenda en depósito; un pequeño objeto que introducían en una bolsa. Seguía el juego hasta que todos habían dejado prenda, y cuando ya había bastantes objetos en la bolsa se procedía a ir sacando las prendas por la mano más inocente de la reunión, pero antes habían acordado que el propietario o propietaria de la prenda extraída, aclarando si era de hombre o de mujer, había de realizar alguna brevísima actuación que resultara divertida o graciosa, propia de su sexo. Se decía, si la prenda es de mujer, que haga esto, y si es de hombre, que haga lo otro. Aportando siempre la máxima dosis de humor. A las muchachas alguna vez se les pedía que imitasen a las gallinas en la puesta del huevo y salir cacareando del ponedero; a los zagales, una de las circunstancias que se les pedía con más frecuencia era que imitasen al perro en la meada, levantando la pierna, provocando sonoras y prolongadas risas para diversión de todos los concurrentes.

Otro juego algo bruto era el de “las llamarás", éste, sólo para varones. Por "llamará" se entendía a un guantazo, en este caso dado en la palma de la mano.

En las trasnochadas se reunían los jóvenes varones para participar en dicho juego. Un participante se ponía de pie, y con una mano se cubría un ojo, la otra mano la pasaba por debajo del brazo contrario y la tendía con la palma hacia afuera y los dedos estirados en el lado del ojo tapado, junto al sobaco. El grupo de participantes en el juego quedaba detrás, y uno cualquiera le pegaba la "llamará" en la mano presentada; en el mismo instante se aproximaban todos al que había recibido el tortazo y con cierta exclamación de júbilo le interrogaban sobre quién le había pegado; si acertaba, el que había pegado la "llamará" se colocaba para recibir el próximo guantazo, pero si se equivocaba diciendo que había sido otro continuaba recibiendo "llamarás" hasta que acertara. El caso es que entre dar y recibir guantazos, terminaban con las manos bien calientes.

El juego de los bolos se continúa practicando en la actualidad, e incluso se le da más importancia que antes al organizar campeonatos y competiciones. Antes se jugaba de manera diferente, sin existir campeones, ni trofeos. Jugaban en todas las aldeas y con más frecuencia que ahora: casi todos los días de fiesta por las tardes, cuando no era tiempo de recolección. Se reunían los mozos y algunos casados, llevando una bota de vino a la bolera, de la que iban bebiendo durante el juego, y lo pagaban los perdedores. Algunas veces, en cortijadas donde no había tabernas para comprar el vino, jugaban a palo seco. Así pasaban las tardes y se divertían amistosamente, jugando sólo por el interés de alzarse con el honor de haberse vencido unos a otros, hasta con inocentes desafíos.




LOS ESFARFOLLOS

En los valles y cañadas dentro y en las laderas de la sierra, como había mucha agua para poder regar, entonces cuando las lluvias eran generosas y no se presentaban tantos años de extremada sequía como después hemos experimentado, se sembraba mucho maíz además de otros cultivos en las huertas, por ser el maíz (el "panizo") de gran interés para su aprovechamiento; tanto el grano, para harina y pienso, como el forraje de las matas para alimentar el ganado vacuno, del que no faltaba al menos una yunta con sus crías en todos los hogares labriegos. Y cuando en otoño se cogía las mazorcas o panochas, como en esta tierra se les llama, se hacían grandes montones en las casas de labranza, y se invitaba a muchachos y muchachas para quitarles las farfollas que cubren el grano, dejándoles una pequeña parte a cada panocha para enristrarlas.

Se reunía la juventud de ambos sexos, y para hacer más grata y divertida la faena se sentaban intercalados hombres y mujeres haciendo corro alrededor del montón. Había la simpática costumbre de que, cuando al desfarfollar una mazorca salía con los granos rojos, si era varón el que la encontraba, salía con su panocha en la mano y daba un medio abrazo, pero muy afectuoso y cálido, a cada una de las damas que hubiera en el corro. Los granos de maíz suelen ser de color blanco o rubio, pocas panochas salían rojas, y todos estaban deseando encontrar una para salir a abrazar a las chavalas, cosa que resultaba muy agradable. Algunos zagales, con sana picardía, cuando les salía la deseada mazorca roja, después del placentero abrazo, en vez de soltarla en la espuerta para retirarla, se la guardaban con disimulo, y enseguida fingían haber encontrado otra, y con la misma salían otra vez abrazando a las mozas, a las que también apetecía el cariñoso abrazo de los arrogantes mocitos.

Otras mazorcas, aún siendo blancas o rubias, tenían salpicados algunos granos de un color más oscuro; a estas se les llamaba "repiscosas", y el que encontraba una de estas panojas daba un acariciador pellizco en los muslos a cada una de las muchachas que tenía al lado; si la encontraba una mujer, igual pellizcaba a los hombres de los lados, por eso se sentaban intercalados varones y hembras.

Al terminar el esfarfollo se concluía la velada bailando amigablemente, aunque fuera sin música, porque no siempre se contaba con instrumentos ni quién los supiera tocar. Se bailaba al ritmo y compás de alguna tonadilla que canturreaban alegremente los de genio más vivaz, cooperando en esto del canto también las personas de más edad.




LAS “LUCHÁS”

Una cosa que se practicaba mucho entre niños y algunos jóvenes más mayores eran las luchadas, algo así como una pelea en broma, en que dos porfiaban o apostaban a ver quién derribaba al oponente; normalmente caían los dos al suelo abrazados, uno encima del otro, y el que caía arriba era el vencedor.

Los padres con hijos pequeños los estimulaban y engatusaban muchas veces para que se echaran la luchada cuando se juntaban con otros de la misma edad o aproximada., y el padre del victorioso se enorgullecía, y acaso gratificaba a su niño con alguna propinilla.

Un hombre de una aldea de Hornos de Segura prometió a su hijo en una ocasión llevarlo a la feria de La Puerta de Segura si derribaba en luchada a otro chavalillo dos o tres años mayor, pero menos diestro y valiente que el pequeño, y el chiquillo tomó tanto ánimo que, derrochando coraje, venció al otro luchador mayor, por lo que el satisfecho padre cumplió su promesa llevándolo a la feria.

No siempre vencía el más fuerte, sino el más diestro y el que mejor maña se daba para luchar, valiéndose de algún truco con picardía.

Algunos jóvenes adolescentes y adultos se jugaban o apostaban cosas de valor que el vencido debía pagar al vencedor. En los pueblecillos y aldeas luchaban casi todos los chavales unos contra otros, y en cada localidad había uno al que se consideraba el campeón. En una ocasión concertaron una luchada entre los campeones de una aldea de Hornos y otra localidad del término de Beas de Segura. Estos dos líderes eran hombres que habían rebasado hacía tiempo el límite o paso a la mayoría de edad. Eran agricultores y ya contaban con su patrimonio particular. Se jugaron una vaca en la luchada y perdió el que jugaba en campo propio. Al vencedor, que ganó el honor y la vaca, le fue bien compensado el viaje de unas diez horas de camino entre la ida y la vuelta.

También les gustaba a los serranosegureños hacer pelear a los animales; los más apropiados y dados a la pelea eran los perros, carneros, vacas y toros. Los dueños de estos animales peleadores, cuando se encontraban unos con otros y estaban presentes animales de la misma especie y condición, enseguida promovían la pelea y disfrutaban viéndolos pelear, sobre todo el dueño del animal vencedor se enorgullecía considerando un gran honor la victoria.

Los carneros son muy testarudos y ciegos para la pelea, y no salta fácilmente huyendo el que menos puede, dándose casos de matarse uno de los dos carneros luchadores a consecuencia de los fuertes topados que se pegaban.




CARNAVALES Y SERENATAS

Al llegar el Carnaval, desde el domingo que comienza hasta el miércoles de Ceniza, los jóvenes de ambos sexos se disfrazaban, muchas veces poniéndose los varones ropa de mujer, y ellas vestidas de hombre, y con las caras tapadas con una tela de gasa clarita para poder ver, salían de unas cortijada a otras formando comparsas y cantando o pronunciando chirigotas y representando actos cómicos muy divertidos y placenteros. Estas celebraciones se iniciaban normalmente por las tardes, concluyendo por las noches con los bailes descritos con anterioridad.

Cuando terminaban los bailes, y esto ya en cualquier época del año, ya de madrugada, los mozos que se sentían enamorados de una chica, o simplemente atraídos por ella, acostumbraban a salir en pequeños grupos, llevando guitarras, y les cantaban coplillas amorosas que llamaban "serenatas" delante de la ventana donde suponían que ellas tenía su dormitorio, acompañando a sus cantos y requiebros con las notas melódicas de sus instrumentos. Eran populares letrillas como estas que transcribo, y que ellos cantaban a la luz de la luna o de las estrellas.

"Gracias a Dios que he llegado
a tu puerta, bella aurora,
me parece que he tardado
en cada paso una hora."

"Aquí me pongo a cantar
a la sombra de la luna,
a ver si puedo alcanzar
de las dos hermanas, una.

La mayor ya tiene novio
y si no ya le vendrá,
la que quiero es la pequeña
si sus padres me la dan."

"Ya sé que estás acostada,
ya sé que dormida, no,
ya sé que estarás diciendo;
ese que canta es mi amor."

"Asómate a la ventana
y dale luz a la vega,
que digan los hortelanos:
ya tenemos luna llena."

Y muchas otras coplillas por el mismo estilo.

Si a la mozuela a la que cantaban le caía bien el pretendiente o rondador, a veces se levantaba y asomaba a la ventana placenteramente para corresponder y agradecer los madrugadores cantos que se le dirigían. Así pasaban la madrugada de una ventana a otra, cantando cada uno de los componentes del grupo a las mocitas elegidas.





ENAMORAMIENTOS

El amor ha nacido siempre de manera misteriosa, sintiendo tal sensación desde la adolescencia, igual que sucede ahora; lo que no era igual eran las ocasiones para manifestarlo y declararse un chico a una chica. ¡Qué diferentes eran las cosas en este sentido!
En el ambiente rural, y más cuando ambos jóvenes no residían en el mismo lugar, estas ocasiones eran muchas veces difíciles de alcanzar. La mocita que se sintiera enamorada de un mozo, o que simplemente le gustaba, no podía hacer otra cosa que manifestársele amable cuando se veían, pues el recato de que debían hacer gala las muchachas decentes para mantener su fama y honor les impedían provocarles, y mucho menos declarárseles, que moralmente les estaba prohibido. Siempre había de ser el varón quién tomara la iniciativa y declarase su amor a la mujer, y esto no era fácil en muchos casos; los mozuelos tropezaban con ciertas barreras difíciles de vencer.

Como la mayor parte de la población rural habitaba en pequeñas aldeas y cortijos dispersos, cuando un joven se enamoraba de una mocita que vivía en un cortijo solitario o pequeño núcleo distante de su residencia, lo tenía difícil para iniciar contactos verbales con ella, agravándose aún más cuando, como en mi propio caso, lo dominaba una extrema timidez y, sobre todo al principio, cuando se carece de experiencia.

Había que procurar que nadie se enterara antes que la chica de que el mozo la quería, porque si ella se enteraba por una tercera persona, y él no se le había manifestado nada con anterioridad, se veía muy mal, como una muestra de vergonzosa cobardía. Apenas podían alternar los jóvenes de distinto sexo y los jovencitos, cuando empezaban a sentir los excitantes impulsos del amor, y se sentían atraídos hacia una mozuela, se encontraban tan carentes de experiencia en el trato con chicas (como a mí también me ocurría), que no encontrábamos la manera de acercarnos y entablar conversación con ella, y cuanto más intenso era el enamoramiento, mayor el miedo y la vergüenza, hasta el punto de enmudecer la lengua dejando pasar las escasas ocasiones que se presentaran por falta de atrevimiento o por cortedad.

A veces nos decidíamos a escribirle una carta solicitándole una entrevista y declarándonos así, actitud que solía resultar ridícula. En tal caso ya no quedaba otra salida que presentarse en su casa una tarde de día de fiesta, y si a la mocita no le gustaba el pretendiente se iba a otro sitio o se quedaba en su habitación sin salir a dar la cara, y solo se podía hablar con la madre, que se encargaba de decir en breves palabras que su hija no quería novios o daba cualquier otra excusa para despedir pronto al tímido y avergonzado joven. En resumen, que como antes la gente se pasaba la juventud, y hasta la vida entera, en el lugar donde había nacido, se topaba con una infranqueable barrera para relacionarse con quienes residían en otros lugares. Pienso que sería ese el motivo por el que una inmensa mayoría de jóvenes se casaban con personas de su misma localidad y, a veces, de su familia, aunque no estuvieran muy enamorados. Las bodas entre primos eran de lo más normal y corriente, lo que se decía matrimonios de conveniencia, y eran para toda la vida.



LOS NOVIAZGOS

Cuando una pareja de jóvenes formalizaba sus relaciones amorosas manifestando la mocita su aceptación al pretendiente, lo que nunca haría en la primera entrevista ni quizá en la segunda después de declarársele el joven, aunque lo estuviese deseando. Como no existía la costumbre de salir ni sitio apropiado para verse, sobre todo en aldeas y cortijos, el muchacho se veía obligado a pedir a los padres de ella la conformidad y el permiso para entrar en su casa y hablar con su prometida, hablar íntimamente, que es lo que antes hacían las parejas de novios.

Si los padres daban su consentimiento, que era lo normal, entonces ya con el beneplácito de la familia, el flamante novio iba a ver a su amada periódicamente, con la frecuencia que le permitieran la distancia y sus ocupaciones. Si residían en la misma localidad, la visitaba casi todas las noches después de cenar, y si vivían en distintos lugares no alejados, lo normal era visitar el novio a la novia semanalmente, los domingos por la tarde y noche, quedándose generalmente a cenar en casa de la familia de la novia. En el caso poco frecuente de que los prometidos vivieran muy alejados, que se tardaran varias horas o una jornada en el camino, las visitas, forzosamente, habían de ser más espaciadas, hasta un mes o más entre viaje y viaje, aprovechando los principales días de fiesta. En estos casos, los hijos de labradores que disponían de buenas caballerías viajaban en cabalgadura bien enjaezada, y se estaba dos o tres días en casa de la novia, según el tiempo y los quehaceres. En verano había más faena en el campo y no podían permanecer tanto tiempo como en invierno.

El tiempo que una pareja de novios podía estar junta era bajo la perenne vigilancia de la madre de ella o de alguna hermana, si salían a dar un paseo o a la fuente a por un cántaro de agua.

No siempre eran conformes los padres con los noviazgos de los hijos. En aquellos pasados tiempos se contemplaba mucho la posición social, y más la económica de los que se comprometían para unir sus vidas. Los padres y demás familiares calculaban los bienes materiales de cada uno y exigían cierta igualdad entre las personas con quienes iban a emparentar, y si eran de condición más humilde no los aceptaban, aunque fueran buenas personas. Se daban casos de que una familia tenía sirvientes, una criada para el servicio doméstico, un mulero u otro trabajador a su servicio, y si un hijo o hija de los amos se enamoraba del sirviente, la familia lo rechazaba rotundamente, les parecía una bajeza y la primera determinación era despedir al mozo o moza sólo por ese motivo, oponiéndose enérgicamente a los sentimientos de los hijos.

Cuando era la familia del varón la que no aceptaba a la futura nuera, no eran tan graves los obstáculos; si el joven se negaba a complacer a los padres y vencía el amor, los progenitores no tenían más remedio que ceder y dejar que se casaran, aunque no los acompañaran ni celebrasen la boda.

Muy diferente era cuando no aceptaban al pretendiente de la hija y no le permitían la entrada en su casa. Entonces se les ponía dificilísimo a los jóvenes enamorados el mantener sus relaciones, y más si ella residía en un cortijo o aldea pequeñita; tenían que verse a escondidas en alguna escapada de la chica burlando la vigilancia paterna, o en casa de alguna vecina que admitiera la entrada a ambos enamorados, sirviendo ella de tapadera. En estas ocasiones un tanto aisladas podía ocurrir el caso excepcional de quedar embarazada la joven en algún encuentro clandestino para forzar a los padres a que diera el consentimiento para la boda, y entonces, hasta reclamaban la presencia del mozo para acelerar los trámites del casamiento con la máxima urgencia posible y evitar la mayor de las vergüenzas, que suponía para una familia el tener en casa a una madre soltera.





VIRGINIDAD FEMENINA

Siempre hubo excepciones, y quizás ahora también las haya en sentido contrario, es decir, que en los ya caducos tiempos que nos ocupan, las mujeres habían de llegar vírgenes al matrimonio; y no consistía la castidad sólo en las relaciones sexuales completas, lo que hoy mal se denomina hacer el amor, porque el amor nace y no se puede hacer.
A las mocitas las vigilaban las madres hasta la víspera de la boda y, por la educación que recibían, la mayoría no se dejaba siquiera besar ni acariciar; era como pisar un terreno vedado. Y es que la joven que por debilidad incurría en tocamientos íntimos con el novio, en el caso de que se rompiera la relación y no llegaran a casarse, si tal conducta se sabía porque los hubieran visto o si el novio insensato lo decía, ya tenía cierta dificultad para que le salieran otros pretendientes, pues muchos hombres indignos de tal común nombre, eran jactanciosos y alardeaban exagerando de haber hecho una u otra acción voluptuosa con su ex-novia; a veces presumiendo de muy macho, o por envidia y hacerle daño si ella lo había dejado o despedido, sin reparar en el daño que moralmente le inflingía, haciéndole perder méritos ante la opinión pública. Esto sólo por besos y tocamientos, sin haber llegado a realizar el acto sexual, que se consideraba rigurosamente vedado antes del matrimonio.
Las mocitas guardaban su virginidad como su tesoro más valioso, era su honor y su honra. En el caso excepcional de que una chica la “perdieran” siendo soltera por cualquier circunstancia, después arrepentida lloraba amargamente. Si a alguna le ocurría por desgracia se la consideraba una perdida. Lo decían con esa misma palabra: a esa muchacha la perdió su novio o tal o cual, lo que suponía haber perdido la honradez.
Hasta entrar y alternar en los bares se veía muy mal, como algo tremendamente pecaminoso para las damas, y no lo hacía ninguna que se preciara de ser mujer decente.




LAS BODAS

Normalmente las bodas se celebraban en el domicilio de las novias, donde se reunían todos los invitados el día de la boda por la mañana. Tanto para los novios y padrinos como para todos los del acompañamiento se preparaban caballerías, enjaezándolas lo mejor y más elegantemente posible, principalmente la destinada a que se montase la novia en el desplazamiento desde la aldea o cortijo residencia de ésta hasta el pueblo en cuya iglesia iba a tener lugar la celebración nupcial. En las bodas de familias con más posibilidades, se preparaba cabalgadura individual en primer lugar para la novia, colocando sobre la albarda unas jamugas, que era una silla de montar las damas, con palos torneados de madera en forma de tijera donde podían agarrarse para ir más seguras y evitar una posible caída.
Si no disponían de bastantes bestias para que pudieran ir los novios y padrinos cada uno sobre su animal, se elegían las más fuertes y de más confianza por su mansedumbre para las parejas que se organizaban. Cuando iban hacia la iglesia se montaba la novia con el padrino encabezando la comitiva, seguidos del novio con la madrina. Al regreso, ya desposados, viajaban los novios en la misma cabalgadura, previamente adornada, engalanada con todo el esmero posible, cubriendo el aparejo con una manta nueva de las que se tejían en los viejos telares serranos y encima se colocaba una colcha de ganchillo o bordada primorosamente a mano por las sabias mujeres serranas que sabían hacer trabajos artesanales con admirable exquisitez.
Según la distancia que separaba el lugar de los contrayentes de la iglesia, así habría que madrugar para regresar a buena hora para la comida del medio día. Las bodas duraban dos días, boda y tornaboda, que así se denominaba al día siguiente de la boda.
Si la vivienda de los padres de la novia no era suficientemente amplia para la entrañable fiesta, a veces se celebraba en la casa de un familiar o vecino, o entre ambas. Las comidas eran preparadas por alguna mujer experta en el arte culinario y servidas por jóvenes miembros de familias cercanas a los contrayentes.
Previamente se juntaban sillas, mesas y menaje de cocina para poder atender y acomodar a los invitados. Si se trataba de un cortijo solariego donde no hubiese vecindad, había que llevar el mobiliario y la vajilla que faltasen cargado en bestias desee otros cortijos o aldea cercanos.
El menú más normal era a base de carne de cabrito, cordero o pollo guisada magníficamente por la especialista cocinera. El desayuno del día de la tornaboda consistía en exquisito chocolate a la taza con buñuelos caseros y la sabrosa mistela hecha en las casas, la misma que todavía se sigue haciendo con aguardiente, café y azúcar. A este desayuno le llamaban el refresco, y concluía saboreando los no menos apetitosos bizcochos y roscos igualmente elaborados por las hacendosas manos de las abnegadas y hábiles mujeres campesinas.
Como es lógico, en las bodas no podía faltar el típico baile familiar, a excepción de que en alguna de las familias hubiera luto, cosa que entonces se guardaba con rigor. Lo que se hacía salvo situaciones de urgente necesidad era aplazar tales celebraciones hasta que pasara el período de luto más riguroso.

Para las bodas se procuraba que la música fuera la mejor posible; nunca una guitarra en solitario, sino acompañada de bandurria, violín o acordeón, estos últimos instrumentos, pocas veces se podía contar con ellos. El baile comenzaba al terminar la primera comida y continuaba hasta la cena, para la que se interrumpía volviendo a continuar durante toda la noche, porque, como es fácil pensar o entender, casi nunca podía haber alojamiento para todos los concurrentes. Para los más mayores sí que se procuraba buscar dónde pudieran descansar; en algunos casos se recurría hasta a los pajares, porque las viviendas rurales tenían sólo las habitaciones precisas para la familia, y cuando se juntaba más gente tendían colchones y cabeceras en el suelo mientras hubiera ropas y espacio.

Sobre la media noche se iban los recién casados a la habitación preparada con la cama que iban a estrenar. La madrina, que solía ser una mujer casada, acompañaba a la novia al dormitorio, donde la dejaba con el que ya era su marido en el nido que sería testigo de las primeras experiencias sexuales de la pareja.

