DERECHO Y HUMANISMO GIENNENSES EN LA VIDA Y EN LA OBRA DEL DOCTOR
DON EMILIO DE LA CRUZ AGUILAR
Señor Director del Instituto de Estudios Giennenses.
Señores Consejeros del Instituto.
Señoras y Señores:
Decían los clásicos que sabe, de verdad, quien simplifica la exposición de lo que sabe, o de lo que cree saber. Yo procuraré hacerlo, en la medida de lo posible, en estas impresiones mías sobre la vida y la obra, de jurista y, en general, de humanista vocacional y profesional, del doctor Don Emilio de la Cruz Aguilar, que es la materia y el título de esta conferencia tan particular, que hoy nos reune a todos, y que cuenta con la presencia del conferenciado (si se me permite emplear esta expresión), lo que me carga de responsabilidad, y, al mismo tiempo, de entrañable emoción.
He contado, muchas veces, que el doctor De la Cruz Aguilar fue quien, de niño, sin saberlo él, me introdujo en el mundo de la Historia del Derecho, una disciplina del conocimiento a la que, en la edad madura, me habría de dedicar por entero. Durante mis años de adolescencia y de primera juventud, la HISTORIA y el DERECHO, así, con mayúsculas, eran él, todo él, y casi se podría decir que nada más que él. Con el paso del tiempo, creo haberme liberado algo de esa tiranía, pero no estoy muy seguro.
Pero, ante todo, quiero expresar mi agradecimiento al Instituto de Estudios Giennenses, benemérita corporación, andaluza y española, del saber en su sentido más amplio, y particularmente del histórico, que personalizo, aquí y ahora, en el Profesor Don Miguel Ángel Chamocho Cantudo, querido amigo y colega, y miembro consejero recientemente electo de este Instituto, por su amabilidad a la hora de invitarme a estar hoy entre ustedes, participando en tan merecido homenaje. Lo que me resulta tan grato, puesto que me ha permitido retornar a la tierra paterna. Mi padre, en efecto, nació en Orcera, como Emilio; y yo, de niño, he veraneado, durante muchos años, en la Sierra de Segura, concretamente, en El Robledo. También quiero hacer una mención muy especial de otro distinguido consejero de este Instituto, el Profesor Don Juan Higueras Maldonado, a quien tanto admiro por su sabiduría, y a quien tanto agradezco sus atenciones y deferencias de siempre.
1. BOCETO DE LA FIGURA Y DE LA OBRA
DE EMILIO DE LA CRUZ AGUILAR
Si, como decía antes, saber es simplificar, yo resumiría la vida y la obra, todavía in fieri, de Emilio de la Cruz, en una triple trilogía. Mejor dicho, para no caer en involuntarios números cabalísticos, en un tríptico que, en cada tabla del figurado retablo, contase con tres dibujos o pinturas, divididas en estratos, de abajo a arriba. Y no se trata, aquí, en cualquier caso, de rendir ningún culto de latría, y ni siquiera de dulía.
Para mí, en un boceto vital e intelectual de Emilio, trazaría, en primer lugar, comenzando por abajo, una representación de los tres elementos clásicos, de la naturaleza y de la vida, que lo definen; en medio, dibujaría los tres rasgos principales de su personalidad; y, arriba del todo, consignaría las tres expresiones fundamentales de su vocación intelectual. En una primera aproximación, y procurándolo reflejar esquemáticamente, dicho tríptico quedaría esbozado como sigue:
1) TIERRA: la Sierra de Segura.
POESÍA: el alma de un poeta, su amor a la tierra y el canto telúrico a la naturaleza.
HISTORIA: la devoción, irrenunciable, por la historia de su pueblo, de su tierra y de sus gentes.
2) AIRE: la palabra y la música universales, no sólo apegadas al terruño. La vocación cosmopolita por el conocimiento: el conocimiento de todo, de todos y para todos.
UNIVERSIDAD: el hogar de las letras (la Facultad de Derecho) y la música (la Tuna universitaria). La docencia y el estudio alegre, more iocando. Y la libertad del saber universitario, necesariamente universal, de un andariego escolar.
LENGUA: el amor y el virtuosismo en el manejo del idioma. El arte de la palabra, hablada y escrita, de quien es poeta, ensayista, historiador, jurista y periodista. Y un hijo de la Sierra de Segura, que, por su aislamiento secular, ha conservado formas romances de expresión idiomática muy sugestivas, casi siempre intermedias entre el bajo latín, y el castellano antiguo, y la lengua actual, que la han convertido en una reserva lingüística, por desgracia, actualmente, en vías de desaparición.
3) FUEGO: la polémica por amor a la verdad, histórica y jurídica. Y su rebeldía intelectual.
PERIODISMO Y HUMOR LITERARIO: la esperanza universitaria para el pueblo, en el combate por la verdad. La crítica humorística de vicios, costumbres e ignorancias. La apertura mental que elude la clausura de las disciplinas, los saberes cerrados.
DERECHO: la pasión por la justicia concreta del hombre concreto, y por una sociedad justa. Porque, sin derecho, no habría sociedad, y el ser humano, ni siquiera sería tal, es decir, constitutivamente humano en tanto que ser social por naturaleza.
La obra de Emilio de la Cruz es variada y dispersa, supera la docena de libros y las dos decenas de artículos, pero, elaborada humilde y silenciosamente a lo largo de su vida, fecunda en decires y cantares, presenta una característica singular: ha sido poco conocido, reconocido y valorado, por ella, como historiador del Derecho; todo lo contrario de lo que le ha sucedido como escritor, periodista, humorista y ensayista, en general; y como poeta, historiador y cronista de esa plurisecular institución universitaria que es la Tuna, en especial. Quizá ello sea debido a que Emilio, constitutivamente liberal, y libertario en lo individual, aunque no en lo social, como responsable jurista que es, nunca ha querido pertenecer a grupos, corrientes, camarillas o tendencias políticas, académicas o investigadoras. Se podría decir que es un individualista al servicio del pueblo. Y también que, como afirmaba ácidamente ese otro crítico humorista, y pensador moralista irlandés, que fue Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, con él compartiría su aguda y desolada afirmación: Odio y destesto a ese animal que es el hombre; pero amo a Juan, a Pedro, a Tomás, etc. Aunque a quien amaba, en verdad, Swift, era a Stella, y de ese amor ha quedado su críptico epistolario de enamorado. Por cierto que, era también Swift quien observaba, cáusticamente, que: La mayor parte de los hombres son como los alfileres, su cabeza no es lo más importante.
Pertenece Emilio de la Cruz Aguilar a la generación de la Postguerra civil española, y comparte con sus integrantes, artistas o escritores, historiadores o juristas, esa formación autárquica y ese aprendizaje disciplinado, agradecido a cualquier migaja del saber que pudiese ser tomada, para calmar un hambre intelectual inextinguible. Yo he compartido despacho con él, en la Universidad Complutense de Madrid, y he visto su mesa, sus sillas, sus armarios y anaqueles, atestados de libros, papeles, documentos, fichas, notas, mapas, planos, y multitud de peregrinos objetos, como plumas de ave, candelabros, pipas, brújulas, navajas, hachas, velas, espejos, caricaturas, variopintos carteles, un laúd, una llave inglesa, un podómetro, mil utensilios camperos, y fósiles, lascas y útiles líticos pulimentados, hallados por él, durante sus excursiones por toda España, y, sobre todo, en sus amadas tierras de Jaén. Hasta con un cráneo humano trepanado, de algún remoto período del Paleolítico ibérico-peninsular, he tenido que convivir, amistosamente, por cierto, y por fortuna, durante años.
A continuación, intentaré abrir, ante Ustedes, ordenadamente, ese tríptico trino de su vida y su obra al que antes me refería, y procuraré ilustrar sus tablas tripartitas con referencias a algunas de sus monografías, subrayando sus principales ideas y aportaciones. Sus contribuciones científicas como jurista, según corresponde a este ciclo de conferencias, y el Profesor Chamocho me ha encargado que haga, aunque, como se verá, en la vida y la obra del Doctor De la Cruz Aguilar, sus diversas facetas, de historiador, jurista, periodista, poeta, ensayista, cronista, tuno y profesor universitario, están íntimamente entreveradas, y resultan muy difíciles de deslindar.
