PAN DE PUEBLO
En
Sevilla, donde resido, como en cualquier otra ciudad, abundan los “hornos de
leña” que venden “pan de pueblo”. Cuando por la mañana temprano paseo a mis
perros veo las furgonetas que descargan su mercancía: pan amasado y cocido, o
semicocido, en algún polígono industrial de los alrededores que el horno de
leña -huelga decir que funciona con gas o electricidad- calienta o termina de
cocer. Esto son hoy los hornos de leña y el pan de pueblo.
A mediados del siglo pasado, tiempo
no demasiado distante en años, pero si en la forma de vivir, en los pueblos de la Sierra de Segura el pan era
el centro de la
vida. Villarrodrigo tenía más de 2.000 habitantes; contar con
un pedazo de pan que llevarse a la boca constituía para casi todos la preocupación
fundamental de cada día.
Se sembraba el trigo donde se podía;
a veces, en pegujales perdidos entre el monte o en cuestas empinadas que apenas
permitían tenerse en pie a las yuntas. Un año alguien sembró las tierras que
descienden de la Atalaya
hasta la Tejera ,
areniscas rojas que no criaban ni hierba. Recuerdo que mi abuelo y otros
viejos, que al atardecer tomaban el sol protegidos del aire norte por la parata
del Calvario, pronosticaban que aquel suelo no tenía fuerza, que las matas de
trigo que empezaban a brotar no cuajarían. Acertaron; aunque el esplendor de la
primavera prometía algún fruto, las raquíticas espigas quedaron vacías.
Hacia 1920 los montes públicos y
privados, una vez más, para ampliar la tierra de labor, sufrieron el asalto de
hachas, azadones y sierras. Se roturaron miles de hectáreas; los pinos, que
durante siglos habían cubierto la
Sierra , buscaron refugio en barrancos inaccesibles o en lo
alto de los picos. Muchos de esos ranchales robados al monte conservan el
nombre de quien cortó los árboles y arrancó chaparras, marañas y enebros: hoya de Juan de Dios, ranchales de “Paleta” o
de Saturnino.
Vistos hoy parece mentira que esos
pelagartales dieran trigo, pero lo dieron y, los primeros años, buenas
cosechas; la tierra virgen, fertilizada por el humus acumulado durante siglos,
fue agradecida. Pero aquello duró poco, pronto las lluvias arrastraron la débil
capa de tierra y abono quedando al descubierto pedrizas y arenas estériles.
Acertaron quienes plantaron olivas en la Atalaya , la Pina Mata , el Tobar, Los Cabildos, la
Hoyuela ; a veces conservan los nombres de quienes las
plantaron: olivas de Isidoro, de Nemesio, de Iluminado.
En la zona más llana del término las
tierras eran mejores, aunque no pasaran de medianas. Junto a las casas del
pueblo, entre la carretera y el río, “el Moreal”, una finca de los Parra, tenía
fama de buena; tanta, que inspiró una frase que perdura, empleada cuando se
quiere resaltar la fiabilidad, la certeza de algo: “Es más seguro que el
Moreal”; porque casi todos los años daba buena cosecha.
Se labraban los campos sin más
instrumentos que el viejo arado romano, si acaso ampliado con la vertedera,
arrastrado por la yunta de mulas o, en las cuestas empinadas, de vacas; la “Revoltosa ”, la “Mariposa ” araban lo más
escarpado y aún eran capaces de criar un chirro que, vendido en las ferias de
Siles o La Puerta ,
daba buenas pesetas.
La siembra se hacía en otoño, más
tarde o más temprano, según el tempero: cuando hubiese llovido lo suficiente
para que se esponjasen los barbechos. La simiente, previamente curada con
“piedra azul” - sulfato de cobre- se esparcía a mano y la enterraba el arado.
Después, mirar al cielo y esperar a que ayudase el tiempo. No hacía falta que
lloviese mucho, las tierras eran flojas, más arena que arcilla; pero eso sí,
tenía que llover en primavera para que espigasen los trigos. Y aún ocurriendo
así quedaba lo peor, la amenaza del solano, ese aire caliente y seco que nos
viene del desierto; cuando soplaba unos días arrebataba las siembras, volvía
blanco lo que hubiera sido amarillo de oro en las espigas maduras. ¡Cuántas
veces la misma queja¡: el solano se ha llevado la cosecha, ha dejado “como
lengua de pájaro” los granos de trigo.
La época de la recolección, que
duraba más de un mes, era de intenso trabajo. Suele decirse cuando se quiere
elogiar el esfuerzo de alguien que trabaja “de sol a sol”; pues bien, la medida
quedaba corta, porque muchos días comenzaba la faena al amanecer y se
prolongaba durante algunas horas de la noche para aprovechar el aire ábrego,
con el que se ablentaba, porque al día siguiente podía cambiar a solano.