Por la mañana del día siguiente continuaba la música sonando, y normalmente se echaba la serenata a los recién casados en la puerta de su habitación, para que se levantaran. El novio sería el primero en salir de su nuevo aposento y agradecía la música y cantos que les dirigían, ofreciendo a los presentes alguna botella de buena bebida. Después se tomaba el referido refresco, con lógico alborozo, y seguía la música desgranando sus melodías bailables, a cuyo compás danzaban todos alegremente.

Algunos jóvenes iniciaban en las bodas sus relaciones amorosas; no en vano se decía que de cada boda salían siete. No siempre sucedería, y nunca serían tantas, pero bastantes noviazgos sí que tenían su principio en una boda. Era una estupenda ocasión para los jóvenes enamorados, que solían aprovechar.

Pasado el mediodía de la tornaboda, se consumía la última comida y, tras despedirse unos de otros, "cada mochuelo a su olivo".

Los recien casados no disfrutaban de luna de miel, ni se iban de viaje a ningún sitio. Los primeros días se quedaban con la familia, y la primera salida que harían juntos era a la casa de los padres de él, que en muchos casos sería la primera vez que la joven esposa pasaba los umbrales de la casa de sus suegros. Antes no era normal que una novia, si no residía en la misma localidad que el novio visitara la casa de él antes de la boda.

No quiero dejar de hacer mención a que en los lugares más serranos del municipio de Santiago-Pontones, se añadía al menú del desayuno en la tornaboda gran cantidad de garbanzos tostados. Las familias más pudientes y con muchos invitados a sus bodas tostaban hasta una fanega de garbanzos, mucho más de los que se podían comer y, cuando ya estaban saciados, acostumbraban los jóvenes a tirarse garbanzos unos a otros, hasta terminar con los trajes y vestidos salpicados de lunaritos cenicientos, porque con ceniza tostaban los garbanzos, y a las mocitas con pelo rizado les quedaba la cabeza adornada con garbanzos entre sus rizos.




DOTES DE AJUAR

El ajuar con que dotaban los campesinos a sus hijos cuando iban a contraer matrimonio, era muy diferente y variado de unas personas a otras, dependiendo de la posición social de las familias de los contrayentes, y sobre todo, de sus posibilidades económicas. La gente medianamente acomodada, cuya economía les permitía hacer frente a los diversos gastos que acarreaba una boda, como eran los labradores con tierras propias, una yunta o dos de mulos o vacas, su rebaño o hatajillo de ovejas o punta de cabras, dotaban a sus hijas casaderas de lo más necesario en un hogar: menaje de casa consistente en media docena de sillas, una mesa, la artesa para amasar el pan, cedazo o zaranda y los precisos cacharros de cocina. También les daban los padres la cama que había de servir de nido a la nueva pareja, y las ropas imprescindibles para la misma: de media a una docena de sábanas, la mayoría de lienzo curado, una manta o dos y una colcha. Normalmente les daban dos colchones, uno de farfollas de las mazorcas de maíz, y el otro con lana de sus propias ovejas, que ponían sobre el de las farfollas. Las familias pobres que carecían de ganado ovino y de otros recursos, no podían dar tanto a sus hijas como ajuar, aunque tuvieran voluntad de darles lo máximo. Muchos jóvenes habrían de conformarse sólo con el colchón de farfollas y las sábanas imprescindibles para cambiar la cama.

Hasta los primeros años de este siglo XX que ya se nos va, las camas más usuales eran de madera en basto, sin cabezales, y como somier para sostener el colchón, les ponían un cruzado de cuerda de esparto, una soguilla delgada que los novios se encargaban de hacer antes de la boda.

Las novias, con antelación bordaban a mano la sábana fina que habían de estrenar la noche de bodas, y se confeccionaban algunas prendas de ropa interior: camisas (que en aquel tiempo usaban todas las mujeres), sujetadores y bragas de tela fina blanca o en colores claros, la más empleada, el opal, que los recoveros y en las tiendas vendían en bonitos colores.

A los varones les daban las madres como dote de ajuar tela de lienzo, dril o sarga fina, para que la joven esposa le hiciera varios camisones, que así se denominaban las camisas de hombre, y calzoncillos, dependiendo la cantidad de la situación económica de la familia. También los dotaban de una cabecera (jergón individual) para tender en el suelo, una almohada pequeña y una manta de lana del terruño, de las que se tejían en los telares de la comarca. Esta era la cama que se acostumbraba a poner a cualquier visitante.

Los labradores más pudientes solían dar a sus hijos, cuando se iban haciendo mayores, algún animal, generalmente reses menores hembras, las que iban criando y, cuando se casaban, ya reunían varias cabezas de la especie. En algún caso poco frecuente les daban una becerra para que, cuando se independizaran, formaran su yunta bovina.

Con el dinero que recogían en la boda, de los regalos de invitados, lo más normal era comprarse su bestia y aperos de labranza, o bien para ayuda de la adquisición de una humilde vivienda, porque, como dicen viejos refranes: "El que se casa, a su casa", o, "Quién se casa, casa quiere". Pero no siempre se podía tener lo que se quería; algunas parejas de recién casados se veían obligados a convivir en un principio con los padres de uno de ellos, sin poder disfrutar de independencia e intimidad.

Los labriegos pobres y jornaleros acostumbraban a dar a sus hijos varones al independizarse una azada, un hacha y una hoz, herramientas necesarias para trabajar en la agricultura, pues a pesar de que el precio del jornal era de auténtica miseria, habían de ir provistos de la herramienta que iban a utilizar cuando trabajaban con cualquier patrono.



LAS CENCERRADAS

Los viudos que volvían a contraer matrimonio o simplemente unirse en pareja, pasaban por un trance verdaderamente espinoso, pienso que les sería de horrible y odioso tormento.

La primera noche que pasaban juntos les daban una cencerrada brutal. A pesar de que procuraban unirse de la manera más secreta posible y sin celebrar boda, salvo en algún caso excepcional en que uno de los dos fuese soltero, y el otro también joven y sin hijos, y mantuvieran los dos viva la ilusión del lucimiento.

Por mucho que cuidaran de que nadie se enterara cuando se iban a casar, de una manera u otra, casi siempre se filtraba la noticia, unos se lo comunicaban a otros, y en poco tiempo se convocaba la cencerrada. a la que acudían todos los más brutos e insensatos de los alrededores, provistos de cencerros y otros cacharros ruidosos, y les armaban la sonada algarabía, acompañando a los bruscos sonidos de los objetos, las voces escandalosas del gentío, con groseras coplillas que improvisaban los asistentes más ingeniosos. Entre una cosa y otra, el estruendo era de tal magnitud que se oía a más de una legua en contorno, una descomunal salvajada.

Algunas parejas concertaban con el cura la fecha del sacramento para celebrarlo de noche, cuando todo el mundo estuviera recogido en sus casas, silenciando la noticia del acontecimiento. Algunos hasta reclamaban la protección de la Guardia Civil para evitar la odiosa cencerrada, pero a pesar de todo, rara era la pareja que se libraba del escandaloso espectáculo. Otros se juntaban en un principio sin casarse, para no dar publicidad, y tampoco se libraban, si no la primera noche, a la segunda les tocaban los cencerros, aunque ya con menos intensidad, porque por costumbre la cencerrada debía ser la primera noche que pasaran juntos.




LA NAVIDAD

En las aldeas y cortijos se celebraba la Navidad de manera muy entrañable y divertida. No se conocía el ahora popular árbol de Navidad que ahora preside muchos hogares españoles durante las fiestas navideñas, y casi nadie instalaba tampoco el tradicional belén. Puede decirse que la Navidad se celebraba con alegría en el alma por el nacimiento del Niño-Dios. Para manifestar esa alegría interior, en la Nochebuena se hacían las típicas zambombas con las pellejas a las que están adheridas las mantecas de los cerdos. Se ataba la pelleja por el centro a una especie de cañita delgada, que se denominaba "el carrizo", y dejando el carrizo hacia afuera, se colocaba la pelleja bien estirada sobre la boca de un recipiente, atándola por los bordes con una hebra de bramante. El sencillo instrumento se tocaba accionando el carrizo con la mano de arriba abajo. Emitía un sonido muy peculiar, un tanto ronco. Acompañando al son de la zambomba se cantaban villancicos populares y salían por las calles de una a otra casa, celebrando el divino acontecimiento y pidiendo el aguinaldo o "aguilando", como aquí se dice. El "aguilando" consistía en sabrosas tortas de manteca, higos secos y los ricos mantecados caseros, que fueron apareciendo de forma más general en las últimas décadas de la primera mitad del siglo. Todo regado con aguardiente y mistela, de la misma que se tomaba en bodas y matanzas.

Además de los alegres villancicos se cantaban coplillas graciosas que algunos, aunque fueran analfabetos, componían con admirable ingenio y buen sentido del humor. Sirvan de ejemplo las que vienen a continuación.

"El aguilando pedimos,
no lo pedimos por falta,
lo pedimos de alegría
porque estamos en la Pascua."

"Los higos y nueces,
todos los tomamos
pero las bellotas
son pa los marranos."

" Si piensan de darnos higos
no les quiten los pezones
que tenemos a Juanico
que se los come a serones."

"La zambomba pide pan,
el carrizo pide vino
y la mano que la toca
pide tajás de tocino."

"Que vayan y vengan
los vasitos llenos
hasta que digamos
bueno está lo bueno."

"Dame el aguilando
si me lo has de dar,
porque es Nochebuena
y hay mucho que andar.

Y muchas otras coplillas por el mismo estilo.

En cada grupo de cantores o aguilanderos iba una persona con una cesta grande para llevar los aguilandos que les daban las amas de casa. Le llamaban "el mochilero", al que dirigían la última coplilla en estos términos:

"Entra mochilero, entra
con la mochila en la mano,
hinca la rodilla en tierra,
que te den el aguilando."

Cuando habían recorrido todas las casas de la aldea, entraban en la casa que mejor les parecía, perteneciente a cualquiera de ellos, a terminar de celebrar el nacimiento de Dios, cantando con desbordante regocijo, y consumían lo que habían recogido en la cesta del mochilero.

Era admirable la sana alegría y candidez con que se celebraban las pascuas de Navidad, frías por la normal temperatura exterior, pero, ¡qué calientes en el corazón de los curtidos y sencillos moradores esparcidos por todos los rincones de la geografía de la incomparable y bella Sierra de Segura, de la que la principal belleza era la del alma de sus gentes!




LAS LUMINARIAS

Durante el tiempo de frío más riguroso, final de otoño e invierno, existía la bella costumbre (el recordarla me produce cierta nostalgia) de encender luminarias por las noches, la víspera de la festividad de algunos de los santos más significativos, de los que, actualmente, sólo a san Antón, se le sigue honrando con tal honor. El primer santo de la temporada al que se veneraba y se le distinguía con la tradicional fogata, era san Andrés, 30 de Noviembre, y el último, san Blas, 3 de Febrero.

Por las tardes, salíamos los niños y las jovencitas menos ocupadas, a buscar el romero, combustible con el que se hacían las luminarias. Cada uno cortaba o arrancaba las matas o ramitas con las que hacía un haz, más o menos grande, cada uno a medida de sus fuerzas. Lo cargaban a sus espaldas o bajo el brazo, llevándolo al sitio elegido para encender la hoguera.

Luego, después de cenar, se reunían en la calle o plazuela todos los vecinos, en el lugar donde se había dejado el romero, y le prendían fuego en honor al santo, al que se vitoreaba, contemplando las llamas, y se pasaba muy grata velada.

Esta era otra ocasión que se ofrecía a los jóvenes enamorados para acercarse a la chica que les atraía y dirigirle requiebros o tirarle los tejos, como suele decirse.

A la luminaria de san Andrés le seguían las de la Inmaculada y santa Lucía, 8 y 13 de Diciembre. A santa Lucía se la aclamaba, pidiéndole que nos conservara la vista, pues se consideraba la patrona y protectora de las enfermedades de los ojos.

En la fogata de san Antón, además del típico romero, se quemaba leña. Se hacía como un "castillete" de unos dos metros de altura, aproximadamente, con palos o rajitas cruzados dos a dos, atravesados unos a otros, que lo llamábamos así: el castillo de san Antón. Se introducían rajitas de tea, y se le prendía fuego por la parte alta, para que tardara más tiempo en quemarse y derrumbarse. Durante el tiempo que duraba la hoguera, se le proferían entusiastas vivas al santo para que guardase a los animales domésticos, como fiel protector de los mismos. Se comían los tradicionales tostones y "rosas" (palomitas de maíz), bañándolo todo con buen vino que los ganaderos regalaban, casi siempre cumpliendo promesas que habían hecho al santo. Se oía repetidas veces la voz jubilosa de "¡Viva san Antón!" y otros contestaban: "tostonero y borrachón".

Concluía el ciclo de las bellas luminarias con las de la Candelaria y la de san Blas, los días 2 y 3 de Febrero, ya antes apuntadas. A este último santo se le pedía que nos librase de las enfermedades de la garganta: anginas, faringitis o el temido cáncer, que, lógicamente, antes como ahora, era la que más horrorizaba de las enfermedades de las que nos protegía san Blas como nuestro más infalible abogado defensor y protector.



FIESTAS PATRONALES Y FERIAS

Las fiestas patronales se celebraban, antes como ahora, en todos los pueblos que contaban con iglesia parroquial, en honor al santo que se tenía por patrón. La diferencia entre aquel tiempo pasado y el presente es que entonces sólo se celebraban fiestas en los pueblos con municipio e iglesia, o al menos que tuvieran su parroquia, aunque carecieran de municipio; pero no en las aldeas dependientes de las parroquia de otro núcleo de población.

El personal residentes en cortijos y pequeñas aldeas, que constituía la mayoría de la población serrana, si querían ver la fiesta local del pueblo, habían de desplazarse andando, como para todos los viajes, y acudían el día del patrón a la función religiosa. Después, los jóvenes acudían alguna noche a la verbena. La verbena se hacía generalmente en una plaza pública, con banda de música de aire que contrataban de otros pueblo, porque en la mayoría de los pueblos serranos no la había.

Las vaquillas no podían faltar en la fiestas de los pueblos de esta comarca serrana. Llevaban las vacas que más embestían de los vecinos del término municipal, incluso de las yuntas que tenían para la labranza, aunque no fuesen bravas. Los chavales más atrevidos les daban cuatro carreras, de un lado a otro, en una plaza del pueblo hasta que se cansaban, y les daban suelta para que fuesen a sus lugares de origen a última hora de la tarde. Después, seguía la verbena hasta la madrugada, hora en que los que vivíamos en cortijos emprendíamos el regreso a casa, rendidos por el sueño y el cansancio, después de haber madrugado mucho para dar primero la jornada de trabajo, seguida del viaje hacia la fiesta, y volver dando tropezones por el camino, sin casi poder tenernos de pie. Sin apenas descansar nada, se iniciaba la nueva jornada de trabajo con la yunta, la azada o la hoz, porque las faenas no se hacían esperar, sobre todo en verano.



LAS FERIAS

Hasta pasada la primera mitad del siglo que ya nos deja, había gran cantidad de animales de todas las especies en todos los rincones de nuestra geografía rural. Cuando todavía no estaba construido el gigantesco pantano de El Tranco, era impresionante la cantidad de vacas de labor que cencerreaban en todos los cortijos, hoy cubiertos por las aguas del pantano. Para la compra y venta de los animales, principalmente vacas y bestias, y, en menos proporción, los cerdos, se llevaban a las ferias, que tenían lugar anualmente en días señalados en algunos pueblos de la zona.

La feria de La Puerta de Segura era la principal, la que reunía más vacas y bestias, no sólo de la comarca, sino de otros puntos de la provincia jiennense y de Ciudad Real y Albacete. Le seguía la feria de Siles, a la que también acudían muchos animales mayores. A la ferias de Beas de Segura, Pontones y Santiago de la Espada no llevaban tantas reses de vacuno, pero eran muy importantes por sus atractivos espectáculos.
A las ferias venían muchos tratantes de ganado de la zona del Levante, buscando los becerros por su apreciada carne, y los compraban a ojo, sin pesarlos, porque ellos eran más entendidos que los rústicos y sencillos labradores, y así los conseguían a mejor precio.
Al recinto ferial de La Puerta llegaban ininterrumpidamente los labriegos con su ganado vacuno desde la noche del 20 de Septiembre hasta el día 22 por la mañana, e iban cogiendo sitio donde permanecían esperando a los compradores para realizar sus ventas. De cada casa de los que llevaban ganado solía ir al menos dos o tres personas, para relevarse en la vigilancia y cuidado de los animales, y para tratar con el comprador que se presentara. Los más jóvenes aprovechaban las ferias para ver ciertos espectáculos que en el resto del año no tendrían ocasión de deleitarse con ellos. como el circo, teatro, cine, novilladas y charlotadas. Algunos mozalbetes, y otros ya adultos, también aprovechaban la ocasión que se les ofrecía para visitar casas de rameras, las que también se hacían presentes durante los días de feria.


LAS MATANZAS

Se oye un viejo refrán que dice que “A cada cerdo le llega su San Martín”, y otro aconsejando: “Para San Andrés, mata tu res, chica, grande, o como es”, o sea, que en noviembre llega el tiempo de las matanzas, que antes se hacían en todos los hogares del medio rural, a excepción de alguna familia muy pobre que no dispusiera del indispensable cerdo, ni medios para adquirirlo.

Se sacrificaban los cerdos cebados para tal fin, y en algunas casas se acompañaba un cabrito o cordero para aumentar los embutidos y que resultasen menos grasos que los elaborados con carne de cerdo solamente. Así tenían el arreglo de una parte importante de la alimentación campesina para todo el año.

Las matanzas, como ya indican los referidos refranes, se realizaban al empezar los fríos invernales, durante la segunda quincena de noviembre y por todo el mes de diciembre hasta Navidad, fecha en que deberían estar hechas para seguidamente comenzar la recolección de la aceituna.

Estas faenas carniceras duraban dos o tres días en cada domicilio, y daban trabajo permanentemente a las mujeres durante su temporada, ayudándose unas a otras, igual que los hombres, entre los familiares y vecinos más unidos. En este quehacer, las mujeres hacían la mayor parte del trabajo y el más laborioso, elaborando los distintos tipos de embutidos: morcillas de varias clases, chorizos, salchichones, etc. Así como la preparación de ingredientes y limpieza de todos los objetos empleados y de la casa después de concluida la faena.

Esta obligada tarea se convertía en una fiestecilla familiar, a la que se invitaba a todos los miembros de las familias, aunque algunos no trabajaran en ella, como los viejos y los niños. Señalaban las fechas con cierta antelación para que no coincidieran una con otra de los que habían de ayudar, hermanos, vecinos y parientes allegados.

Para la matanza lo primero que había que tener era el “marrano”. Lo normal era sacrificar varios animales, según el número de personas que compusieran la familia y sus posibilidades.

Con algunos días de antelación a la fecha señalada para la matanza se compraban los “avíos”, que así se les decía a los diversos ingredientes necesarios: sal, especias, tripas, hilo de algodón morcillero, etc., que las mujeres iban preparando para que el día previsto estuviera todo dispuesto.

El día elegido para el sacrificio de los cochinos se reunían los hombres a primera hora de la mañana para matarlos y pelarlos, remojando la tez con agua hirviendo o quemándoles la piel con fuego apropiado, que se hacía lo más normal con una variedad de aliagas bajas y de hojas o púas muy espesas, que se crían en los parajes altos de la sierra. En primer lugar se tomaba un desayuno de ricas tortas de manteca que hacían las mujeres y cocían en sus hornos, igual que el pan, más higos secos y mistela o aguardiente dulce. Sin perder tiempo, se iniciaba la faena.

El matarife casi nunca era un profesional; en todas las familias había algún hombre que sabía hacerlo más o menos bien, quien se encargaba de matar los animales y sacarles las vísceras, dejando las canales abiertas para que se escurrieran y enfriaran lo máximo posible; y a la mañana siguiente las troceaba separando cada pieza y las carnes para la salazón y embutidos.

La comida del segundo día de matanza era siempre el típico “ajo de pringue”, que hacían con hígado de cerdo y moya de pan, bien condimentado con especias, y se comía cogiendo pequeñas porciones con sopas de corteza de pan pinchadas con cuchillos y tenedores, todos en la misma sartén en la que se había hecho, colocada sobre un posete de pleita al que se llamaba “sartenero”, o en las mismas trébedes donde se había cocido, y sosteniendo el mango con un aparato de madera al que se llamaba “mozo de sartén”, que consistía en una tablita con varios agujeros cogida en vertical sobre una plataforma triangular, que servía de base para darle estabilidad. El mango de la sartén se pasaba por el agujero que mejor coincidiese con la altura. y todos sentados haciendo corro alrededor del común recipiente daban buena cuenta del sabroso ajo de pringue con carne fresca de los cerdos y un buen porrón de vino dando vueltas sin cesar de uno a otro comensal. Para la cena de ese segundo día se ponía “olla de matanza”, un cocido de garbanzos con carne, tocino y morcilla fresca, y era esa noche cuando más se manifestaba lo que, el para mí triste acontecimiento de la matanza, tenía de fiesta familiar. reuniéndose todos los familiares y celebrando el caso alegremente, hacían votos para seguir con salud hasta el año siguiente, para volver a reunirse todos con la misma alegría.

En muchos casos también estaban presentes las supersticiones; alguien se creía que si en una comida se juntaban trece en el corro, uno de ellos moriría antes de un año, por lo que se contaban y, si eran trece los comensales, había quien se retiraba del corro o la mesa para que no ocurriera tal desgracia.




FAENAS AGRÍCOLAS DE PRIMAVERA Y VERANO

Hasta aquí, en esta primera parte de historia sobre la vida y costumbres en el mundo rural de antaño en la Sierra de Segura, hemos tratado de la parte que podríamos denominar más grata, como es el tiempo de la juventud; los juegos juveniles, los noviazgos, las bodas y las fiestas. Pero como todo en la vida tiene su cara y su cruz, como las monedas, aquí también hay otra cara más oscura, que considero interesante contemplar. Por ejemplo, los duros trabajos a que había que enfrentarse desde la niñez, los medios de subsistencia, siempre inciertos y difíciles de conseguir en las clases más humildes, que eran la mayoría de la población, y, por último, el triste final de vida que esperaba a los ancianos sin recursos económicos.