2. LA TIERRA DE SEGURA COMO ELEMENTO,
LA PERSONALIDAD DE UN POETA,
LA DEVOCIÓN POR LA HISTORIA
Tres han sido sus grandes temas de investigación, históricos y jurídicos. El régimen jurídico municipal, en general; y, en particular, el de la villa giennense de Segura de la Sierra y su tierra. La Historia de las Universidades en general; y, en especial, la de la Facultad de Derecho Complutense, y su Tuna. El Derecho medieval, en general; y, en concreto, las Partidas de Alfonso X el Sabio.
Sin embargo, en primer lugar fue la Tierra, su tierra de la Sierra de Segura, con sus trochas, sendas y veredas. Emilio ha cumplido ese precepto de valor universal, que dice: Habla de tu pueblo y de tus vecinos, y estarás hablando del mundo y de sus gentes. De ahí la validez de su estudio de la Historia local para un más amplio, y profundo, conocimiento de la Historia universalmente concebida. El régimen jurídico de las poblaciones serranas, sus conflictos y sus normas, son muy parecidos en todas las latitudes: ya se trate de la Segura sureña, de la Navarra pirenaica, de los Alpes suizos o de las Árdenas belgas. Aficionado, desde muy pequeño, a las máquinas y herramientas (los ganchos pineros o las aceñas y molinos de agua, los aviones o los instrumentos musicales), Emilio ha recorrido los parajes de su querida Sierra de Segura, conociendo a sus vecinos, de cortijada en cortijada, a pie, a lomo de caballerías, en automóvil, en planeadora y en avioneta. Irónicamente, alguna vez ha comparado su espíritu, de ir y ver, de caminar y conocer, al instinto de la mofeta, un pequeño mamífero del que Rudyard Kipling, el gran narrador y poeta anglo-indio, reparaba en su singular cualidad de ir y oler todas las cosas.
Emilio de la Cruz Aguilar ha amado la tierra, y sierra, de Segura, como un poeta pagano, como un Virgilio moderno, de irrenunciable voz y canto telúrico a su naturaleza. Y la ha conocido con la devoción de un historiador infatigable, como un Theodor Mommsen a su Roma republicana e imperial. Como trovador de sus hombres y mujeres, de sus cielos y sus paisajes, ha publicado dos libros de poesía: uno colectivo, Beca Roja (1972, reeditado con adiciones en 2000); y otro personal, Borla Roja. Soledades y compañas (Jaén, Diputación Provincial, 1993), del que elijo este fragmento del poema titulado Cosmos:
"A vosotros os quiero,
almendros, olivares,
peñascos de gris plata,
laderas verde oscuro,
trigales verde undoso,
álamos amarillos.
Y mis nieves, Dios mío,
mis vientos y mis lluvias,
las aguas y los cantos
pulidos de mis ríos.
Los pájaros volando,
los cuclillos
de noche, recordando
el tiempo ido,
el futuro que aguarda,
la tormenta que gesta
sus luces, sus bramidos,
contando las estrellas,
midiendo los silencios".
Nada tiene de extraño, pues, que el Profesor De la Cruz Aguilar consagrase su tesis de doctorado, leída y defendida, en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, en 1977, a El régimen jurídico de los Montes de Segura (siglos XIII-XIX). Una tesis que, reelaborada y ampliada con amorosa morosidad, por constituir su opus magnum, no publicó hasta 1994, bajo un título más atractivo y polémico: La destrucción de los montes. Claves histórico-jurídicas. En realidad, se trata de una Historia global del Derecho de Montes en España. A este libro hay que unir toda una constelación de monografías y artículos complementarios:
-La edición y estudio de las Ordenanzas del Común de la Villa de Segura y su Tierra, de 1580 (1980).
-Los Caballeros de Sierra en unas Ordenanzas del siglo XVI (1980).
-La Provincia Marítima de Segura de la Sierra (su discurso de ingreso, como consejero correspondiente, electo en 1975, en el Instituto de Estudios Giennenses, publicado, en su Boletín, en 1980).
-Un ensayo de valoración del Derecho municipal (1985).
-Los toros en la Sierra de Segura: su trashumancia (1991).
-El Fuero de Segura de la Sierra, una subfamilia del Fuero de Cuenca (1992).
-La Ordenanza de Montes de Marina de 1748 (1992).
Y otras dos verdaderas joyas monográficas, de modélica investigación archivística y de documentada exposición, que quiero destacar muy especialmente:
-El Negociado de Maderas de Segura en Sevilla (1987).
-El Reino taifa de Segura (Boletín del Instituto, 1994).
Como se sabe, la Sierra de Segura es una extensa zona montañosa, de las mayores de la Península Ibérica, con una superficie arbolada de unas 200.000 hectáreas, que ocupa toda la parte oriental de la provincia de Jaén, y que se corresponde con lo que era, en el pasado, el Común del Val de Segura, constituido por diversas villas: la cabecera, de Segura de la Sierra; y otras dependientes de ellas (Hornos, Benatae, Génave, Siles, Torres de Albánchez, Villarrodrigo, Santiago de la Espada, Pontones, Orcera que era un antiguo arrabal de Segura, La Puerta de Segura que era una antigua aldea de Segura, y Puente de Génave que era una aldea erigida en villa de La Puerta). La Sierra de Segura comprendía las de Alcaraz, Taibilla, Calar del Mundo, La Sagra, Cazorla y las Villas. Sin embargo, durante el régimen de Franco, con la creación del Instituto de Conservación de la Naturaleza (ICONA), lo que se ha mantenido, inexplicablemente, ya en la Democracia, por parte de la Comunidad Autónoma de Andalucía y su Real Decreto de 6-II-1986, de constitución del Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas, se ha invertido, en los mapas topográficos, el orden de importancia, histórico y geográfico, de ambas Sierras. Que, además, es la Sierra de Segura, y no la Sierra del Segura, puesto que fue la villa de Segura la que dio su nombre al río de Segura, y no al revés, como erróneamente mantienen muchos ingenieros de montes, funcionarios, naturalistas, y hasta historiadores locales y localistas, progenitores de geografías inventadas. Recuerdo cómo Emilio emprendió, a principios de los años ochenta del siglo XX, una campaña, por estas tierras giennenses y andaluzas, defendiendo la verdadera entidad y denominación de la Sierra de Segura, mediante conferencias, declaraciones y artículos periodísticos, e incluso con camisetas, llaveros y otros objetos de promoción, con una ardilla bellamente diseñada como imagen serrana de poética, y lúdica, identificación.
El régimen jurídico de Montes en la Sierra de Segura se inició con la concesión del Fuero de Cuenca (la pieza cumbre, junto con los de Teruel y Jaca, del Derecho municipal español), por la Orden de Santiago, a la villa de Segura, hacia el año 1243, confirmado en 1246, como ha corroborado el Doctor De la Cruz, que se organizó como una comunidad de villa y tierra castellana. En 1245, Segura sustituyó a Uclés como encomienda mayor de Castilla, de la Orden de Santiago. La reconquista de Segura, de manos musulmanas, ocurrida hacia 1206 ó 1214, sorprendentemente, no quedó reflejada en las crónicas cristianas, ni musulmanas, a pesar de constituir un reino de taifas de gran importancia, como ha estudiado Emilio, ejemplarmente, en una de las monografías ya citadas, gracias a sus conocimientos de árabe. Que sugiere que, muy probablemente, Segura de la Sierra se entregó por capitulación. Muy poco es lo que se sabe de los reyes o señores musulmanes de Segura: que, en el año 1091, Segura había sido ocupada por los almorávides; y que un rey de Segura aparece como vasallo del emperador Alfonso VII (1126-1157), junto con los reyes de Navarra y Murcia, y el conde de Barcelona. Este rey sería, probablemente, Ibn Hamusk, que, en 1144, se había declarado en rebeldía contra los almorávides, en Socovos (Albacete), apoderándose, después, de la ciudad musulmana de Segura. A finales del siglo XII, era Ibrahim ibn Hamusk (Abenmochico), perteneciente a una familia de origen cristiano, el rey de Segura. Ya en la época musulmana, la Sierra de Segura era famosa por sus bosques y maderas, que salían, como han venido haciéndolo hasta la primera mitad del siglo XX, hacia el Atlántico, hacia Sevilla, por los ríos Guadalimar y Guadalquivir. La idea de este desconocido Reino taifa de Segura todavía se mantenía viva, entre los vecinos de la villa de Segura de la Sierra, cuando, en 1575, durante el reinado de Felipe II, al ser interrogados para sus Relaciones topográficas de los pueblos de España, decían que su villa "solía ser ciudad y reino, por sí".