El esfuerzo estaba justificado, la
mies sin segar podía ser arrasada por una nube de piedra; y si el trabajo de la
era duraba más tiempo del debido, el riesgo era las lluvias tempranas; al
mojarse, el grano germinaba o se pudría; dice un refrán: “Para San Bartolomé,
quien no haya terminado de eras, agua en él”.
La siega se hacía a mano, primero de
la cebada, luego del trigo. Era cosa de hombres, rara vez cogían la hoz las
mujeres; si no bastaban las propias fuerzas se contrataban segadores, a secas o
mantenidos. En la primera modalidad el segador se procuraba la comida; en la
segunda, más frecuente, la proporcionaba el amo. Pero aunque fueran ajustados a
secas se les facilitaban siempre los ingredientes necesarios para el gazpacho:
pepino, aceite, sal y vinagre.
Ninguno de los trabajos del campo es
tan duro como la siega; los hombres terminaban achicharrados, diez o doce horas
en el tajo bajo el sol de julio y agosto. Ni siquiera venían a la casa para
comer: las mujeres llevaban en la barja el puchero caliente. No eran raros los
accidentes, cortes con la hoz en las manos, mal protegidas con los dediles y la
zoqueta, o las temibles heridas causadas en los ojos por el roce de las
espigas.
La
mies se acarreaba a lomos de las caballerías hasta la era; luego vendría tender
y trillar la parva, amontonar, ablentar, cribar, envasar el grano y llevarlo a
las cámaras del pueblo o de los cortijos.
En las tareas de la era participaban
mujeres y niños; para los chiquillos no suponía un trabajo, sino un placer,
ayudar con la criba o montarse en el trillo; los de esta comarca eran muy
sencillos, de tablas curvadas en la parte delantera con ranuras en las que se
introducían lascas de pedernal. Tenían fama los de Siles y Albaladejo.
La vida se trasladaba a las eras,
allí se trabajaba sin descanso y muchos días se comía y se dormía; el mejor
lecho, la parva a medio trillar; sobre ella una manta y otra para taparse, que
al amanecer hacía fresco.
La mies, apilada en las hacinas,
esperaba la hora de la
trilla. En julio, el bando prohibiendo fumar en las eras que,
como todos los del señor alcalde, anunciaba el pregonero con dos toques de
corneta (para las sardinas o la “mesá” - carne de cerdo fresca - bastaba uno).
Los municipales - muchos años “Pepón” y
“el Difunto”- velaban, tal vez sin mucho éxito, por su cumplimiento. Y volvía a
contarse la ruina de aquel pueblo manchego en el que por culpa de un cigarro se
quemó toda la cosecha.
Convertir el trigo en harina era
cosa de los molineros; el río de Villarrodrigo nunca tuvo caudal suficiente
para mover molinos por lo que se llevaba el grano a los que había en los ríos
Guadalmena , de Onsares o Bienservida: Macayo, La Quintina , Fermín, “Pelacañas”.
Los molineros cargaban los costales en sus burros, recios y fuertes,
generalmente machos enteros, y devolvían, detraída la maquila correspondiente
-que a ellos les parecía escasa y al amo abusiva- el salvado y la harina.
Cada cual recibía la harina de su
trigo; recuerdo las quejas de mi padre cuando advertía, por el color o sabor,
que no era la del grano entregado. La bronca era monumental cuando el pan sabía
a cominillo, la semilla de una mala hierba frecuente en la comarca, pero no en
“La Mangada ”,
la finca de la familia.
Esta personalización también se daba en frutas y hortalizas:
tenían fama las habichuelas que criaba Tiburcio en el “Maguillo”, el cerezo de la Carlota , los priscos de
Alvaro, las ciruelas claudias de “los Herreros”¡Trigo de tus tierras!. Hoy
puede que llegue de Canadá, Ucrania o Egipto; y en las tiendas del pueblo
encontrarás la misma fruta que en todas partes, procedente de los mismos
sitios; a veces híbridos indescifrables: piel de manzana, carne de pera, hueso
de melocotón y sabor desconocido.
Amasar era tarea femenina. Sobre la
artesa, tallada de una sola pieza en un tronco de pino -a los más recios se les
llamaba arteseros- se colocaban dos varas pulidas sobre las que las mujeres
movían en rápido vaivén la zaranda separando la harina del moyuelo. La harina,
casi siempre de trigo candeal, blanca y limpia, se amasaba con agua templada,
añadiendo previamente la ensancha, preparada la víspera con el pizcón, un trozo
de masa de la vez anterior, que servía de levadura. El trabajo era largo y
duro, agua y harina debían mezclarse bien para que no quedasen grumos.