Comenzaremos con un sencillo comentario sobre las faenas agrícolas de primavera.

Al cesar o ir amainando las tempestades y fríos invernales, los agricultores se dedicaban activamente a labrar y preparar las tierras para los próximos cultivos en las huertas y en los campos destinados a sembrar cereales y leguminosas, a podar, labrar y cavar los olivos, y a excavar y limpiar de malas hierbas los sembrados de habas, guijas, yeros, trigo, cebada y demás cereales.

Los labradores más fuertes buscaban jornaleros para estas faenas, hombres o mujeres según el trabajo que iban a realizar.

Para escardar los cereales eran siempre mujeres las que lo hacían, y cuando estaban en el campo, si había varias y no había con ellas ningún hombre mayor, perdían el recato y el comedimiento de que solían hacer gala en otras ocasiones, y con grandes dosis de humor, si estaban trabajando en las proximidades de un camino y pasaba algún mozuelo, aunque no fuese conocido, se divertían dirigiéndole piropos jocosos y burlescos, muchas veces bastante groseros, y lo provocaban con frases excitantes y hasta con atrevidos desafíos. A alguno que les contestaba con arrogancia haciéndose el valiente o como muy hombre, llegaban a veces hasta a cogerlo entre varias de las más fuertes y lanzadas, unas de los brazos y otras de las piernas, lo derribaban boca arriba y le daban lo que llamaban “los marculillos”, que consistían en elevarlo repetidamente dejándolo caer al suelo una y otra vez teniéndolo bien sujeto por las extremidades, y al que más se engallaba llegaban hasta a desabrocharle el pantalón y echarle agua o tierra en los genitales. No todas se atrevían a tanto, pero algunas sí que lo hacían y era de temer pasar por donde hubiera un grupo de aquellas mujeres jornaleras en el campo; en todo caso convenía hacerse el sordo y no hacerles caso en sus desafiantes frases.

Con la entrada del verano llegaba la siega de los distintos cereales que se cultivaban, y si todas las faenas del campo son duras y exigían sacrificio, en la siega había que redoblar los esfuerzos, igual que para arrancar los garbanzos y otras plantas de legumbres. Eran las tareas más rabiosas que había en aquellos tiempos, tanto por las elevadas temperaturas que había que soportar como por la cantidad de horas que en esa época se trabajaban sin descanso.

En las recolecciones trabajaban todos: mujeres, hombres y niños. Los niños no darían jornales, pero como casi todos los campesinos tenían algo que recolectar en tierras propias o arrendadas, los aplicaban en sus propias faenas.

Todos sabemos que en verano los días tienen 15 o 16 horas de luz solar, pues además de trabajar desde el amanecer, faltaba tiempo para realizar los quehaceres que se acumulaban y se aprovechaban las noches de luna para coger garbanzos, además, así no se pasaba tanto calor.

Además de la recolección, incluidos acarreos y trilla, había que atender el cultivo de las hortalizas, y en los regadíos, segados los cereales, se quitaban las mieses a toda prisa para regar la tierra y sembrar seguidamente maíz y habichuelas, y así poder obtener una segunda cosecha en la misma tierra. Por lo que, entre unas cosas y otras, había tanto que hacer con urgencia, que no quedaba tiempo ni para rascarse. El poco tiempo que se podía dormir, los varones lo hacíamos en el campo, al cuidado de las bestias, que no se encerraban para que se alimentaran del pasto en los rastrojos y eriales.

ASÍ ERA UNA JORNADA DE SIEGA

Como en todos los trabajos agrícolas durante el verano, en la siega se comenzaba a trabajar al amanecer o muy pocos instantes después. Los segadores, armados con la única herramienta que era posible para tal faena, la hoz, se protegían del continuo roce de las mieses con una especie de delantal de lona fuerte o piel de cabra, abierto o dividido en dos partes de la mitad para abajo, para poder ajustarlo a los muslos y piernas. A esta prenda se le llamaba “zamarro” o “zamarrón”. También se protegían los dedos de la mano izquierda (la derecha si era zurdo el segador) con dediles de cuero para no cortarse con la hoz y evitar pinchazos de cardos y otros yerbajos que tienen agudas espinas. Los antebrazos se los protegían con unos manguitos, también de lona o cuero.

Dispuestos con la ya descrita indumentaria, iniciaban la jornada, madrugando siempre más que el sol. Cuando llevaban un par de horas de trabajo les llevaban al tajo el almuerzo, que era una gachamiga o migas de pan con ajos asados y una tajada de tocino. Se llevaban un cántaro de agua fresca, que guardaban a la sombra de los haces de mies para que no se calentara demasiado. Próximo al medio día se hacían un gazpacho de segadores a base de agua, vinagre, sal y trocitos de pan y cebolla. Después de tomar el peculiar gazpacho descansaban un rato a la sombra de algún árbol, si lo había cerca, y enseguida, a esa hora sobre el medio día cuando las temperaturas a veces rozan los cuarenta grados a la sombra, ignorando cuántos alcanzarían al sol, reemprendían la tarea abrazando a las mieses secas como llamas de fuego, y trabajaban hasta las tres y media o cuatro de la tarde, hora en que igualmente les llevaban al tajo la segunda comida para que no perdiesen tiempo. Esta era siempre un cocido de garbanzos con su correspondiente morcilla y tocino. Algún día podría sustituirse por un potaje de habichuelas.

La mesa era el suelo, el rastrojo servía de mantel, sentándose unos en haces y otros en el suelo, devoraban el repetido manjar. Rara vez o nunca estaría presente el vino en las comidas, y menos la cerveza, que en aquellos tiempos no se conocía en esta zona serrana. El vino se consideraba demasiado lujo para los trabajadores. Poco antes del anochecer se daba por concluida la jornada. Si el tajo estaba cerca de los domicilios se iban los segadores a casa del dueño a cenar, pero cuando estaban algo lejos, también la cena se la llevaban al tajo, donde se quedarían a dormir sobre las gavillas, contemplando las estrellas hasta que se quedaban dormidos. Así pasaban la noche lamentando la llegada del nuevo día, porque en cuanto se veía no había más remedio que enfrentarse con otra abrasadora jornada.

La trilla seguía así:

Finalizada la siega ardiente
sigue rabiosa la seca trilla.
Chirrían las mieses, el trillo chilla,
las mulas trotan pausadamente,

¡Ay cuánta vuelta queda pendiente!
viajes redondos, de pie o con silla.
Resuena el eco de una coplilla,
restalla el látigo constantemente.

Chafan la parva, lo alto se cala,
la parte baja no se ha tocado;
hay que volverla con horca y pala,
y para postre el amontonado.

En este punto todo se exhala;
sudor a chorros se ha desbordado.


En los parajes de más altitud y más fríos de la sierra, términos de Santiago y Pontones (ahora un sólo municipio), es más tardía la maduración de los cereales y la siega se comienza más tarde que en los valles, por lo que cuentan con menos tiempo para la recolección, puesto que el otoño allí se les anticipa. Hay sitios donde les llega la sementera antes de acabar de recoger el grano de las eras, por lo que estaban obligados a acelerar al máximo la siega y la trilla. Reunían los pares de mulos de los vecinos para trillar en una era una parva cada día, aventaban de noche, retirando rápidamente paja y grano para dejar despejada la era y tender otra parva al día siguiente, que sería de otro vecino, ya que las eras generalmente eran propiedad de varios familiares y no podían dejarlas paradas ni un día hasta que estaba recogida la última parva.

Era digna de admiración la armonía y unión existentes entre vecinos y agricultores para ayudarse mutuamente unos a otros en sus agobiantes faenas.




TREGUA Y SEMENTERA

Ya concluida la recolección de los cereales, había un corto espacio de tiempo en el mes de septiembre, no de descanso, pero sí de menos agobio, hasta que llegaban las primeras lluvias otoñales para iniciar la sementera o “simienza”, como aquí se dice. Este breve período de más o menos días era el más tranquilo, el trabajo no era tan apremiante. Una tregua entre dos urgentes faenas. Se aprovechaba para juntar leña que se extraía de los bosques más cercanos, transportándola a lomos de las bestias. Para llegar al paraje donde se pudiera encontrar leña seca de pinos secos caídos durante el invierno, o ramaje de los que se habían cortado para obtener madera había que andar varias horas y dar un solo viaje en el día, subiendo y bajando por empinadas laderas cubiertas de bosque y matorral.

La leña era el único combustible de que se disponía para calentar los hogares durante los helados inviernos, cocinar todo el año y para cocer los productos de las huertas con los que se alimentaban y engordaban los cerdos y aves de corral.

En este tiempo se limpiaban los campos de barbecho de los matojos que hubieran arrojado durante el verano, y se quitaban los tallos inútiles que arrojan los olivos, asimismo se limpiaban las acequias para facilitar la buena circulación de las aguas durante el invierno, evitando así inundaciones en las huertas.

En resumen, que el agricultor jamás podía disfrutar de mínimas vacaciones ni de descanso, para él no había días festivos.

Al caer las primeras lluvias en otoño llegaban otra vez las prisas; se dejaban las ocupaciones no urgentes para dedicarse sin pérdida de tiempo a realizar la sementera de los cereales, que debía hacerse lo más temprano posible para tener más posibilidades de que fuera buena la cosecha, porque lo que se siembra tarde, pocas veces prospera desarrollándose bien las plantas y dando cosecha abundante. Existía un dicho o refrán en boca de los ancianos con experiencia que decía: “Si lo tardío te rinde, no se lo digas a tus hijos”. Y como ya en Octubre y Noviembre acortan mucho los días, era preciso madrugar mucho para dar de comer a las yuntas y salir al amanecer a comenzar la jornada y, con muy poco tiempo de descanso al medio día, estaban los yunteros sembrando hasta el anochecer.


Soneto al sufrido labrador

Labriego que tras yunta compañera
soportas las heladas congelantes
y luego, los calores axfisiantes
bregando con las mieses en la era.

Asida con tu mano la mancera
vas y vienes. ¡Eterno caminante!
Soñando sin dormir en todo instante
con la buena cosecha, si prospera.

Tu misión es compleja y exigente,
te sometes a un esfuerzo permanente
y casi nunca bien recompensado.

En tu vida no hay tiempo para vicios.
Sí aguantas rigurosos sacrificios
y recibes el ser menospreciado.


A pesar de la dureza de las tareas, los trabajadores se mostraban felices y alegres, alegría que se manifestaba con cantares apropiados a cada faena, cantaban los segadores y los labradores. Las yuntas iban más tranquilas al son de las coplillas.




APARCERÍAS Y MEDIANEROS

Todo labriego necesitaba al menos una yunta para la labranza de sus tierras, fueran propias o arrendadas. Algunos que tenían esa necesidad y no contaban con hijos mayorcitos que les pudieran ayudar en las faenas, adquirían una sola bestia; un mulo era lo más normal, que les servía para labrar y cargar, se ponían de acuerdo dos vecinos que estuvieran en el mismo caso y formaban lo que se conocía como una “aparcería”. Cada uno ponía su bestia y formaban la yunta entre ambos; y bien fuese por días o por semanas, los dos se servían de la yunta y labraban sus tierras. Así, el que quedaba libre disponía de tiempo para realizar otros trabajos que no precisaban el servicio de los domésticos animales.

Otros agricultores pobres que carecían de medios económicos para adquirir la yunta y sí la necesitan para el cultivo de tierras, la mayoría arrendadas, tomaban vacas de otros que las tenían como negocio; no en vano se decía que las vacas eran el recurso de los pobres, porque además de serles útiles para las labores, criaban sus becerros, que les valían un dinero muy necesario.

El dueño de las vacas se las entregaba al pequeño labrador por la mitad de las crías o la ganancia. En el primer caso, el tomador hacía sus labores con ellas, y los becerros que criaban los vendían y partían el importe, la mitad para cada uno. En el segundo caso, el de la ganancia, el dueño compraba las vacas o, si ya las tenía, las apreciaban, y al año siguiente las vendían o volvían a valorarlas, y lo que hubieran aumentado de valor se repartía para ambas partes al cincuenta por ciento. Así, si un año no criaban, pero valían más por estar bien cuidadas, el labriego tomador también percibía beneficios en dinero, además de labrar sus tierras.

Otros dueños de vacas de labor se mostraban más duros y exigentes o despiadados con los que tomaban sus reses bovinas. No las querían dar de ninguna de las maneras descritas, sino a ganancias y pérdidas, consistiendo la diferencia en que si, al año de tenerlas pedían valor en el precio o alguna res se moría o encojaba, el tomador debía pagar al dueño la mitad de las pérdidas que se ocasionaran por cualquier circunstancia, tanto si era por una desgracia que sufrieran o una enfermedad que pudieran coger los animales.

Había muchos agricultores que no tenían tierras propias o, si las tenían eran pocas e insuficientes, y arrendaban fincas o cortijos para cultivar las tierras por su cuenta; a estos colonos se les llamaba medianeros o medieros. Entre estos trabajadores pocos pagaban la renta en metálico; lo más corriente era que el dueño les cobrara la mitad o un tercio de la cosecha obtenida. Si se trataba de olivar, el dueño se llevaba la mitad de la aceituna, y si eran tierras de cereales, al tener que poner la simiente el medianero, éste le entregaba al amo un tercio de la cosecha en los secanos y tierras menos productivas, mientras que en las tierras buenas o en regadío también se partía por la mitad, a medias que se decía. Si bien en este último caso, el dueño contribuía con la mitad de las simientes de valor, como los cereales, garbanzos, leguminosas y patatas.




AMOS Y MOZOS

En la forma de hablar en esta comarca serrana, para referirse a los patronos y a sus trabajadores o sirvientes nunca se decía “dueño, jefe o patrón”, sino “el amo”; y hablando de los trabajadores se les denominaba “mozos” y “mozas” a los sirvientes fijos como gañanes, pastores y a los criados para el servicio del hogar. A los trabajadores eventuales se les llamaba jornaleros o jornaleras.

Había amos de varias maneras o categoría social; algunos, muy pocos, eran terratenientes que vivían de sus rentas o ejercían una carrera; otros regentaban comercios de cierta importancia. Con estos, los mozos y criados que tenían a su servicio acostumbraban a emplear el término “señorito” o “señora”.

Cuando el señorito salía de viaje lo hacía en un caballo y llevaba con él a un sirviente denominado “paje”. Este paje se encargaba de cuidar el caballo, ensillarlo o aparejarlo y, durante el camino, iba unos diez metros delante a pie, el amo en su cabalgadura y el mozo andando o corriendo si al caballero le apetecía ir al trote.

La mayoría de los patronos eran gente trabajadora, con más faena de la que podían atender en sus cultivos y que necesitaban a sus mozos y jornaleros para las recolecciones y demás faenas de temporada.

Existían otros patrones pobres, que casi todo lo que cultivaban era en tierras arrendadas, bien a renta fija o parte de la cosecha, hasta la mitad, que también buscaban sus mozos o mozas, generalmente chavales jóvenes a los que pagaban menos que a los mayores con familia a su cargo, y que también les hacían un buen servicio. A estos mocillos, como no tenían a nadie a su cargo, siempre les daban de comer en la casa donde servían y la soldada era insignificante; por eso sus amos, aunque algunos casi tan pobres como ellos, podían permitirse la comodidad o el lujo de tenerlos.

Algunos patronos preferían dar de comer a sus mozos y jornaleros en sus casas, porque si no lo hacían, como en las casas de los obreros no tenían lo suficiente para comer bien ni regular, iban muy mal alimentados y no podían rendir mucho en el trabajo. Por la manutención les descontaban hasta la mitad del precio del jornal, más de lo que a ellos les costaba el menú que les ponían.

Algunos obreros agrícolas muy trabajadores, con inquietudes y hartos de trabajar para otros, se lanzaban a trabajar por su cuenta, arrendando un cortijo o finca algo grande, lo que no resultaba fácil para quién no contaba con reservas económicas, ya que precisaban tener animales para la yunta, aperos de labranza y recursos para su alimentación desde que empezaban a labrar y a preparar las tierras en primavera, sembrar en otoño y, luego, recoger la cosecha ya en el verano siguiente. el que lo hacía había de soportar duros y largos sacrificios, pero algunos abnegados trabajadores se enfrentaban a tales penurias y había quién comenzaba por arrendar una buena finca y terminaba comprándola, todo a base de trabajo y economía.




GANADEROS Y PASTORES

En los términos de Santiago de la Espada y Pontones (hoy fusionados), que es donde se encuentra lo más escabros y abrupto de la sierra, la mayor parte del terreno se dedicaba a pastos para el ganado lanar, por lo que las ovejas eran la principal fuente de ingresos de aquellos vecinos, la inmensa mayoría residentes en cortijadas y cortijos solitarios. Y durante la primavera y verano, el atender y cuidar sus ganados lo llevaban bastante bien, aunque tirados en el campo, ya que no había vehículos ni carriles. Lo grave y penoso les llegaba en otoño e invierno. Entonces habían de trasladar el ganado a Sierra Morena huyendo del frío y de la nieve que pronto cubriría los campos con más intensidad de lo que lo hace ahora.. Y no con camiones, como los transportan en la actualidad, sino a pie; los pastores con los rebaños por las vías pecuarias durante varios días de camino hasta alcanzar las dehesas en los términos de Santisteban del Puerto, Navas de San Juan y Vilches, y hasta en el municipio de La Carolina, donde los sufridos pastores pasaban el invierno al cuidado del ganado, a veces sin más albergue que el capote y una manta, pernoctando en una choza que construyeran con ramaje de árboles.

Otros de la familia o sirvientes se iban por caminos paralelos con bestias cargadas con productos alimenticios (hatería de los pastores), y allí se ocupaban dando obradas en las cercanías de las dehesas, en labranza o acarreos; y cuando lo necesitaban, acudían con sus caballerías a llevar ramón de encina y de los olivares más próximos para el ganado.

Soneto al pastor

El pastor solitario, permanece
vigilando al pacífico rebaño,
las semanas, los meses, todo el año.
Con la lluvia y el sol se fortalece.

Custodiar sus ovejas le ennoblece,
procurando que no reciban daño.
Su albergue es un gabán de basto paño.
Afecto y gratitud, bien se merece.

Como árbol deshojado por el viento
en las turbias semanas invernales,
cuidando su ganado, al que está atento,

recibe los trallazos a raudales,
que teniendo por techo el Firmamento
le propinan los furiosos vendavales.





RECOLECCIÓN DE ACEITUNA

La recolección de la aceituna se iniciaba en la segunda mitad de diciembre, igual que ahora. Al pasar la Navidad, ya todo el mundo se ocupaba en dicha faena.

La mayoría de los niños, entre los que yo me encontraba, después de las vacaciones escolares de Navidad, no nos incorporábamos a la escuela hasta haber terminado la recogida de los últimos frutos que nos ofrece el terruño. Nos ocupaban para recoger las aceitunas que saltaban al suelo, que por las mañanas encontrábamos cubierta de escarcha, quedándosenos en un instante las manos ateridas. Muchas veces se nos estimulaba a los más pequeñitos para que no nos cansáramos, prometiendo dar una perra gorda o un real por cada esportilla que llenáramos del negro fruto del olivo, dependiendo del tamaño de la espuerta y de la generosidad del padre o dueño del olivar. Promesa que en muchos casos no se cumplía.

Cuando llegaba la noche de los Reyes Magos, al niño que se portaba bien y recogía mucha aceituna, le dejaban alguna moneda de calderilla en las abarcas que, para recibir el regalo de los Magos, había puesto en el poyato de la ventana de la habitación donde dormía.

Si el olivar estaba alejado del domicilio, había que madrugar y salir antes que el sol para empezar la jornada a la hora de costumbre. A la salida de los pueblos se formaba como una ristra de bestias con los aceituneros por las sendas que conducían a los tajos.

Según contaban los ancianos, hasta hace unos cien años vareaban los olivos sin ponerles mantones, cayendo al suelo todo el fruto, que recogían las mujeres y los niños. Más tarde empezaron a usar pequeños mantones de lienzo, y para limpiar la aceituna de hojas y tallos, se lanzaba por el aire a manotadas o con un plato de metal ligero, para que cayese sobre un mantón que se colocaba adecuadamente, procurando siempre tirarla contra el viento, que hacía retroceder a las hojas , llegando la aceituna limpia. Algo parecido a cómo se aventa el trigo. Así se estuvo limpiando hasta que aparecieron las cribas que hemos usado hasta tiempo muy reciente.

La aceituna se envasaba en capachos, que eran como unos sacos de pleita con su tapadera, y se transportaban en bestias a los molinos, rudimentarias almazaras que desarrollaban muy poco, pero de las que había bastantes más que ahora, la mayoría sin motores. Un caballo o mulo tiraba del rulo molturador a relevo con otro, y la masa se prensaba mediante distintos sistemas, usando la fuerza de los hombres para la extracción del aceite virgen, que se obtenía de excelente calidad. En un molino de sangre de aquellos se podían obtener 30 ó 40 arrobas de aceite al día, unos 400 kilos aproximadamente. Algunas almazaras las instalaban cerca de una corriente de agua, y molían con la fuerza del agua mediante turbinas, parecido al sistema de los molinos harineros. Las almazaras contaban con un patio dotado de bandas de trojes numeradas, y cada cosechero cogía la suya, donde iba depositando su aceituna a medida que la iba cogiendo y acarreando. Los dueños del molino le molían a cada cliente la cosecha por separado, mediante el cobro de una maquila, el 10% del aceite obtenido. Iban contando las medidas que sacaban del pozuelo con una medida de media arroba, le entregaban nueve al cliente cosechero, y la que hacía 10 se la quedaban como precio y pago del servicio de molturación que le hacían.

El orujo o “jipia” se lo entregaban al cliente sin maquilar, sí quemaban el que necesitaban para calefacción y para calentar el agua que precisaban para la extracción del aceite. Bien maquilado resultaba. Como se prensaba muy poco, el orujo salía con mucha grasa y los campesinos lo utilizaban como alimento de los cerdos.