Los vecinos de la Sierra de Segura, fronteriza con el Islam hasta la reconquista de Granada, en 1492, gracias a estar aforados a Cuenca, mantuvieron, para sí, la concesión de los montes, lo que hizo que su economía fuese, hasta el siglo XIX, predominantemente forestal y pecuaria, antes que agrícola. La pesca y la caza pertenecían al concejo, y eran de aprovechamiento común de los vecinos. El alcalde concejil o alcalde mayor del partido, que residía en la villa de Segura, impartía justicia a los vecinos, pudiendo ser apeladas sus resoluciones, primero, ante el tribunal de alcaldes; luego, ante el comendador de la villa; después, ante el comendador mayor; finalmente, ante el maestre de la Orden de Santiago; y, en la jurisdicción real, ante la Real Chancillería de Granada y el Consejo de Órdenes.
La aplicación del Fuero de Cuenca favoreció el desarrollo de una sociedad igualitaria, que sólo la desamortización destruiría, en el siglo XIX. Y era así porque los derechos de aprovechamiento común de los pastos y de la suerte de la madera, junto con otros, como los de leña y abrevadero, y los de escalio y cultivo de tierras comunales asignadas por sorteo, aparte de no pagar las contribuciones de pontazgo, ni de portazgo, hacían que todos los vecinos gozasen de una favorable vida económica, pudiendo complementar su economía doméstica con la caza y la pesca. El concejo era dueño, además, de los bosques, percibía el montazgo, y arrendaba los molinos y las sierras de agua, quedando reservada a la Orden de Santiago la explotación de los hornos y los baños.
Las Ordenanzas del Común del Val de Segura, cuya última manifestación fue elaborada en Orcera, en 1580, siendo confirmadas por Felipe II en 1581, y descubiertas y editadas por el Profesor De la Cruz en 1980, que hacían referencia a otras viejas o antiguas de 1480, estaban inspiradas en el Fuero de Cuenca, en su versión de Segura de la Sierra. Regulaban, en sus 72 capítulos, las siguientes materias: el oficio público de los llamados caballeros de monte, un riguroso régimen de vecindad, la prevención de los incendios, los aprovechamientos forestales, la protección de rastrojos y cabañas, las fuentes y árboles comunes, las restricciones a los forasteros y a los vecinos en el uso de dichos bienes comunes, los privilegios de los ganaderos, la prohibición de que los pastores portasen armas, las defensas de las veredas, barbechos y abrevaderos, la policía de las fuentes, la disciplina del arte de las sierras de agua, el exterminio de los lobos, y los derechos de caza y pesca. Estuvieron vigentes hasta 1748, cuando la Ordenanza de Montes de Marina, sin derogarlas formalmente, anuló su contenido esencial, y vulneró, para siempre, sus consuetudinarios y consagrados derechos vecinales y comunales.
Esta estable situación económica de la Sierra de Segura, basada en el igualitario y tradicional régimen jurídico de sus montes, que preservaba su riqueza forestal y ganadera, al regular la propiedad concejil de los bosques y los derechos de aprovechamiento de la madera por los vecinos, sufrió lo que Emilio de la Cruz Aguilar califica de una trágica ruptura, en el primer tercio del siglo XVIII. Una idea principal de su pensamiento jurídico es la de que, "el Derecho crea la realidad social, pero la destruye cuando es injusto". Una determinada comunidad humana, conformada por un específico Derecho, puede ser destruida por otro diferente e injusto, que origina los conflictos sociales, económicos y políticos que antes no había, o que no habrían aflorado abrupta, violenta, irreversiblemente, de no haberse impuesto ese Derecho bastardo, en tanto que de índole extra y anti-comunitaria: montes arruinados, incendios, roturaciones antieconómicas, prisiones, multas, cohechos, malversaciones de caudales públicos, etc. Que fue lo que se produjo a partir de 1733, con la creación, por la Secretaría de Estado y del Despacho, o Ministerio, de Hacienda, del Real Negociado de Maderas de los Montes de Segura en Sevilla, bajo el mando subordinado de un Superintendente o Juez del Real Negociado. Se ocupaba de comerciar, en exclusiva, con las maderas de los montes segureños, con destino a la construcción, en principio, de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla; y luego, ya directamente para vender madera en su almacén sevillano, y a lo largo del curso del río Guadalquivir, sobre todo, en sus almacenes de Andújar y Córdoba, para los astilleros y atarazanas que construían los navíos de las flotas y armadas españolas. Su origen radicó, por tanto, en el estanco del tabaco, y en la transformación de su consumo en una fuente de ingresos para la Real Hacienda.
La cantidad y la calidad de la madera extraída de los Montes de Segura llevó al establecimiento de un Juez subdelegado del Real Negociado en Segura de la Sierra, que residió, habitualmente, en Orcera, su arrabal, dotado de una jurisdicción privilegiada y exclusiva en materia de montes. Este Juez subdelegado pronto organizó el transporte de la madera por las vías terrestre y fluvial, hasta Sevilla, monopolizando las contratas de los operarios (hacheros para cortarla, ajorradores para arrastrarla hasta el cargadero, carreteros para transportarla hasta el embarcadero, y pineros o gancheros para conducir los troncos por el río, sueltos o en almadías, ayudados de sus largas pértigas), que, antes de ser oficiales, eran contratas particulares. De este modo, el serrano segureño tuvo que añadir, a sus tradicionales oficios de pastor de ganados trashumantes, por cañadas y cordeles de la Corona de Castilla, con su cayado, y de pinero con su gancho característico: la hoz del jornalero por los montes de la Serranía de Cuenca, los Pirineos o las Árdenas; y el carro del carretero, por los polvorientos caminos de La Mancha. Como la Subdelegación del Real Negociado obtenía gratuitamente la madera, puesto que nada abonaba a sus propietarios concejiles, en manifiesto despojo de los vecinos, no tardaron en surgir enconados conflictos con los serranos, que todavía se agravaron más con la promulgación de la Real Ordenanza de los Montes de Marina, de 31-I-1748 (Novísima Recopilación, VII, 24, 22), complementada con una posterior Ordenanza penal, de 12-XII-1748, que castigaba, con extremo rigor, el incumplimiento de la anterior: mediante penas pecuniarias, condenas a presidio en África, prisiones preventivas, y un régimen de responsabilidad penal objetiva; además de imponer la tala de árboles y su descortezo, obligaciones de plantación y cuidado de árboles, y limitaciones al pastoreo. Todo ello bajo la vigilancia, y la consiguiente represión de los infractores de tan desorbitados preceptos, y, sobre todo, de tan extremado régimen sancionador, de los guardias de Marina.
Esta situación de la Sierra de Segura, en el siglo XVIII, me trae a la memoria un posterior, y significativo, episodio de la vida de Karl Marx (1818-1883), en el XIX. Cuando era un joven hegeliano de izquierda, que escribía para la Gaceta Renana, tuvo que ocuparse, en 1842-1843, con apenas veinticuatro o veinticinco años de edad, en una serie de cuatro artículos, del problema de los robos de leña, que se habían convertido en un delito muy frecuente. Asustados, los miembros de la Dieta renana decidieron imponer a los ladrones penas de una dureza desproporcionada, pasándolos a considerar incursos dentro del tipo de robo calificado. Para Marx, educado en los principios filosófico-políticos de Hegel, según los cuales, la función del Estado era la de garantizar el Derecho, resultó profundamente perturbador la comprobación de que ese Estado, y las leyes que promulgaba, estaban sólo al servicio de unos intereses particulares: en la práctica, únicamente para la defensa de la propiedad privada, nacida de la usurpación a los campesinos de sus bienes comunales. Esta usurpación, en los bosques renanos, de los bienes comunales, fue el origen de toda la posterior obra marxista: desde la Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel, en el verano de 1843, publicada en los Anales Franco-Alemanes; o el Manifiesto del Partido Comunista, en 1848; hasta El Capital, redactado por Marx hasta el final de su vida.
Y, desde un punto de vista literario, también me trae a la memoria uno de los cuentos incluidos por Iván Turguénev en sus deliciosas Memorias de un cazador, publicadas en 1852. Bajo el título, bien explícito, de La muerte, este cuento, ambientado en la Rusia del zar Nicolás I, comienza así:
"El bosque de Ardalión Mijáilych, mi vecino, joven propietario y joven cazador, me era familiar desde la infancia. Este bosque contaba con doscientos o trescientos enormes robles y gigantescos fresnos. Sus cimbreantes y vigorosos troncos negreaban majestuosamente en el verdor dorado y transparente de los avellanos y serbales. Una bella mañana de julio me acerqué, a caballo, a verle, con la proposición de ir juntos, a cazar urogallos. Aceptó. 'De camino -me dijo-, aprovecharé para echarle un vistazo a Chaplýguino, ¿sabe usted?, mi robledal. Lo estoy talando'.".