Colocada la masa sobre las maseras,
de lienzo blanco, y cubierta con los tendidos -paños de lana de tejido
semejante al de las mantas muleras- se trasladaba desde la casa al horno en el
escriño, una especie de canasta o cesto hecho con bálago de centeno. En el
horno, en las tablas colocadas a izquierda y derecha de la entrada, se cortaban
los panes, todos de la misma forma y peso, dos libras, poco más o menos. De ese
peso en el pueblo, porque en los cortijos eran de mayor tamaño; la razón de
esta diferencia tal vez fuera que en los cortijos se amasaba más de tarde en
tarde y los panes gruesos se conservan más tiempo sin ponerse duros. Cubiertos
con los tendidos se esperaba a que, empujados por la levadura, subieran.
Finalmente, caldeado el horno con
leña de chaparro, oliva o pino y tras limpiar de ceniza las losas con la
barredera -una larga vara con trapos atados a uno de sus extremos- los panes se
colocaban con una pala de largo astil sobre las losas hasta que su color
indicaba que se habían cocido.
Luego, de nuevo en
el escriño, regresar a la casa y guardarlos en una orza o sobre las tablas de la despensa. La casa se
llenaba del más hermoso de los olores, el del pan recién cocido.
En el tiempo de que hablo -mediados
del siglo pasado- en Villarrodrigo había cuatro hornos: los de “Guerra”,
“Trocha”, la Olalla
y la Ramona. Eran
lugar de encuentro de las mujeres, propicio para difundir noticias y
habladurías. Cuando en una conversación alguien informaba de algo, a la
pregunta ¿cómo lo sabes? la respuesta casi siempre era: me lo han dicho en el
horno. Se hablaba del noviazgo de la
Encarna ; de la boda de Cristóbal y la Roberta ; de que Isaías, el
hijo de Valentín, había venido de permiso; de que la Jacinta y “Zapatones” se
habían “juntao” la noche anterior; del fallido intento del cura para casar como
Dios manda a Nicanor y la
Josefa , que ya tenían tres chiquillos.
Las noticias se referían a cosas del
lugar, o de alguno de los pueblos vecinos; otras, quizás de mayor importancia,
ni se conocían; eran tiempos sin radio –durante muchos años ni siquiera hubo
luz eléctrica- y sin otra comunicación con el mundo que la ofrecida por el
diario Jaén, del que había media docena de suscripciones.
El
horno, tan arraigado en las costumbres, aparecía en refranes y coplas
populares.
Madre venga usted corriendo,
que he visto una cosa rara:
tres mujeres en el horno
y las tres están calladas.
Una adivinanza decía:
Cien redondeles
en un redondón,
un quita y un pón.
Respuesta: el horno. Y ante el impaciente
requerimiento del novio la muchacha le reprende:
Estate
quieto, Vicente,
que mi madre está en el horno
pasa por la calle gente,
van a sentir el trastorno.
En el pueblo, por los años 40, había dos clases de pan: blanco y “de la
ración”; a principios de los 50 desaparece el racionamiento y queda una sola. A
veces, como decían que sentaba mal el pan recién hecho, se hacía alguna torta o
rosca para comerlos en el día; y para los chiquillos, pajaritas: con sus alas,
ojos, cola y pico. En mi casa, durante el verano, también galianeras, que
suplían y mejoraban la ancestral torta de los pastores con que se preparaban
los galianos, ese espléndido plato de la Sierra y también manchego.
Contrasta esta sencillez con lo que
hoy ocurre: hay mil clases de panes; unos toman el nombre del país o de la
región -pan inglés, francés, alemán, de Viena, asturiano, gallego-; otros, del
cereal o cereales con que están hechos; de la textura; del grado de cocción;
del tamaño; de la
forma. Algunos , ásperos y negros, que se pagan bien caros,
hubieran sido mal recibidos en las pobres mesas de aquel tiempo. En el
horno-cafetería donde desayuno cada mañana encuentro en la lista de precios
noventa y nueve clases o tamaños diferentes.
El pan se veía como algo sagrado; mi
padre antes de repartirlo, marcaba en el reverso, con la punta de la navaja, la
señal de la cruz. Si
se caía un pedazo, lo besábamos al recogerlo; y también lo besaban los mendigos
al recibirlo. Ese carácter sagrado del pan, que tiene su expresión máxima en la Eucaristía , se
reflejaba en las costumbres. Así, para San Antón, roscos o panes bendecidos se
les daban de comer a los animales para que el Santo los librase de enfermedades
o accidentes. Y el Domingo de Resurrección los quintos colgaban sobre la puerta
de la Iglesia ,
junto a las albricias -tela con un corazón bordado- un manojo de espigas del
año anterior, que en el tiempo de la Semana Santa aún no las había.
Es hora de terminar. El habitante de
la ciudad que se aparta de la autopista para comprar pan de pueblo hecho en
horno de leña puede llevar a casa un pan grande y bueno, pero fabricado igual
que el de todas partes: no hay hornos de leña, ni amasar y cocer el pan entraña
los viejos ritos que he descrito. Ese pan de hoy, sea del pueblo o de la
ciudad, queda fuera de un modo de vivir, de una cultura que, no sé si para bien
o para mal, se han perdido.
Francisco Cuenca Anaya
Notario
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