Así era un día de aceituna

.Con el mercurio termométrico en torno a los cero grados, en los amaneceres de enero, salían los aceituneros pisando el alfombrado de escarcha con que nos obsequian las mañanas invernales, para dar comienzo a la jornada aceitunera. Los hombres conduciendo las bestias con la jerga (mantones, capachos, espuertas, etc.), en las que además montaban las mujeres que podían andar menos. Ellas vestían con faldas de tela gruesa y largas para protegerse del frío y cubrirse las nalgas que, al agacharse, si no se cubrían bien, serían objeto de miradas indiscretas de los vareadores.

Llegados al olivar se encendía una buena hoguera, cuyos chorros de humo esparcidos por la geografía olivarera eran la prueba inequívoca de los parajes donde hacían acto de presencia los abnegados y sufridos aceituneros. Densas nieblas hacían permanecer a las barbudas escarchas hasta cerca del medio día, hasta que el sol, en un principio como acobardado, lograba despejar las brumas, haciendo su retrasada aparición, besando con sus rayos a las mozuelas que lo esperaban con vehemencia, provocando envidias y celos en los mozos, a los que estaba vedado el besar a las chicas como lo hacía el majestuoso astro-rey, conformándose con dirigirles piropos y alegres requiebros para hacer más grata y llevadera la tarea.

Al llegar la deseada hora de la comida, con qué avidez se saludaba a las alforjas y se devoraban los mendrugos de pan con tajadas y diversos embutidos de cerdo exquisitamente elaborados en las matanzas familiares. Se lamentaba la ausencia del vino, que, casi siempre informal, faltaba a la cita gastronómica.

Muy rápido pasaba el tiempo dedicado a la comida del medio día o merienda. Enseguida sonaba la voz del dueño o encargado dando la orden de reanudar la tarea; y perezosamente por la galbana que producía la templanza del día y el sabroso yantar, se continuaba el trabajo hasta poco antes del anochecer. Los hombres aventaban o cribaban la aceituna cogida, la cargaban en las bestias que, conducidas por el arriero, la transportaban a la almazara más próxima, donde se llegaba casi siempre de noche. El resto del personal regresaba a pie a sus domicilios; los jóvenes de ambos sexos en animada charla, concretando el sitio donde pasar una trasnochada lo más gratamente posible.




TAREAS DE LAS MUJERES CAMPESINAS

La mujer campesina fue siempre el alma del hogar, la administradora de la economía, la que ayudaba a su marido en las faenas más importantes, sobre todo en las recolecciones. En la siega, salvo ciertas excepciones, no cogería la hoz, pero como en dicha tarea había la costumbre de dar de comer a los segadores jornaleros, la mujer era la encargada, no sólo de cocinar, sino de llevarles la comida al tajo a los trabajadores si no estaban excesivamente lejos del hogar; en tal caso iría el marido o enviaría a alguno de los más jóvenes a buscarla.

En la trilla no arreaba la yunta normalmente, sí quizá subía un rato en el trillo para que descansara el marido cuando estaba solo. Y cuando la parva estaba trillada, allí acudía la mujer con su escobón, barriendo el grano detrás de los hombres que amontonaban la mies machacada, y cuando el hombre aventaba el grano, ella quitaba las granzas con una balea.

En la tierra también ayudaba a sembrar y cuidar las hortalizas, a excavar y coger los garbanzos, yeros y maíz. Principalmente en los términos de Santiago y Pontones, cuando los hombres estaban muy ocupados en tiempo de estío con la siega, la trilla y el ganado, ellas, las mujeres exclusivamente eran las encargadas de regar y excavar todo cuanto sembraban en las huertas.

Las faenas interiores del hogar corrían enteramente a cargo de las abnegadas mujeres, y si retrocedemos cien años atrás, ellas hilaban y tejían mantas y paños bastos y otras telas en sus rudimentarios telares (mis abuelas los tenían). Confeccionaban las ropas para la familia, lavaban, remendaban y planchaban. Para lavar, lo hacían en acequias y arroyos, o junto a los manantiales, en los lugares en que se formaban charcas, colocando losas de piedra, y lavaban hincadas de rodillas junto a la losa. Para planchar usaban dos planchas o tres de hierro macizo, que calentaban en la lumbre; mientras planchaban con una, se calentaba la otra, para no perder tiempo.

También se ocupaban las mujeres de preparar la comida y llevarles agua a los animales de corral, como los cerdos, gallinas y pavos, teniendo que ir por el agua a la fuente o arroyos.

Hasta tiempos no lejanos, a las mujeres se las educaba y enseñaba para ser amas de casa, sin preocuparse de darles otros conocimientos. Así como a los varones sólo nos iniciaban y acostumbraban a realizar los trabajos del campo, y nada en el hogar.

Soneto-resumen

Con todo agricultor o ganadero
siempre hubo de cooperar una señora.
Madrugando delante de la aurora,
prepara desayunos, lo primero,

barre, friega y arrima su puchero
y acude a su pequeño porque llora,
reclamando su pecho, porque es hora
de tomar su alimento tempranero.

Atiende a su familia con amor
y ayuda a su marido en la faena,
si es que es este un activo labrador.

Su quehacer permanente le rellena
todo el tiempo, vertiendo su sudor.
Soportar sacrificios no le apena.




MEDIOS DE SUBSISTENCIA CAMPESINA

Los pobres que carecían de tierras para sembrar ni contaban con los medios mínimos para poder arrendar y cultivar fincas rústicas, dependía económicamente sólo del jornal cuando los patronos les avisaban para darlo, que no era continuo sino en las temporadas de recolecciones de cereales y aceituna, para cavar los olivos en primavera y poco más; pero durante el otoño y buena parte del invierno había muy pocas faenas agrícolas en las que los labradores fuertes necesitaran sus servicios. Tampoco era fácil emigrar a otras regiones a buscar trabajo, como ocurre en la actualidad, y los jornaleros lo pasaban bastante mal.

Los obreros de esta sierra de Segura se iban a la Mancha a la siega y la vendimia, que no eran muchos días. Los residentes en los rincones del alto corazón de la sierra, donde no hay olivos, al llegar el invierno abandonaban sus pobres hogares y se desplazaban a Cortijos de Beas, Villanueva del Arzobispo y a pueblos del Condado para la recolección de la aceituna.

Fuera de estas cortas temporadas, algunos se dedicaban a vender cargas de leña, que traían con sus borriquillos de los montes del Estado, llevándolas a los pueblos más cercanos. Otros arrancaban tocones de pinos y separaban la tea que contenían, la quemaban en hornos adecuados llamados “pegueras” y extraían la resina o alquitrán vegetal para venderlo.

En verano, concluida ya la siega de cereales, muchos obreros se dedicaban a segar espliego en el monte, espliego que compraban algunos industriales para extraer esencias valiosas de sus flores por destilación en calderas que instalaban en lugares estratégicos, cerca de los parajes donde se crían dichas plantas.

También se ocupaban algunos trabajadores cortando y pelando pinos al servicio de un contratista; un trabajo muy duro, pero de lo mejor pagado. Había cuadrillas o grupos de hombres que se invertían en las conducciones de la madera por los ríos más caudalosos hasta las ciudades de la baja Andalucía por el Guadalquivir, y hasta la región murciana por el Segura. A estos obreros se les llama “pineros”, y llevaban unas varas largas y resistentes a las que se les acoplaba un punzón de hierro con un ganchito para mover los pinos pelados y que siguieran avanzando por la corriente del agua. Las varas eran parecidas a las que usan los picadores de toros. En Orcera, que siempre fue un pueblo muy relacionado con la madera y tuvo varias serrerías, era donde más obreros se dedicaban a los trabajos de la madera.




LA ALIMENTACIÓN HUMANA EN EL MEDIO RURAL

Quizá la alimentación de los campesinos fuera más sana hasta hace cincuenta años que la actual, y podría ser porque en aquel tiempo no había posibilidades para comprar carnes, mariscos, pescados y conservas enlatadas como se consumen actualmente. La gente se alimentaba de lo que producía el campo y lo que se tenía en los hogares, y no se compraba casi nada; al contrario, se vendía lo más selecto y realizable a dinero: los cabritos, corderos, terneros y pollos tan exquisitos criados en el campo, así como los huevos frescos, muy buscados por los mercaderes y recoveros. Los pobres labriegos que producían estos alimentos habían de privarse de ellos porque era lo más vendible y precisaban el dinero para hacer frente a sus múltiples gastos: vestido, calzado, medicinas, contribuciones y demás impuestos fiscales que eran ineludibles.

La alimentación se centraba en los vegetales: cereales, hortalizas, legumbres y frutas del terruño mientras duraban de la cosecha, que se guardaban para todo el invierno y parte de la primavera; algunas frutas se colgaban en los palos de los techos y otras se secaban, como los higos. De carnes, la única que se consumía en los hogares campesinos era la de las matanzas de cerdos que se salaba y conservaba para todo el año, repartiéndola bien para que no faltase.

No había costumbre del ligero desayuno actual del café con leche y tostadas; el esfuerzo físico a que había que enfrentarse diariamente el personal, exigía un almuerzo más firme por las mañanas temprano, a veces, antes de amanecer.

En primavera y verano, el desayuno a primera hora era la clásica gachamiga de harina de trigo, o bien migas de harina de maíz, acompañada de aceitunas, ajos crudos o asados, pimientos fritos, cerezas, uvas o cualquier otra cosa, según la temporada y hubiese para coger en las huertas o en conserva en casa. Este almuerzo era el mismo sin variar durante varios meses. Algún día podrían tomarse unas patatas fritas a lo pobre ( o al montón, como yo prefiero llamarlas ). También se hacían a veces migas de pan para aprovecharlo cuando se ponía demasiado duro, porque se amasaba para una semana como mínimo.

En otoño e invierno se alternaban con los menús descritos los ajos de harina, de pan, de patatas y, con menos frecuencia, el de calabaza para los almuerzos. La comida del medio día en primavera y verano era siempre el cocido de garbanzos o el potaje de habichuelas. El cocido se ponía con más frecuencia por ser más alimenticio. Las cenas eran más variadas; entre las patatas fritas o en guisado, el guisado de arroz, andrajos o cualquier otra comida que las sabias mujeres de la casa improvisaban.

Durante el tiempo invernal, los cocidos y potajes se reservaban para la noche, que era cuando la familia estaba reunida para cenar, pues los hombres se llevaban al campo en sus alforjas la comida del medio día, y comían al lado del trabajo a base de fiambres, tomando de postre frutas de las guardadas, lo más corriente, granadas y melones.

Pocas veces se podía adquirir el pescado, porque no había donde, ni muchas veces con qué comprarlo. Alguna vez venía un vendedor de sardinas de cortijo en cortijo, y compraban alguna libra si les cogía con dinero a las amas de casa, y si no, a cambio de huevos, lo más normal, pero el pescadero no venía con frecuencia, se pasaban semanas sin ver al sardinero del burro, que para colmo, no podía traer el pescado fresco a estos parajes de la sierra tan alejados de las plazas de pueblos grandes donde llegase con camiones.

Dentro del ambiente y costumbres señalados vivíamos la mayoría del personal serrano, considerándonos afortunados porque podíamos comer. Otras muchas pobres personas lo pasaban bastante peor, que no disponían de estos simples alimentos ni medios para adquirirlos. Tenían que pedir a cuenta de los jornales cuando hubiera trabajo para poder salir adelante, a menos de medio comer.

Los pobres casi nunca se comían los jamones del cerdo que mataran, el que podía hacer matanza; los cambiaban por tocino a los señoritos porque les daban una libra y media o libra y cuarto por una libra de jamón. Los señoritos no se comían el tocino, y los pobres lo apetecían por la grasa para las comidas.

El trigo que se cosechaba en muchos hogares labriegos era insuficiente para el consumo de pan todo el año, por lo que mezclaban harina de maíz o de centeno a la de trigo, para que no faltara el pan, o faltase el menor tiempo posible, puesto que era el alimento primordial.

En la clase pobre, aunque tuvieran algunas tierras, si eran pocas, en tiempos de mis abuelos, según contaban, les amasaban el pan con harina pura de trigo sólo para los enfermos graves cuando casi no podían comer, como si fuera el Santo Viático.

A pesar de haber muchas gallinas en el mundo rural, se consumían pocos huevos, pues los daban a cambio de artículos manufacturados a los comerciantes y recoveros. Y la leche, más que en desayunos, se tomaba como postre en las cenas, sobre todo en primavera cuando ya las frutas estaban agotadas.

En los veranos y otoños, en cuanto había para coger, no faltaban en las mesas los pepinos, pimientos y tomates; los pepinos llegaban los primeros y se consumían con las comidas y en ensaladas. Enseguida hacían su aparición los tomates y pimientos en las pipirranas, a las que se añadía cebolla, y en las fritadas de tomates con los pimientos asados.

Pocas veces se comía sobre una mesa, y siempre todos en la misma cazuela. Lo que se guisaba en sartén se comía en la misma, colocándola sobre un posete o sartenero y el mozo de sartén ya descrito, y los comensales sentados haciendo corro alrededor de la sartén, sin mesa, en una mano la cuchara y en la otra el pan. Así se devoraba el menú, aunque no fuese muy bueno, con hambre siempre resultaba apetitoso el manjar.




LA VESTIMENTA CAMPESINA

Lo más corriente que usaban los campesinos en su rústica indumentaria era la pana en chaquetas, chalecos y pantalones. Era lo más resistente para aguantar los roces en los duros trabajos del campo. En los municipios de Santiago y Pontones, que es lo más frío de la sierra y hay mucho ganado lanar, muchas familias tenían sus propios telares y elaboraban tejidos bastos de lana de sus propios ganados, que teñían de negro o de colores oscuros, con los que los sastres y algunas amas de casa que sabían hacer de todo, confeccionaban capotes, chaquetas y chalecos para los hombres, así como todas las mantas que necesitaban. Los capotes camperos, siempre usados por los pastores en invierno, los hacían con tejidos de las lanas de las ovejas negras, que resultaban de un tono marrón-chocolate sin necesidad de tintes.

Los adultos usaban también blusas holgadas de una tela fuerte pero delgada, la alpaca, que en invierno se ponía encima de chaquetas y jerseys para protegerlos, y solas sobre la camisa en verano, cuando ya no hacía frío.

A los niños los vestían con babis o mandilones de dril cuando eran pequeñitos, y enseguida les preparaban ropa de pana como a los mayores, además de los jerseys hechos con lana del terreno hilada en fábricas existentes en Santiago de la Espada y Pontones.

El calzado más corriente eran esparteñas hechas por los mismos, y abarcas de gomas de neumáticos, y otras abarcas de piel de vaca, ajustadas al pie con guitas y peales de tejido de lana.

Todos los pastores y algunos otros en la sierra alta, usaban en invierno zahones de piel de oveja con su lana, aquí llamados “entimparras”, que, además de protegerlos del frío, les resguardaban los pantalones del continuo roce de los matorrales.

En cuanto a la indumentaria femenina de los tiempos pasados, no había grandes diferencias a los presentes. Las mujeres ya mayores y las viejas no usaban vestidos enterizos generalmente, sino unas blusas llamadas “chambras” y sayas muy largas y con mucho rizo en la cintura. Las de más edad, o que tuvieran luto riguroso en la edad madura, vestían siempre de negro. Las jóvenes usaban los vestidos con faldas también larguitas, cubriendo siempre las rodillas; nunca vestían con pantalón, que era prenda exclusiva de varones. Cuando en una casa era la mujer quién disponía o mandaba, se decía en tono un tanto jocoso que era ella quién llevaba los pantalones. En las blusas y vestidos no llevaban escotes exagerados y siempre usaban medias. Jamás salían con las piernas desnudas ni los brazos del codo para arriba. El calzado del trajín diario de las mueres campesinas eran alpargatas de lona con piso de soga de cáñamo o de esparto y, a veces, de goma.




VIVIENDAS Y CONSTRUCCIONES RURALES

Como en todos los lugares del planeta, siempre ha sucedido y sucederá que las viviendas sean muy variadas, unas grandes y confortables, y otras pequeñas, hasta miserables pocilgas.

En las zonas rurales, algunas familias más pudientes y acomodadas contaban con una buena casa, en la que había varias habitaciones para vivir toda la familia con cierta comodidad, pero estas eran poquísimas; lo más normal entre los labriegos era tener una casita de planta baja y cámaras, con una cocina que sería la habitación más espaciosa de la casa a la que generalmente se entraba directamente desde la calle, donde estaría la chimenea para la lumbre permanente, en la que además de guisar, sería la única calefacción. En la cocina se comía y pasaban las veladas alrededor del fuego en los largos y crudos inviernos, en la que también cocían remolachas, calabazas y otros productos de la huerta para alimento de cerdos, gallinas y pavos.

Lo más normal en aquellas casitas humildes, era tener un solo dormitorio para el matrimonio y una segunda habitación para los comestibles, donde dormían las hijas. Los hijos varones dormían en cabeceras o colchonetas tendidas en el suelo de la cocina, al lado de la lumbre. Había una cuadra para la yunta de bestias o vacas y alguna chiquera o porqueriza para cerdos y gallinas. En las cámaras se guardaban los utensilios, el grano y la paja para las yuntas durante el invierno.

Las viviendas de los jornaleros pobres eran verdaderas pocilgas la mayoría de ellas; como una cuadra de solo plata baja con el tejado por techo sobre tablas. Alguna casucha tenía una pequeña cámara a la que subían por una escalera de palos que conducía a un agujero en el techo.

En cuanto a las construcciones, nunca ha sido fácil ni lo es ahora, a un trabajador rural hacerse su vivienda, cuando no se dispone de más ingresos que el trabajo personal, pero hasta la pasada primera mitad de este siglo XX, cuando los jornales eran de auténtica miseria, aunque se trabajara todos los días, con lo que se ganaba no bastaba para comer y vestir; entonces, para un obrero, construir su casita, por pequeña y humilde que la hiciera, suponía un denodado esfuerzo y varios años de extremado sacrificio. Aunque contara con algún pequeño ahorro, quién no tenía ingresos de cosechas lo tenía muy difícil. Había que empezar por hacer o echar una calera; la cal era uno de los materiales básicos, ya que entonces por aquí no se conocía el cemento. Se buscaba un sitio adecuado donde hubiera piedras calizas para hacer el hoyo, y que hubiese también monte de donde sacar leña y ramaje para cocer las piedras, que son la única materia prima para obtener la cal.

El hoyo se hacía en ladera, con algo de desnivel, y por la parte baja se le subía algo de pared con piedra y barro, dejándole la boca para introducir la leña al hueco que se dejaba para quemarla, con cuyo fuego se cocían las piedras, convirtiéndolas en cal.

El hoyo era redondo, cilíndrico en vertical, de unos tres metros de diámetro aproximadamente. No podía ser pequeño para que el hueco que se dejaba en el fondo fuera suficientemente grande para la hoguera, pues el fuego había de ser intensísimo durante varios días ininterrumpidamente, introduciéndole leña constantemente varios hombres a relevo, hasta que el técnico calero veían que estaban cocidas las piedras y se tapaba la boca de la calera. El hueco para el fuego se cerraba en forma de bóveda, y se llenaba el resto del hoyo de piedras hasta un volumen de veinte a veinticinco metros cúbicos, del que se podía obtener de trescientas a quinientas fanegas de cal.

Normalmente se juntaban dos o tres familias para hacer una calera, porque exigía mucho trabajo y tenían que hacerlo entre varios hombres. Además de trabajar toda la familia, era preciso buscar un técnico en la materia para armar la calera, colocar las piedras adecuadamente y vigilar el fuego. El maestro calero era el responsable y quién dirigía la maniobra.

Otro material muy preciso y muy importante era el yeso, que se extraía de las entrañas de la tierra con azadones y picos, donde se localizaba algún yacimiento. Se acarreaba con bestias y se cocía en hornos parecidos a los hoyos de las caleras, pero muchos más pequeños, porque el yeso no necesitaba tanto fuego. Luego se picaba y molía a brazos de hombres con mazas adecuadas.

Las paredes exteriores de la casa se hacían de piedra con la mezcla de cal y arena, y para los tabiques interiores se usaban adobes hechos de barro, dejándolos secar al sol. Toda la tierra no servía para los adobes, había que acarrearla de donde fuera buena para el barro, que luego no se abrieran rajas a los dichos adobes.

Las vigas de madera, cuartizos y rollizos, las tejas y la carpintería, todo ello había que comprarlo y transportarlo con caballerías. ¡Cuántas cargas de bestia costaría una casita por pequeña que se hiciera! Algunos materiales había que llevarlos desde lejos. Las tejas en pocos casos se encontraban cerca de la obra. De yeso hay muchos yacimientos en las laderas de la sierra, pero no en el interior de ella. Desde Poyotello y otros lugares de la alta sierra venían a Hornos a por él, que tenían que madrugar y regresar de noche para dar un viaje en el día.

Como es fácil entender, lo más fácil y menos costoso era el agua, mas, como es lo más necesario también, se llevaba su buena parte del trabajo. Rara vez se contaba con el líquido elemento al pie de la obra, sino que se llevaba a cántaros y cubo a mano, y cuando estaba lejos era preciso tener una caballería para tal quehacer, con unas aguaderas y cuatro cántaros.




JORNALES DE HAMBRE

En los primeros años de la década de los treinta valía una peseta un pan de cuatro libras (algo menos de dos kilos), de los que amasaban las mujeres en los cortijos; y en aquel tiempo pagaban de tres a cuatro pesetas por un jornal en la agricultura, dependiendo de la temporada y el tipo de trabajo, y no todos los días tenían los obreros dónde ganarlo. Había matrimonios sin recursos económicos que tenían y criaban hasta diez y más hijos. ¿Cómo subsistirían sólo con el jornal? Claro que en cuanto podían andar los niños los ponían a servir guardando cerdos, porque les dieran de comer.

Muchos jornaleros estaban todo el año trabajando con sus patronos, y el amo les iba dando algo de comestibles cuando le pedían por pura necesidad; algún celemín de harina o de garbanzos, que si un jarro de aceite, una arroba de patatas, una libra de tocino, que los señores no comían, jabón y ropa desechada por el amo o su familia. Todo para poder ir saliendo adelante a medio comer, y, cuando al fin del año hacían cuentas, quedaba el obrero endeudado con el patrono.