La aplicación de la Ordenanza de Montes de Marina, de 1748, que perseguía la restauración de la potencia naval española, asegurando el abastecimiento de madera a los astilleros de Cádiz y Cartagena, dio lugar al nacimiento de la llamada Provincia Marítima de Segura de la Sierra, de unos 9.000 kilómetros cuadrados de extensión. En su capital, la villa de Segura, residía su Ministro y Juez principal de Marina, asistido por cuatro Jueces subdelegados, en Alcaraz, Villanueva del Arzobispo, Cazorla, y Santisteban del Puerto (luego, en Yeste). De este modo, la jurisdicción sobre sus montes quedó dividida, pasando a estar sometidos al fuero exclusivo de la Marina, entre las Intendencias de los Departamentos de Cádiz o de Cartagena, según fuesen sus aguas vertientes al río Guadalquivir o al de Segura, respectivamente. Para conciliar los intereses contrapuestos del Real Negociado de Maderas y del Ministerio de Marina, se impuso una alternativa entre ambos, siendo repartida la madera por clases y longitudes, y en años diferentes: en uno de ellos, la Marina se quedaba con el pino salgareño o pinus laricius, y con los palos de más de diez varas de longitud; al siguiente, el Negociado se reservaba otras especies y longitudes inferiores. La jurisdicción especial de Marina era ejercida por un Tribunal Central de la Provincia, con sede en Orcera, integrado por el Ministro o Juez principal, un auditor y un fiscal, con el auxilio de un escribano y un alguacil-portero. De sus resoluciones, dictadas en las causas cuya previa instrucción había sido incoada y sustanciada por los Jueces subdelegados, se apelaba ante el Intendente del Departamento; y, en la superior instancia, ante el Secretario del Despacho de Marina.
La jurisdicción especial, privilegiada y exclusiva de Marina se inmiscuyó, en la práctica, en la vida y en la economía de todos los habitantes de la Provincia Marítima, puesto que la mayor parte de ella estaba formada por la Sierra de Segura. Al ser montuoso el territorio, poco fue lo que pudo salvarse del carácter expansivo del fuero de Marina. Y pronto se plantearon conflictos jurisdiccionales, y una crisis social, económica y política, derivada del sometimiento de la Sierra de Segura a fueros y derechos, sobre sus montes, extraconcejiles y supraconcejiles, como eran el Ministerio de Marina, por una parte; y el Ministerio de Hacienda, del que dependía el Negociado sevillano de Segura, por la otra. Sin olvidar que, junto con estas dos jurisdicciones particulares, de Marina y de Hacienda, todavía se hallaba vigente la jurisdicción real ordinaria, con la especialidad de que, por depender parte de su territorio (el Común de Segura, el Campo de Montiel, Albánchez), de la Orden de Santiago, las apelaciones interpuestas contra las sentencias dictadas por las justicias ordinarias iban a parar al Real Consejo de las Órdenes Militares.
Tanto la Intendencia de Marina, en Cádiz o en Cartagena, como el Negociado de Segura en Sevilla, acabaron con el libre tráfico de la madera, hasta entonces, en las manos particulares de los vecinos de las villas serranas. También perturbaron, gravemente, las economías municipales, puesto que los concejos tuvieron que dejar de conceder licencias de corte; y de organizar la guarda forestal, con los llamados caballeros de sierra (hasta un número de veinticuatro, en el Común de Segura), que era un oficio concejil previsto en el Fuero de Cuenca. La destrucción de los medios tradicionales de vida, y de los derechos de aprovechamiento de leña y pastos, emprobreció a los vecinos; y arruinó a los municipios segureños, con la privación de sus fuentes de ingresos, quedando anulados políticamente. Comenzaron los incendios, como respuesta desesperada de los vecinos serranos, despojados de sus derechos; mientras que la Marina y el Negociado desperdiciaban la madera, cortando árboles más grandes de lo necesario, o aprovechando sólo su tronco.
El nefasto régimen jurídico de Montes del siglo XVIII quedó ratificado, en el reinado de Carlos IV, con la Real Ordenanza para el gobierno de los montes y arbolados de la jurisdicción de Marina, de 1803. Al fin, las Cortes de Cádiz, mediante un Decreto de 14-I-1812, derogaron las Ordenanzas de 1748. Pero, Fernando VII, en 1814, declaró nula toda la obra legislativa gaditana y se retornó al régimen de Montes de Fernando VI, Carlos III y Carlos IV; hasta que, en 1821, recobró su vigencia, bajo el Trienio Liberal, el Decreto gaditano; que la volvió a perder en 1823. Hasta la publicación de una nueva, y errada, Ordenanza de Montes de 1833, que supuso el fin, en 1836, de la jurisdicción especial de Marina; como, en 1817, había sido el fin de la jurisdicción del Negociado de Maderas, asumida por la Hacienda de Marina.
La posterior legislación desamortizadora, tanto la de Juan Álvarez Mendizabal, desde 1834, como, sobre todo, la de Pascual Madoz, en 1855, significó la usurpación de los montes concejiles por el Estado, al ser declarados bienes nacionales en los Catálogos de 1859, 1862 y 1901. Hasta desembocar en la Ley de Montes de 1863; y, ya en el siglo XX, en la de Ley de Montes de 1957, que, junto con otras disposiciones normativas, como las Leyes de Espacios Naturales Protegidos de 1975 y 1989, no han resuelto la auténtica tragedia de los montes españoles: el despojo sistemático padecido por sus vecinos, desde el siglo XVIII, en sus derechos tradicionales, legales y consuetudinarios; y la enemistad declarada por los serranos a sus bosques, creyendo ver en ellos la causa de todos sus males. Como pusieron de manifiesto cuando, con ocasión de la promulgación del Decreto de las Cortes de Cádiz, de 1812, que suprimió la jurisdicción especial de Marina, arrasaron, quemaron y talaron inmisericordemente los árboles de sus bosques. Se trata, pues, de una tragedia histórica y jurídica, que ha llegado hasta nuestros días, y que cuestiona la que Emilio de la Cruz llama la masocohistoria o Historia masoquista de España, que, por ejemplo, atribuye los incendios forestales a una "proclividad ancestral del español, que es arboricida y odia el bosque". Unos incendios que apenas se producen, en cambio, en provincias como Burgos, Soria o Teruel, donde sus vecinos se aprovechan directamente de sus beneficios, gracias a la existencia, por ejemplo, de una pujante industria maderera.
También ha cultivado, Emilio de la Cruz Aguilar, en varios y concisos artículos, la Historia de la Caminería Hispánica, no sólo erudita, de bibliotecas y archivos, sino también peripatética, a la vera de los caminos, puentes y sendas. Fundamentalmente, en relación con su Sierra de Segura, en el período hispano-romano:
-Vías romanas en la Sierra de Segura (1996).
-Historia, geografía y cartografía (1996).
-Un puente del siglo XVI entre Segura y Montiel (2000).
Quiero destacar, sobre esta misma materia caminera, otra de sus espléndidas monografías, donde el saber erudito, la tenacidad investigadora y la práctica histórica sobre el terreno se concitan. En definitiva, el saber en acción, junto con la pasión por la cartografía y la geografía física. En su artículo titulado ¿Otra vía romana entre Cástulo y Cartagena? (1990), se planteó la posibilidad de que hubiese existido dicha vía romana, hasta ahora desconocida. La historiografía había debatido mucho sobre el problema de las comunicaciones entre la Bética y el Levante, sobre todo, al interpretar las noticias que proporciona Estrabón. Era dudoso el trazado de la vía que corría, desde Saetabis hasta Cástulo, por una zona más meridional que la recorrida por la vía Augusta. En concreto, la duda de los historiadores se refería a la vía alternativa que, dejando a su izquierda la Augusta, llegaba a Cástulo desde el Sur, pasando por Guadix. Pues bien, Emilio comprobó, sobre el terreno, a pie y por vista de ojos, que la zona más practicable es la que sigue el valle del río Guadalimar, hasta alcanzar la divisoria de aguas con el río de Segura. Es decir, que dicha ignota vía romana tenía que pasar por la Sierra de Segura. Su trabajo de campo reveló, en dichos parajes, la existencia de indicios de ese trazado, que era el más directo, aunque el Saltus Castulonensis fuese, en efecto, Sierra Morena, y no la propia Sierra de Segura. Para comprobarlo, recorrió, a pie, los trayectos intermedios, y, al reconstruir el trazado de la vía, descubrió una serie de vestigios de la época romana: puentes, restos de calzada, un aljibe y la presa de Albuhera, monedas, inscripciones y testimonios epigráficos. La conclusión a la que llegó es que sí existió una vía de comunicación, entre Cástulo y Cartagena, por la Sierra de Segura, se la identifique o no con el Saltus Castulonensis, dedicada, principalmente, al transporte de metales preciosos, puesto que, presumiblemente, una parte de la exportación de las minas de Cástulo se haría por el puerto de Cartagena.