Los patronos, en algunos trabajos, daban de comer a sus jornaleros rebajándoles el precio del jornal casi a la mitad, excepto en la siega, que había la costumbre de darles la manutención sin descontarles nada. A los obreros que tenían ajustados fijos, generalmente por un año (mozos de labranza y pastores sobre todo), si eran casados y con familia, en vez de darles de comer en las casas, les daban lo que se llamaba “la hatería”, para que pudieran comer con sus familias, y así también se evitaban los amos, si eran algo señoritos, la briega de hacerles la comida y el estorbo en sus casas. La hatería consistía en una fanega de trigo o de harina, dos o tres jarros de aceite, un celemín de garbanzos o habichuelas, una arroba de patatas y alguna otra cosilla de menor importancia, entendiéndose esto una vez al mes. No se incluía nada de carne en las haterías. Lo que hacían los dueños era dejarles algún trozo de tierra para que la mujer del mozo sembrara algo, con cuyo producto pudiera engordarse un cerdo para la matanza. Y el salario en los obreros fijos era mucho menos de la mitad que el de los eventuales. Una parte del aceite estipulado en la hatería era para el alumbrado con candil, que lo precisaban para echar de comer a las yuntas de noche y por las madrugadas, puesto que al amanecer había que salir o estar ya en la besana.

Los sirvientes estaban obligados a hacer de noche las sogas y demás objetos de esparto que necesitaban para los acarreos y labranza, que eran bastantes cosas, sobre todo por parte de los muleros. Los que ajustaban sirvientes fijos eran, en la mayoría de los casos, señores terratenientes con cortijos, y en ellos habitaban los mozos en una vivienda como una cuadra, y la mejor vivienda se la reservaba para ellos cuando iban a vigilar la hacienda y a los mozos.

Como ocurre ahora, tampoco faltaban los acosos sexuales del señorito a las esposas de los sirvientes, lo que tendrían que soportar, o ceder, para conservar el necesitado puesto de trabajo.




EL BUEN LABRADOR DE ANTAÑO

La profesión de labrador entiendo que es una de las más complicadas y requieren mayor entendimiento por parte de quién la ejerce en toda su amplitud. Debe conocer el cultivo de una numerosa diversidad de plantas para obtener de ellas el mejor rendimiento. Tiene que saber nivelar el terreno en los regadíos solamente con la vista y su talento para confeccionar las eras y tablares o caballones para la siembra de sus cultivos, de modo que luego puedan regarse sin dificultad.

El labrador de antaño, para merecer tal honrado nombre, había de poseer conocimientos de veterinaria, para cuando un animal se le ponía enfermo, y sólo observando los síntomas en el comportamiento del irracional, adivinar la enfermedad que padecía y el remedio con que curarla o aliviarla. En los cortijos y aldeas muy pocas veces se recurría al veterinario. Cuando se veía que una vaca o un mulo no estaban bien porque dejaran de comer o se notaba cualquier otra anomalía, si el dueño no era capaz de conocer la causa se llamaba a algún vecino próximo más entendido, que en todas partes los había, quién diagnosticaba la enfermedad y recomendaba cómo la habían de curar. En muchos casos procuraban poner el remedio para evitar ciertos males a sus domésticos animales. A las vacas y otros rumiantes se procuraba evitar la ingestión de hierbas como mijera, que en ciertos casos les producía como una intoxicación, a veces hasta causarles la muerte. Y en tal caso, cuando ocurría y moría una res de repente, sabían comprobar ai la carne se podía consumir sin riesgos, y si consideraban que la carne podía dañar a quien la comiera, como era el caso de la res que moría por algo sospechoso, lo que en el vacuno llamaban “lobao”, procedían a quemar o a enterrar a la res. Cuando una res mayor moría por la ingestión de una mala hierba, se consumía su carne, y todos los vecinos del entorno compraban carne para que el dueño del animal recuperara buena parte de lo perdido.

También el buen labrador tenía que tener algo de comerciante para comercializar sus productos agrícolas y ganaderos, y no ser objeto del engaño de especuladores y traficantes, que normalmente andaban expectantes como a la caza del labriego aturdido e ingenuo para sacarle sus productos al mínimo precio con falsos argumentos.




LOS MOLINEROS

En todos los ríos y en los arroyos más caudalosos había molinos harineros que funcionaban con energía hidráulica, que era la única, además de la animal, que se conocía en esta comarca serrana, por eso se instalaban los molinos al lado de las corrientes fuertes de agua, para aprovechar su fuerza. Hacían presas más arriba y conducían el agua por un pequeño canal hasta encima del molino, desde donde, al caer, movía las turbinas u otro mecanismo adaptado.

Los molineros molían toda clase de cereales, el maíz, leguminosas, y hasta bellotas para piensos. También se molían en los mismos molinos los pimientos rojos, después de bien secos, para obtener el conocido pimentón.

Algunos molineros eran dueños de los molinos que explotaban, pero una gran mayoría eran arrendatarios que pagaban una renta a los propietarios, casi siempre en especie: harina o trigo. Disponían de varios burros para el acarreo de los granos que recogían por aldeas y cortijos. Después de molidos les llevaban la harina a sus clientes. Salía un arriero dependiente del molinero con su recua, y en una casas dejaba los costales con la harina, y en otras cargaba el trigo que a los campesinos interesaba moler. Siempre por el precio de una estipulada maquila, como sucedía con el aceite. Con la diferencia, en este caso, de que el molinero maquilaba sin estar presente el cliente. Decían que cobraban un celemín por fanega, y quizá lo harían así con la máxima honradez, pero existía creencia de que se quedaban con algo más. Se oía este viejo refrán: “De molinero cambiarás, pero de ladrón no escaparás”.

Algunos cosecheros de grano desconfiaban de la honradez de los molineros y cargaban ellos sus costales llenos de trigo (que era el cereal más preciado) en sus propias bestias, y previo acuerdo con el molinero, lo llevaban en día concertado y se estaban presentes en el molino mientras se molía su grano, para que el molinero no pudiera maquilar más de lo establecido. En el caso de que el molinero no tuviera que transportar el trigo y la harina, la maquila debería quedar reducida a la mitad. Claro que, si el molinero quería, siempre encontraría medios secretos para hacer trampa.

Luego, las siempre activas y sufridas mujeres se encargaban de cerner la harina y amasar el pan para el consumo de la familia, para lo que todos los cortijos tenían su horno. En algunas pequeñas cortijadas tenían un horno común para todos los vecinos que eran familiares, donde además del pan cocían exquisitas tortas y roscos, que las sabias amas de casa hacían artesanalmente, dándole a todo un punto o toque de rico sabor inconfundible. Más deliciosos que los fabricados en industrias.





LOS RECOVEROS

Los llamados recoveros eran comerciantes ambulantes que llevaban su mercancía en bestias. Los había de todas las clases o categorías; desde alguno que llevaba dos o tres caballerías, caballos o mulos, y quizá un mozo-sirviente para la carga y descarga de la mercadería y el cuidado de los animales, hasta otros pobres que habían de arreglarse con un borriquillo o con la carga a cuestas. Lo más normal era ir un sólo hombre con una buena bestia para llevar sus géneros. Recorrían periódicamente todos los núcleos de población donde no había comercio vendiendo telas, géneros de punto, calzados y algunos comestibles que no se producían en esta tierra, como arroz, azúcar, café, chocolate, etc. A cambio tomaban huevos y pollos. Los huevos también los compraban a dinero a las mujeres a las que no interesaba comprar nada de su mercancía.

Como el dinero siempre escaseaba a los campesinos, también vendían “fiado”, para cobrar después, y cuando ya tenían varias cuentas que cobrar, a veces salían con pieles u otros recipientes y cobraban en aceite y otros productos de la tierra, que ellos vendían en mercados y pueblos donde había consumidores de los productos del campo, obteniendo así más beneficios comerciales.

Estos recoveros no hacían ventas de gran importancia. Las mujeres compraban lo que iban necesitando cada día sin tener que desplazarse a los pueblos, pero cuando pensaban comprar más cantidad de ropa, porque esperaban una boda u otra fiesta, o con la llegada del invierno para equipar a toda la familia contra el frío, procuraban reunir dinero vendiendo aceite o algún cerdo matancero y viajaban a pueblos donde hubiera tiendas mejor surtidas. Esto solían hacerlo a finales de otoño o en vísperas de Navidad, cuando el tiempo exige más ropas de abrigo, tanto para el cuerpo como para las camas.

Recuerdo una ocasión en que fueron mis padres, por las fechas indicadas, desde el cortijo donde habitábamos (Haza del Moral, en el término de Hornos) a Beas a comprar ropas, y cuando regresaron por la noche con una buena remesa de productos textiles, comentaban lamentándose de lo mucho que les había costado, que todo ascendía a la cantidad de 175 pesetas, lo que valía un cerdo matancero grande.





TRABAJADORES AMBULANTES Y ARTESANOS RURALES

Existían trabajadores expertos en ciertos oficios que iban ofreciendo sus servicios por pequeñas aldeas y cortijos, como eran los barberos, enlañadores, afiladores y, los temidos por muchos niños, castradores de animales.

Los barberos normalmente residían en los pueblos y en las principales aldeas, y cada dos semanas solían desplazarse a pie por una ruta, a una o varias cortijadas y a las casas de campo solariegas de aquella pequeña zona, un día de semana señalado para cada ruta. Afeitaban y cortaban el pelo a los hombres, pues en aquel tiempo ningún hombre mayor se afeitaba a sí mismo; aquí no se conocían las actuales maquinillas, y como estaban siempre ocupados en sus faenas agrícolas y ganaderas, no disponían de tiempo para desplazarse al pueblo o aldea grande donde estaban las barberías. También pelaban o “morreaban” a los niños cuando ya eran mayorcitos y no se conformaban con los pelados que les hacían los padres cuando eran pequeños, casi siempre dejándoles la cabeza repleta de trasquilones. La mayoría de los clientes les pagaban en aceite o trigo; tres celemines de trigo o tres jarros de aceite por hombre mayor al año. El celemín sabemos que es 1/12 parte de la fanega, equivalente ésta a 11´5 kilos (25 libras), excepto en el vino y licores que la arroba no es de peso, sino de capacidad: 16 litros.

Los campesinos, como sabían el día que tocaba venir el barbero, procuraban no alejarse de su domicilio para recibir sus servicios, muchas veces en el campo donde estuvieran trabajando.

Algunos barberos ponían las inyecciones que recetaban los médicos y servían de dentistas. A quien le dolía un diente o muela, se la arrancaban con alicates a sangre fría, ya que entonces no conocerían la anestesia ni quizá supieran que existiera tal remedio para evitar el dolor rabioso que habrían de soportar los pacientes.

Los enlañadores iban arreglando los cacharros u objetos que se rompían, sobre todo los recipientes de barro: lebrillos, cazuelas, pucheros, cántaros, etc. Unían las piezas o ajustaban las hendiduras con lañas metálicas y una masilla que ellos preparaban con clara de huevo y cal. Los objetos metálicos los remendaban soldándolos con estaño. También recomponían los paraguas estropeados ajustándoles las varillas.

Los afiladores, que todavía existen, pero de otra manera, pasaban con menos frecuencia, sin dejar de hacerlo cuando se aproximaba el tiempo de las matanzas, para afilar los cuchillos y demás herramientas cortantes que se precisaban en dichas faenas. Llevaban su instrumental sobre un pequeño carruaje, empujándolo a mano por los caminos. Hacían girar la piedra afiladora con el pie mediante una polea. Estos anunciaban su llegada con un silbato parecido a una flauta.

Los castradores o “capaores” hacían su recorrido generalmente a caballo, una o dos veces al año; eran gente como de más categoría social, y ganaban mucho más dinero que los trabajadores antes referidos; cobraban por su trabajo como si fueran veterinarios. Había pocos, sólo en los pueblos más grandes y no más de uno en el pueblo. Nunca pasaban dos por la misma ruta, por lo que no tenían competencia. Tal vez estarían ellos de acuerdo partiéndose los distritosy respetando los límites. El que venía por el término municipal de Hornos (cuna de este sencillo narrador) durante las décadas de 1.930 a 1950, era el de Beas de Segura, hombre bastante famoso y de reconocido prestigio profesional por su buen hacer. Estos castradores también anunciaban su presencia con un característico silbato parecido al de los afiladores.

Castraban las cerdas destinadas a ser cebadas para las matanzas con una cuchilla especial, abriéndoles una rajita por un lado de la panza. Cerdos machos castraban pocos, porque siempre había en las cortijadas algún vecino que sabía hacerlo, porque en estos, la operación es mucho más sencilla que en las hembras. Es por lo que algunos campesinos castraban ellos a sus cerdos y los de los vecinos y familiares, cuando eran pequeñitos y tenían menos riesgos de infecciones y morirse alguno. Estos hombres no solían cobrarles nada a los vecinos y amigos por tales operaciones, quienes muchas veces les ofrecían los apéndices extraidos a navaja, ya que los pertenecientes a lechones y cerditos jóvenes eran bocados apetitosos.

El castrador profesional castraba muletos, potros, novillos y algunos otros rumiantes machos, operación que realizaban sin hacerles herida; con los dedos y una maestría asombrosa y, pienso que cruel, les destruían sus órganos reproductores. A los burros casi nadie decidía someterlos a la castración para que no les mermara la fuerza; pues estos desgraciados animales estaban condenados a soportar cargas superiores a sus fuerzas, y se creía que éstas, y sería así, les disminuían al castrarlos.

En algunos sitios, para los niños, el “capaor” era un personaje terrorífico, con el que acostumbraba a meterles miedo para que se portaran bien y no hicieran malignas travesuras y, a veces, simplemente para divertirse los mayores viéndolos temblar.

Además de estos trabajadores ambulantes especializados, en los pueblos y aldeas más grandes había herreros instalados con sus fraguas que hacían y arreglaban las herramientas que precisaban los labriegos y calzaban las bestias con herraduras que ellos mismos fabricaban casi siempre. Las rejas de los arados habían que repararlas con frecuencia por el contínuo desgaste que sufrían con el roce de la tierra.

También existían aladreros o aperadores, que se ocupaban haciendo los aperos de labranza con maderas apropiadas; preparaban y colocaban astiles a las azadas y hachas, hacían y reparaban arados de madera, ubios de mulos, bueyes o vacas, pesebres, gamellas y otros comederos para el ganado, hacían las tradicionales artesas para amasar el pan, de una sola pieza, para lo que aprovechaban los troncos de pinos gruesos. Hacían tornajos para abrevaderos de los animales, en los que en algunos cortijos lavaban sus ropas las mujeres, también utilizando los mejores troncos de pino, como para los pesebres y demás comederos. En sus pobres y toscos talleres contaban con pocas herramientas, muy pocas respecto a los otros carpinteros; un banco de madera, hachas, azuelas, barrenas, escofinas, escoplos, martillos y sierras de mano componían su instrumental.





ARTESANOS DEL ESPARTO

Casi todos los hombres campesinos de la Sierra de Segura sabían más o menos bien trabajar con el esparto, el material más empleado para hacer toda clase de objetos que se precisaban en las casas y faenas rurales; desde los cordeles más delgados para enristrar pimientos, habichuelas tiernas y otros productos de las huertas, hasta los objetos más grandes, como eran los orones para el grano, serones, baleos redondos u ovalados, que en muchos hogares utilizaban como alfombras, seras, capachos o capazos en que se envasaba y acarreaba la aceituna, y todo tipo de espuertas y cestos. Todos estos objetos mayores se confeccionaban con pleita de esparto crudo, tal como se recolectaba, sin machacar, o ”picar”, como aquí se decía.

El esparto destinado a machacarlo para hacer cuerdas y otros objetos, se cocía en albercas o charcas de agua donde no hubiera corriente, dejándolo sumergido durante tres semanas o poco más. Donde no contaban con agua remansada, lo cocían en calderos con agua caliente, dejándolo hervir a fuego lento un corto espacio de tiempo. Esto se hacía sólo para cantidades pequeñas y en pocos casos.

Con el esparto cocido y machacado se hacían las cuerdas de distintos gruesos; unas más fuertes o sogas para amarrar las cargas en las bestias, atar las bestias y vacas en el campo, y para otros usos en los que se necesitaba que fueran resistentes. Otras cuerdas más delgadas para los ronzales de los animales domésticos, hacer redes para encerrar en primavera y verano las ovejas en el campo, las cuerdas que servían de sotén alos colchones de las camas, los vencejos para atar los haces de las mieses, y las guitas más delgadas para poner asientos a las sillas y para coser y unir las pleitas en la construcción de los objetos, y las también muy delgadas guitas con las que los pastores, principalmente, se hacían sus esparteñas, que eran el calzado usado por ellos. Las crisnejas, que son unas trenzas más estrechas y delgadas que las pleitas, también se hacían con el esparto picado, y con ellas hacían pequeños cestos, fundas para recipientes de vidrio, las cubiertas para albardas y jalmas con las que se aparejaban las caballerías, cosidas con cordeles delgados. Y con el mismo tipo de cordeles de esparto picado y cañas de centeno construían los escriños y otros envases.

No todos los hombres sabían hacer bien los objetos de esparto; cordeles, guitas y sogas, sí que los hacíamos todos, pero las pleitas y confeccionar los objetos no eran muchos los que sabían hacerlo bien. Tampoco había profesionales dedicados exclusivamente a trabajar el esparto para el público; más o menos bien se hacía cada uno sus cosas, y el que no sabía le pedía el favor a otros a cambio de otro trabajo, y así se iban arreglando. Algunos compraban en las ferias los serones, espuertas y capachos, que eran los envases más necesitados y difíciles de hacer.

Estos trabajos de esparto se hacían en las trasnochadas del otoño e invierno, y los días que estaba lloviendo o nevando, sentados al calor de las chimeneas, pero nunca cuando el tiempo permitía trabajar en la tierra, a excepción de algún anciano que ya no podía trabajar en las faenas fuertes. Los agricultores de aquellos tiempos jamás conocían el descanso absoluto, al menos los que eran más habilidosos y aplicados, como era el caso de mi progenitor, quien sabía hacer todo cuanto se necesitaba en el mundo labriego. Todas las prendas de esparto las hacía con una perfección inmejorable, a excepción de los frontiles que se ponían a las vacas y bueyes para uncirlas en el yugo o ubio. Pues en Poyotello, aldea donde él nació y se crió, como en muchos otros lugares de la alta sierra, término de Santiago-Pontones, no utilizaban las vacas para la labranza, y por tanto no usaban tales objetos. Habría algunos hombres, pero muy pocos, que tuvieran la destreza de mi padre en la laboriosa artesanía del esparto. Las prendas salidas de sus manos bien se distinguían por su limpieza y perfección.





MENDIGOS Y GITANOS

En la época a que nos referimos no existía la Seguridad Social no había pensiones, al menos para los obreros agrícolas, de forma que, los ancianos jornaleros, cuando ya no podían trabajar o no los contrataban porque no rendían en el trabajo como una persona joven, no encontraban otro camino que el de la mendicidad. Salir con un morral a las espaldas y una alcuza en la mano, pidiendo una limosna de casa en casa por aldeas y cortijos. En estos envases echaban lo que les iban dando de lo que había en los hogares, un pedazo de pan, una patata, alguna tacita de harina o garbanzos o un chorreón de aceite o pringues usadas, según la generosidad y posibilidades de cada ama casa de donde se acercaban a pedir. Nunca recibían dinero, porque no se lo daban.

Pedían con una humildad impresionante, casi todos pronunciaban estas mismas palabras: “Alabado sea Dios”, al llegar a la puerta de una casa, quitándose la montera. Enseguida continuaban diciendo: “Una limosna, por Dios, que Dios se la pagará”., y cuando recibían la limosna, si se la daban, se despedían así: “ Dios se lo pague a usted y le dé mucha salud”, y enseguida continuaban buscando otra alma caritativa.

Este final les esperaba después de pasarse toda la vida trabajando desde niños y soportando sacrificios y calamidades. ¡Qué pena! Dios les tenga en la mansión de los bienaventurados, donde puedan gozar de la dicha que les negara esta miserable vida.


En cuanto a los gitanos, esta raza discriminada desde tiempo inmemorial (antes más que ahora), eran en su inmensa mayoría absolutamente pobres. Pocos eran los que contaban con algunos recursos. Los que tenían algo se dedicaban al trato de bestias, su capital era algún caballo o yegua, mulo o burro para chalanear. Comprar en ferias y vender a los labradores, sólo lo hacían los más acaudalados, o sea, poquísimos. La mayoría se dedicaban a cambiar sus bestias con los “payos” labriegos, como ellos nos denominan a lo no gitanos. Los cambios los buscaban con avidez, porque para eso, con una mala bestia que tuvieran, les bastaba para su trapicheo. Y aunque su bestia fuera peor que la del payo, tenían tal sagacidad para exponer sus argumentos, que les hacían creer que valía más, y siempre les sacaban más o menos dinero de vuelta en el cambio. Por eso preferían los cambios a las compraventas.

Las mujeres y los hombres menos hábiles para el trato se dedicaban a hacer canastas y cestas de mimbre, varetas de olivo y cañas, que ellas salían a vender, casi siempre a cambio de comestibles.

En primavera y en otoño, los gitanos varones se dedicaban también a esquilar las bestias a los labradores, con lo que conseguían algo de ingresos. Muy poco trabajaban en la agricultura, a excepción de la siega, a esta faena se adaptaban bastante bien.. A las azadas no parecían muy aficionados, y casi nunca les avisaban para trabajar en el campo mientras se encontraran jornaleros no gitanos. Sufrían la discriminación y marginación por parte de los no gitanos.


No tenían residencia fija, y nunca una vivienda que se pudiera considerar habitable. En invierno muchos se amparaban en tinadas abandonadas por los dueños o en cualquier cobertizo que encontraran vacío. En verano, su techo más normal era el firmamento bajo un árbol grande que ofreciera buena sombra, y andaban errantes de un lugar a otro, siempre huyendo de la Guardia Civil que, sólo por el hecho de ser gitanos, a cualquier hora podrían darles un serio disgusto. Pues cuando tenían hambre era muy lógico y normal que, cuando vieran en los huertos algo para poder coger, lo hicieran, y si los veían los dueños y se lo comunicaban a la Guardia Civil, si los cogían, tendrían la paliza segura. Aunque no los cogieran robando nada, si los dueños de los huertos notaban la falta de frutos cuando había gitanos en los alrededores, sospechaban de ellos, y para descubrir si verdaderamente eran los autores de los hurtos, también podían recibir alguna bofetada de los agentes de la Benemérita.

En realidad parecían menos sufridos que otros pobres y no se resignaban tan fácil a soportar el hambre, y como no tenían donde trabajar, cuando les faltaban los cambios y ventas de cestas, sí era normal que mangaran alguna cosa de lo que encontrasen en el campo para comer.

Hasta tiempos no muy lejanos, se unían en pareja sin casarse ni bautizaban los niños, y tampoco los inscribían en el Registro Civil, por lo que una gran mayoría se libraban de hacer el servicio militar.






COMUNICACIÓNES

Hasta la década de los años 30 no hubo carreteras en la Sierra de Segura; sólo se llegaba a Orcera y Siles desde Úbeda por los pueblos de su loma: Villanueva del Arzobispo, Beas de Segura, Puente de Génave y La Puerta de Segura.. En los otros pueblos serranos y aldeas no había ni carriles, por lo que no se conocían las ruedas. Para la construcción del pantano del Tranco hicieron la carretera desde Villanueva del Arzobispo hasta el lugar de la presa, y sería la primera que se acercó a esta comarca.

El correo lo traía un hombre desde Orcera con una burra hasta que construyeron carreteras desde Beas, La Puerta y Orcera a Hornos y Santiago de la Espada, pasando por Pontones. Entonces empezaron a traer las cartas con bicicleta, y años más tarde con coche, desde Beas. A las aldeas principales no les llegaba la correspondencia a diario, sino dos o tres días en semana, por medio de un peatón. Y en los cortijos y aldeas pequeñas carecían del servicio de Correos. Los carteros de los pueblos a los que pertenecían les enviaban las cartas con alguien de la localidad o de otro lugar próximo, que viajase al pueblo por alguna circunstancia, quizá varios días o semanas después de llegar la correspondencia a la oficina.

Para los transportes, todo era a lomos de caballerías. En Hornos hubo un hombre con un burro de alquiler, como si fuera un taxi, para que quién lo precisara porque no pudiera o no quisiera andar y, sobre todo, para el equipaje del viajero.

No había luz eléctrica, la gente se alumbraba con candiles y teas. Durante no muchos años en Hornos, Cortijos Nuevos, Cañada Morales y Guadabraz tuvieron luz eléctrica de una centralita que instalaron en el río de Hornos con el agua de un molino. Luego aquella pequeña central se derrumbó, teniendo que volver a los candiles hasta tiempos bastante recientes.

No se conocían el teléfono y el telégrafo, y la radio tampoco se conocía en las cortijadas. Cuando surgía la necesidad de transmitir un recado urgente, no había otra solución que coger el camino y llevarlo personalmente. ¡Cuántas veces moría una persona con familiares a 40 ó 50 kilómetros, y no podían recibir la noticia a tiempo para asistir al entierro!

Como es lógico en tales circunstancias, no llegaban periódicos a las aldeas y cortijos dispersos. No había más contacto que con los elementos meteorológicos, que muchas veces nos cogía una tormenta en el campo, y como no había puentes en los ríos y arroyos, nos quedábamos aislados, calados hasta los huesos, sin poder pasar hasta que bajara la riada.





LA SANIDAD EN EL MEDIO RURAL

Cuando una persona se ponía enferma en un cortijo distante del pueblo donde residiera el médico de medicina general, lo primero que se hacía era intentar curarla con remedios caseros. Se cogían hierbas a las que, quizá con buen juicio y razón, se les atribuía propiedades medicinales; una de las que más se usaban eran los marrubios. Se cocían las hierbas o las raíces de ciertas plantas y tomaban el agua en la que habían hervido.

Si un niño se ponía enfermo, cuando se veía muy grave, se buscaba a alguna mujer que tuviera “gracia” y le rezara de “mal de ojo”. Estos casos se daban con frecuencia. Al fallar los remedios de vecinas expertas, entonces se buscaba al médico. Muchas veces cuando ya no había remedio posible para el enfermo.

Desde algunos lugares, para llegar al pueblo donde residiera un médico se tardaban varias horas. Iban a por él con una caballería, único medio de transporte. Si el galeno se hallaba disponible, montaba en la bestia y viajaba al domicilio del enfermo, lo exploraba con los medios a su alcance y extendía las recetas. Llevaban al médico a su casa y, seguidamente, a buscar la farmacia que, si el pueblo era pequeño (caso de Segura, Hornos, Pontones y algún otro), no contaría con el primordial servicio, habría que esperar al día siguiente para ir a otro pueblo a comprar las medicina, por lo que es fácil suponer que, si el caso era grave, a muchos enfermos de cortijos lejanos no les alcanzaba el remedio de la ciencia, y otros tenían que soportar varios días de horroroso sufrimiento.

Como entonces no había el amparo de la Seguridad Social, la familia del enfermo había de pagar todo en la sanidad. Los médicos hacían “igualas” a los vecinos, y les cobraban mensualmente, necesitaran o no su asistencia. El igualarse era voluntario, pero todos lo hacían, temiendo la represalia que el doctor pudiera tomar con el que se negara si después precisaba de sus servicios.

Si un enfermo necesitaba una operación quirúrgica y no contaba con dinero para costearla, no había solución posible para él. La mayoría de los profesionales de la medicina carecía de caridad y compasión; parece como si hubieran elegido esa digna carrera y necesaria profesión para ganar mucho dinero, y no por vocación.

Cuando alguien moría en un cortijo, el carpintero más próximo le hacía el ataúd, que forraba con tela negra, o blanca si se trataba de una persona joven y, en un mulo de confianza, manso y fuerte, lo cargaban, haciendo asiento con sacos de paja o palos sobre la albarda, par colocar el féretro y llevarlo a la iglesia del pueblo donde le ofrecieran los normales sufragios.

En algunos cortijos del corazón de la sierra, a veces moría alguien en invierno, cuando estaba el camino cubierto con una capa gruesa de nieve que impedía transitar, se daban casos de tener que dejar a los difuntos varios días en la casa sin poder darles sepultura, hasta que podían quitar la nieve de los caminos.




RELIGIOSIDAD EN LA VIDA RURAL

La religión católica era la única conocida en el ambiente rural, cuya fe se vivía con más autenticidad de la que se vive en la actualidad. El personal residente en aldeas y cortijos no iba a misa nada más que en las celebraciones más solemnes, como el Domingo de Ramos, Pascua de Resurrección, día del Corpus o del Señor, el día del patrón o patrona de la parroquia, Fiesta de Todos los Santos, Navidad y a los funerales de parientes y vecinos.

Los domingos normales y demás días festivos no se respetaban, porque los campesinos tenían necesidad de trabajar todos los días y cuidar sus ganados y animales de labranza; el ir a misa les suponía tener que desplazarse al pueblo y perder más de medio día o la jornada completa. Sólo se celebraba la Eucaristía en los pueblo donde estaba el templo parroquial. No existían las capillas o ermitas que se han construido después en algunas aldeas. En los términos de Santiago y Pontones, por su dilatada extensión, había otras parroquias con sus pequeñas iglesias. También tenía su iglesia y su cementerio Bujaraiza, perteneciente al municipio de Hornos; aldea muy distante y separada del resto del término municipal. Ya no queda allí ninguna vivienda ni personal, pues todas las casas y los terrenos les fueron expropiados cuando construyeron el pantano del Tranco, cuyas aguas cubren casi todo el emplazamiento de la aldea y sus tierras cultivables.

No se celebraban los bautizos y primeras comuniones con banquetes ni trajes ostentosos, pero sí se les daba su verdadero sentido cristiano.

En la mayoría de los hogares se rezaba devotamente el rosario de noche, reunida toda la familia alrededor de la lumbre, cuando el frío invitaba a ello, más de la mitad del año. Se realizaban diversas prácticas religiosas, como bendecir los alimentos antes de cada comida, añadiendo alguna oración cortita; era una santa costumbre en la mayoría de las familias. Los viernes de la Cuaresma se conmemoraba la pasión de Nuestro Señor Jesucristo con el viacrucis, y nos enseñaban a rezar a los niños, infundiéndonos el amor y temor a Dios desde que lo podíamos entender. Así sucedía en el humilde hogar labriego de quien describe estos relatos durante su infancia y juventud, y creo que en la mayor parte de hogares serranos.

Cuando moría una persona, todos los familiares próximos y vecinos de la localidad, principalmente las mujeres, se reunían por las tardes o noches durante nueve días en la casa de la familia del fallecido, y rezaban el santo rosario por el alma del finado.




CREENCIAS MISTERIOSAS

Dedico este corto capítulo a las viejas creencias misteriosas de las que ya apenas se habla, y que antes estaban muy arraigadas en todos los rincones de esta sierra. Pienso que todos ignoramos hasta que punto son realidad o falsas imaginaciones.

Lo que más me ha preocupado siempre son las misteriosas apariciones de almas de personas ya fallecidas, generalmente a niños de los familiares, dándoles el encargo de transmitir algún mensaje a los mayores; lo más corriente era pedir que cumplieran tal o cual promesa que hicieran en su vida a seres Divinos y no las realizaron. Esto sucedía antes con bastante frecuencia.

También había personas que algunas veces anunciaban cuándo iba a morir alguien en la localidad o alrededores, cosa que me hace reflexionar, ¿tendrían alguna revelación del Cielo?, ¿y cómo es que ahora no sucede? Algunos campesinos lo atribuían al comportamiento de sus animales, a la forma de ladrar un perro o al canto de aves, como la lechuza, según el sitio y la hora.

Otra cosa en la que se creía con toda el alma era en lo que ahora consideramos supersticiones. ¿Habría algo de fundamento en estas viejas creencias? La mayoría de las mujeres campesinas afirmaban que los pollos de los huevos puestos en viernes no tendrían hiel. A más de una se le oía decir que lo tenía bien experimentado.

Existía la firme creencia de que las plantas de hortalizas que dan el fruto bajo tierra (patatas, ajos, cebollas y nabos) era mejor sembrarlas cuando la luna estaba en menguante, porque así se criaban mejores y tardaba más tiempo en brotarles tallos.

Se creía, y al parecer con testimonios probados, que los yeros sembrados en fase de luna creciente les hacían daño a los cerdos que los comían, hasta producirles la muerte si se ingería mucha cantidad y, en cambio, con los sembrados en menguante no les pasaba nada malo. Por tal motivo recuerdo perfectamente que siempre se procuraba sembrarlos en luna menguante. Aunque ese pienso no se les daba a los cerdos, sino a las vacas, sí podían comerlos si por descuido entraban en un campo de yeros ya maduros, o en los rastrojos de dicha planta. Los agricultores estaban muy convencidos por casos probados y seguían estas normas al pie de la letra.

Otra creencia aún más dudosa es que, durante las diversas fases de la luna, los viernes tenían efectos contrarios, es decir, que los viernes en creciente eran menguante, y durante la menguante, el viernes sería creciente. Por este motivo se aprovechaban los viernes en luna creciente para sembrar patatas y las otras referidas plantas, si en ese tiempo se presentaba la buena sazón para la siembra.

De todas estas cosas ya casi nadie hace caso, y no deja de sorprenderme, porque si antes eran realidad y no falsas creencias, deberían seguir igual, porque en esto no se concibe que pueda haber cambio de modas.




LA CASA DE LOS RUIDOS MISTERIOSOS.

En el término municipal de Hornos de Segura radica “El Polvillar”, que hasta no hace muchos años fue pequeño núcleo de población de ocho viviendas humildes, con dependencias para diversos animales, de las que sólo quedan la mitad habitadas en verano únicamente. Las restantes casitas se convirtieron en ruinas.

Allí residían mis abuelos maternos y los hermanos de mi abuelo, y allí nació, se crió y vivió mi madre, q.e.p.d., hasta que contrajo matrimonio.

En los últimos años del ochocientos murió en dicho lugar un joven, primo hermano de mi madre, soltero y que había mantenido un corto noviazgo con otra prima hermana. Y durante el velatorio nocturno del cadáver del joven comenzaron a oírse unos ruidos extraños en la casa de los padres de la muchacha que hubiera sido novia del joven fallecido, lindante con la casa de mis abuelos. En un principio no les dieron importancia, atribuyendo los raros sonidos a causas naturales; pero aquellos misteriosos ruidos siguieron oyéndose en las cámaras de aquella casa por las noches, año tras año, durante más de veinte. Mi madre, que no sabía mentir, nos contaba en repetidas ocasiones que ella, como su casa paterna estaba tabique por medio, los oyó incontables veces durante su juventud.

Subían a las cámaras alumbrándose con un candil, y los ruidos paraban, y no veían nada, y cuando se bajaban volvían a oírse los preocupantes sonidos; todo esto según la infalible versión de mi madre.

Así transcurrieron los años hasta que se casaron y se fueron de la casa paterna todos los hijos del matrimonio dueño de ruidoso hogar. Cuando ya se quedaron solos los dos viejecitos, no pudiendo soportar el miedo, aunque estaban bien acostumbrados, buscaron una vivienda de alquiler en Cortijos Nuevos, donde residían algunos de sus ocho hijos, y abandonaron su propia casita, la de los nunca identificados e inexplicables ruidos.

Después, una pobre familia, Ginés y su prole, que no tenían techo donde cobijarse, se instalaron en la casa abandonada, que les dejaron gratuitamente, y continuaron molestándoles los misteriosos sonidos. Contaron que una noche, Ginés, que por lo visto era bastante bruto, ya enfadado, gritó y empezó a proferir palabrotas, diciendo que bajasen y le tocasen las partes íntimas. Entonces oyeron como rodar una calabaza gorda por las escaleras, llegando hasta donde tenían la cama, moviéndola estrepitosamente, y se les apagó el candil que tenían encendido.

El día siguiente abandonaron la casa y se hicieron una choza en el campo donde tenían sembrados los hortales, y allí pasaron varios meses. Recuerdo perfectamente verlos en su choza cuando yo andaba por aquellos alrededores guardando cochinos, que fue mi primera ocupación.

La casa quedó vacía hasta la guerra civil, y cuando ya el dinero no valía casi nada la compró otra pobre familia por el simbólico precio de mil quinientas pesetas. Casi regalada.

Los anteriores dueños de la casa murieron y, según los nuevos propietarios, cesaron los ruidos. Unos años más tarde, también estos últimos ocupantes emigraron, abandonando aquel sospechoso hogar, que acabó convertido en un montón de escombros.





UNA MISTERIOSA APARICIÓN

En un cortijo solariego del término de Hornos, en tiempos no lejanos, habitaba un labriego de mi familia con su esposa y cuatro niños de corta edad. Y la mujer tenía a su servicio para el cuidado de sus cuatro vivos muñecos a una niña ya entrando en la adolescencia, una chica muy diligente, amante de complacer y rápida en hacer todo cuanto se le mandaba.

Una tarde la enviaron al estanco de una aldea próxima para comprar tabaco, cerillas y alguna otra cosilla.

Regresaba la niña satisfecha de haber cumplido el encargo, poco antes de anochecer, cuando a unos doscientos o trescientos metros antes de llegar al cortijo la oyeron llorar; el primero en llegar fue un mozalbete que trabajaba en la misma casa cuidando vacas. El chaval corrió y llegó hasta ella, que permanecía inmóvil. Al preguntarle por qué lloraba, la niña contestó que una anciana se le había puesto delante en el camino y le impedía continuar andando. El hombre con quien servían los dos muchachos salió detrás al lugar donde estaban los chavales, y los encontró explicando la niña al chico lo sucedido, y el muchacho aterrorizado sin ver nada, intentando alentarla y darle ánimos. Al llegar el hombre mayor y oír el relato quedó no menos impresionado y sobrecogido de miedo. La niña ya se calmó y se fueron al domicilio.

Ya en la casa la niña contó tranquilamente cómo había sido la misteriosa aparición y las características de la anciana que se le había puesto delante.

Para ver si podían aclarar mejor el extraño encuentro, al siguiente día y a la misma hora, salió el hombre con la niña por el mismo camino donde tuvo la inexplicable visión el día anterior, para ver si se repetía la aparición Y así fue: De pronto, el grito de la chiquilla asustada: “¡Mírela, ahí está!”, pegándose todo lo posible a su acompañante. Él contaba que se le puso el cabello de punta del miedo que se le produjo, porque él no veía a nadie, pero armándose de valor pudo decir a la niña: “Pregúntale si desea algo, que te diga lo que quiere”. La niña decía que la seguía viendo, y él continuaba sin ver nada. Habló la niña transmitiendo lo que el hombre le había indicado y, según la versión de la adolescente, oyó que le dijo la anciana: “Soy la madre de tu abuela, dile a tu tía que salga a pedir para pagar una misa a la Santísima Virgen de la Asunción; es una promesa que le hice y no cumplí”.

La criatura, temblando, transmitió el mensaje a su acompañante, que, igualmente asustado, le dijo: “Dile que todo se cumplirá como lo ha pedido”. Lo que la niña repitió en presencia de él y, según la chica, la anciana desapareció.

Unos días más tarde, recuerdo ver a aquella tía de la niña, para quién iba dirigido el encargo (nieta de la anciana fallecida), como iba de casa en casa pidiendo para cumplir la promesa.





DISCRIMINACIONES FEMENINAS, ¿O PRIVILEGIOS?

Ahora se habla mucho de las discriminaciones que sufren las mujeres respecto a los hombres, cuando están más igualadas que lo han estado nunca. Hace cincuenta años no se oía tal palabra ni las sufridas mujeres reivindicaban nada; y entonces sí que existía una marcada diferencia, tanto en la manera en que habían de comportarse como en el trabajo y su remuneración.

Todas las mujeres casadas en el medio rural eran amas de casa, corriendo a cargo de ellas todas las faenas del hogar, y ayudaban a sus maridos a muchas de sus duras tareas, principalmente en las recolecciones. El puesto del hombre no lo ocuparían nunca, no arreaban la yunta ni cavaban olivos, no era normal que fueran a la siega de cereales, salvo en muy excepcionales casos.

En la cogida de la aceituna, ellas recogían la que caía al suelo, no vareaban los olivos ni tiraban de los mantones, y cobraban poco más de la mitad de lo que valía el jornal de hombre.

Cuando surgía un viaje, jamás iba la mujer sola, y menos si era jovencita; el marido, siempre fiel protector de la mujer, la acompañaba con su caballería cogida del ronzal para evitar que corriera o saltase y pudiera derribarla. Si la bestia era fuerte y el viaje largo, montaría con ella algún rato en la misma cabalgadura; lo que jamás ocurría era montarse él y dejarla a ella a pie ni un momento.

Los hombres no hacían nada de la faenas del hogar; por supuesto que no les sobraba tiempo de sus quehaceres, pero en las veladas invernales sí que hubieran podido ayudar en algo y no lo hacían; no sabíamos ni teníamos los jóvenes interés en aprender, parecían cosas totalmente ajenas a nuestra condición de varones. Los hombres mayores pasaban las veladas haciendo objetos de esparto, a lo que también nos obligaban a los niños a aprender y ayudar.

Donde había varios vecinos, los jóvenes solían reunirse las noches de invierno en una u otra casa para jugar a la brisca u otros juegos de la baraja, y las chicas se quedaban haciendo labores.

Se oía poco hablar de infidelidades, aunque algún caso habría de darse, pero muy pocos en los matrimonios de trabajadores.

Los hombres y toda la sociedad exigían la virginidad a las mocitas antes del matrimonio; no así a los varones, que la mayoría de ellos ya habían tenido de solteros sus contactos sexuales con prostitutas durante el tiempo del servicio militar y en las ferias más importantes donde se reunía mucha gente, a las que se desplazaban grupos de rameras buscando su negocio.

Las mujeres no fumaban, ni las mayores ni las jovencitas (excepto las prostitutas), ni alternaban en bares ni tabernas bebiendo o jugando, como siempre hicieron los varones.

Como las mujeres podían hacer poco en las fuertes y rudas tareas del campo, el pobre labriego que tenía varias hijas y ningún varón, estaba obligado a seguir arreando su yunta y hacer los demás trabajos fuertes sin ningún relevo, mientras sus fuerzas se lo permitían, y no prosperaba económicamente. En cambio, el matrimonio que sólo tenía varones, al estar tan separadas las labores de cada sexo, era la esposa y madre la obligada a trabajar sin descanso día y noche para atender a toda la familia.



LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (1936-1939)

Si la vida en esta sierra fue siempre dura para las clases más humildes, cuando llegó la abominable guerra civil del año 36 al 39, se desbordaron las penurias y calamidades en todos. A la dicha contienda fueron incorporados todos los hombres desde los 17 y hasta más de 40 años, en la que muchos perdieron la vida. Y los que nos libramos de ir a los frentes, unos por viejos y otros porque todavía éramos niños o adolescentes muy jovencitos, también sufrimos las nefastas consecuencias. Hubimos de enfrentarnos con las tareas que antes hacíamos entre todos. Abuelos y muchachos de 14 y 15 años, arreando las yuntas y realizando todos los trabajos sin descanso para salir adelante.

Algunos ancianos ya con los hijos casados y con su propia agricultura, hubieron de hacerse cargo de los quehaceres de los hijos, a los que habían llevado a la guerra; volver a coger las yuntas y, junto con las nueras, hacer las faenas agrícolas y cuidar los animales. Jóvenes esposas quedaron como en estado de viudedad, algunas con un niño de pecho, quizás nacido después de la partida de su padre, teniendo que hacer ellas el trabajo del campo. Se llevaban a los críos a las huertas donde tuvieran el tajo de siega, los ponían en un camastro a la sombra de un árbol mientras ellas, vigilantes, segaban y cuidaban sus hortalizas. Cuando el niño reclamaba su alimento, acudían, lo amamantaban y volvían a su tarea.

En la cogida de la aceituna fui testigo presencial de casos de llevarse al tajo niños de pocos meses. Los metían en una espuerta grande, bien abrigados, colgaban la espuerta con el niño en un olivo, y así pasaban la jornada. Los niños algo mayorcitos ocupábamos el puesto de trabajo de un hombre. A mí me tocó arrear un par de mulos desde los 14 años, cuando no alcanzaba ni tenía fuerza para echarles los aparejos al lomo, obligándome a buscar un sitio adecuado con algo de desnivel para, desde la parte alta, alcanzar mejor y poder aparejarlos.