En resumen, el Doctor Emilio de la Cruz Aguilar nunca se ha limitado, por tanto, a indagar cómodamente sobre el Derecho teórico del pasado, sino que se ha volcado, siempre, a descubrir su dimensión vital, de aplicación práctica. Nunca le ha interesado el Derecho formal y oficial, sino el encarnado en vida, el Derecho efectivamente vivido. Todo ello como testimonio irrefragable del protagonismo esencial del Derecho para que la organización de una sociedad sea justa, sin temor a denunciar sus violaciones. Nada sintetiza mejor su labor, de toda una vida, por desentrañar la Historia jurídica de la Sierra de Segura, que el siguiente párrafo que les voy a leer. Lo he extraído de su trilogía de memorias noveladas del mester de tunería, escritas en un admirable castellano antiguo, como homenaje a la increíble frescura, riqueza terminológica y sano desenfado de los clásicos castellanos (el Libro del Buen Tunar, 1968, y 1994 en la Editorial Civitas; las Chrónicas de la Tuna, 1986 y 1993; las Chrónicas Tunantescas segundas, 1993). En concreto, de sus Chrónicas Tunantescas segundas, de 1993, donde dice lo siguiente, como un inmejorable resumen novelado de sus principales aportaciones de jurista:
"Entré en tractados, asenté en archivos para examinar papeles revolviendo legajos, hablé con gentes y corrí, con mayor atención, tierras que tenía recorridas, para dar al final en la conclusión que barruntaba mi entendimiento: el Derecho es la suma sciencia del común. Si el común se turba, de las leyes viene, por viejas o injustas o contrarias al común y las libertades ciudadanas. Mirando yo mi tierra, su descaecimiento y ruina presente, buscando en la mesma ejemplo y paralelo de las ruinas, fuegos y confli[c]tos de otras tierras montañesas, imaginé estar el origen y raíz en leyes injustas. Y a mostrallo me apliqué. Vide cómo mis paisanos, para premiar su valor y esfuerzo en los duros tiempos de la frontera, fueron aforados con el Fuero de Cuenca, do les concedía la Orden (de Santiago) los aprovechamientos alto y bajo, pasto común, caza y pesquería, elegir jueces, caballeros de sierra y demás oficios municipales. Con lo cual, hicieron Ordenanzas para regirse en aquellas cosas que el Fuero no tocaba y la vida del común pedía. Pues, luego, so capa de abastar madera para atarazanas y arsenales, leyes injustas despojaron al común y a los montañeses, arruinando a entrambos y poniendo a quienes habían sido libres, comunes y hombres, al arbitrio de ministros soberbios, entendidos, y no excesamente, en derechos franceses, y despreciadores de los nuestros, y a quienes los Fueros y Ordenanzas, como después a inginieros presumptuosos, no les parecen sino molestos accidentes, y los montañeses obstáculo enfadoso para cumplir providencias salidas de lejanos bufetes. Para estos despojos se invoca el bien común y el interés de la República, y todo carga sobre los hombros de los más pobres, alejados de las covachuelas de la Corte. Hacer mendigos para dar después limosna, y que agradezcan como caridad lo que recibieron por sus leyes propias en pago de su riesgo de fronteros. Y, mientras, ministros e intendentes, secretarios y oidores, palaciegos y prebendados, el aire digno y el severo gesto, en las intermisiones de los saraos cortesanos, motejan de salvajes a quienes defienden lo poco que tienen, porque no se someten tan aína como ellos quisieran y, a las veces, desesperados, paran en criminosos" (Chrónicas Tunantescas segundas, cap. X, pp. 108-109).
3. EL AIRE DE LA MÚSICA Y DE LA PALABRA UNIVERSALES,
LA UNIVERSIDAD COMO CARÁCTER,
EL AMOR A LA LENGUA
Es el Profesor Emilio de la Cruz, ante todo, pues, Tierra: por supuesto, la de su Sierra de Segura. La tierra de su padre, Don Wenceslao de la Cruz de los Ríos, de Orcera; y, sobre todo, la tierra de su madre, Doña María Aguilar Garrido, de Siles. Por eso, ha sido, y es, el poeta y el historiador de su Tierra, la de sus progenitores, y la de sus ancestros, parientes y amigos serranos.
Pero, Emilio también es Aire, el de la libertad que respiró y con el que creció en la Sierra de Segura, donde aprendió su palabra -su lengua y dialectos-, y sus músicas, que luego quiso hacer, por amadas, lengua y música universales. Y hacerse, él mismo, universal, mental y espiritualmente, con ellas y por ellas, en la Universidad. Porque, para Emilio, de nombre, como él mismo ha dicho de sí, romano y pueblerino, la Universidad siempre ha sido el reino de la libertad, en las ideas, en los decires y en los escribires. Y, también, el hogar de las letras y de la música. El hogar de la música, que lo halló en la Tuna de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Y el hogar de las letras en esa misma Facultad de Derecho, puesto que el Derecho es palabra precisa para que los hombres puedan vivir, gracias a ella, aunque no sólo por ella, justa y pacíficamente en sociedad. En la Universidad, Emilio, como andariego escolar que es, pudo encontrar el camino de expresión para su virtuosismo poético de la palabra, hablada y escrita, amorosa y morosamente tallada en el tiempo y en el espacio. Una palabra que no sea mera forma hueca, sino, primordialmente, conocimiento libre y universal, de todo y para todos, estudiado, aprendido y enseñado con alegría, more iocando.
El Doctor De la Cruz es un historiador pasional, en tanto que apasionado en el sentido primigenio del término, que estudia e indaga aquello que le hace padecer o gozar, y que no puede, ni quiere, atender a lo que le resulta intelectualmente indiferente. Por eso mismo, cuando leyó, un día, el Ars et doctrina studendi et docendi, un tratado compuesto por Juan Alfonso de Benavente, catedrático de Prima de Cánones de la Universidad de Salamanca, durante los meses de vacatio escolar de julio y agosto de 1453, decidió, como gran latinista que es, traducirlo al castellano, y publicarlo, como así hizo en 1982 y 1983. ¿Por qué y para qué? Porque este ilustre jurista medieval reivindicaba la alegría y la risa para el estudio y la docencia, de alumnos y profesores universitarios, en las lecciones de cátedra. Constituye un canto, pues, a la alegría del saber compartido por maestros y discípulos. ¿Para qué la traducción de este tratado medieval? Para eludir esa
"terca dicotomía entre lo lúdico y lo intelectual, sostenida sin crítica, que castiga a unos con la tristeza sabia, y a otros con la ignorancia jocosa; ambos, ideales no muy deseables".
Además, el contenido del Arte y doctrina de estudiar y enseñar, de Juan Alfonso de Benavente, es el de una verdadera epistemología jurídica, entendida en un sentido amplio, puesto que no sólo se ocupa del método discente y docente, sino que también considera las circunstancias físicas y espirituales del estudio y de la enseñanza, en particular, de Leyes y Cánones: la memoria, la exposición de la materia, la ordenación interna de la lección, la pronunciación, el modo de estudiar las glosas y comentarios de los doctores, etcétera.
En 1983, dedicó su atención al ámbito personal de la jurisdicción universitaria, apoyándose, para ello, en otra obra escrita en latín, la de Alonso de Escobar y Loaysa, colegial mayor de Cuenca de la Universidad también de Salamanca, e impresa, póstumamente, en Madrid, en 1643: De pontificia et regia jurisdictione in Studiis Generalibus et de iudicibus et foro studiosorum. Con este artículo, y con otros posteriores, como las Notas de Ius Academicum romano (1988) y La Paz en el Derecho Académico (1986), Emilio de la Cruz ha acotado otra materia de estudio, muy suya y muy personal: la de la Historia del Derecho universitario, o Ius Academicum, desde la Hispania romana hasta la Edad Moderna, pasando por el Medioevo. Así, ha investigado sobre la jurisdicción académica (la autoridad que la ejerce, su clase y ámbito, sus beneficiarios, sus incidencias procesales, su régimen de inhibiciones, la avocación de sus causas, sus apelaciones); los privilegios fiscales, los beneficios contractuales, el régimen de tutela especial, etc. Por lo que se refiere al ámbito personal de los privilegios concedidos a los escolares, el Derecho académico exigía el cumplimiento, salvo dispensa regia, de dos requisitos: la inscripción del estudiante en la matrícula universitaria, y la asistencia frecuente a las Escuelas para aprender o enseñar.