Durante aquella desastrosa guerra se dispararon los precios de todos los artículos, hasta el punto de que el dinero no valía casi nada. Nadie vendía un producto si no era a cambio de otro. Si un labrador necesitaba comprarse ropa, tenía que pagar su equivalencia en comestibles, ya que por dinero no se la vendían, y así sucedía con todo. En los últimos meses de la contienda sólo existían los trueques. Quien sólo tenía dinero, por mucho que fuera, pasaba hambre.

Varios hombres se escaparon de los frentes de guerra y se vinieron a sus casas andando por los campos para que no los vieran procurando llegar de noche; se escondieron en cámaras o habitaciones ocultas donde permanecieron hasta que se acabó la guerra. Los miembros de la familia, principalmente madres y esposas, llorando hacían creer que no sabían nada de ellos, diciendo que habrían muerto o que los habrían hecho prisioneros. Supieron fingir extraordinariamente (como en el teatro) hasta finalizar la contienda, cuando los hombres pudieron salir de su escondite.

Cuando ya en el año 39 regresaron los que tuvieron la suerte de conservar la vida y volver a encontrarse con sus familias, todo fueron celebraciones y cumplir promesas a Dios y a María Santísima por haberlos liberado de las mortíferas balas y bombas.

Para las familias de los muchos que murieron, llegó la pena más desconsoladora; concluían las esperanzas que albergaban hasta el final de abrazar a sus seres queridos.

Llegó la postguerra. Los primeros años después de la sangrienta revolución fueron los de mayor escasez de alimentos conocida por los españoles del siglo XX, por lo implantaron el racionamiento ya iniciado anteriormente. Sin duda lo harían con buenas intenciones para que a todos les alcanzara algo de lo poco que había de productos alimenticios; pero como suele ocurrir, para toda ley existe trampa, y lo que sí llegó fue el fraude y la picaresca incontrolable. Aquella medida sirvió para que algunos se enriquecieran a costa del hambre que otros muchos hubieron de padecer.

Se extendió el estraperlo. Los productores de cereales y otros comestibles sujetos al racionamiento declaraban solamente lo que no podían ocultar, y, a pesar de la vigilancia fiscal y las multas que imponían, la mayor parte de las cosechas las reservaban para venderlas al estraperlo. Con lo que distribuían del racionamiento oficial para un mes, no bastaba para una semana. El precio de los artículos racionados, el pan y la harina en primer lugar, lo fijaban las autoridades con arreglo a las bases de los jornales, y los artículos estraperlados por especuladores y traficantes se elevaban a más del doble o al triple, y cuando se terminaba la ración, los pobres jornaleros tenían que comprar los alimentos a los precios abusivos de estraperlo para no morirse de hambre, y con lo que ganaban no les alcanzaba ni para medio comer.

Los mismos patronos que pagaban a sus obreros los jornales al precio de las bases, si les vendían algo de comestibles a sus mismos jornaleros, se los cobraban a los precios que corrían de estraperlo. ¡Qué conciencias! El caso es que, como era la costumbre en general, pienso que no se daban cuenta del abuso que estaban cometiendo. Les parecía algo normal y no serían conscientes de que estaban obrando como crueles estafadores. En aquel tiempo, durante los años 40 al 46, llegó a valer un pan de cuatro libras (unos 1.900 gramos) hasta 25 pesetas, cuando un jornal en la agricultura no alcanzaba esa cantidad. ¡Cuántas verduras y yerbajos silvestres de todas clases cogerían las mujeres en el campo para alimentarse la familia, y cuánta hambre pasarían quienes no tenían más recurso que el trabajo! A varias personas les costó perder la vida por la desnutrición, mientras se enriquecían los especuladores. Como actualmente ocurre con las drogas.

En una ocasión oí jactarse a una persona de inteligente y lista porque había sabido comprar olivos por un kilo de harina cada árbol. ¡Qué situación tendría quien las vendiera así quedándose sin nada, tal vez para comer un mes o dos! Esto merece un serio y reflexivo examen de conciencia.




BURRO Y CERDO EN EL MEDIO RURAL

El burro. De este sufrido animal, quizá el más desgraciado de todos los domésticos auxiliares de los humanos campesinos, por obligarlo a llevar sobre sus lomos cargas superiores a sus fuerzas, alimentado deficientemente y constantemente apaleado para que no se rindiera en el camino, no podía faltar, al menos un ejemplar, hembra o macho, en cada hogar de las familias campesinas pobres.

Generalmente, los asnos machos, sin castrar para que no les mermara su fuerza, los utilizaban los arrieros formando recuas de varios animales para la carga y transporte de objetos pesados a distancias algo largas; de unos pueblos a otros y para sacar la madera de los montes; unas veces ajorrando los pinos pelados enteros, y otras los cuartizos y tablas ya aserrados por cuadrillas de trabajadores especialistas en la serrería. Dentro de los mismos bosques ya los transportaban a cargas sobre aparejos adecuados. Tanto los cuartizos o cuartones, que eran para las vigas de los techos, como los rolizos o pinos delgados para los tejados, los acarreaban los arrieros con mulos y burros hasta los almacenes de madera más próximos, que se encargaban de distribuirla.

Los molineros también se servían de esta especie de animales para los acarreos de sus moliendas. Tanto los molineros como los arrieros de otras mercancías ponían delante el mejor burro de las recuas para que guiara el camino, como líder, y le colgaban un cencerro que anunciaba el paso de la recua.

Las burras hembras y los borriquillos más débiles los tenían los labriegos más humildes para sus labores, y los jornaleros, a los que les eran imprescindibles para sus pequeños acarreos y, sobre todo, para traer leña de los montes más cercanos, que era la tarea de cada día, ya que la leña era el único combustible para el fuego de las cocinas durante todo el año, y para combatir el frío invernal en sus pobres viviendas mal acondicionadas; la mayoría como una cuadra enjalbegada, con chimenea y algún ventanuco sin cristales, por lo que en llegando el invierno necesitaban buenas lumbres, y casi diariamente habían de salir a por leña. Si el hombre estaba dando el jornal, saldría la mujer con su borriquillo, ella sola o con la ayuda de algún chiquillo.

Los obreros que no sembraban cereales y, por tanto, no recogían paja para la bestia, juntaban el rastrojo que los segadores dejaban en el campo, y con eso alimentaban a las infortunadas bestias durante el invierno, cuando no había yerba en el campo.

Los cerdos. Como las bestias (así se llamaba a mulos y burros), eran indispensables en el medio rural. Estos pacíficos animales que con tantos nombres se denominan; “marrano” el más corriente seguido de cochino, puerco, guarro y gorrino. Es el animal que no tiene sustitución, y no podía faltar en ningún hogar de campesinos. Su carne grasa y los sabrosos embutidos que con ella se elaboran, constituían con el pan y las legumbres la base de la alimentación de los agricultores y obreros agrícolas. Se mantenían casi todo el año con la jipia u orujo procedente de la aceituna, mezclándole un poco salvado o harina de cebada o centeno, más la yerba que comieran en el campo cuando salían. En aquel tiempo pasado se sacaban todos los días los cerdos a pastar al campo, al cuidado de un porquero; un niño o un hombre que no estuviese capacitado para realizar otros trabajos. En los cortijos, cada labrador tenía su marranero, casi siempre un niño. En las aldeas y pueblecillos solían buscar un mayor medio inútil para guardar los cerdos de todos los vecinos, y le daban de comer entre todos los dueños de los cerdos que guardaba; un día por cada cochino que guardara de cada casa, y los llevaba a pastar por las fincas de todos los dueños de los cerdos.

En los veranos y otoños, cuando no había yerba en el campo, llevaban los cerdos a los rastrojos para que aprovecharan las espigas y vainas que se quedaran en los campos cuando se retiraban las cargas de cereales y garbanzos. Más tarde, en los encinares comían las bellotas que caían de los árboles.

Unos dos meses antes del tiempo de las matanzas, se dejaban encerrados los cerdos destinados a dicho fin para cebarlos con piensos más nutritivos; amasados de calabazas, remolachas, y las patatas menudas, cocidas y mezcladas con harinas de pienso y salvado, mas bellotas, habas y maíz; terminando el engorde con los garbanzos de peor calidad, que era el mejor pienso para engordar. Para los cerdos del campo, no destinados a la primera matanza, también se utilizaban los gamones, planta silvestre con hojas parecidas a las de los ajos, que se crían en las sierras de mediana altitud en los rasos despoblados de bosque y matorral.

Los cerdos representaban un buen recurso económico en los cortijos para sus moradores, donde siempre tenían alguna cerda destinada a la reproducción y cría. Luego se vendían los cerditos, lechones de destete, cuando contaban siete semanas, que era el tiempo acostumbrado para la lactancia. Otros lechones se dejaban y se criaban con la madre, y después de cebados, se vendían a gente de los pueblos que no los criaban, pero no renunciaban a hacer sus matanzas. Con estos, los labriegos conseguían unos buenos ingresos en metálico, muy necesarios para comprar ropa y cubrir muchos gastos precisos siempre en todos los hogares.


DIÁLOGO ENTRE ASNO Y CERDO

En aldeas y pueblecitos rurales solían convivir en las cuadras o corrales burros y cerdos, generalmente un animal de cada especie en la misma cuadra o pocilga; y un burro, envidioso del mejor trato que recibía el cerdo que tenía de compañero nocturno, manifestaba sus quejas al cerdo, entablándose el diálogo imaginario y humorístico que sigue a continuación:
ASNO.- ¡Qué suerte la tuya,
gandulote puerco!
Rechinaba el asno
envidiando al cerdo.

De comer bien harto
y tendido el cuerpo,
y todavía gruñes
diciendo “más quiero”.

Y a mí buenas cargas
y palos de arriero,
nada de cebada
ni otro pienso bueno;
paja sucia y granzas
y algo verde fresco
de avena y ballisco
tengo de alimento.
Y tú aquí tumbado
y harto de buen pienso.

CERDO.- ¡Ay amigo burro,
mira que eres necio!
¿Tú le llamas suerte
a lo que yo tengo?

Atado a una estaca,
de pulgas hirviendo.
Yo quisiera cargas
y un roto aparejo.

A ti aunque te traben
te llevan al huerto
y comes la yerba
donde está creciendo,
bebes agua limpia,
y yo, ni eso puedo;
cuando el amo quiere,
de fregar los tiestos.
Aunque sea cargado
te dan tus paseos,
y si es que te pegan
por no andar ligero,
caminar de prisa
es un buen remedio.

A.- Cállate, cochino
porque me enfurezco.
Si intentas burlarte,
cuando yo esté suelto
te pego de coces
hasta verte muerto.

C.- Calma, borriquito,
cálmate esos nervios;
reflexiona un poco,
que yo no te ofendo.

Como buen amigo
y porque te aprecio,
por tu beneficio
te doy un consejo.
¿Cómo he de burlarme
siendo compañero
de cuadra y de pulgas
y a veces de cesto?

A.- ¿De qué cesto dices,
marrano embustero?
De las mismas plantas,
maíz o centeno,
para mí las cañas
y pa ti el moyuelo,
y encima presumes
de amigo sincero.

Yo, los acarre
a serón bien lleno,
mientras tú te pasas
la vida durmiendo.

Aunque yo sea un burro
creo que no hay derecho
al desigual trato.
Es que no lo entiendo.
Como en los humanos
y por no ser menos,
se ven injusticias
grandes como cerros.

C.- De esas injusticias,
verdad, que lo siento.
Lo que me echan, como,
querido jumento.
Aprende de mí
a reclamar pienso.

A.- Lo hago a mi manera,
mis rebuznos suelto,
y palos recibo
porque les molesto.
Gruñir como tú
lo intento y no puedo.
Verdad que es desgracia
el no nacer cerdo.
Cambiaría mi suerte,
ser guarro prefiero.

C.- No seas testarudo
que lo peor es esto;
continuo encerrado
sin dar un paseo,
ni alegre retozo,
ni ver sexo bello.

Tú tienes más suerte
sobre de este aspecto;
te ves con borricas
a cada momento,
puedes piropearlas
y darles un beso...

A.- ¡Qué ignorante eres!
Si esto es un infierno.
Mejor no ver burras.
Después que me alegro
buenos palos cobro
cuando a ellas me acerco.
Y besarlas, ¿cómo?
Con el bozo puesto.
Bozal que lo adornan
pero es un tormento.

C.- Todo eso quisiera,
mejor que este encierro,
burrito del alma,
que aquí siempre preso...


Llegó San Martín
y al cerdo, su tiempo,
y el borrico observa
clavarle el acero,
llegándole al alma
los tristes lamentos,
lastimeros ayes
del cerdo indefenso
que el pobre lanzaba
su sangre vertiendo.
Después ve pelarlo
con el agua hirviendo,
y cambia en el acto
su ideal primero:

A.- Yo, que deseaba
cambiarme por puerco.
¡Ay si Dios me cambia
por ponerme terco!
Más vale ser burro
cargado y hambriento
que harto de maíz
desdichado puerco.
Ahora me conformo
con palos de arriero,
y bendito el Dios
que me hizo jumento.

¡Cuántos de nosotros
envidiar solemos
la suerte presente
de quien es ajeno
al noble trabajo
del mundo sustento
sin fe en la justicia
del Alto Supremo!

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Este relatillo
fabuloso cuento,
llegó a mis oídos
en mis años tiernos,
en vieja leyenda
perdida en el tiempo,
y hoy la recompongo
para mi recuerdo.
La ingeniosa idea
que guardo en silencio,
no fue de mi mente,
e ignoro su dueño.


AVENTURAS, DESVENTURAS E INFORTUNIOS DE FRASCUELO


De todos es sabido lo que ha cambiado la mentalidad de la sociedad en los últimos 50 años en cuanto a la manera de comportarse los jóvenes enamorados, de vivir su amor y disfrutar del mismo. Así como en el trato de personas de diferente sexo, aunque no sean novios. Las mujeres se mostraban inmensamente más recatadas y pudorosas. Siempre usaban mangas largas en sus vestidos, nada de escotes pronunciados ni minifaldas, no salían a la calle sin sus medias del color de la piel más o menos finas. Cuando dejaban de ser niñas jamás se las veía en piernas desnudas, no se ponían pantalón a excepción de en los carnavales, vestidas de máscaras.

En el aspecto sexual, todo contacto con los varones les estaba privado; ni para saludarse se besarían con los hombres si no eran de grado muy cercano de familia. Eso era lo normal, pero como en todas las cosas suele ocurrir, siempre había algunas excepciones que, indudablemente, suponían un escándalo si se hacían públicas.

Conozcamos las aventuras de Frascuelo en los comienzos del ya agonizante siglo XX, en una aldea de Santiago de la Espada, según la versión de un tío carnal mío residente en las Mesillas, del mismo municipio. Se las oí contar siendo yo niño de corta edad.

Frascuelo era un mozuelo arrogante y lanzado, que no se resignaba a la incontinencia de sus impulso viriles, y era capaz de enamorar y hacer rendirse a la chica que se propusiera. Para eso se fijaba en la que consideraba más fácil.

Sostenía relaciones amorosas con Currita, una mocita alegre y de las más coquetas y modernas de su época. Y como las jovencitas estaban siempre muy vigiladas por las madres y no se las dejaba a solas con los novios, a Frascuelo y Currita no les satisfacían así sus relaciones y querían gozar más de su apasionado amor. Por lo que, por las noches, cuando ya estaban acostados todos los miembros de la familia, Frascuelo se iba a la ventana del dormitorio de Currita, que caía a una angosta callejuela, donde ella le esperaba para seguir pelando la pava. Y una noche se le ocurrió al joven meter la cabeza por entre los barrotes de la reja de la ventana, restregándose las orejas, porque el espacio le venía muy justo. Se supone que lo haría para besarse más a placer. Lo que sucedió es que el placer se convirtió en una tormentosa pesadilla; que cuando quiso retirarse , no pudo sacar la cabeza del cepo en que había caído, hasta el punto de verse Currita obligada a salir y buscar ayuda para poder separar un poco los hierros de la reja con herramientas, y al fin se vio libre de su odioso asidero.

Se enteraron del caso los padres de la chica que dormían al lado, y para evitar que se repitieran las entrevistas nocturnas de la pareja, obligaron a la hija a subir su cama a la cámara de la casa, en la planta alta. La cámara tenía un ventanuco sin reja a varios metros de altura. Pero Frascuelo, muy sagaz y con ingenio para vencer todas las dificultades, se buscó un palo de pino con garranchos y nudos de las ramas, lo traía de noche, cuando ya todos dormían, y subía por el palo cogiéndose a los garranchos, entrando al aposento de Currita que, sin duda, lo estaría esperando.

Una noche, después de terminarse un baile en la aldea, al que asistieron Frascuelo y Currita, el intrépido mozuelo trajo su peculiar escalera y subió a aquella cámara donde tenían sus encuentros, pero esta vez, alguien que sospecharía lo espió y lo vieron subir. Avisaron a los demás chavales, sigilosamente le quitaron el palo y esperaron a ver lo que hacía cuando fuese a bajar. Entre tanto, Frascuelo que, por lo visto, no tenía prisa en dejar aquel nido, se dormiría, y cuando fue a bajar estaba amaneciendo, y los otros chavales permanecerían expectantes para ver cómo se las arreglaba al no contar con su portátil escalera.

Cuando Frascuelo quiso abandonar aquel lecho y a su Currita y se encontró sin el palo, salió por la buhardilla al tejado y anduvo buscando otro tejado más bajito para dejarse caer con menos peligro al arrojarse al suelo; y cuando lo vieron los demás mozuelos, le armaron una gran algarabía; unos le decían gato y otros palomo y pavo, y cuantas frases burlonas se les venían a la lengua. La verdad es que Frascuelo no gozaba del afecto y amistad sincera de los otros chicos por jactancioso, que alardeaba de conseguir triunfos amorosos que los demás no podían alcanzar. Así, toda la juventud masculina allí reunida, formaron un insólito y divertido espectáculo para ellos, mientras Frascuelo pasaba por otro vergonzoso trance.

Con las referidas aventuras o desventuras, el célebre protagonista de esta historieta se hizo famoso en cierto modo en la comarca. Los comentarios se multiplicaron y se extendieron por los alrededores, y le adjudicaron el mote de “gato-garduño”, por eso de aprovechar la noche y trepar por los tejados, apodo por el que fue conocido en la geografía serrana, hasta donde no lo conocían físicamente.

Un día caminaba el popular Frascuelo por cerca de donde había un grupo de mujeres jornaleras excavando garbanzos, y al verlo con su típico aspecto altivo y engallado, empezaron a piropearlo jocosamente, y él, mostrándose más valiente de lo que en realidad era, les contestaba con frases no menos provocativas. Fueron aumentando de tono las palabras cruzadas, y ellas lo incitaron con voluptuosos desafíos. Frascuelo se desabrochó el pantalón pensando ruborizarlas o amedrentarlas y, ¡qué equivocación! Aquellas mujeres en vez de acobardarse (por lo visto eran fuertes y decididas, de las que llaman “de armas tomar”), corrieron hasta él, lo derribaron y le ataron las manos juntas por detrás de la espalda. Entonces, unas lo sujetaban con coraje, y otras le vaciaron un botijo de agua en los órganos genitales, en los que le colgaron una cencerrilla pequeñita que llevaba la cabra de una de las mujeres, y con las manos bien atadas, de manera que no podía desatarse, lo dejaron escapar al son de la cencerrilla y, con el pantalón bajo que le servía de traba, se fue el infortunado en busca de alguien que le desatara las manos.

Aquel grupo de campesinas sí llevaron a cabo lo que los ratones en su congreso dijeron que sería bueno hacer con el gato: “colgarle un cascabel” para librarse mejor de sus garras, y al final ninguno se atrevió a “ponerle el cascabel al gato”; ellas sí que se lo pusieron y pasaron un rato de vergonzosa diversión para el arrogante y presumido Frascuelo.






ACENTO Y FORMA DE HABLAR CARACTERÍSTICA DE LOS SERRANO-SEGUREÑOS


Aunque la Sierra de Segura radica mayoritariamente en la provincia de Jaén, siendo la menor parte la que alcanza a las provincias de Albacete, Granada y Murcia, el lenguaje de sus gentes no tiene ni tuvo nunca acento andaluz; en tiempo pasado se parecía más al acento del antiguo reino de Murcia. Los ancianos supervivientes hasta la primera mitad del siglo XX pronunciaban con diferente sonido las sílabas directas que llevan ll o y, como anteponiendo una l a las ll. Las palabras con y en sus sílabas directas las pronunciaban de manera más seca, como en el resto de la provincia jiennense se pronuncian todas. Ancianos casi analfabetos sabían sin equivocarse las palabras que se escribían con ll o y sólo por la pronunciación; cosa que en mi niñez a mí me causaba una gran admiración al comprobarlo con mi padre q.e.p.d., serrano de pura cepa, nacido y criado en Poyotello, municipio de Santiago de la Espada, y que apenas sabía leer y escribir.

En los pueblos y aldeas de esta sierra, a pocos se les denominaba por su nombre de pila, principalmente a los varones; ya desde niños o jovencitos se les rebautizaba con un mote, a excepción de los residentes en un cortijo solariego, sin sociedad, conviviendo solamente con la familia. Muchos apodos hacía referencia a defectos físicos o condición de la persona, como “el cojo”, “el moreno”, “el avispao”, etc. Algunos motes se componían e dos palabras, como “mataperros”, “carasucia”, y otros de parecido estilo. Muchos apodos calaban tanto en las personas que casi nadie los conocía por su verdadero nombre, y pasaban de padres a hijos, e incluso hasta los nietos; se heredaban como los apellidos. Algunos de estos sobrenombres eran un tanto despectivos, y se enfadaba al que se lo decían en tono burlesco. Otros eran más normales, y quienes los tenían atendían cuando se les nombraba por el mote, mejor que si los llamaran por sus propios nombres.

Hasta tiempos no muy lejanos, los hijos trataban a los padres de usted, tratamiento que a los niños les imponían los propios padres como señal de respeto, que se convertiría en un poco de miedo, porque cualquier falta de respeto o desobediencia era motivo de fuerte castigo con azotes, bofetadas o cinturonazos.

Los jóvenes, al nombrar a los mayores, anteponían la palabra “hermano” cuando se trataba de familiares o vecinos con los que se mantenía buena amistad; hermano Juan, o hermano Felipe, que en muchos casos sólo decían la mitad de la palabra, quizá por aligerar, como la “hermá Francisca”, la “hermá Josefa”, etc. A los no familiares se les decía el tío Fulano o el tío Mengano, empleando casi siempre el apodo.

En todos los rincones de esta sierra se empleaba un vocabulario de frases y palabras no contempladas en los diccionarios de la Real Academia. Como epílogo incluimos un vocabulario de las palabras usadas más corrientemente, y no recogidas en el Diccionario.




VOCABULARIO SERRANO-SEGUREÑO

DE PALABRAS NO RECOGIDAS EN EL DICCIONARIO

(Una aproximación)

ABALIAOR.-Persona que barre las granzas del grano con balea.

ABEJARUGO.-Abejaruco. Dícese del hombre torpe o atontado.

ACARCACHARSE.-Pudrirse la madera. Se dice de la persona que con la edad pierde vigor y queda enfermiza.

ACICACHAR.-Acechar sigilosamente con astucia.

ACICONQUE.-Persona muy ruda y torpe.

ACOCHARSE.-Aprovecharse indebidamente de algo que no pertenece.

ADORREAR.-Hablar terca y tontamente.

ADORRO.-Cansado y muy terco en la conversación.

AGUARIN/A.-Persona que bebe mucha agua. Planta que precisa mucho riego.

AGUATE.-Caldo de cocer hierbas para aliviar enfermedades.

AGUAZUPE.-Agua muy sucia por haber lavado algo en ella.

AJARRAR.-Enfoscar las paredes con argamasa.

AJEBO.-Doblar el cuerpo para hacer algo.

AJOPATAS.-Enredo nada claro en cualquier asunto.

ALEAR.-Mejorar de una enfermedad. Tirar adelante.

ALEQUE.-Persona o animal débil, sin fuerza, que vale poco.

ALRIOR.-Alrededor.

ALRO.-Variedad de espino de tronquitos delgados y ramas con muchos pinchos, de las que los campesinos hacen las baleas.

AMAGANTINARSE.-Agacharse para no ser visto.

AMAJANCAR O AMAJANCARSE.-Derribar o caerse, quedando sin movimiento.

AMORAGAR.-Dominar con astucia.

AMORRONGARSE.-Adormilarse en la silla o en el sofá.

AMUGUES.-Palos que se colocaban en los aparejos de las bestias para cargar los haces de mies atándolos a ellos.

ANDARACHE.-Especie de andamio o puente mal hecho, para pasar por él.

ANDÓMINAS.-Abarcas o esparteñas mal confeccionadas, calzado basto.

AÑASCAR.-Unir, arreglar un objeto juntando piezas.

APARPAR.-Escuchar, observar.

APARRANARSE.-Echarse al suelo.

APECHUSQUES.-Conjunto de objetos, bártulos.

APERRUGAR.-Trabajar rudamente.

ARAMBOL.-Curva haciendo arco en un surco o línea.

ARBULARIO.-Hombre muy airoso, desenvuelto y poco formal.

ARGATE.-Persona muy desordenada.

ARPELLÍO.-Alboroto, griterío.

ARRIPIEZO.-Personajillo bajo y despreciable por feas y malas maneras de comportamiento.

ATASAJARSE.-Tenderse en el suelo.

ATORNAJAO.-Tendido en el suelo.

AZAGÓN.-Hartada de andar para ir a cualquier lugar.

BANCALAZO.-Envejecimiento rápido en persona o animal.

BARJA.-Cesta de pleita con tapa que usaban los campesinos para llevar la merienda al campo.

BARRIOR.-Vara larga con trapos atados a un extremo para barrer el horno del pan.

BERRENDO.-Manta delgada y de escasa calidad.

BILRRAGA/O.-Amechonado, jaspeado.

BISTOBA.-Vara con espátula adosada que usaban los labradores para arrear a la yunta y limpiar la broza del arado.

BOJÍN.-Seta no comestible. Pájaro.

BORUÑO.-Bulto de ropa u otra cosa en forma de bola, liado de forma desordenada.

BUCERA.-Boquete abierto en acequias para regar las huertas.

CABECERA.-Colchoneta o jergón individual.

CACIMBÁ.-Liquido que cabe en un cazo u otro recipiente algo grande.

CAILLO.-Semilla de ciertas hierbas cubierta de pinchos. Persona muy activa, presente siempre en todos los trabajos y lugares.

CALENDO.-Muy friolero, calado de frío y cobarde ante el mal tiempo.

CALLACUEZO.-Poco comunicativo y antipático.

CALREAR.-Sudar mucho con calor y cansancio.

CAMÁNDULO.-Hombre muy flojo e inútil.

CÁNCANO.-Envejecido y enfermizo. Flojo.

CARAMBILLOS EN EL AIRE.-Hacer carambillos en el aire. Ilusionarse haciendo proyectos irrealizables.

CARÁNTULA.-Corteza de la cara del cerdo.

CARCACHO.-Trozo de madera medio podrido. Persona enfermiza.

CARCAÑA.-Suciedad, mugre.

CARCUNDO/A.-Persona que calla por picardía cuando le interesa.

CARRETIL.-Carro o montón de platos u otros tiestos de loza que se acumulan para fregar.

CASCANTE.-Hombre muy hablador.

CASILLA.-Hoyito que se hace en la tierra para sembrar ciertas semillas.

CERDÓN.-Lomo de tierra para separar los tablares de hortalizas.

CERRAMPLÍN.-Chubasco o chaparrón muy intenso.

CIBANTO.-Ribazo grande para abancalar o allanar la tierra.

CIECA.-Acequia.

CIFRÉS.-Desasosiego o inquietud.

CINORRIO.-Muy torpe, atontado.

CIRGAR.-Salir a toda prisa caminando.

CIRIALES.-Pasarlas ciriales, pasarlo mal. Pasarlas canutas.

CIRIGÜETÁ.-Movimiento muy brusco hacia uno u otro lado.

CIQUITRAINA.-Alboroto estruendoso. Pelea o riña escandalosa entre varias personas. Dícese de tormentas con fuertes y copiosos aguaceros o granizadas. (Se arma o se armó la ciquitraina).

CITOTE.-Ruín y pequeño.

COLAÑA.-Bebida alcohólica.

COMBRO.-Dícese de la persona muy encorvada, muy doblada.

CONDUERMA.-Quehacer contínuo de algo no grato.

CONGRACIARSE.-Jactarse o presumir de listo o valiente por vencer o engañar a otro listillo.

CORIANA.-Cucaracha.

CRILLA.-Patata.

COSCORRA.-Corteza del pan.

CUCAS.-Golosinas.

CUCÓN.-Agachado y encogido. Hecho un cucón.

CUCHIVACHE.-Covachuelo muy pequeño.

CUICIA.-Codicia para el trabajo. Trabajar con anhelo.

CHAILAS.-Palabrería insustancial. Argumentos generalmente falsos empleados como excusa para eximirse del cumplimiento de un deber.

CHAPURRARSE.-Estropearse algo. Dícese de las plantas que enferman y no rinden buena cosecha.

CHARNAQUE.-Chamizo o choza.

CHARPA.-Dícese de “charpa” a una cosa muy buena, magnífica.

CHASPALEJAS.-Persona pequeña, nerviosa y dicharachera.

CHASPAO.-Salir chaspao, salir corriendo.

CHAUCHE.-Herida pequeña y envejecida.

CHAULLAR.-Lamentarse los perros y cachorros.

CHES, CHETE.-Voz de llamada a los cerdos.

CHILRE.-Chirlo. Herida o chichón por golpe con algún objeto.

CHIRIBAILES.-Hombre informal, chailista y cambiante; que dice una cosa, y al rato dice o hace lo contrario

CHIRRASPLES.-Chavalillo menudo, alegre y arrogante.

CHIRRO.-Becerro.

CHORNO.-Persona gordinflona y pesada.

CHUCLÁ/O.-Metido en la cama por pereza.

CHUFLECA.-Mujer habladora de frivolidades, sin buen juicio ni sentido razonable.

CHURIVITA.-Persona que haciéndose como muy fina, hace gestos ridículos y dice frases fuera de lugar con extremada retórica.

DENGUE.-Dícese de la persona muy delgada y floja.

DICIOMO.-Muy sucio, grasiento y feo.

EFARRARSE.-Salirse la yunta de la besana hacia abajo.

EFINZAO.-Persona o animal que ya ha olvidado un placer al que estaba arregostado.

EFINZAR.-Quitar el regosto a comer algún manjar apetitoso, o el gozo de algún deleite.

EMBARBETAR.-Coger, agarrar con energía.

EMBORUÑAR.-Apelotonar ropa u otra cosa. Hacer boruños.

EMBROLLAR.-Realizar mal una labor por adelantar tiempo.

EMPAPARULLARSE.-Colocarse una vestimenta que cubra la cara, para asustar.

ENCARCAO.-Abundancia o espesura de algo o de gente.

ENTIMPARRAS.-Zahones de piel de oveja con su lana.

ESABEJAERO.- Salir de un sitio cada uno por su lado. Dispersión.

ESATIJAR.- Saquear. Quitar objetos de un espacio.

ESCAECÍO.- Flaco, sin fuerzas, pobre.

ESCAGARRIZAR.- Cuidar y hacer desarrollarse pollitos u otros animales. Dar a luz muchos hijos.

ESJANGOLÍO o EJANGOLÍO.-Flojo y agotado por excesivo cansancio.

ESJARGOLAERO.-Despeñadero a un barranco.

ESMANGANILLAO.-Abrumado por faena fuerte.

ESMANGURRÍO o ESMANRRÍO.-Flaco y sin fuerzas para moverse.

ESMENDUFAR.-En riña de mujeres, arrancarse pelo y rasgarse el vestido. Dícese cuando un animal muerde un haz de hierba o mies, sacándole espigas o hierbas.

ESMELENÁ.-Invasión de una plaga o mala racha. Riada o torrente por lluvia fuerte o tormenta.

ESMENGAJAO.-Vestido con ropa muy rota o vieja.

ESPAMENTEAR.-Hacer espamentos. Quejarse mucho.

ESPAMENTERA/O.-Persona que hace espamentos.

ESPAMENTO.-Manifestación exagerada por admiración o extrañeza por algo que causa mucho asombro, un tanto ficticio.

ESPAMPLONEAR.-Sacudir, airear una prenda para quitarle el polvo.

ESPOJAR.-Crecer y desarrollarse los animales jóvenes.

ESTAMEÑA.-Paliza.

ESTOLAJE.-Destrozo o tala masiva de árboles u otras plantas. Conjunto de cosas feas o viejas.

ESTOTANAR.-Sacar una persona a otra del cuerpo hasta los tuétanos, todo. Metafóricamente suele usarse en el sentido de exprimir a alguien todo lo que sepa de cualquier asunto.

EXAHUMERIO.-Olor repugnante, generalmente de excrementos humanos.

EZOCAR.-Quebrar mazorcas, espigas o la cabeza de otra planta.

FARAFUSTE.-Desbarajuste.

FUSTAS.-Palos de madera buena para los aperos de labranza.

FUSTE.-Formalidad en las personas.

GABARRITO.-Trozo de hueso de los animales

GACHAPAR.-Aplastar, chafar.

GAITA.-Dícese de un cuello largo de persona.

GALPITO/A.-Persona que busca sólo golosinas para comer.

GAMBAO.-Comida pobre de varios ingredientes.

GAMBARRO/A.-Cencerrillo pequeño y malsonante.

GAMBULLO o GAMBULLETE.-Haz pequeño de hierba o plantas de corta dimensión.

GASMAR.-Coger, agarrar, hacer presa.

GASNÁPIRO.-Hombre comilón y poco trabajador.

GASPALEAR.-Andar por barrizales y terreno accidentado.

GIROBA.-Curva o torcedura.

GOLISMEAR.-Olisquear.

GOMANILLA.-Parte del brazo que une a la mano. Muñeca.

GUÁCHARO.-Hombre blando y perezoso.

GUISCAR.-Punzar con guisque. Provocación a pelea.

GUISQUE.-Aguijón de abeja. Punzón delgado, pincho.

GURUFALLAS.-Frutas y hortalizas de baja calidad.

GURRUMINA.-Labor muy minuciosa y entretenida.

GURRUMINOSO/A.-Que tiene gurruminas o dado a ellas.

HELERAS.-Enfermedades o achaques que aparecen en las personas con el paso de los años, y más en la vejez. “Heleras de viejo”.

HINCAR.-Trabajar duro en la tierra.

HURGONERO.-Vara larga para remover el fuego en el horno. Hurgón.

IMPEDÍN.-Enfermedad en un rodal de la piel que causa picor.

INTERRIÑA o ENTERRIÑA.-Antipatía, manía u ojeriza a alguien o algo.

IR EN BUENAS.-Marchar algo bien, llevar buena orientación.

IRMAR O IRMARSE.-Apoyar o apoyarse. “Irmar el hombro”.

JALABARZO.-Reunión numerosa de gente de ambos sexos y diferentes edades.

JARAMPELES.-Ropajes desastrados o harapientos.

JARO.-Hombre o animal con parte del pelo blanco.

JARPILES.-Bolsas de red hechas con cuerdas de esparto para acarrear paja. Normalmente son parejas para cargar en bestias, una a cada lado del aparejo.

LAMBRÍO.-Latigazo o vestugazo.

LAMPAYO.-Mancha grande, lamparón. Parte de un terreno cultivable que se siembra, cava, siega, etc.

LUCHA.-Franja o tira de tierra sembrada que se coge por los trabajadores desde la parte más baja hacia arriba, para excavar o recolectar, con el fin de no llevar toda la anchura del campo a la vez.

LUMBRAR.-Umbral.

MANCADITO.-El que “las mata callando”, y procura no ser visto ni oido.

MACATELA.-Obsesión por algo diciéndolo y repitiéndolo muchas veces con machaconería, que resulta impertinente. Suele decirse: “¡Qué pesado! Siempre con la misma macatela”.

MACOCA.-Tubérculo silvestre muy pequeño y comestible.

MAGUCIA.-Ir de magucia. Entrar clandestinamente a algo prohibido.

MALANDRÁN.-Mal vestido, con ropa sucia o rota.

MANFLO.-Lelo, medio pasmado.

MARCOLLÁ.-Conjunto de varios árboles juntos.

MASCARRA.-Cansado y repetitivo en la conversación.

MAZNAURA.-Abofeteamiento, paliza.

MINGA.-Persona arisca de poco porte y estatura.

MINGO.-Palito corto con base plana del juego de los bolos.

MOCHOLÁ o MOCHUELÁ.-Inclinación de cabeza a causa del sueño.

MOLONDRUSCO.-Trozo grande de carne, tocino, etc.

MOQUETAZO.-Puñetazo en la trompa.

MORREAR.-Cortar el pelo a rape.

MORRINGA.-Hombre flojo y excesivamente tímido.

NARRIA.-Narices de las vacas.

NORRE.-A norre. Echar algún producto a norre, sin tasa ni medida. Decíase al sembrar algo, echar la semilla en gran cantidad.

ÑARREAR.-Tardar mucho tiempo en hacer algo torpemente.

ÑARRO.-Persona que ñarrea.

ÑECO.-Zagal de escaso mérito y valía.

ODO.-Interjección. Voz de admiración y asombro.

PALRAR.-Charlar.

PALRESCA.-Conversación frívola.

PAPAO.-Personaje de ficción terrorífico, con el que se mete miedo a los niños. El “Coco”.

PAPARULLO.-Persona enmascarada que oculta el rostro para asustar o sorprender.

PERCHAR.-Doblarse un poco los palos de techos y tejados.

PERGAL.-Animal malo por defecto o condiciones. Defectuoso o enfermizo, de escaso valor.

PERPELLAR.-Nombre que se da a la tierra fuerte, negra y productiva.

PICAERA.-Leño preparado para machacar esparto sobre él.

PICHILATE.-Parcelilla de tierra muy pequeña.

PICHIQUEAR.-Hacer cortes pequeños y desordenados.

PIMPORRERA.-Tabarra. Pesadez de una persona terca obsesionada por algo.

PINAR.-Crecer, desarrollarse y fructificar bien las plantas.

PÍNFANO.-Persona jóven muy alta. Muerto.

PINGANILLO.-Que permanece en pie.

PIPES.-Juego de niñas con chinas. Piojos.

PIZOTE.-Tronquito de una rama. Bulto saliente en un objeto.

PICHULEAR.-Dar o hacer cortecillos desordenadamente con hacha o navaja.

PLIGAR.-Ajustar bien una puerta. Morirse.

POSETE.-Leño corto u objeto donde sentarse o poner algo sobre él.

PUIZABAJO.-Hacia abajo, andando, corriendo o rodando.

PUIZARRIBA.-Que camina hacia arriba.

RABANERA.-Empeño impertinente.

RÁFITA/O.-Persona fresca y descarada.

RAMADILLA.-Fajita enrollable de bebé.

RAMPIA.-Secuela resultante de enfermedad o accidente.

RANGOSO.-Que tiene ranguas.

RAMPIAS.-Secuelas de una enfermedad o golpe, después de pasado un tiempo.

RANGUAS.-Obstáculos, entorpecimientos que pone una persona en algo.

RAPIÁN.-Prenda de vestir vieja o mal confeccionada.

REBORONDO.-Esférico.

RECHIFETE.-Dícese de la flama cuando abrasa el sol.

RECLOQUEAR.-Gruñir suave y amorosamente las cerdas cuando amamantan.

RECUSCO.-Bien arreglado, guapo y elegante.

RECUTIDERO.-Lugar cubierto donde entra la gente para resguardarse del mal tiempo o estarse un rato.

REDRUEJO.-Feo y poco desarrollado.

REGUILLO.-Hielo que se forma en charcos al congelarse el agua.

REGUITAJO.-Tira o trozo de tela pequeño, tierra u otra cosa.

REMORMORIO.-Amago de dolor suave pero contínuo.

RENCHÍO.-Muy lleno, inflado.

REPARANDORIA.-Palresca frívola, intrascendente.

REPISCO.-Pellizco.

REQUEMECA.-Pesadumbre, inquietud, zozobra.

RESIEGO o RESIEGOS.-Suciedad pegada o impregnada en un objeto o en la piel de una persona.

RESTRIBÁ.-Rebusca.

RETESTÍN.-Requemeca.

REVEZOS.-Bordes u orillas sucios de una superficie, por ejemplo: los labios.

RONDINES.-Buscadores de plantas de tabaco para denunciarlas.

RUAL.-Rodal.

RUMIENTO.-Enrobinado. Poco desarrollado. Oxidado.

RUS.-Desecho de cualquier producto o materia.

SACHE.-Jactancioso o presumido.

SAGATO.-Lumbre con mucha llama.

SANJUANEAR.-Ir de un lado a otro sin hacer nada.

SANJUANEO.-Acción de sanjuanear.

SÁNSANO.-Dícese del hombre medio lelo y poco activo, muy tranquilo, que le da igual una cosa que otra.

SAQUIMENGO.-Prenda de vestir mal confeccionada o poco elegante.

SARABUJEAR.-Entretenerse en cosas inútiles.

SILRE.-Estiercol de cabras u ovejas seco y desmenuzado.

SOPA ENSALÁ.-Que no viene a cuento ni a propósito.

SOSQUE.-Lumbre grande, sagato.

SOTORRONARSE.-Sentarse perezosamente en un sillón, sofá o en el suelo, sin hacer nada

TABLAR.-Trocito de tierra preparado para hortalizas.

TAJEAR.-Disponer la tierra en tablares o surcos.

TALACINA.-Corta masiva de árboles, estolaje.

TALANCO.-Palo delgado y seco.

TANA.-Galbana. Pereza.

TARAMBOCANO.-Tarumba, atolondrado.

TARASCA.-Mujer guarra.

TARATO.-Atolondrado.

TARRAQUE.-Puesto de venta rústico y sencillo, mas bien pobre.

TÁRTAGO.-Hartada de andar. Azagón.

TIBANTE.-Totalmente lleno.

TÍNFANO o PÍNFANO.-Muerto.

TORNAJO.-Tronco grande ahuecado para retener agua para que beba el ganado.

TOROZÓN.-Dolor mortífero.

TORTOLÁ.-No dar tortolá, no acertar a decir o hacer lo que se desea.

TOSTUZ.-Suciedad que impregna a un objeto.

TRAMIZA.-Paliza.

TRAPAJÁ.-Caida violenta al suelo. Caida estrepitosa quedando en el suelo.

TRAQUE (ESTAR HECHO UN TRAQUE).- Enfermizo e inútil.

TRASCACHÁ/O.-Persona echada al suelo. Oculta, escondida.

TRASQUETALES.-Enseres de casa. Utensilios.

TRASTILLAJE.-Trasto viejo. Vehículo muy viejo y estropeado.

TRINGOLÁ.-Conjunto de cosas o animales de una especie. Dícese de los frutos que maduran de una vez.

VERBAJO.-Masa blanda de salvado y agua que se les da a los cerdos.

VIANESCA.-Vaca que embiste. Vaca brava.

VITANGO.-Bureo. Ir de “picos pardos”.

ZALANDRO.-Trozo grande de pan o torta.

ZANCAPERRAR.-Andar inutilmente. Corretear, callejear.

ZARADÍO.-Color agrisado de gallinas o pollos.

ZARAPINGUE Y ZARATUTE.-Dolor o mareo repentino.

ZARRASTRAJO.-Persona o animal excesivamente flacucha, ennegracida y estropeada.

ZORITEAR.-Ir buscando los trocitos de carne u otros alimentos apetitosos para comerlos, y dejar el reesto de la comida.

ZORITA/O.-Persona que zoritea.

ZORROMOSTRO.-Abultamiento por arrugas en ropas.

ZUNZUNEAR.-Andar de un lado a otro sigilosamente.

ZURCACHO.-Covachuela.

ZURRASCO.-Color pardo no definido.

ZURRIARSE.-Coger diarrea los animales domésticos.

ZURRUMBIAR.-Arrojar un objeto con furia, tirarlo con fuerza.

ZUSCAR o ZUSCARSE.-Asustar mucho o asustarse.

ZUSCÁ o ZUSCAO.-Persona asustada, muy cohibida



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