La paz escolar fue, en la Edad Media, una de sus más características paces especiales, o tutelares, con la que se amparaba, en la Universidad, tanto a los profesores como a los alumnos. Y surgió con la norma fundante del Derecho académico europeo, que fue la constitución Habita, dada por el emperador Federico I Barbarroja en la Dieta de Roncaglia, de 1158. En ella, se preveía una paz en el camino para los escolares, y en su lugar de residencia; y una protección especial, en su favor, contra la prenda extrajudicial. Sobre esta base, legislaron, reiteradamente, los reyes castellano-leoneses y aragoneses: Fernando III, para la Universidad de Salamanca, en 1243; Alfonso X, para la de Sevilla, en 1252; las Partidas (II, 31, 2), ampliando la protección regia, al eliminar la responsabilidad por débitos ajenos; Jaime I, fundando y dotando el Estudio de Teología de Montpellier, en 1263. El quebrantamiento de la paz escolar conllevaba, como castigo, una pena pecuniaria del duplo del daño sufrido por los escolares, más otra pena pecuniaria para la cámara real; y la declaración del culpable por incurso en la ira regis, que sólo se imponía en los delitos especialmente graves, como la traición, la malfetría, las asonadas, los incumplimientos de mandatos reales, etc.
Por lo que se refiere al mundo romano, el pilar fundamental del Ius Academicum fue un edicto del emperador Vespasiano del año 74, cuyas inmunidades, en favor de los profesores, fueron confirmadas por otros emperadores posteriores, hasta llegar, en el año 427, a Teodosio II y Valentiniano III: la liberación de dos cargas o munera patrimoniales, el hospedaje de extraños y la imposición de tributos; la exención del vadimonium u obligación de comparecencia en juicio; el permiso para la erección de templos inmunes en lugares consagrados; la inmunidad de tutela y curatela en favor de los gramáticos, filósofos, sofistas, retóricos y médicos; el otorgamiento de una especial protección contra cualquier tipo de violencia, etc. Por otra parte, los gobernadores provinciales no juzgaban sobre los salarios de los profesores de Derecho civil, por ser quidem res sanctissima, que no debía envilecerse por un precio en monedas.
En 1987, Emilio de la Cruz culminó su estudio del Derecho Académico histórico con la publicación de una obra de conjunto, breve, meditada y útil, titulada Lecciones de Historia de las Universidades. Estas Lecciones, originadas en los cursos de doctorado, se hallan trufadas de experiencias personales, lectoras y viajeras, y de perspicaces observaciones de su autor, dirigidas al universitario actual, desde una perspectiva jurídica, con el propósito de situar a la Universidad en la sociedad contemporánea. Como muestra del estilo emiliano, vivido y vívido, valga el que sigue, dentro del capítulo destinado a la colación de los grados académicos (de bachiller, licenciado, doctor o maestro), y de las provisiones y dotaciones de cátedras. Al describir el otorgamiento de la licenciatura en la Universidad salmantina, tras una dura prueba de los graduandos en la capilla de Santa Bárbara, de la Catedral Vieja, comenta que
"el graduando pasaba en vela la noche anterior, para luego responder a las cuestiones sacadas a la suerte y a las observaciones de los presentes: sentado en un austero sillón, apoyaba los pies en los de la estatua yacente del obispo Lucero, fundador de la capilla, que los tiene desgastados hasta el empeine por el roce de miles de aspirantes".
Entre las actividades para-académicas de la vida universitaria, que siempre han formado parte consustancial, y tradicional, de ella, estudiadas por el Profesor De la Cruz Aguilar en sus Lecciones, se hallan el teatro y la música ceremonial, y la poesía y la música estudiantiles. La vida universitaria, sin la música y el teatro, que no son elementos estrictamente académicos, sin embargo, se vería mutilada y empobrecida, sapiencial e históricamente. Por eso, ha defendido siempre, tan tesoneramente, la pervivencia de la Tuna, esa cara alegre y musical del Estudio, encarnada en la figura del escolar vagante y cantor, del estudiante músico y viajero, presente desde los primeros tiempos medievales, de existencia institucional, pontificia y regia, de la Universidad. Porque la ciencia no es el único cometido de la Universidad, sino también la vida de sus escolares. Durante muchos años, Emilio ha sido Maestre y Canciller de la Tuna de la Facultad de Derecho Complutense. Es más, elaboró unas Ordenanzas para su Tuna, en el curso académico de 1964-1965, que son las que actualmente siguen rigiendo en muchas otras Tunas españolas e hispanoamericanas, que han redactado versiones propias, tomándolas como modelo. Divididas en 64 capítulos, los agrupó en siete partidas, pues, no en vano ha llegado a manifestar, en sus Chrónicas de la Tuna o memorial de andariegos e vagantes escolares, de 1986, que,
"si agora, como en pasados tiempos, se usara el pergamino, podría dar yo luego mi pellejo para que escribieran en él, luego de curtido, el título XXXI de la Partida segunda", que versa, como es sabido, en sus once leyes, acerca De los Estudios, en que se aprenden los saberes, e de los maestros e de los escolares.
De ahí que la definición emiliana de la Tuna, contenida en el capítulo 1º de sus Ordenanzas, sea inspiradamente alfonsina, tomada, en efecto, de las Partidas de Alfonso X el Sabio, como ayuntamiento que es fecho de escolares trovadores para haber mantenencia, andar las tierras e servir las dueñas dellas con cortesanía. Que los fines de la Tuna, fijados en el capítulo III, sean los de asumir unos ideales comunes: la amistad universal entre los estudiantes, las tradiciones y la música universitarias, y la libertad de opinión. Que el lema de la Tuna de Derecho sea el de Lex et Gaudium, "Derecho y alegría" (cap. 5). Que haya introducido la separación entre los cargos de Canciller, o representante legal de la Tuna y encargado de las relaciones exteriores; y de Maestre, o portavoz y supervisor general. O que se haya preocupado de vincular, orgánicamente, a las Tunas con sus respectivas Facultades universitarias, como parte integrante de las mismas, nombrando Maestres de honor a sus Decanos (partida VI, cap. 50); y de considerar Tunos de honor, con la categoría de primicerios o de más de tres años de antigüedad, a los profesores de las Facultades (cap. 63). Y, sobre todo, de encargar que se formasen bibliotecas en las Tunas, sobre materia de tradiciones universitarias, cometiendo trabajos de investigación, a sus miembros, sobre costumbres y músicas estudiantiles perdidas (partida VII, cap. 60).
En algunos artículos, como El tuno, juglar escolar (1984) o Los juglares en las Partidas (1985), Emilio de la Cruz ha rastreado los orígenes históricos del mester de tunería, que ha remontado, al menos, hasta el siglo XIII, aunque la denominación apareciese tardíamente, en el XVII, puesto que no sería otra cosa que una mixtura del mester de juglaría con el mester de clerecía. El mismo Alfonso X tuvo interés en aparecer iconográficamente representado, en sus Cantigas, rodeado de juglares que templaban o tañían sus vihuelas. Aunque se pueden distinguir dos actitudes legales, en las Partidas y en el siglo XIII, ante la vida que llevaban trovadores y juglares: una, la de la Partida II, en la que está presente la inclinación personal del monarca al mester, dándole un trato benévolo; y, otra, en las Partidas VI y VII, que desarrolla la mentalidad punitiva del Derecho justinianeo y de la Patrística, en abierto contraste con el primitivo aprecio dispensado, en el mundo antiguo, según el mismo San Agustín, a los cantantes y trágicos. Hasta que, en el siglo XIV, el Arcipreste de Hita, con su Libro del Buen Amor, se convirtió en uno de los primeros maestros de la Tuna, tanto por su espíritu como por escribir canciones para los tunos, ya fuesen escolares rondadores o estudiantes pobres que demandaban por Dios. Después, las referencias literarias, y los escritores tunos, como Vicente Blasco Ibáñez, Rafael de Altamira o Alfonso Rodríguez Castelao, se multiplicaron: La Tía fingida, una de las novelas ejemplares de Miguel de Cervantes; el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán; la Vida de Marcos de Obregón, de Vicente Espinel; La Pícara Justina, de López de Úbeda; la anónima Vida de Estebanillo González; la Vida de Diego de Torres Villarroel; o Bailén, uno de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.
En general, como profesor universitario, Emilio ha sido de los que ha cultivado el magisterio oral. Y ha buscado transmitir sus vivencias y conocimientos a los alumnos, cumpliendo el proverbio clásico de Ridendo et canendo corrigo mores (Riendo y cantando corrijo las costumbres), puesto que, como se preguntaba Horacio, en sus Sátiras (1, 1, 24), Quid vetat, ridentem dicere verum? (¿Qué impide decir la verdad, riéndose?). Siempre ha contado que, desde que entró en la Universidad, en 1953, en la Facultad de Derecho de la Complutense, su espíritu se prendó, y se impregnó, de la libertad, en cogitaciones y reflexiones, de los diferentes pensares de sus maestros y alumnos compañeros, y de la proverbial alegría de vivir que se respira en el campus universitario.
4. EL FUEGO DE LA VERDAD POLÉMICA,
EL PERIODISMO DE COMBATE,
LA PASIÓN POR EL DERECHO
He dicho antes que Emilio de la Cruz Aguilar, si queremos desmenuzarle, poéticamente, en los elementos clásicos de la vida, es Tierra, la de su alma, que vive y vivifica en su Sierra de Segura; y es Aire, el de la libertad de la palabra en la Universidad. Pero, también es Fuego, el de la polémica por amor a la verdad, histórica y jurídica, que siempre le ha caracterizado, como historiador y jurista; y, sobre todo, como periodista y humorista literario. Porque, también como humorista y periodista, ha defendido apasionadamente, como buen polemista que es, la justicia concreta del hombre concreto, que vive en una sociedad concreta y determinada. Enemigo de los saberes cerrados y clausurados, ha combatido vicios, costumbres, y, ante todo, ignorancias difundidas, luchando por la verdad, que siempre ha querido hacer comunitaria y popular, como el mismo saber universitario lo es.
Desde 1968, Emilio de la Cruz, Aemilius, que es el principal de sus seudónimos, o heterónimos, al modo de los de Fernando Pessoa en la Lisboa de principios del novecientos, siendo licenciado también en Periodismo, trabajó en el diario Pueblo, el más influyente y crítico del tardofranquismo, como redactor de su Tercera Página, de opinión y de crítica literaria y teatral. Luego, colaboraría en muchas revistas y periódicos, cultivando la creación literaria humorística, utilizando diversos registros idiomáticos, desde el latín (como el Circus Ibericus de Titus Livius Aemilianus), el castellano antiguo, las variantes dialectales del habla de la Sierra de Segura, y diversas jergas o lenguajes de germanía, particularmente, con gran éxito, el argot bautizado como macarra o cheli (Las cassettes de Mac Macarra): en las revistas Hermano Lobo, Sábado Gráfico o La Codorniz (en su segunda época); y en los periódicos Diario 16 o el diario Jaén (con su sección de Cancamusas Serranas, dentro de la página Río Madera Abajo). La más prestigiada de estas publicaciones, en la actualidad, que ha sido reeditada, y objeto de múltiples homenajes como referente cultural de toda una época, por su lucha contra la censura franquista, es, sin duda, Hermano Lobo. Semanario de humor dentro de lo que cabe. En efecto, en 1972 y 1973, se atrevió a criticar los fundamentos políticos, sociales y económicos de la Dictadura del General Franco, contando, para ello, con una pléyade de afamados y jóvenes maestros del humor, gráfico y escrito, como Chumy Chúmez, Perich, Gila, Tip y Coll, Summers, Forges, Ops (Andrés Rábago, El Roto)... Como humorista y escritor, a Emilio hay que encuadrarlo en esta genial, y consagrada, generación española del humor, cáustico, tierno y costumbrista, al mismo tiempo, de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, ha confesado que, como autor, le gusta más lo oral que lo escrito, hablar que escribir, por entender que se emborrona demasiado papel, olvidando
"cuán nutricio es, para el espíritu, escuchar, leer y contemplar, pues, tal es mi enfermedad, que me hastía usar siempre los mesmos tropos y metáforas, las mesmas palabras y conjunciones una vez tras otra, haciendo juegos malabares para hallar manera de no repetir el maldito que" (Chrónicas de la Tuna, cap. X, pp. 113-114).
De su faceta como periodista, y en relación con la Historia del Derecho, hay que destacar dos cosas: su empleo constante de un lenguaje depurado, tanto en su vertiente crítica como en los registros cómicos; y una referencia constante a la Historia y al Derecho, como vía material de abordaje de los más dispares asuntos de la actualidad periodística. En este sentido, en 1994, aparecieron unas reflexiones suyas sobre el lenguaje y el Derecho, con ocasión del V Centenario de la publicación de la Gramática castellana (1492), de Elio Antonio de Nebrija, la primera de una lengua moderna. A partir de la crítica humanista formulada por Nebrija contra Accursio, el gran comentarista del ius commune, en su Lexicon iuris civilis adversus quosdam Accursii errores editum, publicado, en Salamanca, en 1506, subrayaba, de nuevo, la importancia del lenguaje en relación con el estudio y la enseñanza del Derecho. Porque ya Nebrija afirmaba, en su época, que los catedráticos de Leyes y Cánones, de la Universidad de Salamanca, sobresalían más por su ciencia que por su capacidad expresiva. De lo que se extraía la consecuencia de que los profesores han de preocuparse, siempre, por la corrección de su lenguaje, y de la terminología que emplean, sin deslumbrar a los alumnos con vocablos esotéricos, sino, simplemente, acudiendo a su etimología, contribuir a clarificarlos para que no enturbien la comprensión de conjunto de lo explicado. A partir de la revelación, por parte de Nebrija, de un Accursio que no confesaba sus errores e ignorancias, sobre todo, en griego, lo que le empujaba a retorcidas interpretaciones para explicar lo que, en el Digesto o en el Código de Justiniano eran simples errores de grafía, el Doctor De la Cruz ha extraído una serie de sugerencias pedagógicas, basadas en esa íntima interrelación que hay entre la etimología y los conceptos. Otros yerros accursianos eran de bulto, hasta el extremo, por ejemplo, de definir el plagio como la venta de un esclavo ajeno; o de creer que digitus aquae, un dedo de agua, es el agua que sale por el dedo de una estatua, cuando era, y es, una medida habitual, muy popular, de referencia al caudal de una vía de agua.
Finalmente, en 1997, Emilio de la Cruz Aguilar dio a la imprenta un ardoroso escrito de combate -haciendo uso de la conocida expresión del historiador francés de los Annales, Lucien Febvre-, por la Historia del Derecho. Este libro lo tituló, simplemente, Historia y Periodismo. Recordando experiencias pasadas en las Redacciones de diferentes y variados periódicos y revistas, nacionales y provinciales, el periodista Aemilius denunciaba, tanto el generalizado desconocimiento de la Historia que manifestaban muchos de sus colegas, como la interesada manipulación que de ella hacían, sin escrúpulo alguno, en exclusivo beneficio partidista, la mayor parte de los políticos. El suyo era un alegato en favor del valor periodístico de la Historia, y contra el olvido y alejamiento de la prensa periódica por parte de los historiadores. En una palabra, una llamada, un toque o aldabonazo de atención para que la figura del historiador estuviese más presente en los medios de comunicación social, ofreciendo alternativas a las ignorancias y tergiversaciones de periodistas y políticos, para demostrar el valor práctico constante de la Historia como disciplina de conocimiento del pasado humano.
Para ello, ponía en evidencia una serie de perniciosos tópicos históricos, comúnmente admitidos, sin crítica alguna. Así, la expresión Santiago y cierra España, en la que el término cerrar no significa "clausurar", "encerrarse", sino todo lo contrario, puesto que era un grito de guerra para unirse y cargar contra el enemigo. O la pretensión de Américo Castro, de que el desprecio por el trabajo y las actividades mercantiles era una actitud característicamente española, ligada a un desmesurado afán de hidalguía, cuando ya una constitución de los emperadores romanos Honorio y Teodosio, recogida en el Codex (IV, 63, 3), prohibía ejercer el comercio a los nobiliores natalibus. O las proclamas de autodeterminación, secesión y bilingüismo, y de pretendidos hechos diferenciales históricos, de ciertos políticos independentistas, junto con la calificación de España como una simple estructura jurídica, y no como una comunidad política, cuando sabido es que los grupos humanos, sólo a través de una estructura jurídica se transforman en comunidad política, puesto que, sin ella, serían poco más que un grupo de amigos, un círculo de parientes o una masa de paisanos. En cualquier caso, valga la sincera confesión de Aemilius, de que yo era más soberbio como periodista que ahora como historiador:
"Los periodistas españoles son hipercríticos con nuestra historia. Tocados de una proclividad larriana, responden al prototipo más extendido: inclinados morbosamente al mea culpa, sienten cierta vergüenza de las glorias nacionales; es decir, igual que el resto de sus compatriotas. Aunque su posición y profesión les hace más influyentes, y contribuyen a acentuar lo que llamo la masocohistoria de España" (Historia y periodismo, p. 99).
5. CONCLUSIÓN.
LA IDIOSINCRASIA DE LA LIBERTAD SERRANA,
PERSONAL E INTELECTUAL
Por fortuna, Emilio de la Cruz Aguilar ha sido profeta en su tierra, y allí por donde profesionamente ha transitado. En su tierra, fue nombrado, por acuerdo unánime del Ayuntamiento de Orcera, Hijo Predilecto de la Villa, que es el más preciado, y emotivo, galardón que nadie pueda recibir en vida, además, por lo que de entrañable reconocimiento y vinculación a la cuna, terrena y materna, mater terris et humanae, de cada uno de nosotros, supone, y representa. En la Universidad, ha sido, durante décadas, hasta el año de su jubilación, en 2006, Vicedecano de Extensión Universitaria y Actividades Culturales de la Facultad de Derecho Complutense. En el periodismo, fue distinguido, por el desaparecido diario Pueblo, con el premio de Popular, de 1974, en su apartado de humor; y, en 1979, con el de Popular como articulista. Y ha sido condecorado con la Cruz distinguida de la Orden de San Raimundo de Peñafort, y con la encomienda de la Orden de Alfonso X el Sabio.
Su obra jurídica puede ser caracterizada como varia, inquieta, honesta, pugnaz y veraz, y lamentablemente dispersa. Dispersa y oficialmente no muy reconocida, quizá, también, porque, como decía el poeta Jaime Gil de Biedma, lo natural, lo normal, es leer, no escribir. Y ello porque su pudor académico y literario, su sencillez personal, su poco aprecio de lo propio, y su aversión a figurar en primer plano, han postergado dicho público reconocimiento. Entre sus aportaciones, seguramente, las más queridas para él sean su tesis de doctorado, La destrucción de los montes, sus amenas Lecciones de Historia de las Universidades, o su admirado Juan Alfonso de Benavente y su traducción del Arte y teoría de estudiar y enseñar. Sin embargo, yo quiero llamar la atención, además, sobre otras tres pequeñas joyas suyas, que ya he procurado poner de relieve con antelación: El Negociado de Maderas de Segura en Sevilla, El Reino taifa de Segura, y su Otra vía romana entre Cástulo y Cartagena. De Roma al Islam andalusí, de la Edad Media alfonsina a la Moderna rural castellana, de los estudiantes residentes en las urbes universitarias a los vagantes escolares por la caminería hispana, las inquietudes y los saberes emilianos, emilianenses, han procurado ser universales: mesurados en la desmesura de la vida y la historia de los hombres, equilibrados en sus juicios, aunque no haya rehuido nunca la polémica, en pos de aquello que ha considerado justo y verdadero, en cada caso y en cada momento.
Un espíritu, el de Emilio de la Cruz, de naturaleza renacentista, portador de un talento humanista, abierto al mundo y a sus avatares con el auxilio de tres instrumentos intelectuales primordiales: el Derecho, pero en su dimensión esencialmente práctica; la Lengua, pero moldeadamente latina; y la Historia, siempre omnicomprensiva, nunca de campanario, reductora, castrante o excluyente, y, por eso mismo, anclada en sus grandes perspectivas temporales, de la Antigüedad, el Medioevo y la Modernidad. Entendiendo que la Historia y el Derecho no son frívolos juegos de sabios de gabinete, sino herramientas del conocimiento humano, indispensables para alcanzar la verdad y el bien, aunque sean éstos valores relativos, y no absolutos, no sepultados en vanas erudiciones y falsos tecnicismos. Todo ello espolvoreado con un extraordinario sentido del humor. Porque, Emilio es un sabio in itinere, un historiador jurista que no sólo ha querido viajar a través del tiempo, con la cronología como herramienta auxiliar, sino que también lo ha hecho por el espacio, con la geografía como vehículo vital por científico, indispensable para conocer a los hombres y las tierras, pretéritas y presentes. Como expresión viva y encarnada del hombre y su circunstancia orteguianos, cuya filosofía de la razón vital dice que,
"sólo cuando la vida misma funciona como razón, se consigue entender algo de lo humano".
Pero, por encima del Emilio historiador y jurista está el poeta: un autor de pluma clásica, portador de un verbo directo, conciso, sencillo, poderoso y combativo, en el que las palabras germinan prístinas, virginales, recién creadas. No es un diletante, ni un esteticista: escribe para convencer, para mejorar, para reformar, para enmendar yerros, siempre al servicio del ser humano, del pueblo. Ya se ha hablado de los elementos clásicos, de la vida y del mundo, que le conforman telúricamente: la tierra, el aire, el fuego. Falta el último, el Agua de la vida, de la existencia, que, para el poeta, no puede ser otra que un grito de libertad, que sacie sus anhelos de vida y de amor, terrenos y ultraterrenos. Yo creo que si a nuestro poeta se le propusiese que salvase sólo dos palabras, dos términos, dos voces inextinguibles, una sería, indudablemente, la de LIBERTAD; y, otra, con toda seguridad, la de MADRE, la suya, Doña María Aguilar Garrido (q.e.p.d.), natural de Siles, como ya he dicho, que era la figura de la mujer fuerte de la Biblia, a quien yo quiero honrar su memoria, rindiéndole el tributo de mi recuerdo, admiración, respeto y hondo cariño.
Para concluir, quiero hacerlo, no con mis modestas palabras, que van siendo ya demasiadas, sino tomando prestada la voz de nuestro querido Emilio. En sus últimas Chrónicas Tunantescas, las secundas de 1993, incluyó su verdadero testamento, sentimental e intelectual, como legado para la posteridad. Un canto de amor universal a la libertad individual, al modo rousseauniano, de otro Emilio, el de la ilustrada educación personal del hombre para la sociedad, característica del siglo XVIII, a pesar de que esta centuria de nuestra Historia de España no es de las más admiradas por él, y ni siquiera queridas, por haber sido testigo temporal del despojo causado a sus paisanos segureños, y de la devastación de sus tradicionales formas de vida, individuales y colectivas, según ha quedado referido:
"Mi amor es la vida, toda la vida de todos, de los hombres y los animales, los árboles que entran sus raíces hasta el fondo de la tierra y quiebran las peñas y peinan los vientos, balanceando en ellos sus ramas para ofrecer cobijo a las aves, y de la misma tierra, lo que anda sobre ella, la cava o sobrevuela. Y las aguas, en gotas desde el cielo, en corrientes parleras, en copos blancos, en hielos azulados, y todas las criaturas que las andan, en sus patas y garras, o la nadan con las palmas abiertas. Y he vivido tanta vida después, aprendí tanto, maduré y hallé mi camino, reencontré mi facultad y mi gente, y, al final, me encontré dueño de mi mismo, sin quererlo ser de los demás, doliéndome vencer a otros, y aun convencer a los que piensan que sus opiniones son parte de su cuerpo, en lugar de productos de su pensamiento, que no puedo pensarme de otro modo" (Chrónicas Tunantescas segundas, cap. I, p. 19).
Pero, con Emilio, poeta ante todo y sobre todo, he de poner el punto final con algunos de sus versos, siendo de los más representativos esta variación suya sobre el tema clásico de vita beata. No, desde luego, en su ulterior versión cristiana del Sermonario de San Agustín, sino en la originaria y pagana, romana y horaciana (Épodos, 2, 1-4), del Beatus ille, que es el fragmento de un extenso poema suyo, titulado Nuestra casa, incluido en su poemario Borla Roja. (Soledades y compañas), de 1993:
"Esto es lo que quiero yo,
una mesa de pino
y una cama sencilla,
muy cercana del suelo,
una ventana grande
de horizonte completo,
una pluma que escriba
con el trazo muy grueso,
un perro fiel,
un fuego,
y una casa lejana
con un amor secreto".
JOSÉ MARÍA VALLEJO GARCÍA-HEVIA
Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones
Universidad de Castilla-La Mancha
No hay comentarios:
Publicar un comentario